El Capitalismo de vigilancia conquista el shock
El capitalismo de vigilancia se erige como la solución a una pandemia descontrolada, de la misma manera que la uberización de la economía se erigió como la alternativa a un mercado laboral bajo shock por la crisis financiera de 2008.
Los GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) son los emperadores del nuevo mundo. La distancia social es su nuevo territorio de conquista. El confinamiento nos encierra en casa y los dispositivos tecnológicos ponen el cerrojo a la celda virtual. El teletrabajo. Las clases online. Las videollamadas. Las compras en Amazon. La alianza entre Google y Apple para ofrecer la tecnología de las aplicaciones gubernamentales de rastreo del movimiento. El capitalismo digital es el mayor beneficiado de esta situación y su mayor soporte. Al mismo tiempo, ha impuesto nuevas lógicas que amenazan con trascender la excepción y devenir la norma.
Bajo la atenuación de la protesta propiciada por el miedo, el capitalismo de vigilancia, el que monitoriza y monetiza toda experiencia humana, puede ganar la batalla con una sutil estrategia: presentarse como el mal menor inevitable. El shock ha llegado en forma de pandemia. El debate entre seguridad y libertad se juega hoy en una nueva pantalla. Salvar la vida o la privacidad. Elegiremos salvar la vida. La duda es cómo será vivirla.
El capitalismo de vigilancia se erige como la solución a una pandemia descontrolada, de la misma manera que la uberización de la economía se erigió como la alternativa a un mercado laboral bajo shock por la crisis financiera de 2008. Se presentaba un nuevo paradigma de empleo: la libertad precarizada del entrepreneur frente a la disciplina fordista. Lo que para muchos fue la única alternativa al desempleo coyuntural, hoy es la nueva normalidad. Sin embargo, el capitalismo de vigilancia como la uberización de la economía se inscriben en un contexto más amplio: Internet ha sido fagocitado por el capitalismo, al mismo tiempo que ha sido el elemento desencadenante del paso del capitalismo industrial al capitalismo digital.
El debate entre seguridad y libertad se juega hoy en una nueva pantalla. Salvar la vida o la privacidad. Elegiremos salvar la vida. La duda es cómo será vivirla.
En la década de 1970, Internet, y la informática en general, escaparon de las instituciones estatales e hicieron su aparición en sociedad. Se presentaron como una herramienta que democratizaría el acceso al saber a nivel global. Sin embargo, rápidamente, “visionarios” como Bill Gates o Steve Jobs, entre otros, se apropiaron del conocimiento abierto creado por las comunidades de hobbyist y abrieron la puerta a patentar el conocimiento inmaterial: software y algoritmos.
Hoy la red aguanta el nuevo paradigma económico. Formateada por Internet, la economía global es volátil, difusa, especulativa y tendenciosa a la centralización y a la mercantilización de la actividad virtual y real.
Se pueden diferenciar dos modelos principales de negocios nativos de Internet. El definido por el término de uberización de la economía y el de gratuidad comercial, explica el economista Carlo Vercellone. Ambos modelos ganan en esta crisis. Ejemplos del primer caso son Uber o Amazon, que integran el mercado en su plataforma. Hasta el punto, que los repartidores de Amazon y los riders han sido considerados esenciales.
En el segundo modelo, se inscriben Facebook y Google que ofrecen sus servicios gratuitamente, pero monetizan la información que extraen de ellos: el Big Data, o el llamado oro del s.XXI. La unión de Google y Apple puede leerse como un acto benéfico a la salud global o como la ocasión irrechazable de asentar su dominio. Conquistar nuevas fuentes de su materia primera, el big data, y de engrosar su capital: los algoritmos y el Free Digital Labour.
Free digital labour y experiencia humana como materia primera
No solo aumentan las compras en Amazon, sino que la virtualidad disimula la soledad del confinamiento. La conexión online es la única permitida bajo la prescripción de “distanciamiento social”. Se multiplica el tiempo que pasamos de cara a la pantalla y por lo tanto nuestro “Free digital labour” (trabajo digital no remunerado). Se trata de la evolución adaptada a las nuevas tecnologías del concepto “attention labour”, teorizado por el economista Dallas Smythe al final de los años 70.
Smythe describió el “attention labour” como el trabajo no remunerado que realizan los espectadores cuando prestan atención al contenido difundido por los medios de comunicación. Las empresas mediáticas monetizan su actividad gracias a la atención del público. Si nadie mirara la televisión, ningún anunciante pagaría por los espacios publicitarios. En palabras del ex presidente de TF1 (uno de los principales grupos mediáticos franceses) Patrick Le Lay, “lo que vendemos a Coca Cola es tiempo de cerebro humano disponible”.
El “Free Digital Labour” va un paso más allá. En Internet, los usuarios no se limitan a prestar atención, sino que participan activamente de la creación. Asumen el rol de prosumers (de producers y consumers, que no clientes). La creación no pasa solamente por compartir experiencias, sino que la simple realización de una búsqueda genera información valiosa. Datos que serán procesados y vendidos con fines comerciales, políticos o en el caso que nos ocupa, sanitarios.
La simple realización de una búsqueda genera información valiosa. Datos que serán procesados y vendidos con fines comerciales, políticos o en el caso que nos ocupa, sanitarios.
En una entrevista publicada en la edición de noviembre de 2018 de la revista Nautilus, la matemática británica Hannah Fry, autora del libro sobre algoritmos Hello World, aboga por una agencia de regulación del mercado de algoritmos para evitar las prácticas hasta ahora normalizadas: “Mientras hablamos, hay gente que hace fortunas colosales con nuestros datos. Por ejemplo, Palantir, uno de los grandes éxitos de Silicon Valley, más valioso que Twitter. La mayoría de gente nunca ha oído a hablar de ella, porque actúa en la sombra. Esta empresa y muchas otras tienen más información tuya de la que puedas imaginar. Sobre quién eres y qué te interesa (…). Tienen datos sobre tu sexualidad oficial y real, sobre tu aborto, tu opinión sobre las armas, saben si has tomado droga…Todos estos datos son acumulados, analizados y vendidos a precio de oro”.
En su obra The Age of Surveillance Capitalism, la profesora emérita de Harvard Shoshana Zuboff afirma que “Somos las fuentes del excedente crucial del capitalismo de vigilancia: los objetos de una operación de extracción de materia prima tecnológicamente avanzada y cada vez más ineludible. Los clientes reales del capitalismo de vigilancia son las empresas que hacen negocio en los mercados de predicción de comportamiento”.
Esta crisis es el perfecto desencadenante para la imposición del nuevo paradigma de Capitalismo de Vigilancia. Concepto que Zuboff define en su libro como “Un nuevo orden económico que reivindica la experiencia humana como materia prima gratuita para prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas”.
“El excedente de datos de comportamiento no solo debe ser abundante, sino también variado. Obtener esta variedad implica extender las operaciones de extracción del mundo virtual al mundo real, donde vivimos nuestra vida “real”. (…) [Los Capitalistas de Vigilancia] Tratarán de acceder a su sistema sanguíneo, a su cama, a sus conversaciones matutinas, a sus viajes, a su refrigerador, a su parking, a su sala de estar”, señala Zuboff en Le Monde Diplomatique.
Hace años que Google es capaz de predecir antes que los ministerios de salud, la llegada de la epidemia de gripe estacional, en base a las búsquedas realizadas por sus millones de usuarios. Las personas buscamos “síntomas de la gripe” en Google antes de acudir al médico. Ahora, las apps que implementarán los gobiernos en los dispositivos para monitorizar la expansión del coronavirus alimentará “las fábricas de inteligencia artificial de Google que fabrican productos predictivos vendidos a clientes reales”, en palabras de Zuboff.
Dopamina y comunidad
Lo que genera el Big Data son las interacciones entre usuarios. Likes, comentarios, reacciones, búsquedas, valoraciones, discusiones, compras, visualizaciones… Una de las leyes de las plataformas de Internet (Ley de MetCalfe) es que más usuarios, atraen más usuarios. Pero también que una plataforma adquiere valor en función de su potencial de crear el efecto comunidad (Ley de Reed).
Sin embargo, en Internet, más que en comunidad vivimos en una especie de Síndrome de Estocolmo socialmente aceptado. Las plataformas online, como Facebook, dedican departamentos enteros a la generación de dopamina a través de sus prestaciones. Es decir, a mantener a los usuarios adictos al consumo de sus servicios. No es un problema personal llevarse el móvil hasta en el baño. Es el éxito del sistema.
En una acto en 2017 en Filadelfia, el expresidente de Facebook, Sean Parker, contó que cuando desarrollaban Facebook el “like” fue la respuesta a la preocupación de cómo consumir la mayor parte de tiempo y atención consciente posible de los usuarios. “Un pequeño golpe de dopamina” reconoció el estadounidense. “Es un circuito de retroalimentación de validación social (…) exactamente el tipo de cosas que un hacker como yo inventaría, porque explota la vulnerabilidad de la psicología humana”, explicó.
Las plataformas online, como Facebook, dedican departamentos enteros a la generación de dopamina a través de sus prestaciones. Es decir, a mantener a los usuarios adictos al consumo de sus servicios
Promover la adicción, se traduce en más tiempo de navegación, más extracción de datos, más ingresos por publicidad (en 2019 el 98% de los ingresos de Facebook provinieron de la publicidad). Publicidad basada en la venta de datos de los usuarios para dirigir con precisión el mensaje del anunciante al target adecuado. Para vender lo que se quiera a quien se desee: unos zapatos, una póliza de seguros, un candidato a la presidencia… El negocio de la predicción de comportamientos toma otra dimensión cuando la predicción se convierte en modificación. Las implicaciones políticas escalan a otros niveles éticos. El caso de Cambridge Analytica no deja de ser una anécdota en relación al potencial de las tecnologías que pretenden normalizarse para frenar la pandemia.
Los nuevos imperios
Las compañías de Internet acaparan los podios de capitalización bursátil. Jeff Bezos ha cambiado la forma en que consumen millones de personas. Amazon se ha convertido en el omnipresente centro comercial global. Google no es solo el dueño de nuestro buzón online, sino que con Facebook posee nuestra identidad virtual.
El mercado digital está tan centralizado que hablamos de un oligopolio global de las GAFAM. De un nuevo imperialismo. La posición privilegiada de cada una de las empresas dominantes en el mercado digital puede verse amenazada por una simple innovación tecnológica fuera de sus laboratorios. Frente a esta amenaza constante, la tendencia de las GAFAM es absorber cualquier start-up que, potencialmente, podría innovar en su mismo campo. Fue la lógica de Facebook cuando compró Instagram en 2012 y WhatsApp en 2014. O Google cuando se hizo con Android en 2005, Youtube en 2006, entre las más de doscientas adquisiciones desde su creación.
Al mismo tiempo, para evitar una crisis de especialización, las GAFAM diversifican la actividad dentro de su universo. Apple, por ejemplo, creó la productora Apple Originals y la plataforma de streaming Apple TV. De esta manera, a través de Mac e Iphones también se consume contenido de Apple, y no solo el de Netflix o Amazon Prime. Por no hablar del universo Alphabet, el grupo de Google, que investiga en biogenética e inmortalidad.
En definitiva, el riesgo de perder el privilegio en el oligopolio fortalece el propio oligopolio, a través de una constante fagocitación de la competencia y de la conquista de nuevos espacios transvirtuales. La gestión de la pandemia significa cruzar una nueva frontera.
Potencial virtual y poder real
La virtualidad atraviesa las pantallas. En el origen de la creación, las industrias de Internet siguen la centenaria lógica extractivista, capitalista y colonial para obtener los minerales necesarios para la fabricación de los dispositivos electrónicos. Sin eludir, el alto coste energético de los servidores que almacenan la nube. Por otro lado, participan de la desregulación del mercado laboral. Para terminar, juegan con la potencialidad de la instrumentalización de los datos. No es ninguna revelación que “la información sea poder”. Y, sin embargo, los datos son una mercancía como cualquier otra que puede caer en manos de cualquiera que pueda adquirirla. Los potenciales digitales confieren poderes reales.
En la conversación con Nautilus, la matemática británica Hannah Fry relata una anécdota personal reveladora: “En 2011 en Londres, durante un momento de fuertes disturbios, estuve trabajando en un proyecto con la Policía Metropolitana, tratando de comprender matemáticamente cómo se habían propagado las protestas. Usamos algoritmos para entender cómo la policía habría podido actuar más eficazmente. Fui a Berlín a exponer el informe con los resultados de mi trabajo y me destrozaron por completo. Me hicieron preguntas como: Espera un segundo, estás creando un algoritmo que tiene el potencial de ser utilizado para reprimir manifestaciones pacíficas. ¿Cómo puedes justificar moralmente el trabajo que estás haciendo?. Me da un poco de vergüenza” prosigue Fry, “decir que no me lo había planteado hasta ese momento. Desde entonces, (…) comencé a notar que, en mi campo, otros investigadores no tratan los datos con los que trabajan y los algoritmos que crean con la preocupación ética necesaria”.
La consecuencia final del capitalismo de Internet es la transversalidad de sus efectos en todos los aspectos de la vida de los usuarios
La experiencia de Fry es una de los miles de ejemplos en los que el poder de Internet tiene implicaciones que trascienden las fronteras virtuales. La consecuencia final del capitalismo de Internet es la transversalidad de sus efectos en todos los aspectos de la vida de los usuarios. La mayoría de nuestras actividades offline tienen su alter ego online. Su página de Facebook o Instagram, su web, su correo electrónico o twitter. Hasta tal punto que, en muchos lados, una vida completamente offline carece de instrumentos para sobrevivir en sociedad. Paradójicamente, en Silicon Valley los adultos exigen a las niñeras que eviten a toda costa el contacto de sus hijos con las pantallas (lo que, por otra parte, es un privilegio de clase).
Algunos gurús tecnológicos han expresado públicamente su pesar por haber participado en crear este mundo. La exdirectiva de Cambridge Analytica, Brittany Kaiser, abandera ahora la fundación “Own your data” (Aduéñate de tus datos). El que fuera presidente de La Red Social, Sean Parker, se declara algo así como “objetor de conciencia de las redes sociales”. El arrepentido billonario asegura que en los inicios de Facebook la gente le decía que no entraría en el portal virtual porque valoraba las interacciones reales. A lo que él respondía “Ok, lo sabes, llegarás”.
En cualquier caso, el daño está hecho. Pasa con todo avance tecnológico, el debate acerca de sus aplicaciones llega cuando la implantación es irreversible. Parece informulable la pregunta de si hoy preferiríamos vivir sin Internet. No es cuestión de negar la facilidad de difundir cualquier conocimiento a escala planetaria de manera inmediata. Sino, de ser conscientes de que toda actividad real y virtual tiene el potencial de ser extraída, procesada y mercantilizada con cualquier finalidad. La idea de libertad toma hoy otra dimensión. Amanece un futuro que no queremos imaginar, pero que deberíamos empezar a plantear. Porque lo que ayer parecía imposible hoy se convierte en inevitable.
Una anécdota: Si durante el confinamiento alguien quiere ver el documental El mundo según Amazon, puede encontrarlo en Amazon.