Urbanismo
La Ciudad social, un antídoto para el COVID-19
Al Estado de Alarma que decretó el gobierno el pasado 13 de marzo, le siguió el anuncio de un plan de choque económico con el que el ejecutivo pretendía movilizar 200.000 millones de euros. Entre las medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19, y por lo tanto incluidas en la cantidad anunciada a bombo y platillo, el Artículo 3 del Real Decreto-ley 8/2020 establecía que las corporaciones locales (Ayuntamientos, Diputaciones provinciales y demás entes territoriales) dispusieran del superávit del ejercicio 2019 para financiar las ayudas económicas y todas las prestaciones de servicios gestionadas por los servicios sociales de atención primaria y atención a la dependencia, que vienen recogidas en el Acuerdo del Consejo Territorial de Servicios Sociales y del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia.
La disponibilidad del 100 % de los recursos públicos que las Entidades Locales han “ahorrado” se traducía, según los datos de la FEMP (Federación Española de Municipios y Provincias) en la inyección a los gastos sociales municipales de 23.000 millones de euros. Esta cifra resulta de las restrictivas condiciones puestas en marcha tras la súbita reforma del artículo 135 de la Constitución y el Memorando de entendimiento entre la Comisión Europea y España como consecuencia de la crisis financiera provocada por la acumulación de capital ficticio en el sector inmobiliario tras varios años de burbuja.
Algunos Ayuntamientos se aventuraron a lanzar la idea de una “Banca Pública Local” que hace unos años inició precozmente un municipio de Castilla León, pero que después tuvo que reconducir por los cauces de la subvención para no rebasar los límites de las competencias municipales. Pero antes que las Entidades Locales tuvieran siquiera tiempo de analizar qué actuaciones priorizar con estos recursos y cómo hacerlo, el Consejo de Ministros viró rápidamente de rumbo, restringiendo al 20% del superávit presupuestario la cantidad máxima que se puede destinar a gasto social extraordinario (Artículo 20.1 del Real Decreto-ley 11/2020), y restableciendo de nuevo la prioridad del destino de estos fondos públicos a continuar saneando el endeudamiento de las arcas municipales.
Nadie niega a estas alturas que los Ayuntamientos son las administraciones más sensibles a las demandas ciudadanas y las que mejor pulso pueden mantener para poner en práctica medidas
Probablemente este cambio radical que se produjo en menos de quince días, al margen del nivel de improvisación que deja entrever, tiene múltiples explicaciones. Sin duda las duras negociaciones con Europa para flexibilizar las políticas de contención del gasto público, así como los continuos fracasos para lograr vías de financiación alternativas al mercado secundario de valores mediante la dotación de fondos excepcionales para atender la crisis económica y social que trae de la mano la pandemia, han podido tener un peso crucial en esta decisión.
Pero también da muestras de la permanente desconfianza con la que el Estado mira a la Ciudad, desencuentro que comenzó tempranamente en los años ochenta con la promulgación de la legislación básica de régimen local, y que se ejemplificó en la aplicación desigual de las normas restrictivas del gasto público para el Estado, las Comunidades Autónomas y los Entes Locales. A la espera de que el Ministerio de Hacienda publique los datos de 2019, la deuda pública en España sigue estando concentrada principalmente en las cuentas del Estado, con un 72,65 % del total; el 25,15% corresponde a las CCAA, y el 2,20 % a las Entidades Locales.
En este escenario, una de las reivindicaciones que el organismo federativo de la Administración local trasladó el pasado 20 de abril al presidente del Gobierno en una tardía videoconferencia fue que se permitiera disponer otra vez del 100% del superávit presupuestario y remanente de tesorería para financiar actuaciones directamente en los municipios.
Nadie niega a estas alturas que los Ayuntamientos son las administraciones más sensibles a las demandas ciudadanas y las que mejor pulso pueden mantener para poner en práctica medidas que requieren de una sublime coordinación con el Estado y las Comunidades Autónomas. Y ello no solo de cara a la paulatina reducción del confinamiento, sino también para cuidar de las condiciones de vida de los ciudadanos, e incluso explorar y desarrollar otros modos de generar riqueza colectiva.
Sin embargo, mucho me temo que gran parte de los munícipes de este país están pensado utilizar el activo proveniente del esfuerzo fiscal que durante estos últimos años ha realizado la sociedad en su conjunto, para aplicar la vieja fórmula del clientelismo, rescatar la máquina de crecimiento, y seguir urbanizando y alimentando la marca turística esperando a que todo vuelva a ser como antes en la “nueva normalidad”. Incluso algunos regidores locales se han “adelantado” a la decisión del Gobierno del Estado anunciando un plan de recuperación económica para su municipio utilizando todo el superávit presupuestario, aunque, eso sí, la mayoría de la inversión irá destinada a financiar un plan de obra pública municipal.
Gran parte de los munícipes de este país están pensado en rescatar la máquina de crecimiento, y seguir urbanizando y alimentando la marca turística esperando a que todo vuelva a ser como antes en la “nueva normalidad”
Y no es que el Estado y las CCAA tengan otro plan distinto. Basta comprobar el trato diferencial que se dispensa al sector de la construcción durante el confinamiento o la macro reforma legislativa que durante la vigencia del estado de alarma se ha promulgado en Andalucía, que atiende demandas históricas de los promotores urbanísticos, para poder afirmar que la superestructura ideológica que acompaña el modo de producción sistémico continúa inamovible.
El sacrificio que se está pidiendo a la población por el bien de todos no se está traduciendo lamentablemente en planes o programas que traten de paliar la fractura social que aflorará cuando de nuevo salgamos a la calle. El endeudamiento que la sociedad en su conjunto tendría que soportar para el rescate de sectores “estratégicos” de la economía conlleva más sacrificio aún: más austeridad, más escasez, más pobreza. ¿Alguien puede afirmar con seguridad que nuestro modelo productivo va a poder seguir sosteniéndose sobre el turismo y la construcción? ¿Acaso no somos conscientes que estructuras integradas en nuestra cotidianidad como el trabajo, la movilidad, el consumo, van a sufrir una intensa transformación?
Quizás esta pandemia pueda abrir la Ciudad a las nuevas exigencias de la vida, parafraseando a Lewis Mumford, y una de las principales enseñanzas que podríamos obtener de este proceso es esta: que el modelo de expansión continua del espacio urbano sin mesura, urbanizando el campo (ahora que algunos se vuelven a acordar de la España vaciada) y congestionando el territorio más allá de su sostenibilidad medioambiental, se cobra también un alto precio en vidas humanas. No podemos pasar por alto que el epicentro de los contagios atraviesa las megalópolis del sistema mundo y que donde menos urbanizado o más aislado está el territorio la incidencia tiende a cero. Debemos producir socialmente otro espacio de ciudad, y para ello es esencial fortalecer la centralidad de los barrios, la solidaridad vecinal, la gestión directa de los ciudadanos del patrimonio común que atesoran las ciudades, el cuidado y la responsabilidad colectivas, y por esto seguro que merecerá la pena endeudarse.
El sacrificio que se está pidiendo a la población por el bien de todos no se está traduciendo en programas que traten de paliar la fractura social
No es extraño a la historia eurocéntrica que tras atravesar momentos devastadores de nuestra civilización se acometieran iniciativas inspiradas en la necesaria reconciliación del ser humano consigo mismo. En esas ocasiones se situaba en un primer plano la reconstrucción de la vida en un lugar apacible que aliviara su pesadumbre, aunque solo se tratase así de retornar a la acumulación originaria para restaurar las relaciones sociales de producción dañadas durante la conflagración.
Quizás ahora estemos ante un nuevo tiempo histórico en que, en geografías como la que habitamos, quepa pensar en un modelo de ciudad no urbanizada, una ciudad social, donde se desequilibre la balanza y la ciudad física recupere su valor de uso. Una ciudad donde progresivamente amorticemos el valor de cambio que tanta miseria, exclusión y enfermedad ha procurado con la extracción permanente del excedente que nuestra sociedad es capaz de generar.