La convivencialidad

Sensacional análisis de Illich sobre el ser humano, la sociedad, el ambiente, el trabajo, el lenguaje, el derecho, la política, la crisis y la mutación (el cambio)



La convivencialidad
IVAN ILLICH
Ocotepec (Morelos, México), 1978.

Índice General
1 Dos umbrales de mutación
2 La reconstrucción convivencial
2.1 La herramienta y la crisis
2.2 La alternativa
2.3 Los valores de base
2.4 El precio de esta inversión
2.5 Los límites de mi demostración
2.6 La industrialización de la falta
2.7 La otra posibilidad: una estructura convivencial
2.8 El equilibrio institucional
2.9 La ceguera actual y el ejemplo del pasado
2.10 Un nuevo concepto del trabajo
2.11 La desprofesionalización
2.11.1 La medicina
2.11.2 El sistema de transportes
2.11.3 La industria de la construcción
3 El equilibrio múltiple
3.1 La degradación del medio ambiente
3.2 El monopolio radical
3.3 La sobreprogramación
3.4 La polarización
3.5 Lo obsoleto
3.6 La insatisfacción
4 Los obstáculos y las condiciones de la inversión política
4.1 La desmitificación
4.2 El descubrimiento del lenguaje
4.3 La recuperación del derecho
4.4 El ejemplo del derecho consuetudinario
5 La inversión política
5.1 Mitos y mayorías
5.2 De la catástrofe a la crisis
5.3 En el interior de la crisis
5.4 La mutación repentina

Prefacio
En enero de 1972 un grupo de latinoamericanos, principalmente chilenos, peruanos y
mexicanos, se encontraron en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), en
Cuernavaca, para discutir la hipótesis siguiente: existen características técnicas en
los medios de producción que hacen imposible su control en un proceso político. Sólo
una sociedad que acepte la necesidad de escoger un techo común a ciertas
dimensiones técnicas en sus medios de producción tiene alternativas políticas. La
tesis discutida había sido formulada en un documento elaborado en 1971 con
Valentina Borremans, cofundadora y directora del CIDOC. Formulé las líneas
fundamentales de este ensayo sucesivamente en español, inglés y francés; sometí mis
ideas a grupos de médicos, arquitectos, educadores y otros ideólogos; las publiqué en
revistas serias y en hojitas atrevidas. Agradezco profundamente a quienes quisieron
criticarme y así me ayudaron a precisar mis conceptos. Sobre todo doy las gracias a
los participantes en mi seminario en CIDOC en los años 1971-1973, quienes
reconocerán en estas páginas no solamente sus ideas sino, con mucha frecuencia, sus
palabras. Este libro tomó su forma definitiva a raíz de una presentación que hice para
un grupo de magistrados y legisladores canadienses. Ahí utilicé por primera vez el
paradigma del derecho común anglosajón, que desde entonces quedó incorporado en
la estructura del ensayo. Me hubiese gustado poder ilustrar los mismos puntos
refiriéndome a los fueros de España, pero mi tardío descubrimiento posterga
intentarlo.
IVAN ILLICH, Ocotepec, Morelos, enero de 1978.

Introducción
Durante estos próximos años intento trabajar en un epílogo a la era industrial. Quiero
delinear el contorno de las mutaciones que afectan al lenguaje, al derecho, a los mitos
y a los ritos, en esta época en que se condicionan los hombres y los productos. Quiero
trazar un cuadro del ocaso del modo de producción industrial y de la metamorfosis de
las profesiones que él engendra y alimenta. Sobre todo quiero mostrar lo siguiente:
las dos terceras partes de la humanidad pueden aún evitar el atravesar por la era
industrial si eligen, desde ahora, un modo de producción basado en un equilibrio
posindustrial, ese mismo contra el cual las naciones superindustrializadas se verán
acorraladas por la amenaza del caos. Con miras a ese trabajo y en preparación al
mismo presento este manifiesto a la atención y la crítica del público. En este sentido
hace ya varios años que sigo una investigación crítica sobre el monopolio del modo
industrial de producción y sobre la posibilidad de definir conceptualmente otros
modos de producción posindustrial. Al principio centré mi análisis en la
instrumentación educativa; en los resultados publicados en La sociedad
desescolarizada (ILLICH, 1971), quedaron establecidos los puntos siguientes:
1. La educación universal por medio de la escuela obligatoria es imposible.
Condicionar a las masas por medio de la educación permanente en nada
soluciona los problemas técnicos, pero esto resulta moralmente menos tolerable
que la escuela antigua. Nuevos sistemas educativos están en vías de suplantar
los sistemas escolares tradicionales tanto en los países ricos como en los pobres.
Estos sistemas son instrumentos de condicionamiento, poderosos y eficaces, que
producirán en serie una mano de obra especializada consumidores dóciles,
usuarios resignados. Tales sistemas hacen rentable y generalizan los procesos de
educación a escala de toda una sociedad. Tienen aspectos seductores, pero su
seducción oculta la destrucción. Tienen también aspectos que destruyen, de
manera sutil e implacable, los valores fundamentales.
2.
Una sociedad que aspire a repartir equitativamente el acceso al saber entre sus
miembros y a ofrecerles la posibilidad de encontrarse realmente, debería
reconocer límites a la manipulación pedagógica y terapéutica que puede exigirse
por el crecimiento industrial y que nos obliga a mantener este crecimiento más
acá de ciertos umbrales críticos.
3.
El sistema escolar me ha parecido el ejemplo-tipo de un escenario que se repite en
otros campos del complejo industrial: se trata de producir un servicio, llamado de
utilidad pública, para satisfacer una necesidad llamada elemental. Luego, nuestra
atención se trasladó al sistema de la asistencia médica obligatoria y al sistema de los
transportes que, al rebasar cierto umbral de velocidad, también se convierten, a su
manera, en obligatorios. La superproducción industrial de un servicio tiene efectos
secundarios tan catastróficos y destructores como la superproducción de un bien. Así
pues, nos encontramos enfrentando un abanico de límites al crecimiento de los
servicios de una sociedad; como en el caso de los bienes, estos límites son inherentes
al proceso del crecimiento y, por lo tanto, inexorables.
De manera que podemos concluir que los límites asignables al crecimiento deben
concernir a los bienes y los servicios producidos industrialmente. Son estos límites lo
que debemos descubrir y poner de manifiesto.
Anticipo aquí el concepto de equilibrio multidimensional de la vida humana. Dentro
del espacio que traza este concepto, podremos analizar la relación del hombre con su
herramienta. Aplicando ‘el análisis dimensional’ esta relación adquirirá una
significación absoluta ‘natural’. En cada una de sus dimensiones, este equilibrio de la
vida humana corresponde a una escala natural determinada. Cuando una labor con
herramientas sobrepasa un umbral definido por la escala ad hoc, se vuelve contra su
fin, amenazando luego destruir el cuerpo social en su totalidad. Es menester
determinar con precisión estas escalas y los umbrales que permitan circunscribir el
campo de la supervivencia humana.
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En la etapa avanzada de la producción en masa, una sociedad produce su propia
destrucción. Se desnaturaliza la naturaleza: el hombre, desarraigado, castrado en su
creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad pasa a
regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema
especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías produce
una aceleración del cambio que destruye el recurso al precedente como guía de la
acción. El monopolio del modo de producción industrial convierte a los hombres en
materia prima elaboradora de la herramienta. Y esto ya es insoportable. Poco importa
que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la
destrucción de los lazos sociales y la desintegración del hombre nunca podrán servir
al pueblo.
Las ideologías imperantes sacan a la luz las contradicciones de la sociedad
capitalista. No presentan un cuadro que permita analizar la crisis del modo de
producción industrial. Yo espero que algún día, con suficiente vigor y rigor, se formule
una teoría general de la industrialización, para que enfrente el asalto de la crítica.
Para que funcionara adecuadamente, esta teoría tendría que plasmar sus conceptos
en un lenguaje común a todas las partes interesadas. Los criterios, conceptualmente
definidos, serían otras tantas herramientas a escala humana: instrumentos de
medición, medios de control, guías para la acción. Se evaluarían las técnicas
disponibles y las diferentes programaciones sociales que implican. Se determinarían
umbrales de nocividad de las herramientas, según se volvieran contra su fin o
amenazaran al hombre; se limitaría el poder de la herramienta. Se inventarían formas
y ritmos de un modo de producción posindustrial y de un nuevo mundo social.
No es fácil imaginar una sociedad donde la organización industrial esté equilibrada y
compensada con modos distintos de producción complementarios y de alto
rendimiento. Estamos en tal grado deformados por los hábitos industriales, que ya no
osamos considerar el campo de las posibilidades; para nosotros, renunciar a la
producción en masa significa retornar a las cadenas del pasado, o adoptar la utopía
del buen salvaje. Pero si hemos de ensanchar nuestro ángulo de visión hacia las
dimensiones de la realidad, habremos de reconocer que no existe una única forma de
utilizar los descubrimientos científicos, sino por lo menos dos, antinómicas entre sí.
Una consiste en la aplicación del descubrimiento que conduce a la especialización de
las labores, a la institucionalización de los valores, a la centralización del poder. En
ella el hombre se convierte en accesorio de la megamáquina, en engranaje de la
burocracia. Pero existe una segunda forma de hacer fructificar la invención, que
aumenta el poder y el saber de cada uno, permitiéndole ejercitar su creatividad, con
la sola condición de no coartar esa misma posibilidad a los demás. Si queremos, pues,
hablar sobre el mundo futuro, diseñar los contornos teóricos de una sociedad por
venir que no sea hiperindustrial, debemos reconocer la existencia de escalas y de
límites naturales.
El equilibrio de la vida se expande en varias dimensiones, y, frágil y complejo, no
transgrede ciertos cercos. Hay umbrales que no deben rebasarse. Debemos reconocer
que la esclavitud humana no fue abolida por la máquina, sino que solamente obtuvo
un rostro nuevo, pues al trasponer un umbral, la herramienta se convierte de servidor
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en déspota. Pasado un umbral la sociedad se convierte en una escuela, un hospital o
una prisión. Es entonces cuando comienza el gran encierro. Importa ubicar
precisamente en dónde se encuentra este umbral crítico para cada componente del
equilibrio global. Entonces será posible articular de forma nueva la milenaria tríada
del hombre, de la herramienta y de la sociedad. Llamo sociedad convivencial a
aquella en que la herramienta moderna está al servicio de la persona integrada a la
colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas. Convivencial es la sociedad
en la que el hombre controla la herramienta.
Me doy cuenta de que introduzco una palabra nueva en el uso habitual del lenguaje.
Me fundo para ello en el recurso al precedente. El padre de este vocablo es Brillat
Savarin en su Physiologie du gout: Med tat ons sur la gastronomie trascendentale.
Debo precisar, sin embargo, que en la aceptación un poco novedosa que confiero al
calificativo, convivencial es la herramienta, no el hombre. Al hombre que encuentra
su alegría y su equilibrio en el empleo de la herramienta convivencial, le llamo
austero. Conoce lo que en castellano podría llamarse la convivencialidad; vive dentro
de lo que el idioma alemán describe como Mitmenschlichkeit. Porque la austeridad no
tiene virtud de aislamiento o de reclusión en sí misma. Para Aristóteles como para
Tomás de Aquino la austeridad es lo que funda la amistad. Al tratar del juego
ordenado y creador, Tomás definió la austeridad como una virtud que no excluye
todos los placeres, sino únicamente aquellos que degradan la relación personal.
La austeridad forma parte de una virtud que es más frágil, que la supera y que la
engloba: la alegría, la eutrapelia, la amistad[2].
1 Dos umbrales de mutación
El año 1913 marca un giro en la historia de la medicina moderna, ya que traspone un
umbral. A partir aproximadamente de esta fecha, el paciente tiene más de cincuenta
por ciento de probabilidades de que un médico diplomado le proporcione tratamiento
eficaz, a condición, por supuesto, de que su mal se encuentre en el repertorio de la
ciencia médica de la época. Familiarizados con el ambiente natural, los chamanes y
los curanderos no habían esperado hasta esa fecha para atribuirse resultados
similares, en un mundo que vivía en un estado de salud concebido en forma diferente.
A partir de entonces, la medicina ha refinado la definición de los males y la eficacia de
los tratamientos. En Occidente, la población ha aprendido a sentirse enferma y a ser
atendida de acuerdo con las categorías de moda en los círculos médicos. La obsesión
de la cuantificación ha llegado a dominar la clínica, lo cual ha permitido a los médicos
medir la magnitud de su éxito por criterios que ellos mismos han establecido. Es así
como la salud se ha vuelto una mercancía dentro de una economía en desarrollo. Esta
transformación de la salud en producto de consumo social se refleja en la importancia
que se da a las estadísticas médicas.
Sin embargo, los resultados estadísticos sobre los que se basa cada vez más el
prestigio de la profesión médica no son, en lo esencial, fruto de sus actividades. La
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reducción, muchas veces espectacular, de la morbilidad y de la mortalidad se debe
sobre todo a las transformaciones del hábitat y del régimen alimenticio y a la
adopción de ciertas reglas de higiene muy simples.
Los alcantarillados, la clorización del agua, el matamoscas, la asepsia y los
certificados de no contaminación que requieren los viajeros o las prostitutas, han
tenido una influencia benéfica mucho más fuerte que el conjunto de los ‘métodos’ de
tratamientos especializados muy complejos. El avance de la medicina se ha traducido
más en controlar las tasas de incidencia que en aumentar la vitalidad de los
individuos.
En cierto sentido, la industrialización, más que el hombre, es la que se ha beneficiado
con los progresos de la medicina; la gente se capacitó mejor para trabajar con mayor
regularidad bajo condiciones más deshumanizantes. Para ocultar el carácter
profundamente destructor de la nueva instrumentación, del trabajo en cadena y del
imperio del automóvil, se dio amplia publicidad a los tratamientos espectaculares
aplicados a las victimas de la agresión industrial en todas sus formas: velocidad,
tensión nerviosa, envenenamiento del ambiente. Y el médico se transformó en un
mago; sólo él dispone del poder de hacer milagros que exorcicen el temor; un temor
que es engendrado, precisamente, por la necesidad de sobrevivir en un mundo
amenazador. Al mismo tiempo, si los medios para diagnosticar la necesidad de ciertos
tratamientos y el instrumento terapéutico correspondiente se simplificaban, cada uno
podría haber determinado mejor por sí mismo los casos de gravidez o septicemia,
como podría haber practicado un aborto o tratado un buen número de infecciones. La
paradoja está en que mientras más sencilla se vuelve la herramienta, más insiste la
profesión médica en conservar el monopolio. Mientras más se prolonga la duración
para la iniciación del terapeuta, más depende de él la población en la aplicación de
los cuidados más elementales. La higiene, una virtud desde la antigüedad, se
convierte en el ritual que un cuerpo de especialistas celebra ante el altar de la
ciencia.
Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, se puso de manifiesto que la medicina
moderna tenía peligrosos efectos secundarios. Pero habría de transcurrir cierto
tiempo antes de que los médicos identificaran la nueva amenaza que representaban
los microbios que se habían hecho resistentes a la quimioterapia, y reconocieran un
nuevo género de epidemias dentro de los desórdenes genéticos debidos al empleo de
rayos X y otros tratamientos durante la gravidez. Treinta años antes, Bernard Shaw
se lamentaba ya: los médicos dejan de curar, decía, para tomar a su cargo la vida de
sus pacientes. Ha sido necesario esperar hasta los años cincuenta para que esta
observación se convirtiera en evidencia: al producir nuevos tipos de enfermedades, la
medicina franqueaba un segundo umbral de mutación.
En el primer plano de los desórdenes que induce la profesión, es necesario colocar su
pretensión de fabricar una salud ‘mejor’. Las primeras víctimas de este mal
iatrogenético (es decir, engendrado por la medicina) fueron los planificadores y los
médicos. Pronto la aberración se extendió por todo el cuerpo social. En el transcurso
de los quince años siguientes, la medicina especializada se convirtió en una verdadera
amenaza para la salud. Se emplearon sumas colosales para borrar los estragos
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inconmensurables producidos por los tratamientos médicos. No es tan cara la
curación como lo es la prolongación de la enfermedad. Los moribundos pueden
vegetar por mucho tiempo, aprisionados en un pulmón de acero, dependientes de un
tubo de perfusión, o sometidos al funcionamiento de un riñón artificial. Sobrevivir en
ciudades insalubres, y a pesar de las condiciones de trabajo extenuantes, cuesta cada
vez más caro. Mientras tanto, el monopolio médico extiende su acción a un número
cada vez mayor de situaciones de la vida cotidiana. No sólo el tratamiento médico,
sino también la investigación biológica, han contribuido a esta proliferación de las
enfermedades.
La invención de cada nueva modalidad de vida y de muerte ha llevado consigo la
definición paralela de una nueva norma y, en cada caso, la definición correspondiente
de una nueva desviación, de una nueva malignidad.
Finalmente, se ha hecho imposible para la abuela, para la tía o para la vecina, hacerse
cargo de una mujer encinta, de un herido, de un enfermo, de un lisiado o de un
moribundo, con lo cual se ha creado una demanda imposible de satisfacer. A medida
que sube el precio del servicio, la asistencia personal se hace más difícil, y
frecuentemente imposible. Al mismo tiempo, cada vez se hace más justificable el
tratamiento para situaciones comunes, a partir de la multiplicación de las
especializaciones y para profesiones cuyo único fin es mantener la instrumentación
terapéutica bajo el control de la corporación.
Al llegar al segundo umbral, es la vida misma la que parece enferma dentro de un
ambiente deletéreo. La protección de una población sumisa y dependiente se
convierte en la preocupación principal, y en el gran negocio, de la profesión médica.
Se vuelve un privilegio la costosa asistencia de prevención o de cura, al cual tienen
derecho únicamente los consumidores importantes de servicios médicos. Las
personas que pueden recurrir a un especialista, ser admitidas en un gran hospital o
beneficiarse de la instrumentación para el tratamiento de la vida, son los enfermos
cuyo caso se presenta interesante o los habitantes de las grandes ciudades, en donde
el costo para la prevención médica, la purificación del agua y el control de la
contaminación es excepcionalmente elevado. Paradójicamente, la asistencia por
habitante resulta tanto más cara cuanto más elevado el costo de la prevención. Y se
necesita haber consumido prevención y tratamiento para tener derecho a cuidados
excepcionales. Tanto el hospital como la escuela descansan en el principio de que sólo
hay que dar a los que tienen.
Es así cómo para la educación, los consumidores importantes de la enseñanza
tendrán becas de investigación, en tanto que los desplazados tendrán como único
derecho el de aprender su fracaso. En relación a la medicina, mayor asistencia
conducirá a mayores dolencias: el rico se hará atender cada vez más los males
engendrados por la medicina, mientras que el pobre se conformará con sufrirlos.
Pasado el segundo umbral, los subproductos de la industria médica afectan a
poblaciones enteras. La población envejece en los países ricos. Desde que se entra en
el mercado del trabajo, se comienza a ahorrar para contratar seguros que
garantizarán, por un periodo cada vez más largo, los medios de consumir los servicios
de una geriatría costosa. En Estados Unidos el 27% de los gastos médicos van a los
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ancianos, que representan el nueve por ciento de la población. Es significativo el
hecho de que el primer campo de colaboración científica elegido por Nixon y Brejnev
concierna a las investigaciones sobre las enfermedades de los ricos que van
envejeciendo. De todo el mundo, los capitalistas acuden a los hospitales de Boston, de
Houston o de Denver para recibir los cuidados más costosos y singulares, en tanto
que en los mismos Estados Unidos, entre las clases pobres, la mortalidad infantil se
mantiene comparable a la existente en ciertos países tropicales de África o de Asia.
En Norteamérica es preciso ser muy rico para pagarse el lujo que a todo el mundo se
le ofrece en los países pobres: ser asistido a la hora de la muerte (estar acompañado
por familiares o amigos). En dos días de hospital un norteamericano gasta lo que el
Banco Mundial de Desarrollo calcula que es el ingreso medio anual de la población
mundial. La medicina moderna hace que más niños alcancen la adolescencia y que
más mujeres sobrevivan a sus numerosos embarazos.
Entretanto, la población aumenta, sobrepasa la capacidad de acogerse al medio
natural, y rompe los diques y las estructuras de la cultura tradicional. Los médicos
occidentales hacen ingerir medicamentos a la gente que, en su vida pasada, había
aprendido a vivir con sus enfermedades. El mal que se produce es mucho peor que el
mal que se cura, pues se engendran nuevas especies de enfermedad que ni la técnica
moderna, ni la inmunidad natural, ni la cultura tradicional saben cómo enfrentar. A
escala mundial, y muy particularmente en Estados Unidos, la medicina fabrica una
raza de individuos vitalmente dependientes de un medio cada vez más costoso, cada
vez más artificial, cada vez más higiénicamente programado. En 1970, durante el
Congreso de la American Medical Association, el presidente, sin atraer ninguna
oposición, exhortó a sus colegas pediatras a considerar a todo recién nacido como
paciente mientras no haya sido certificada su buena salud. Los niños nacidos en el
hospital, alimentados bajo prescripciones, atiborrados de antibióticos, se convierten
en adultos que, respirando un aire viciado y comiendo alimentos envenenados, vivirán
una existencia de sombras en la gran ciudad moderna. Aún les costará más caro criar
a sus hijos, quienes, a su vez, serán aún más dependientes del monopolio médico. El
mundo entero se va convirtiendo poco a poco en un hospital poblado de gente que, a
lo largo de su vida, debe plegarse a las reglas de higiene dictadas y a las
prescripciones médicas.
Esta medicina burocratizada se expande por el planeta entero. En 1968, el Colegio de
Medicina de Shanghai tuvo que inclinarse ante la evidencia:
«Producimos médicos llamados de primera clase […] que ignoran la
existencia de quinientos millones de campesinos y sirven únicamente a las
minorías urbanas […] adjudican grandes gastos de laboratorio para
exámenes de rutina […] prescriben, sin necesidad, enormes cantidades de
antibióticos […] y, cuando no hay hospital, ni laboratorios, se ven reducidos
a explicar los mecanismos de la enfermedad a gentes por quienes no
pueden hacer nada, y a quienes esta explicación a nada conduce.»
En China, esta toma de conciencia condujo a una inversión de la institución médica.
En 1971, informa el mismo colegio, un millón de trabajadores de la salud han
alcanzado un nivel aceptable de competencia. Estos trabajadores son campesinos.
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Durante la temporada de poca actividad, siguen cursos acelerados: aprenden la
disección en cerdos, practican los análisis de laboratorio más corrientes, adquieren
conocimientos elementales en bacteriología, patología, medicina clínica, higiene y
acupuntura. Luego hacen su aprendizaje con médicos o con trabajadores de la salud
ya ejercitados. Después de esta primera formación, estos médicos descalzos vuelven a
su trabajo original, pero, cuando es necesario, se ausentan para ocuparse de sus
camaradas. Son responsables de lo siguiente: la higiene del ambiente de vida y de
trabajo, la educación sanitaria, las vacunaciones, los primeros auxilios, la
supervivencia de los convalecientes, los partos, el control de la natalidad y los
métodos abortivos.
Diez años después de que la medicina occidental franquease el segundo umbral,
China emprende la formación, cada centenar de ciudadanos, de un trabajador
competente de la salud. Su ejemplo prueba que es posible invertir de golpe el
funcionamiento de una institución dominante. Queda por ver hasta qué punto esta
desprofesionalización puede mantenerse, frente al triunfo de la ideología del
desarrollo ilimitado y a la presión de los médicos clásicos, recelosos de incorporar a
sus homónimos descalzos a la jerarquía médica y formar con ellos una infantería de
no graduados que trabajan a tiempo parcial.
Pero por todas partes se exhiben los síntomas de la enfermedad de la medicina, sin
tomar en consideración el desorden profundo del sistema que la engendra. En
Estados Unidos, los abogados de los pobres acusan a la American Medical Association
de ser un bastión de prejuicios capitalistas, y a sus miembros de llenarse los bolsillos.
Los portavoces de las minorías critican la falta de control social en la administración
de la salud y en la organización de los sistemas de asistencia. ¿Quieren creer que
participando en los consejos de administración de los hospitales podrían controlar las
actuaciones del cuerpo médico? Los portavoces de la comunidad negra encuentran
escandaloso que los fondos para investigación se concentren en las enfermedades que
afligen a los blancos provectos y sobrealimentados. Exigen que las investigaciones se
dediquen a una forma particular de la anemia, que afecta solamente a los negros. El
elector norteamericano espera que con el término de la guerra del Vietnam se
destinen más fondos al desarrollo de la producción médica. Todas estas acusaciones y
críticas descansan sobre los síntomas de una medicina que prolifera como un tumor
maligno y que produce el alza de los costos y de la demanda, junto con un malestar
general.
La crisis de la medicina tiene raíces mucho más profundas de lo que se puede
sospechar a simple vista del examen de sus síntomas. Forma parte integrante de la
crisis de todas las instituciones industriales. La medicina se ha desarrollado en una
organización compleja de especialistas. Financiada y promovida por la colectividad,
se empeña en producir una salud mejor. Los clientes no han faltado, voluntarios para
todas las experiencias. Como resultado, el hombre ha perdido el derecho a declararse
enfermo: necesita presentar un certificado médico. Aún más, es a un médico a quien
hoy corresponde, como representante de la sociedad, elegir la hora de la muerte del
paciente. Igual que el condenado a muerte, el enfermo es vigilado escrupulosamente
para evitar que encuentre la muerte cuando ella le venga a buscar.
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Las fechas de 1913 y de 1955 que hemos elegido como indicativas de dos umbrales de
mutación de la medicina no son restrictivas. Lo importante es comprender lo
siguiente: a principios de siglo, la práctica médica se dedicó a la verificación científica
de sus resultados empíricos. La aplicación del resultado ha marcado, para la medicina
moderna, la trasposición de su primer umbral. El segundo umbral se traspuso al
comenzar a decrecer la utilidad marginal de la mayor especialización, cuantificable
en términos del bienestar del mayor número; se puede decir que este último umbral
se traspuso cuando la desutilidad marginal comenzó a aumentar, a medida que el
desarrollo de la institución médica llegó a significar mayor sufrimiento para más
gente. En ese momento la institución médica fue más vehemente en cantar victoria.
Los virtuosos de las nuevas especialidades exhibían como vedettes a algunos
individuos atacados de raras enfermedades. La práctica médica se concentró en
operaciones espectaculares realizadas por equipos hospitalarios. La fe en la
operación-milagro cegaba el buen sentido y destruía la sabiduría antigua en materia
de salud y curación. Los médicos extendieron el uso inmoderado de drogas químicas
entre el público general. En la actualidad el costo social de la medicina ha dejado de
ser mensurable en términos clásicos. ¿Cómo medir las falsas esperanzas, el agobio
del control social, la prolongación del sufrimiento, la soledad, la degradación del
patrimonio genético y el sentimiento de frustración engendrados por la institución
médica? Otras instituciones industriales han traspuesto también estos dos umbrales.
En particular es el caso de las grandes industrias terciarias y de las actividades
productivas, organizadas científicamente desde mediados del siglo XIX. La educación,
el correo, la asistencia social, los transportes y hasta las obras públicas, han seguido
esta evolución.
En un principio se aplica un nuevo conocimiento a la solución de un problema
claramente definido y los criterios científicos permiten medir los beneficios en
eficiencia obtenidos. Pero, en seguida, el progreso obtenido se convierte en medio
para explotar al conjunto social, para ponerlo al servicio de los valores que una élite
especializada, garante de su propio valor, determina y revisa constantemente.
En el caso de los transportes, se ha necesitado el transcurso de un siglo para pasar de
la liberación lograda a través de los vehículos motorizados, a la esclavitud impuesta
por el automóvil. Los transportes a vapor comenzaron a ser utilizados durante la
Guerra de Secesión. Este nuevo sistema dio a mucha gente la posibilidad de viajar en
ferrocarril a la velocidad de una carroza real y con un confort jamás soñado por rey
alguno. Poco a poco se empezó a confundir la buena circulación con la alta velocidad.
Desde que la industria de los transportes traspuso su segundo umbral de mutación,
los vehículos crean más distancia de la que suprimen. El conjunto de la sociedad
consagra a la circulación cada vez más tiempo del que supone que ésta le ha de hacer
ganar. Por su parte, el norteamericano tipo dedica más de 1.500 horas por año a su
automóvil: sentado en él, en movimiento o estacionado, trabajando para pagarlo, para
pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las contravenciones y los
impuestos. De manera que emplea cuatro horas diarias en su automóvil, sea usándolo,
cuidando de él o trabajando para sus gastos. Y conste que aquí no se han tomado en
cuenta otras actividades determinadas por el transporte: el tiempo pasado en el
hospital, en los tribunales o en garaje, el tiempo pasado en ver por televisión la
publicidad automovilística, el tiempo consumido en ganar dinero necesario para viajar
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en vacaciones, etc. Y este norteamericano necesita esas 1.500 horas para hacer
apenas 10.000 kilómetros de ruta; seis kilómetros le toman una hora.
La visión que se tiene de la crisis social actual se ilumina con la comprensión de los
dos umbrales de mutación descritos. En sólo una década, varias instituciones
dominantes han traspuesto juntas, gallardamente, el segundo umbral. La escuela ya
no es un buen instrumento de educación, ni el automóvil un buen instrumento de
transporte, ni la línea de montaje un modo aceptable de producción. La escuela
produce males y la velocidad devora el tiempo.
Durante los años sesenta, la reacción característica contra el crecimiento de la
insatisfacción ha sido la escalada de la técnica y de la burocracia. La escalada del
poder de autodestruirse se convierte en el rito ceremonial de las sociedades
altamente industrializadas. La guerra de Vietnam ha sido en este sentido una
revelación y un encubrimiento. Ha revelado ante el planeta entero el ritual en
ejercicio, sobre un campo de batalla. Pero, al hacerlo, ha desviado nuestra atención
de los sectores llamados pacíficos, en donde el mismo rito se repite más
discretamente. La historia de la guerra de Vietnam demuestra que un ejército
convivencial de ciclistas y de peatones puede revertir en su favor las oleadas del
poder anónimo del enemigo. Por lo tanto, ahora que la guerra ha ‘terminado’, son
muchos los norteamericanos que piensan que con el dinero gastado anualmente para
dejarse vencer por los vietnamitas, sería posible vencer la pobreza doméstica. Otros
quieren destinar los veinte billones de dólares del presupuesto de guerra a reforzar la
cooperación internacional, lo que multiplicaría por diez los recursos actuales. Ni los
unos ni los otros comprenden que la misma estructura institucional sostiene la guerra
pacífica contra la pobreza y la guerra sangrienta contra la disidencia. Todos elevan en
un grado más la escalada que tratan de eliminar.
2 La reconstrucción convivencial
2.1 La herramienta y la crisis
Ya son manifiestos los síntomas de una crisis planetaria progresivamente acelerada.
Por todos lados se ha buscado el porqué. Anticipo, por mi parte, la siguiente
explicación: la crisis se arraiga en el fracaso de la empresa moderna, a saber, la
sustitución del hombre por la máquina. El gran proyecto se ha metamorfoseado en un
implacable proceso de servidumbre para el productor, y de intoxicación para el
consumidor.
El señorío del hombre sobre la herramienta fue reemplazado por el señorío de la
herramienta sobre el hombre. Es aquí donde es preciso saber reconocer el fracaso.
Hace ya un centenar de años que tratamos de hacer trabajar a la máquina para el
hombre y de educar al hombre para servir a la máquina. Ahora se descubre que la
máquina no ‘marcha’, y que el hombre no podría conformarse a sus exigencias,
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convirtiéndose de por vida en su servidor. Durante un siglo, la humanidad se entregó
a una experiencia fundada en la siguiente hipótesis: la herramienta puede sustituir al
esclavo. Ahora bien, se ha puesto de manifiesto que, aplicada a estos propósitos, es la
herramienta la que hace al hombre su esclavo.
La sociedad en que la planificación central sostiene que el productor manda, como la
sociedad en que las estadísticas pretenden que el consumidor es rey, son dos
variantes políticas de la misma dominación por los instrumentos industriales en
constante expansión. El fracaso de esta gran aventura conduce a la conclusión de que
la hipótesis era falsa.
La solución de la crisis exige una conversión radical: solamente echando abajo la
sólida estructura que regula la relación del hombre con la herramienta, podremos
darnos unas herramientas justas. La herramienta justa responde a tres exigencias: es
generadora de eficiencia sin degradar la autonomía personal; no suscita ni esclavos ni
amos; expande el radio de acción personal. El hombre necesita de una herramienta
con la cual trabajar, y no de instrumentos que trabajen en su lugar. Necesita de una
tecnología que saque el mejor partido de la energía y de la imaginación personales,
no de una tecnología que le avasalle y le programe.
Yo creo que se deben invertir radicalmente las instituciones industriales y reconstruir
la sociedad completamente. Para poder ser eficiente y poder cubrir las necesidades
humanas que determina, un nuevo sistema de producción debe también reencontrar
nuevamente la dimensión personal y comunitaria. La persona, la célula de base,
conjugando en forma óptima la eficacia y la autonomía, es la única escala que debe
determinar la necesidad humana dentro de la cual la producción social es realizable.
El hombre quieto o en movimiento necesita de herramientas. Necesita de ellas tanto
para comunicarse con el otro como para atenderse a sí mismo. El hombre que camina
y se cura con sencillez no es el hombre que hace cien kilómetros por hora sobre la
autopista y toma antibióticos. Pero ninguno de ellos puede valerse totalmente por sí
mismo y depende de lo que le suministra su ambiente natural y cultural. La
herramienta es, pues, el proveedor de los objetos y servicios que varían de una
civilización a otra.
Pero el hombre no se alimenta únicamente de bienes y servicios, necesita también de
la libertad para moldear los objetos que le rodean, para darles forma a su gusto, para
utilizarlos con y para los demás.
En los países ricos, los presos frecuentemente disponen de más bienes y servicios que
su propia familia, pero no tienen voz ni voto sobre la forma en que se hacen las cosas,
ni tienen derechos sobre lo que se hace con ellas. Degradados esencialmente al rango
de meros consumidores-usuarios, se ven privados de la convivencialidad. Bajo
convivencialidad entiendo lo inverso de la productividad industrial. Cada uno de
nosotros se define por la relación con los otros y con el ambiente, así como por la
sólida estructura de las herramientas que utiliza. Éstas pueden ordenarse en una
serie continua cuyos extremos son la herramienta como instrumento dominante y la
herramienta convivencial. El paso de la productividad a la convivencialidad es el paso
de la repetición de la falta a la espontaneidad del don. La relación industrial es reflejo
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condicionado, una respuesta estereotipada del individuo a los mensajes emitidos por
otro usuario a quien jamás conocerá a no ser por un medio artificial que jamás
comprenderá. La relación convivencial, en cambio siempre nueva, es acción de
personas que participan en la creación de la vida social. Trasladarse de la
productividad a la convivencialidad es sustituir un valor técnico por un valor ético, un
valor material por un valor realizado. La convivencialidad es la libertad individual,
realizada dentro del proceso de producción, en el seno de una sociedad equipada con
herramientas eficaces. Cuando una sociedad, no importa cuál, rechaza la
convivencialidad antes de alcanzar un cierto nivel, se convierte en presa de la falta,
ya que ninguna hipertrofia de la productividad logrará jamás satisfacer las
necesidades creadas y multiplicadas por la envidia.
2.2 La alternativa
La institución industrial tiene sus fines que justifican los medios. El dogma del
crecimiento acelerado justifica la sacralización de la productividad industrial, a costa
de la convivencialidad. La desarraigada sociedad actual se nos presenta de pronto
como un teatro de la peste, un espectáculo de sombras productoras de demandas y
generadoras de escasez. Únicamente invirtiendo la lógica de la institución se hace
posible revertir el movimiento. Por esta inversión radical la ciencia y la tecnología
moderna no serán aniquiladas, sino que dotarán a la actividad humana de una eficacia
sin precedentes. Por esta inversión ni la industria ni la burocracia serán destruidas,
sino eliminadas como impedimentos a otros modos de producción. Y la
convivencialidad será restaurada en el centro mismo de los sistemas políticos que
protegen, garantizan y refuerzan el ejercicio óptimo del recurso que mejor repartido
está en el mundo: la energía personal que controla la persona. Oigo decir que desde
ahora es necesario que aseguremos colectivamente la defensa de nuestra vida y de
nuestro trabajo contra los instrumentos y las instituciones, que amenazan o
desconocen el derecho de las personas a utilizar su energía en forma creativa. Oigo
proponer que con este objeto debemos explicitar la estructura formal común a los
procesos de decisión ética, legal y política: es ella la que garantiza que la limitación y
el control de las herramientas sociales serán resultado de un proceso de participación
y no de los oráculos de los expertos.
El ideal propuesto por la tradición socialista no se traducirá en realidad mientras no
se inviertan las instituciones imperantes y no sea sustituida la instrumentación
industrial por herramientas convivenciales. Y por su parte la reinstrumentación de la
sociedad tiene todas las probabilidades de perdurar como piadoso propósito, si los
ideales socialistas de justicia no lo adoptan. Por ello se debe saludar a la crisis
declarada de las instituciones dominantes como al amanecer de una liberación
revolucionaria que nos emancipará de aquellas instancias que mutilan la libertad
elemental del ser humano, con el solo fin de atosigar cada vez a más usuarios.
Esta crisis planetaria de las instituciones nos puede hacer llegar a un nuevo estado de
conciencia, que afecte a la naturaleza de la herramienta y a la acción a seguir, para
que la mayoría tome el control. Si, desde ahora, las herrarnientas no se someten a un
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control político, la cooperación de los burócratas del bienestar y de los burócratas de
la ideología nos hará reventar de ‘felicidad’. La libertad y la dignidad del ser humano
seguirán degradándose, estableciendo una servidumbre sin precedentes del hombre a
su herramienta.
A la amenaza de un apocalipsis tecnocrático, yo opongo la visión de una sociedad
convivencial. La sociedad convivencial descansará sobre contratos sociales que
garanticen a cada uno el mayor y más libre acceso a las herramientas de la
comunidad, con la condición de no lesionar una igual libertad de acceso al otro.
2.3 Los valores de base
En nuestros días existe la tendencia a confiar a un cuerpo de especialistas la tarea de
sondear y anunciar el futuro. Se entrega el poder a hombres políticos que prometen
construir la megamáquina para producir el porvenir. Se acepta una creciente
disparidad de niveles de energía y de poder, puesto que el desarrollo de la
productividad requiere la desigualdad. Mientras más igualitaria es la distribución,
más centralizado es el control de la producción. Las propias instituciones políticas
funcionan como mecanismos de presión y de represión, que doman al ciudadano y
vuelven a domar al desviado para conformarlos a los objetivos de producción. El
Derecho se subordina al bien de la institución. El consenso de la fe utilitaria degrada
la justicia al simple rango de una distribución equitativa de los productos de la
institución.
Una sociedad que define el bien como la satisfacción máxima, por el mayor consumo
de bienes y servicios industriales, del mayor número de gente, mutila en forma
intolerable la autonomía de la persona. Una solución política de repuesto a este
utilitarismo definiría el bien por la capacidad de cada uno para moldear la imagen de
su propio porvenir. Esta redefinición del bien puede ser operacional sólo si se aplican
criterios negativos. Ante todo se trata de proscribir los instrumentos y las leyes que
obstaculizan el ejercicio de la libertad personal. Esta empresa colectiva limitaría las
dimensiones de las herramientas, a fin de defender valores esenciales que yo
llamaría: sobrevivencia, equidad, autonomía creadora, pero que asimismo podrían
designarse por los tres criterios matemáticos de viabilidad, curva de distribución de
inputs y curva de control de outputs. Estos valores son fundamento para toda
estructura convivencial, aun cuando las leyes y la moral varíen de una cultura a otra.
Cada uno de estos valores limita, a su manera, la herramienta. La supervivencia es
condición necesaria, pero no suficiente, para la equidad: se puede sobrevivir en
prisión. La equidad en la distribución de los productos industriales es condición
necesaria, pero no suficiente, para un trabajo convivencial: uno puede convertirse en
prisionero de la instrumentación. La autonomía, como poder de control sobre la
energía, engloba los dos primeros valores citados, y define el trabajo convivencial.
Éste tiene, como condición, el establecimiento de estructuras que posibiliten esta
distribución equitativa de la energía. Debemos construir —y gracias a los progresos
científicos lo podemos hacer— una sociedad posindustrial en que el ejercicio de la
creatividad de una persona no imponga jamás a otra un trabajo, un conocimiento o un
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consumo obligatorio.
En la era de la tecnología científica, solamente una estructura convivencial de la
herramienta puede conjugar la supervivencia y la equidad. La equidad exige que, a un
tiempo, se compartan el poder y el haber. Si bien la carrera por la energía conduce al
holocausto, la centralización del control de la energía en manos de un leviatán
burocrático sacrificaría el control igualitario de la misma a la ficción de una
distribución equitativa de los productos obtenidos. La estructuración convivencial de
las herramientas es una necesidad y una urgencia desde el momento en que la ciencia
libera nuevas formas de energía. Una estructura convivencial de la herramienta hace
realizable la equidad y practicable la justicia; ella constituye la única garantía de
supervivencia.
2.4 El precio de esta inversión
Sin embargo, la transición del presente estado de cosas a un modo de producción
convivencial amenazará a mucha gente, incluso en sus posibilidades de sobrevivir. En
opinión del hombre industrializado, los primeros en sufrir y morir, a consecuencia de
los límites impuestos a la industria, serían los pobres. Pero la dominación del hombre
por la herramienta ha tomado ya un giro suicida. La supervivencia de Bangla-Desh
depende del trigo canadiense, y la salud de los neoyorquinos exige el saqueo de los
recursos planetarios. La transición pues a una sociedad convivencial irá acompañada
de extremos sufrimientos: hambre para algunos, pánico para otros. Tienen el derecho
a desear esta transición sólo aquellos que saben que la organización industrial
dominante está en vías de producir sufrimientos aún peores, so pretexto de aliviarlos.
Para ser posible dentro de la equidad, la supervivencia exige sacrificios y postula una
elección. Exige una renuncia general a la sobrepoblación, a la sobreabundancia y al
superpoder, ya se trate de individuos o de grupos.
Esto redunda en renunciar a la ilusión que sustituye la preocupación por lo prójimo,
es decir lo más próximo, por la insoportable pretensión de organizar la vida en las
antípodas. Esto implica renunciar al poder, en servicio tanto de los demás como de sí
mismo. La supervivencia dentro de la equidad no será producto de una clase de los
burócratas, ni efecto de un cálculo de los tecnócratas. Será resultado del idealismo de
los humildes. La convivencialidad no tiene precio, pero se debe saber muy bien lo que
costará desprenderse del modelo actual. El hombre reencontrará la alegría de la
sobriedad y de la austeridad, reaprendiendo a depender del otro, en vez de
convertirse en esclavo de la energía y de la burocracia todopoderosa.
2.5 Los límites de mi demostración
En lo que sigue, no pretendo otra cosa que ofrecer una metodología que permita
detectar los medios que han sido transformados en fines. Me ciño a la rudeza de la
herramienta, no a la sutileza de la intención. El rigor de mi propósito me impedirá
tratar cuestiones laterales, complementarias o subordinadas.
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De nada me serviría ofrecer una ficción detallada de la sociedad futura. Quiero
dar una guía para actuar y dejar libre curso a la imaginación. La vida dentro de
una sociedad convivencial y moderna nos reserva sorpresas que sobrepasan
nuestra imaginación y nuestra esperanza. No propongo una utopía normativa,
sino las condiciones formales de un procedimiento que permita a cada
colectividad elegir continuamente su utopía realizable. La convivencialidad es
multiforme.
1.
No he de proponer aquí un tratado de organización de las instituciones, ni un
manual técnico para la fabricación de la herramienta justa, ni un modo de
empleo de la institución convivencial, desde el momento en que no pretendo
vender una tecnología ‘mejor’, ni soy propagandista de una ideología.
Sólo espero definir los indicadores que hacen guiños cada vez que la
herramienta manipula al hombre, con el fin de poder proscribir la
instrumentación y las instituciones que destruyen el modo de vida convivencial.
Este manifiesto es pues guía, detector para utilizarlo como tal. La paradoja es
que, actualmente, hemos alcanzado un nivel anteriormente impensable en
nuestra habilidad de instrumentar la acción humana y que, por lo mismo, es
justamente en nuestra época cuando resulta difícil imaginar una sociedad de
herramientas simples, en donde el hombre pudiera lograr sus fines utilizando
una energía puesta bajo su control personal. Nuestros sueños están
estandarizados, nuestra imaginación industrializada, nuestra fantasía
programada. No somos capaces de concebir más que sistemas de
hiperinstrumentalización para los hábitos sociales, adaptados a la lógica de la
producción en masa. Casi hemos perdido la capacidad de soñar un mundo en
donde la palabra se tome y se comparta, en donde nadie límite la creatividad del
prójimo, en donde cada uno pueda cambiar la vida.
El mundo actual está dividido en dos: están aquellos que no tienen lo suficiente y
aquellos que tienen demasiado; aquellos a quienes los automóviles sacan de la
carretera y aquellos que conducen esos vehículos. Los pobres se sienten
frustrados y los ricos siempre insatisfechos. Una sociedad equipada con el
sistema de rodamientos a bolas (menor fricción en el rodaje) y que rodara al
ritmo del hombre sería incomparablemente más autónoma que todas las
sociedades programadas del presente. Nos encontramos en la época de los
hombres-máquina, incapaces de considerar, en su riqueza y en su concreción, el
radio de acción que ofrecen las herramientas modernas mantenidas dentro de
ciertos límites. En su mente no hay un lugar reservado al salto cualitativo que
implicaría una economía en equilibrio estable con el mundo.
En su cerebro no hay un hueco para una sociedad liberada de los horarios y de
los tratamientos que les impone el incremento de la instrumentalización. El
hombre-máquina no conoce la alegría que tiene al alcance de la mano dentro de
una pobreza querida; no conoce la sobria embriaguez de la vida. Una sociedad
en donde cada cual apreciara lo que es suficiente sería quizás una sociedad
pobre, pero sería seguramente rica en sorpresas y sería libre.
2.
Me atengo a 3. la estructura de la herramienta, no a la estructura del carácter del
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individuo y de la comunidad. Ciertamente, la reconstrucción social,
esencialmente en los países ricos implica que la mirada adquiera transparencia,
que la sonrisa se haga atenta y que los gestos se suavicen: exige una
reconstrucción del hombre y de la índole de la sociedad. Pero aquí no hablo
como psicólogo, aunque estoy seguro de que dominar la herramienta permitirá
disminuir la distorsión del carácter social.
Cada ciudad tiene su historia y su cultura y, por lo mismo, cada paisaje urbano
de hoy sufre la misma degradación. Todas las supercarreteras, todos los
hospitales, todas las aulas, todas las oficinas, todos los grandes complejos
urbanos y todos los supermercados se asemejan. Las mismas herramientas
producen los mismos efectos. Todos los policías motorizados y todos los
especialistas en informática se parecen; en toda la superficie del planeta tienen
la misma apariencia y hacen los mismos gestos, en tanto que, de una región a
otra, los pobres difieren. A menos de reinstrumentalizar la sociedad, no
escaparemos a la homogeneización progresiva de todo, al desarraigamiento
cultural y a la estandarización de las relaciones personales. Una investigación
complementaria sería la que se ocuparía de los caracteres del hombre industrial
que obstaculizan o amenazan la reinstrumentación.
Yo no quiero dar recetas para cambiar al hombre y crear una nueva sociedad, y
no pretendo saber cómo van a cambiar las personalidades y las culturas. Pero sí
tengo una certeza: una pluralidad de herramientas limitadas y de organizaciones
convivenciales estimularía una diversidad de modos de vida, que tendría más en
cuenta la memoria, es decir la herencia del pasado, o la invención, es decir la
creación.
Cae fuera de mi propósito central el ocuparme de la estrategia o de la táctica
política; a excepción tal vez de China bajo el presidente Mao Tse Tung, ningún
gobierno actual podría reestructurar su proyecto para la sociedad siguiendo una
linea convivencial. Los dirigentes de los partidos y de las industrias son como los
oficiales de un barco, apostados al timón de mando de las instituciones
dominantes: empresas multinacionales, estados, partidos políticos y movimientos
organizados, monopolios profesionales, etc., pueden cambiar de ruta, de
cargamento y de dotación, pero no de oficio. Hasta pueden producir una
demanda que satisfaga la oferta de herramientas, o limitarla para maximizar las
ganancias. El presidente de una empresa europea o el de una comuna china
pueden facilitar la participación cómplice de los trabajadores en las directrices
de producción, pero no tienen el poder de invertir la estructura de la institución
que dirigen.
Las instituciones dominantes optimizan la producción de los megainstrumentos y
la orientan hacia una población de fantasmas. Los directivos de hoy forman una
clase nueva de hombres; seleccionados por su personalidad, su saber y su gusto
por el poder, son hombres entrenados para garantizar, al mismo tiempo, el
incremento del producto bruto y el acondicionamiento del cliente. Detentan el
poder y poseen la energía, dejando al público la ilusión de mantener la propiedad
legal de los instrumentos. Es a ellos a quienes hay que liquidar. Pero de nada
4.
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servirá eliminarlos, sobre todo si es para limitarse a reemplazarlos.
El nuevo equipo en el poder, pretendería ser más legítimo, con mayor base para
manipular ese poder heredado y bien estructurado. Así sólo hay una forma de
liquidar para siempre a los dirigentes: demoliendo la maquinaria que los hace
necesarios y, con ello, la demanda masiva que asegura su imperio. La profesión
de gerente general no tiene porvenir en una sociedad convivencial, como no
tiene cabida el profesor en una sociedad sin escuela. Una especie se extingue
cuando ya no tiene razón de ser.
Lo inverso es un medio propicio a la producción, obra de un pueblo anárquico.
Pero el político que ha conquistado el poder es el último en comprender el poder
de la renuncia. En una sociedad donde la decisión política encauzara la eficacia
de la herramienta, no sólo se extenderían los destinos personales, sino que
saldrían a la luz nuevas formas de participación política. El hombre hace la
herramienta y se hace por la herramienta. La herramienta convivencial suprime
ciertos escalones de poder, de limitación y de programación, aquellos
precisamente que tienden a uniformar a todos los gobiernos actuales. La
adopción de un modo de producción convivencial no prejuzga en favor de
ninguna forma determinada de gobierno, como tampoco excluye una federación
mundial, pactos entre naciones, entre comunas o conservación de ciertos tipos
de gobiernos tradicionales. En el centro de una sociedad convivencial está la
vida política, pero aquí me concreto a describir los criterios estructurales
negativos de la producción y la estructura formal base para un nuevo pluralismo
político.
Una metodología que nos permita detectar la destrucción de la sociedad por la
mega-instrumentación postula el reconocimiento de la supervivencia dentro de la
equidad como valor fundamental e implica, por lo tanto la elaboración de una
teoría de la justicia.
Pero este primer manifiesto no puede ser ni un tratado ni un compendio de ética.
En apoyo de mi argumento, es preciso que me contente con enunciar
simplemente los valores fundamentales de esta teoría.
5.
En una sociedad posindustrial y convivencial, los problemas económicos no
desaparecerán de un día para otro, como tampoco se resolverán por sí solos.
Reconocer que el PNB no evalúa el bienestar, no elimina la necesidad de una
noción que cuantifique las transferencias injustas de poder; asignar límites no
monetarios y políticamente definidos al incremento industrial, entraña someter a
revisión muchas nociones económicas consagradas, pero no hace desaparecer la
desigualdad entre los hombres. Limitar la explotación del hombre por la
herramienta trae consigo el peligro de que ella sea sustituida por nuevas formas
de explotación del hombre por el hombre. Pero de hecho, el individuo tendrá
mayores posibilidades de integrarse a la sociedad, de provocar el cambio, que en
la era industrial o preindustrial.
6.
Aún limitada, la herramienta convivencial será incomparablemente más eficiente que
la herramienta primitiva, y, a diferencia de la instrumentación industrial, estará al
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alcance de todos. Pero habrá quienes le saquen más ventajas que otros. Se dirá que la
limitación de los instrumentos no pasará de ser letra muerta mientras una nueva
teoría económica no haya alcanzado la etapa operacional que asegure la
redistribución dentro de una sociedad descentralizada. Esto, que es absolutamente
exacto, cae, sin embargo, fuera del propósito que nos ocupa, que es el de una teoría
sobre la eficacia y la distribución de los medios de producción, y no el de una teoría
que se refiera directamente a la reorganización financiera. Propongo, pues, la
identificación de seis cercos imponibles a la expansión de la producción. Cada uno de
ellos representa una dimensión natural dentro de la cual las unidades de medida de la
economía se reducen a una clase de factores sin dimensión.
2.6 La industrialización de la falta
Una metodología que permita señalar la perversión de la herramienta al convertirse
en su propio fin, encontrará necesariamente una fuerte resistencia entre quienes
están habituados a medir el bien en términos de francos o de dólares. Platón decía
que el mal hombre de estado cree poder medirlo todo y mezcla la consideración de lo
inferior y de lo superior en busca de lo que conviene más al fin pretendido. Nuestra
actitud hacia la producción ha sido moldeada, a lo largo de los siglos, por una larga
sucesión de este tipo de hombres de estado. Poco a poco las instituciones no sólo han
conformado nuestra demanda, sino que también han dado forma a nuestra lógica, es
decir, a nuestro sentido de la medida. Primero se pide lo que produce la institución,
pronto se cree no poder vivir sin ello. Y mientras menos se puede gozar de lo que ha
llegado a convertirse en necesidad, más fuertemente se siente la necesidad de
cuantificarlo. La necesidad personal se convierte así en falta medible.
La invención de la ‘educación’ es un ejemplo de lo que expongo. Se tiene la tendencia
a olvidar que la necesidad de educación, en su acepción moderna, es una invención
reciente. Era desconocida antes de la Reforma, excepto en la crianza de la primera
edad, que los animales y los hombres prodigan a sus crías. Se la distinguía con mucha
exactitud de la instrucción necesaria al niño, y del estudio al cual más tarde se
dedicaban algunos, bajo la dirección de un maestro. Para Voltaire, la palabra
‘educación’ era todavía un neologismo presuntuoso, empleado por fatuos maestros de
escuela.
La empresa que consiste en hacer pasar a todos los hombres por grados sucesivos de
iluminación encuentra raíces profundas en la alquimia, el Gran Arte de finales de la
Edad Media. Con muy justo título se considera Juan Amos Comenius, obispo moravo
del siglo XVII —pansofista y pedagogo, como él mismo se nombraba—, uno de los
fundadores de la escuela moderna. Fue uno de los primeros en proponer siete o doce
grados de aprendizaje obligatorio. En su Magna Didáctica describe la escuela como
un instrumento para «enseñar a todos totalmente todo» (omnes, omnta, omino) y
esboza el proyecto de una producción en cadena del saber, que disminuye el costo y
aumenta el valor de la educación, con el fin de permitir a cada cual alcanzar la
plenitud de la humanidad. Pero Comenius no sólo fue uno de los primeros teóricos de
la producción en masa, fue también un alquimista, que adaptó el vocabulario técnico
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de la transmutación de los elementos al arte de criar a los niños. El alquimista quiere
refinar los elementos base, purificando sus espíritus a través de doce etapas sucesivas
de iluminación. Al término de este proceso, para su mayor bien y el del universo, los
elementos son transformables en metal precioso: el residuo de la materia, habiendo
sufrido siete clases de tratamiento, da plata, y lo que subsiste, después de doce
pruebas, da oro. Naturalmente los alquimistas fracasaban siempre, cualquiera que
fuera la perseverancia en sus esfuerzos, pero siempre su ciencia les ofrecía nuevas
buenas razones para volver a la carga con tenacidad. El fracaso de la alquimia
culmina con el fracaso de la industria.
El modo industrial de producción fue plenamente racionalizado, por primera vez, con
motivo de la fabricación de un nuevo bien de servicio: la educación, la pedagogía
agregó un nuevo capítulo a la historia del Gran Arte.
Dentro del proceso alquimista, la educación se convierte en la búsqueda de aquello de
donde nacerá un nuevo tipo de hombre, requerido por el medio, moldeado por la
magia científica. Pero sea cual haya sido el precio pagado por las sucesivas
generaciones, se reveló cada vez de nuevo que la mayoría de los alumnos no eran
dignos de alcanzar los más altos grados de la iluminación, y era preciso excluirlos del
juego, por ineptos para llevar la ‘verdadera’ vida, ofrecida en ese mundo creado por
el hombre.
La redefinición del proceso de adquisición del saber, en términos de escolarización,
no sólo ha justificado a la escuela, al darle apariencia de necesidad, sino que también,
simultáneamente, ha creado una nueva especie de pobres, los no escolarizados, y una
nueva clase de segregación social, la discriminación de los que carecen de educación
por parte de los orgullosos de haberla recibido. El individuo escolarizado sabe
exactamente el nivel que ha alcanzado en la pirámide jerárquica del saber, y conoce
con precisión lo que le falta para alcanzar la cúspide. Una vez que acepta ser definido
por una administración, según su grado de conocimientos, acepta después, sin dudar,
que los burócratas determinen sus necesidades de salud, que los tecnócratas definan
su falta de movilidad. Una vez moldeado en la mentalidad de consumidor-usuario, ya
no puede ver la perversión de los medios en fines, inherente a la estructura misma de
la producción industrial tanto de lo necesario como de lo suntuario. Condicionado
para creer que la escuela puede ofrecerle una existencia de conocimientos, llega a
creer igualmente que los transportes pueden ahorrarle tiempo, o que en sus
aplicaciones militares, la física atómica le puede proteger. Se apega a la idea de que
el aumento de salarios corresponde al del nivel de vida y que el crecimiento del sector
terciario refleja un alza en la calidad de la vida.
En realidad, la industrialización de las necesidades reduce toda satisfacción a un acto
de verificación operacional, sustituye la alegría de vivir por el placer de aplicar una
medida.
El servicio educación y la institución escuela se justifican mutuamente. La
colectividad sólo tiene una manera de salir de ese círculo vicioso, y es tomando
conciencia de que la institución ha llegado a fijar ella misma los fines: la institución
presenta valores abstractos, luego los materializa encadenando al hombre a
mecanismos implacables. ¿Cómo romper el círculo? Es necesario hacerse la pregunta:
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¿quién me encadena, quién me habitúa a sus drogas? Hacerse la pregunta es ya
responderla. Es liberarse de la opresión del sin sentido y de la falta, reconociendo
cada uno su propia capacidad de aprender, de moverse, de descuidarse, de hacerse
entender y de comprender. Esta liberación es obligadamente instantánea, puesto que
no hay término medio entre la inconsciencia y el despertar. La falta, que la sociedad
industrial mantiene con esmero, no sobrevive al descubrimiento que muestra cómo
las personas y las comunidades pueden, ellas mismas, satisfacer sus verdaderas
necesidades.
La definición industrial de los valores entorpece extremadamente la posibilidad del
usuario de percibir la estructura profunda de los medios sociales. Le es difícil captar
que existe una vía distinta, que no es la alienación del trabajo, la industrialización de
la falta y la supereficiencia de la herramienta. Le es difícil imaginar que se puede
ganar en rendimiento social lo que se pierde en rentabilidad industrial. El temor de
que rechazando el presente se retorne a la esclavitud del pasado, le encierra en la
prisión multinacional de hoy, llámese ésta fábrica Phillips o escuela.
En tiempos pasados la existencia dorada de unos cuantos descansaba sobre la
servidumbre de los demás. La eficiencia de cada uno era débil: la vida fácil de una
minoría exigía el embargo del trabajo de la mayoría.
Ahora bien, una serie de descubrimientos recientes, muy simples, pero inconcebibles
en el siglo XVIII, han aumentado la eficiencia del hombre. El balero, la sierra, la reja
de acero del arado, la bomba de agua o la bicicleta, han multiplicado el rendimiento
horario del hombre y facilitado su trabajo.
En Occidente, entre la alta Edad Media y el Siglo de las Luces, más de un auténtico
humanista se extravió en el sueño del alquimista. La ilusión consistía en creer que la
máquina era un hombre artificial que reemplazaría al esclavo.
2.7 La otra posibilidad: una estructura convivencial
Una sociedad convivencial es la que ofrece al hombre la posibilidad de ejercer la
acción más autónoma y más creativa, con ayuda de las herramientas menos
controlables por los otros. La productividad se conjuga en términos de tener, la
convivencialidad en términos de ser. En tanto que el incremento de la
instrumentación, pasados los umbrales críticos, produce siempre más uniformación
reglamentada, mayor dependencia, explotación e impotencia, el respeto a los límites
garantizará un libre florecimiento de la autonomía y de la creatividad humanas.
Claramente, yo empleo el término herramienta en el sentido más amplio posible,
como instrumento o como medio, independientemente de ser producto de la actividad
fabricadora, organizadora o racionalizante del hombre o, como es el caso del sílex
prehistórico, simplemente apropiado por la mano del hombre para realizar una tarea
específica, es decir, para ser puesto al servicio de una intencionalidad.
Una escoba, un bolígrafo, un destornillador, una jeringa, un ladrillo, un motor, son
herramientas, a igual título que un automóvil o un televisor. Una fábrica de
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empanadas o una central eléctrica, como instituciones productoras de bienes, entran
también en la categoría de la herramienta. Dentro del herramental, hay que ordenar
también las instituciones productoras de servicios, como son la escuela, la institución
médica, la investigación, los medios de comunicación o los centros de planificación.
Las leyes sobre el matrimonio o los programas escolares conforman la vida social del
mismo modo que las redes de carreteras. La categoría de la herramienta engloba
todos los instrumentos razonados de la acción humana, la máquina y su modo de
empleo, el código y su operador, el pan y el circo. Como se ve, el campo abierto al
concepto de herramienta varía de una cultura a otra. Depende de la impronta que una
sociedad determinada ejerza sobre su estructura y su medio ambiente. Todo objeto
tomado como medio para un fin se convierte en herramienta.
La herramienta es inherente a la relación social. En tanto actúo como hombre, me
sirvo de herramientas. Según que yo la domine o ella me domine, la herramienta o me
liga, o me desliga del cuerpo social. En tanto que yo domine la herramienta, yo doy al
mundo mi sentido; cuando la herramienta me domina, su estructura conforma e
informa la representación que tengo de mí mismo. La herramienta convivencial es la
que me deja la mayor latitud y el mayor poder para modificar el mundo en la medida
de mi intención. La herramienta industrial me niega ese poder; más aún, por su
medio, es otro quien determina mi demanda, reduce mi margen de control y rige mi
propio sentido. La mayoría de las herramientas que hoy me rodean no podrían ser
utilizadas de manera convivencial.
La herramienta es a la vez medio de control y elemento transformador de energía.
Como se sabe, el hombre dispone de dos tipos de energía, la que genera de sí mismo
(o energía metabólica) y la que extrae del exterior. El hombre maneja la primera y
manipula la segunda. Es por eso que haré una distinción entre la herramienta
manejable y la herramienta manipulable.
La herramienta manejable adapta la energía metabólica a una tarea específica. Es
multivalente, como el sílex original, el martillo o el cortaplumas. Es univalente y
altamente elaborada, como el torno del alfarero, el telar, la máquina de coser a pedal
o la fresa del dentista. La herramienta manejable puede alcanzar la complejidad de
una organización de transportes que saca de la energía humana el máximo de
movilidad, como ocurre en un sistema de bicicletas y de triciclos, al que
correspondería una red de pistas tal vez cubiertas y con estaciones de mantenimiento.
La herramienta manejable es conductora de energía metabólica: la mano, el pie, la
dominan; la energía que ella pide puede producirla cualquiera que coma y respire. La
herramienta manipulable es movida, por lo menos en parte, por energía exterior.
Puede servir para multiplicar la energía humana: los bueyes tiran del arado, pero
para guiarlos se necesita del labrador. Asimismo un montacargas o una sierra
eléctrica conjugan la energía metabólica con la energía exógena. Sin embargo, la
herramienta manipulable puede exceder la escala humana. La energía que
proporciona el piloto de un avión supersónico ya no es parte significativa de la
energía consumida en el vuelo. El piloto es un simple operador, cuya acción es regida
por los datos que un ordenador dirige por él. Y aun hay alguien más en la cabina de
mando, porque el ordenador es imperfecto, o porque el sindicato de pilotos es
poderoso y organizado.
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La herramienta es convivencial en la medida en que cada uno puede utilizarla sin
dificultad, tan frecuente o raramente como él lo desee, y para los fines que él mismo
determine. El uso que cada cual haga de ella no invade la libertad del otro para hacer
lo mismo. Nadie necesita de un diploma para tener el derecho de usarla a voluntad;
se lo puede tomar o no. Entre el hombre y el mundo ella es un conductor de sentido,
un traductor de intencionalidad.
Ciertas instituciones son, estructuralmente, herramientas convivenciales y ello
independientemente de su nivel tecnológico. El teléfono puede servir de ejemplo. Bajo
la única condición de disponer de las monedas necesarias para su funcionamiento,
cualquiera puede llamar a la persona que quiera para decirle lo que quiera;
informaciones bursátiles, injurias o palabras de amor. Ningún burócrata podrá fijar de
antemano el contenido de una comunicación telefónica —si acaso, podrá violar el
secreto, pero asimismo puede protegerlo—. Cuando los computadores infatigables
mantienen ocupadas más de la mitad de las líneas californianas y, con ello, restringen
la libertad de las comunicaciones personales, es la compañía telefónica la
responsable, al desviar la explotación de una licencia concedida originariamente a las
personas para el habla. Cuando una población entera se deja intoxicar por el uso
abusivo del teléfono y pierde así la costumbre de intercambiar cartas o visitas, este
error conduce al recurso inmoderado a una herramienta que es convivencial por
esencia, pero cuya función se desnaturaliza por haber recibido su campo de acción
una extensión errónea.
La herramienta manejable llama al uso convivencial. Si no se presta a ello es porque
la institución reserva su uso para el monopolio de una profesión, como lo hace, por
ejemplo, al poner las bibliotecas en el recinto de las escuelas o al decretar la
extracción de los dientes y otras intervenciones simples como actos médicos,
practicables sólo por especialistas.
Pero la herramienta puede también ser objeto de una especie de segregación, como
es el caso de los motores, concebidos de tal manera que uno mismo no puede
practicar pequeñas reparaciones con ayuda de una tenaza y un destornillador. El
monopolio de la institución sobre este tipo de herramientas manejables constituye un
abuso, pervierte el uso del mismo, pero sin que por ello éste se desnaturalice, como el
cuchillo del asesino no deja de ser cuchillo.
El carácter convivencial de la herramienta no depende, en principio, de su nivel de
complejidad. Lo que se ha dicho del teléfono podría repetirse, punto por punto,
respecto al sistema de correos, o al de transportes fluviales en Tailandia. Cada uno de
esos sistemas es una estructura institucional que maximiza la libertad de la persona,
aun cuando pueda ser desviada de su finalidad y pervertida en su uso. El teléfono es
el producto de una técnica avanzada; el sistema de correos puede funcionar a
diversos niveles técnicos, pero exige siempre mucha organización; la red de canales y
de piraguas integra una programación mínima, dentro del cuadro de una técnica
consuetudinaria.
2.8 El equilibrio institucional
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Al aproximarse a su segundo umbral la institución pervierte el uso de la herramienta
manejable. Es entonces cuando se abre el reino de las manipulaciones. Cada vez más,
se va adoptando el medio como fin. Reunidas en esa forma, las condiciones para la
enseñanza cuestan más caras que la enseñanza misma, y el costo de la formación ya
no se compensa con el fruto que produce. Los medios para el fin perseguido por la
institución son cada vez menos accesibles a una persona autónoma o, dicho con más
exactitud, se integran a una cadena de eslabones solidarios que hay que aceptar en su
totalidad.
En Estados Unidos no hay viaje en avión sin automóvil, y sin viaje en avión no hay
congreso de especialistas. Las herramientas que alcanzarían los mismos fines,
exigiendo menos del usuario, respetando su libertad de maniobra, son eliminadas del
mercado. Mientras que las aceras van desapareciendo, la complejidad de la red de
carreteras no hace sino crecer.
Es posible que ciertos medios de producción, no convivenciales, parezcan deseables
en una sociedad posindustrial. Es probable que, aun en un mundo convivencial,
ciertas colectividades elijan tener más abundancia, a costa de menos creatividad. Es
casi seguro que, durante el periodo de transición, la electricidad no sea en todas
partes el resultado de una producción doméstica. Ciertamente, el conductor de un
tren no puede salirse de la vía férrea ni elegir sus estaciones y su horario. Los
postillones no estaban menos sujetos a una ruta precisa que los petroleros modernos
lo están hoy, muy al contrario. La transmisión de mensajes telefónicos se hace sobre
una banda de frecuencia determinada y debe ser dirigida por una administración
central, aun cuando cubra una zona delimitada. En realidad, no hay ninguna razón
para proscribir de una sociedad convivencial toda herramienta poderosa y toda
producción centralizada. Dentro de la perspectiva convivencial, el equilibrio entre la
justicia en la participación y la igualdad dentro de la distribución puede variar de una
sociedad a otra, en función de la historia, de los ideales y del medio ambiente de esa
sociedad.
No es esencial que las instituciones manipuladoras o los bienes y los servicios
susceptibles de intoxicar sean totalmente excluidos de una sociedad convivencial. Lo
que importa es que semejante sociedad logre un equilibrio entre, por una parte, la
instrumentación concebida para satisfacer la demanda que produce y, por otra, los
instrumentos que estimulan la realización personal.
Lo primero materializa programas abstractos concernientes a los hombres en
general; lo segundo favorece la aptitud de cada uno para perseguir sus fines a su
manera personal, inimitable.
No es cuestión de proscribir una herramienta por el sólo hecho de que, de acuerdo
con nuestros criterios de clasificación, se pueda calificar de anticonvivencial. Estos
criterios son guías para la acción. Una sociedad puede utilizarlos para reestructurar
la totalidad de su instrumentación, en función del estilo y del grado de
convivencialidad que desee alcanzar. Una sociedad convivencial no prohíbe la
escuela. Proscribe el sistema escolar pervertido en herramienta obligatoria, basada
en la segregación y el rechazo de los fracasados. Una sociedad convivencial no
suprime los transportes interurbanos a gran velocidad, a menos que su existencia
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impida garantizar al conjunto de la población la posibilidad de circular a la velocidad
y al ritmo que quiera. Una sociedad convivencial ni siquiera pretende rechazar la
televisión, aun cuando ésta deja a discreción de algunos productores y charlatanes
seleccionar y fabricar lo que habrá de ‘tragar’ la masa de televidentes; sin embargo,
una sociedad de ese tipo debe proteger a la persona contra la obligación de
convertirse en cautiva de la pantalla. Como se ve, los criterios de la convivencialidad
no son reglas a aplicarse mecánicamente, sino indicadores de la acción política
concerniente a todo lo que se debe evitar. Son criterios de detección de una amenaza,
que permiten a cada uno hacer valer su propia libertad.
2.9 La ceguera actual y el ejemplo del pasado
En el presente, los criterios institucionales sobre la acción humana son opuestos a los
nuestros, incluso en las sociedades marxistas en donde la clase obrera se cree en el
poder.
El planificador socialista rivaliza con el vocero de la libre empresa, en su intento por
demostrar que sus principios aseguran a una sociedad el máximo de productividad.
En los países socialistas, la política económica con frecuencia se define por su
preocupación de aumentar la productividad industrial. El monopolio de la
interpretación industrial del marxismo sirve de barrera y de medio de chantaje contra
toda forma de marxismo heterodoxo. Falta ver si China, después de la muerte del
presidente Mao Tse-Tung, abandonará, ella también, la convivencialidad productiva,
para volverse hacia la productividad estandarizada. La interpretación exclusivamente
industrial del socialismo, permite a los comunistas y a los capitalistas hablar el mismo
idioma, medir en forma similar el grado de desarrollo alcanzado por una sociedad.
Una sociedad en donde la mayoría de la gente depende, respecto a los bienes y
servicios que recibe, de las cualidades, de la imaginación, del amor y de la habilidad
de cada cual, pertenece a la clase considerada como subdesarrollada. En cambio, una
sociedad en donde la vida cotidiana no es más que una serie de pedidos sobre
catálogo al gran supermercado universal, se considera avanzada. Y el revolucionario
no es más que un entrenador deportivo: campeón del Tercer Mundo o portavoz de las
minorías subconsumidoras, encauza la frustración de las masas a las que revela su
retraso; canaliza la violencia popular y la transforma en energía para dar alcance.
Cada uno de los aspectos de la sociedad industrial es componente de un sistema de
conjunto que implica la escalada de la producción y el incremento de la demanda
indispensables para justificar el costo social total. Es por ello que, cuando se
concentra la crítica social sobre la mala administración, la corrupción, la insuficiencia
de la investigación o el retraso tecnológico, no se hace más que distraer la atención
del público del único problema que cuenta: la estructura inherente a la herramienta
que se toma como medio, y que determina una creciente falta general.
Otro error consiste en creer que la frustración actual se debe principalmente a la
propiedad privada de los medios de producción, y que la apropiación pública de esos
medios, a través de un organismo central de planificación, protegerá los intereses de
la mayoría y conducirá a un reparto equitativo de la abundancia. Este remedio
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propuesto no cambiará la estructura antihumana de la herramienta. Mientras se
ataque al consorcio Ford por la única razón de que enriquece al señor Ford, se
mantendrá la ilusión de que las fábricas Ford podrían enriquecer a la colectividad.
Mientras la población suponga que el automóvil le reporta ventajas, no tendrá queja
contra Ford por construir automóviles. Mientras comparta la ilusión de que es posible
aumentar la velocidad de desplazamiento de cada uno, la sociedad continuará
criticando su propio sistema político, en vez de imaginar otro sistema de transportes.
Sin embargo, la solución está al alcance de la mano: no reside en una forma
determinada de apropiación de la herramienta, sino en el descubrimiento del carácter
de ciertas herramientas, en saber que nadie podrá jamás poseerlas. El concepto de
apropiación no se podrá aplicar a una instrumentación incontrolable. La cuestión
urgente sería determinar qué herramientas pueden ser controladas en interés
general, y comprender que una herramienta incontrolable representa una amenaza
insoportable. Es secundaria la cuestión de saber cómo organizar un medio privado de
control que responda al interés general.
Ciertas herramientas son siempre destructoras, cualesquiera que sean las manos que
las detenten: la mafia, los capitalistas, una firma multinacional, el Estado o incluso
una colectiva obrera.
Es así, por ejemplo, en el caso de las redes de autopistas de vías múltiples, de los
sistemas de comunicación a larga distancia que utilizan bandas anchas de frecuencias
y también de las minas o de las escuelas. El instrumento destructor incrementa la
uniformación, la dependencia, la explotación y la impotencia; despoja al pobre de su
parte de convivencialidad, para frustrar más al rico de la suya. Al hombre moderno le
es difícil concebir el desarrollo y la modernización en términos de reducción y no de
incremento del consumo de energía. Para él, una técnica avanzada rima con una
profunda intervención en el proceso físico, mental y social. Si queremos aprehender
la instrumentación con exactitud, debemos abandonar la ilusión de que un alto grado
de cultura implica el más alto consumo de energía posible. En las civilizaciones
antiguas, los recursos energéticos estaban repartidos equitativamente. Cada ser
humano, por su constitución biológica, disponía de por vida de toda la energía
potencial necesaria para transformar conscientemente el contorno físico según su
voluntad, puesto que la fuente era su propio cuerpo bajo la sola condición de que se le
mantuviera en buena salud. En estas condiciones, controlar grandes cantidades de
energía física no era más que resultado de manipulaciones psíquicas o de una
dominación política.
Para edificar las pirámides de Teotihuacán en México, para formar las terrazas de
arrozales de Ibagué, en Filipinas, los hombres no necesitaron para nada de
herramientas manipulables. La cúpula de San Pedro en Roma y los canales de Angkor
Vat fueron construidos sin bulldozeres, sólo a fuerza de brazos. Los generales de
César recibían las noticias a través de jinetes, los Fugger y los jefes incas utilizaban
corredores. Hasta el siglo XVIII, las galeras de la República Veneciana y todos los
mensajeros viajaban a menos de 120 kilómetros por día. El ejército de Napoleón se
desplazaba siempre con la misma lentitud que el de César.
La mano o el pie impulsaban la bobina o el torno, la rueda de alfarero y la sierra de
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madera. La energía metabólica del hombre alimentaba la agricultura, la artesanía y la
guerra. La ingeniosidad del individuo canalizaba la energía animal hacia ciertas
tareas sociales. Los poderosos de la tierra no controlaban otra energía más que la
suministrada, de grado o por fuerza por sus propios súbditos. Ciertamente, el
metabolismo humano no bastaba para procurar toda la energía deseable, pero en la
mayoría de las culturas se mantenía incluso como su fuente principal: el hombre sabía
poner a su servicio ciertas fuerzas naturales. Utilizaba el fuego para cocer sus
alimentos y más tarde para forjar las armas; sabía extraer el agua de la tierra,
descender por los ríos, navegar a vela, utilizar la fuerza de la gravedad, domesticar al
animal. Pero en su totalidad estos recursos fueron secundarios y de poco rendimiento.
La sociedad ateniense del siglo VI o la del Cuatrocientos florentino, sabían utilizar en
forma armoniosa las fuerzas naturales, pero la construcción de templos y palacios se
hizo, en lo esencial, sólo por obra de la energía humana. Es cierto que el hombre
podía reducir una ciudad a cenizas o hacer del Sahara un desierto, pero esta
explosión de energía, una vez desatada, escapaba a su poder de control.
Es posible dar un valor aproximado a la cantidad de energía física de que disponían
las sociedades tradicionales. El ser humano quemaba un promedio de 2.500 calorías
diarias, de las cuales cuatro quintos servían únicamente para mantenerle vivo, hacer
latir su corazón y accionar su cerebro. El remanente se podía aplicar a diversas
tareas, pero no todo era transformable en trabajo. No sólo se aplicaba a los juegos de
la infancia, sino también, y sobre todo, a las actividades de sobrevivencia cotidiana:
levantarse, preparar los alimentos, protegerse contra el frío o contra la amenaza de
los otros.
Privado del impulso de sus actividades, el hombre se ha vuelto inepto para el trabajo:
la sociedad puede moldearlas, pero no puede suprimirlas, para destinar a otras tareas
la energía que requieren. La costumbre, el lenguaje y el Derecho determinan la forma
de alfarería que fabrica el esclavo, pero el amo no puede privar a su esclavo de techo,
salvo privándose a sí mismo del esclavo. Sumando múltiples descargas pequeñas de
energía individual, puestas a disposición de la colectividad, se construyeron templos,
se trasladaron montañas, se tejieron vestimentas, se hicieron guerras, se transportó
al monarca y se le honró.
La energía estaba limitada, era función del nivel de la población, se abastecía del
vigor del cuerpo. Su eficacia dependía del grado de desarrollo —y de distribución en
la población— de las herramientas manejables. La herramienta incorporaba la
energía metabólica a la tarea. Jugaba con las fuerzas, ya fuera la de gravedad o la del
viento, pero no ampliaba la fuerza de trabajo. Para disponer de más poder físico que
el vecino había que avasallarle. Si el amo empleaba formas de energía humana, podía
controlarlas únicamente si gobernaba sobre otros hombres. Cada yunta de bueyes
requería un boyero para cuidarla y conducirla. Hasta el fuego de la forja requería de
un guardián para cuidarlo. El poder político era el dominio de la voluntad de los
demás, y el dominio de la fuerza física era la detentación de la autoridad.
En las sociedades preindustriales, el poder político no podía controlar más que la
energía excedente, proporcionada por la población. Cada ventaja en la eficiencia,
obtenida gracias a una nueva herramienta o a un nuevo modo de organización,
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significaba para la población el riesgo de verse privada del control de ese excedente
de energía. Todo aumento en la eficiencia permitía a la clase dominante apropiarse de
una parte mayor de la energía total disponible.
De modo que a la evolución de las técnicas correspondía una evolución paralela de las
clases sociales. Se cobraban impuestos al individuo, quitándole una parte de su
producto personal, o bien se le imponían trabajos obligatorios suplementarios. La
ideología, la estructura de la economía, el armamento y el modo de vida favorecían
esta concentración, en manos de unos cuantos, del dominio de la energía biológica
aumentada.
Sin embargo, este tipo de concentración no tiene los mismos efectos en una cultura u
otra, sobre el reparto de los frutos del esfuerzo social. En el mejor de los casos,
amplía el radio de acción para las energías personales. La sociedad campesina en
Europa central, a finales de la Edad Media, es un buen ejemplo de ello. Tres
invenciones recientes —el estribo, las herraduras para caballos y el arnés—
triplicaron el rendimiento del caballo. Equipado así, el arado tirado por un caballo
hizo posible la rotación trienal de los cultivos, la explotación de nuevas tierras y,
enganchado a una carreta, elevó al cuadrado el radio de acción del campesino, lo cual
provocó el movimiento de concentración del hábitat en poblaciones agrupadas en
torno a una iglesia, más tarde a una escuela. En el peor de los casos, la concentración
del poder, al disponer de la energía, condujo al establecimiento de grandes imperios,
propagados por los ejércitos mercenarios y alimentados por los campesinos reducidos
al vasallaje.
Hacia finales de la Edad de Hierro, o sea desde el reino de Agripa hasta el siglo de
Watt, la cantidad total de energía disponible aumentó rápidamente. De hecho, la
mayoría de las grandes mutaciones técnicas anteriores al descubrimiento de la
electricidad, se produjeron durante la alta Edad Media. La invención de los tres
mástiles, sacando mejor partido de la fuerza del viento, hizo posible la navegación
alrededor del mundo.
La excavación de los canales europeos y la invención de la esclusa hicieron posibles
los transportes regulares de cargamentos pesados. Los cerveceros, los tintoreros, los
alfareros, los ladrilleros, los azucareros y los salineros se beneficiaron del
perfeccionamiento y difusión de los molinos de viento y de agua. La forja a orillas del
torrente sustituye a la fragua en el bosque; el martillo es reemplazado por los
molinetes de pilón para triturar el mineral, y al canasto a espaldas del hombre, lo
reemplaza la polea que permite levantar cargas. La fuerza hidráulica acciona sopletes
para ventilar galerías y gracias a las norias se bombea el agua para drenar el fondo
de la mina y el hombre se sumerge más adentro de la tierra. Aun se dice del
campesino, detrás de su arado, que ‘labora’; del minero se dice que ‘trabaja’.
Después, el carro, equipado de un tren delantero pivotante y de ejes móviles, permite
duplicar la velocidad del desplazamiento, con lo cual, a partir del siglo XVIII, se
benefician el correo y el transporte de pasajeros. Por primera vez en la historia del
hombre es posible desplazarse a cien kilómetros por hora. Poblados y campos, unos
más lentamente que los otros, fueron transformados, remodelados, poco a poco.
En su libro The Myth of the Machine: The Pentagon of Power, Lewis Mumford subraya
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las características específicas que convirtieron la actividad minera en prototipo de las
formas ulteriores de mecanización: «… indiferencia hacia los factores humanos, a la
contaminación y a la destrucción del contorno, puesto el acento en el proceso
fisicoquímico con miras a obtener el metal o el carburante deseado y, sobre todo, el
aislamiento geográfico y mental del universo del granjero y del artesano, del mundo
de la Iglesia, de la Universidad y de la Ciudad. Por su efecto destructor sobre el medio
ambiente y su desprecio por los riesgos impuestos al hombre, la actividad minera se
acerca mucho a la actividad guerrera —como la guerra, la mina produce con
frecuencia un tipo de hombre duro y digno, habituado a afrontar el peligro y la
muerte […], el soldado en su mejor aspecto—. Pero el animo destructor de la mina, su
siniestra labor, su aura de miseria humana y la degradación del paisaje, todo eso lo
transmite la actividad minera a las industrias que utilizan su producción. El costo
social excede grandemente al beneficio mecánico». De manera que a la herramienta
accionada al ritmo del hombre, sucedió un hombre actuando al ritmo de la
herramienta, con lo cual, todas las modalidades humanas de actuar se vieron
transformadas.
2.10 Un nuevo concepto del trabajo
A finales de la Edad Media, el antiguo sueño del alquimista de fabricar un homúnculo
en el laboratorio, poco a poco tomó la forma de la creación de robots para que
trabajaran por el hombre, y de la educación del hombre para trabajar a su lado. Esta
nueva actitud hacia la actividad productora se reflejaba en la introducción de una
nueva palabra. Tripaliare significaba torturar sobre el trepalium, mencionado en el
siglo VI como un armazón formado de tres troncos, suplicio que reemplazó en el
mundo cristiano al de la cruz. En el siglo XII, la palabra trabajo significaba una
prueba dolorosa. Hubo que esperar al siglo XVI para poder emplear la palabra
‘trabajo’ en lugar de obra o de labor. A la obra (poiesis) del hombre artista y libre, a la
labor (poneros) del hombre apremiado por el otro o por la naturaleza, se agrega
entonces el trabajo, al ritmo de la máquina. En seguida la palabra ‘trabajador’ desliza
su sentido hacia ‘labrador’ y ‘obrero’: a fines del siglo XIX los tres términos apenas se
distinguen.
La ideología de la organización industrial, de la instrumentación y de la organización
capitalista de la economía, aparece antes de lo que se ha dado en llamar Revolución
Industrial.
Desde la época de Bacon, los europeos comenzaron a realizar operaciones
indicadoras de un nuevo estado mental: ganar tiempo, reducir el espacio, aumentar la
energía, multiplicar los bienes, echar por la borda las normas naturales, prolongar la
duración de la vida, sustituir los organismos vivos por mecanismos que los simulan o
amplían una función particular. De estos imperativos se desarrollaron en nuestras
sociedades los dogmas de la ciencia y de la técnica que tienen valor de axiomas
porque no se les somete a análisis. El mismo cambio de mente se refleja en la
transición del ritmo ritual a la regularidad mecánica, se pone el acento en la
puntualidad, en la medida del espacio y en la contabilización de los votos, de manera
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que los objetos concretos y los sucesos complejos se transforman en quanta
abstracta. Esta pasión capitalista por un orden repetitivo mina el equilibrio cualitativo
entre el obrero y su débil instrumentación. El surgimiento de nuevas formas de
energía y de poder alteró la relación que el hombre mantenía con el tiempo. El
préstamo a interés era condenado por la Iglesia como una práctica contra natura; el
dinero era, por naturaleza, un medio de cambio para comprar lo necesario, no un
capital que pudiera trabajar o dar frutos. En el siglo XVII, la Iglesia misma abandona
esta concepción, aunque a su pesar, para aceptar el hecho de que los cristianos se
habían convertido en capitalistas comerciantes. El uso del reloj se generaliza y, con él,
la idea de la ‘falta’ de tiempo. El tiempo se transforma en dinero: «he ganado
tiempo»; «me sobra tiempo, ¿cómo voy a gastarlo?»; «me falta tiempo»; «¡no puedo
permitirme el lujo de derrocharlo, ganar una hora, ya es ganancia!»
Pronto se comenzó a considerar abiertamente al hombre como una fuente de energía.
Se trató de medir la prestación diaria máxima que se podía obtener de un hombre,
luego a comparar el costo de manutención y la potencia del hombre con la del caballo.
El hombre fue redefinido como fuente de energía mecánica. Se observó que los
galeotes no eran muy eficientes porque permanecían sujetos al movimiento simple del
remo. En cambio, los prisioneros condenados al suplicio de la ardilla, utilizado aún en
el siglo XIX en las prisiones inglesas, proporcionaban una potencia rotativa capaz de
alimentar cualquier máquina nueva.
La nueva relación del hombre con su instrumentalización echa raíces durante la
Revolución Industrial; como, a su vez, el capitalismo, en el siglo XVI, reclamó nuevas
fuentes de energía. La máquina a vapor es más un efecto de esta sed de energía que
una causa de la Revolución Industrial. Con el ferrocarril, esta preciosa máquina se
vuelve móvil y el hombre se hace usuario. En 1782, la diligencia franqueó los cien
kilómetros por día entre París y Marsella; en 1855, Napoleón III se ufanaba de
recorrer cien kilómetros por hora. Poco a poco, la máquina puso al hombre en
movimiento: en 1900, un trabajador francés, no empleado en la agricultura, alcanzaba
en promedio treinta veces más kilómetros que su homónimo en 1850. Llega entonces
el fin de la Edad de Hierro y a la vez el de la Revolución Industrial. La capacidad de
moverse se sustituye por el recurso a los transportes. El hacer en serie reemplaza al
savoir-faire, la industrialización se convierte en norma. En el siglo XX, el hombre pone
en explotación gigantescas reservas naturales de energía. El nivel energético así
logrado establece sus propias normas, determina los caracteres técnicos de la
herramienta, más aún, el nuevo emplazamiento del hombre. A la obra, a la labor, al
trabajo, viene a agregarse el servicio de la máquina: obligado a adaptarse a su ritmo,
el trabajador se transforma en operador de motores o en empleado de oficina. Y el
ritmo de la producción exige la docilidad del consumidor que acepta un producto
estandarizado y condicionado.
A partir de entonces, disminuye la necesidad de jornaleros en el campo y el siervo
deja de ser rentable. También el trabajador deja de ser rentable, desde que la
automatización logra por medio de la industrialización, la franca transformación que
la producción en masa ha perseguido. El encanto discreto del condicionamiento
abstracto de la mega-máquina reemplaza el efecto del chasquido del látigo en el oído
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del labrador esclavo, y el avance implacable de la cadena sin fin desencadena el gesto
estereotipado del esclavo.
Así, pues, hemos revisado cuatro niveles energéticos que pueden marcar la
organización de una sociedad, la estructura de sus herramientas y el estilo dominante
de sus actividades productoras. Esas cuatro organizaciones circunscriben,
respectivamente, el campo de la obra independiente y creadora, de la labor bajo la ley
de la necesidad, del trabajo al ritmo de la cadena sin fin y del funcionamiento
‘condicionado operacionalmente’ dentro de la mega-máquina. La manera en que estos
diferentes tipos de actividad participan en los cambios de la economía y afrontan las
leyes del mercado es reveladora de sus mutuas diferencias. El creador de una obra no
puede ofrecerse él mismo en el mercado, solamente puede ofrecer el fruto de su
actividad. El labrador y el trabajador pueden ofrecer a otro su fuerza y su
competencia. En fin, el puesto del funcionario y del operador se ha convertido
también en una mercancía. El derecho a manejar una máquina y a beneficiarse con
los privilegios correspondientes se obtiene como resultado del consumo de una serie
de tratamientos previos: currículum escolar, condicionamiento profesional, educación
permanente.
Todos somos hijos de nuestro tiempo y, como tales, nos resulta bien difícil imaginar un
tipo de producción posindustrial, y por lo mismo, humana.
Para nosotros, limitar la instrumentación industrial significa el retorno al infierno de
la mina y al cronómetro de la fábrica, o al trabajo del granjero que compite con la
agricultura mecanizada. El obrero que sumerge un neumático en una solución
hirviente de ácido sulfúrico debe repetir ese gesto absurdo y agotador a cada gemido
de la máquina, y está así realmente atado a la máquina. Por otra parte, el trabajo del
campo ya no es lo que fue para el siervo o para el campesino tradicional. Para éstos
era laborar un campo en función del crecimiento de las plantas, del apetito de los
animales y del tiempo que haría al día siguiente. El obrero agrícola moderno que no
dispone de herramientas manipulables, se encuentra en cambio en una situación
absurda. Cogido entre dos fuegos, o debe agotarse para rivalizar con los rendimientos
de los que poseen tractores y máquinas de usos múltiples, o bien debe hacer
funcionar esta maquinaria moderna, consciente de estar fastidiado, explotado y
chasqueado, con la sensación de ser una simple pieza de recambio para la
mega-máquina. Es incapaz de imaginar la posibilidad de usar herramientas
manejables que son, a la vez, menos fatigadoras que el antiguo arado, menos
alienantes que la trilladora y más productivas que uno y otra. Ninguno de los tipos de
instrumentos fabricados en el pasado posibilitaba un tipo de sociedad y un modo de
actividad marcados a la vez con el sello de la eficiencia y de la convivencialidad. Pero
hoy en día podemos concebir herramientas que permitan eliminar la esclavitud del
hombre frente al hombre, sin someterlo a la máquina. La condición para esta
posibilidad es la reversión del cuadro de las instituciones que rigen la aplicación de
los resultados de las ciencias y de las técnicas. En nuestros días, el avance científico
se identifica con la sustitución de la iniciativa humana por la instrumentación
programada, pero lo que, de esa manera, se toma por efecto de la lógica del saber, no
es en realidad más que la consecuencia de un prejuicio ideológico.
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La convicción común es que la ciencia y la técnica apoyan el modo industrial de
producción, y que, por este hecho, imponen el reemplazo de todos los instrumentos
específicamente relacionados con un trabajo autónomo y creador. Pero semejante
proceso no está implícito en los descubrimientos científicos, y no es una consecuencia
ineluctable de su aplicación. Lejos de ello, es el resultado de la decisión absoluta en
favor del desarrollo del modo industrial de producción: la investigación se esfuerza
por reducir en todas partes los obstáculos secundarios que entraban en el
crecimiento de un determinado proceso; bajo una programación a largo plazo, se
adorna como si se tratara de un logro costoso, realizado con gran esfuerzo en interés
del público. En realidad, la investigación está casi totalmente al servicio del
desarrollo industrial. Pero una técnica avanzada podría reducir el peso de la labor y,
de mil maneras, servir también a la expansión de la obra de producción personal. Las
ciencias de la naturaleza y las ciencias del hombre podrían aplicarse a crear
herramientas, a trazar su marco de utilización y forjar sus reglas de empleo para
alcanzar una incesante recreación de la persona, del grupo y del ambiente —un
despliegue total de la iniciativa y de la imaginación de cada uno—. Hoy podemos
comprender la naturaleza de una manera nueva. Todo consiste en saber para qué
fines. Ha llegado la hora de elegir entre la constitución de una sociedad
hiperindustrial, electrónica y cibernética, y el despliegue en un amplio abanico de las
herramientas modernas y convivenciales. La misma cantidad de acero puede servir
para producir tanto una sierra y una máquina de coser como un elemento industrial:
en el primer caso se multiplicará por tres o por diez la eficacia de mil personas; en el
segundo, gran parte del savoir-faire perderá su razón de ser.
Se debe elegir entre distribuir a millones de personas, al mismo tiempo, la imagen a
colores de un tipo agitándose sobre la pantalla, a conceder a cada grupo la
posibilidad de producir y distribuir sus propios programas en centros de vídeo. En el
primer caso, la técnica está puesta al servicio de la promoción del especialista, regida
por burócratas. Cada vez, más planificadores harán estudios de mercado, elaborarán
equilibrios planificados y moldearán la demanda de más y más gente en un número
mayor de sectores. Habrá siempre más cosas útiles entregadas a los inútiles. Pero se
vislumbra una posibilidad. La ciencia se puede emplear también para simplificar la
instrumentación, para que cada uno sea capaz de moldear su medio ambiente
inmediato, es decir, sea capaz de cargarse de sentido, cargando el mundo de signos.
2.11 La desprofesionalización
2.11.1 La medicina
A semejanza de lo que hizo la Reforma al arrancar el monopolio de la escritura a los
clérigos, podemos nosotros arrancar el enfermo a los médicos. No es necesario ser
muy sabio para aplicar los descubrimientos fundamentales de la medicina moderna,
reconocer y atender la mayoría de los males curables, para aliviar el sufrimiento del
otro y acompañarle cuando se aproxima la muerte. Nos es difícil creerlo, porque,
complicado a sabiendas, el ritual médico nos encubre la simplicidad de los actos.
Conozco una niña norteamericana de diecisiete años que fue procesada por haber
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atendido la sífilis primaria de 130 camaradas de escuela. Un detalle de orden técnico,
señalado por un experto, le valió el indulto: los resultados obtenidos fueron,
estadísticamente, mejores que los del Servicio de Salud.
Seis semanas después del tratamiento ella logró exámenes de control satisfactorios
de todos sus pacientes, sin excepción. Se trata de saber si el progreso debe significar
independencia progresiva o progresiva dependencia.
La posibilidad de confiar la atención médica a no especializados va en contra de
nuestra concepción del mayor bienestar, debido a la organización establecida por la
medicina. Concebida como una empresa industrial, está en manos de productores
(médicos, hospitales, laboratorios, farmacéuticos) que estimulan la difusión de
procedimientos avanzados, costosos y complicados, reduciendo así al enfermo y a sus
cercanos al estatus de clientes dóciles. Organizada como sistema de distribución
social de beneficencia, la medicina incita a la población a luchar por unos siempre
crecientes cuidados dispensados por profesionales en materia de higiene, de
anestesia o de asistencia a los moribundos. Antaño el deseo de justicia distributiva se
basaba en la confianza en la autonomía. Actualmente, congelada en el monopolio de
una jerarquía monolítica, la medicina protege sus fronteras impulsando la formación
de una valla de para-profesionales a cuyos subtratamientos se somete al enfermo, que
antes los recibía de sus allegados. Con esto la organización médica protege su
monopolio ortodoxo contra la competencia desleal de toda curación obtenida por
medios heterodoxos. En realidad, cualquiera puede cuidar de su prójimo y en este
campo no todo es necesariamente materia de enseñanza. En una sociedad en que
cualquiera podría y debería cuidar de su prójimo, simplemente unos serían más
expertos que otros. En una sociedad en que se naciera y muriera en casa, o en que el
lisiado y el idiota no fueran desterrados de la plaza pública, en que se supiera
distinguir la vocación médica de la profesión de plomero, se encontrarían personas
para ayudar a los demás a vivir, a sufrir y a morir.
La complicidad evidente entre el profesional y su cliente no basta para explicar la
resistencia del público a la idea de desprofesionalizar la atención. En la raíz de la
impotencia del hombre industrializado se encuentra la otra función de la medicina
actual, que sirve de ritual para conjurar la muerte. El paciente se confía al médico, no
sólo a causa de su padecimiento, sino por miedo a la muerte, para protegerse de ella.
La identificación de toda enfermedad con una amenaza de muerte es de origen
bastante reciente. Al perder la diferenciación entre el alivio de una enfermedad
curable y la preparación para aceptar un mal incurable, el médico moderno ha
perdido el derecho de sus predecesores a distinguirse claramente del brujo y del
charlatán; y su cliente ha perdido la capacidad de distinguir entre el alivio del
sufrimiento y el recurso al conjuro. Con la celebración del ritual médico, el médico
encubre la divergencia entre el hecho que profesa y la realidad que crea, entre la
lucha contra el sufrimiento y la muerte por una parte, y el retardo de la muerte a
costa de sufrimientos prolongados, por otra. La entereza de asistirse a sí mismo la
tiene únicamente el hombre que tiene la entereza de enfrentarse a la muerte.
2.11.2 El sistema de transportes
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A comienzos de la década del treinta, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, México
fue dotado de un sistema moderno de transportes. En pocos años, las cuatro quintas
partes de la población percibieron las ventajas del transporte motorizado. Las
poblaciones principales fueron unidas por caminos o trochas. Camiones sólidos,
sencillos y duraderos, hacían el trayecto a una velocidad inferior a treinta kilómetros
por hora. Los pasajeros se apretaban en los bancos clavados al piso, mientras los
equipajes y las mercancías iban atrás o sobre el techo.
En distancias cortas, el camión no aventajaba a la gente habituada a caminar llevando
pesadas cargas, pero daba a todos la posibilidad de recorrer distancias largas. El
hombre ya no arrastraba su cerdo al mercado, lo llevaba consigo en el camión.
Cualquiera, en México, podía ir a cualquier punto del país en unos cuantos días.
A partir de 1945, cada año es mayor el gasto para el sistema vial. Se construyeron
autopistas entre algunos centros importantes. Frágiles automóviles ruedan sobre
carreteras bien asfaltadas. Los vehículos pesados van de una fábrica a la obra. Los
viejos camiones para todo terreno y para todo uso han sido desplazados a las
montañas. En la mayoría de los Estados, el campesino debe tomar un autobús para ir
al mercado a comprar productos industrializados, pero le es imposible cargar en el
vehículo a su cerdo, y se ve obligado a venderlo al comprador ambulante. Sin
embargo, contribuye a financiar la construcción de carreteras que aprovechan los
detentadores de diversos monopolios especializados. Está obligado a hacerlo, bajo el
supuesto de que, en última instancia, también él será beneficiario del progreso.
A cambio de un trayecto ocasional sobre el asiento tapizado de un autobús con aire
acondicionado, el hombre medio ha perdido mucho de la movilidad que le garantizaba
el sistema antiguo, sin que por ello haya ganado en libertad. Un estudio hecho en dos
de los grandes estados típicos de México —uno desértico, el otro montañoso y
tropical— confirma lo que decimos. Menos del uno por ciento de la población de esos
dos estados ha recorrido en 1970 más de veinte kilómetros en menos de una hora. Un
sistema de bicicletas o de carretas, motorizadas quizás, hubiera representado para el
99% de la población una solución técnicamente mucho más eficaz que la tan
cacareada red de carreteras. Esta clase de vehículos pueden construirse y
mantenerse a costos relativamente bajos, y podrían moverse por redes viales
análogas a las del Imperio Inca.
El argumento en favor de la producción masiva de automóviles y de carreteras es que
ellas son condición del desarrollo, que sin ellas una región queda desconectada del
mercado mundial. Queda por ver si la integración al mercado monetario, que en
nuestros días es un símbolo luminoso, es realmente la meta del desarrollo.
Desde hace algunos años se empieza a admitir que los automóviles, en la forma en
que se utilizan, no son eficaces. Se atribuye esta falta de eficiencia al hecho de que
los vehículos se han concebido para la propiedad privada y no para el bien público. En
realidad, el sistema moderno de transportes no es eficiente porque todo incremento
en velocidad se asimila a un progreso en la circulación. Al igual que el imperativo de
mayor bienestar a toda costa, la carrera por la velocidad es una forma de desorden
mental. En el país capitalista el viaje largo es una cuestión de dinero. En el país
socialista, es una cuestión de poder. La velocidad es un nuevo factor de estratificación
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social en las sociedades supereficientes.
La intoxicación por la velocidad es un buen campo para el control social de las
condiciones del desarrollo. En Estados Unidos, la industria de los transportes, en
todas sus formas, devora el 23% del presupuesto total de la nación, consume el 35%
de la energía y, al mismo tiempo, es la fuente principal de contaminación y la razón
más poderosa del endeudamiento de las familias. Esta misma industria con frecuencia
consume una fracción aún mayor del presupuesto anual de las municipalidades
latinoamericanas. Y lo que en las estadísticas aparece bajo la rúbrica ‘desarrollo’, es
en realidad el vehículo motorizado del médico o del político. Cuesta más caro al
conjunto de la población que a los egipcios la construcción de la pirámide de Keops.
Tailandia, por ejemplo, es célebre en la historia por su sistema de canales, los klongs.
Estos canales cubrían con su red todo el país. Garantizaban la circulación de los
hombres, del arroz y de los impuestos. Ciertos poblados quedaban aislados durante la
temporada seca, pero el ritmo estacional de la vida hacía de este aislamiento
periódico ocasión para la meditación y las celebraciones. Un pueblo que se concede
largas vacaciones y las llena de actividades, ciertamente no es un pueblo pobre.
Durante los últimos cinco años, los canales más importantes han sido rellenados y
transformados en carreteras. A los conductores de autobús se les paga por kilómetro,
y los vehículos aún son poco numerosos. Asimismo, en un corto plazo, los tailandeses
probablemente batirán los records mundiales de velocidad en autobús. Pero habrán
de pagar cara la destrucción de las milenarias vías acuáticas. Los economistas dicen
que el autobús y los automóviles inyectan dinero a la economía. Esto es cierto, ¿pero
a qué precio? ¿Cuántas familias van a perder su ancestral embarcación y, con ella, la
libertad? Jamás los automovilistas hubieran podido competir con ellas si el Banco
Mundial no les hubiera pagado las carreteras y si el gobierno tailandés no hubiera
promulgado nuevas leyes que autorizaran la profanación de los canales.
2.11.3 La industria de la construcción
El Derecho y las Finanzas están detrás de la industria de la construcción, dándole
poder para sustraer al hombre la facultad de construir su propia casa. Últimamente,
en más de un país de América Latina se han lanzado programas destinados a dar a
cada trabajador ‘un alojamiento decente’. Al principio se establecieron nuevas normas
para la construcción de unidades habitacionales. Éstas estaban destinadas a proteger
al adquisidor de los abusos de la industria de la construcción. Pero, paradójicamente,
estas mismas normas han privado a un número mayor de gente de la posibilidad
tradicional de construirse su casa.
Este nuevo código habitacional dicta condiciones mínimas que un trabajador, al
construirse su casa en el tiempo libre, no puede satisfacer. Aún más, el solo alquiler
de una vivienda cualquiera construida industrialmente sobrepasa el ingreso del
ochenta por ciento de la población. Este ‘alojamiento decente’, como se dice, no
puede ser ocupado más que por gente acomodada o por aquellos a quienes la ley
concede una subvención para vivienda.
Los alojamientos que no satisfacen las normas industriales se declaran peligrosos e
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insalubres. Se rehúsa ayuda pública a la aplastante mayoría de la población que no
tiene medios para comprar una casa, pero que bien podría construirla. Los fondos
públicos destinados al mejoramiento de las condiciones habitacionales en las
barriadas pobres se destinan a la construcción de poblaciones nuevas cercanas a las
capitales provinciales y regionales, en donde podrán vivir los funcionarios, los obreros
sindicados y los que tienen conexiones. Toda esa gente es empleada del sector
moderno de la economía, tiene trabajo. Se les puede clasificar entre los que hablan de
su trabajo en sustantivo. Los que no trabajan o que trabajan de cuando en cuando, y
los que apenas alcanzan el nivel de subsistencia, utilizan la forma verbal cuando, por
casualidad, les es posible trabajar.
Sólo las personas que tienen trabajo reciben subvenciones para construir su casa;
además, todos los servicios públicos están organizados para hacerles la vida grata. En
las grandes ciudades de América Latina, el diez por ciento de la población consume
alrededor del cincuenta por ciento del agua potable. La mayoría de esas ciudades
están en los altiplanos, donde el agua es muy escasa. El código de urbanismo impone
normas mucho más bajas que las de los países ricos, pero, al prescribir cómo se
deben construir las casas, crea un ambiente de escasez de alojamientos.
La pretensión de una sociedad de ofrecer cada vez mejores viviendas sufre de la
misma aberración que la de los médicos al pretender cada vez mayor bienestar, o la
de los ingenieros al producir cada vez más velocidad. En lo abstracto se fijan fines
imposibles de alcanzar, y en seguida se sustituyen los medios por los fines.
Lo que ha sucedido en toda la América Latina en los años sesenta, incluyendo a Cuba,
también ha sucedido en Massachusetts. En 1945, la tercera parte de las familias
habitaba una casa que era enteramente obra de sus ocupantes, o había sido
construida según sus planos y bajo su dirección. En 1970, la proporción de esas casas
no representaba más que el once por ciento del total. Entretanto, el alojamiento se
había convertido en el problema número uno. Aunque gracias a las nuevas
herramientas y a los materiales disponibles, construir una casa se ha hecho más fácil
en la actualidad, son las instituciones sociales —reglamentos, sindicatos, cláusulas
hipotecarias— las que se oponen a ello.
La mayoría de la gente no se siente realmente en su casa, sino cuando una parte
significativa del valor de ella es fruto de su propia labor. Una política convivencial se
ocuparía primero de definir lo que es imposible que alguien obtenga por sí mismo,
cuando se construye su casa. En consecuencia, aseguraría a cada uno el acceso a un
mínimo de espacio, de agua, de elementos prefabricados de herramientas
convivenciales, desde el barreno hasta el montacargas y, probablemente, también el
acceso a un mínimo crédito.
Semejante inversión de la política actual daría a una sociedad posindustrial moradas
modernas tan atractivas para sus miembros como lo fueron, para los antiguos mayas,
las casas que aún son la regla en Yucatán.
Hoy día, la asistencia, los transportes, la vivienda, son concebidos como el resultado
necesario de una acción que exige la intervención profesional.
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Esta intervención se concreta por la suma de quanta sucesivas, siendo el quantum la
unidad mínima de medida. Tres años de escuela tienen peores efectos que la falta de
escolarización: hacen del niño que la abandona un fracasado. Lo que es válido para la
escuela lo es también para la medicina, los transportes, la vivienda, la agricultura o la
justicia. Los transportes motorizados no son rentables sino a partir de cierta
velocidad. La acción de la justicia no es rentable más que cuando la importancia del
daño sufrido justifica el costo de la acción judicial. Sembrar nuevas especies no es
rentable más que cuando el granjero dispone de suficiente tierra y capital. Es fatal
que los instrumentos asombrosos, concebidos para obtener fines sociales definidos en
abstracto, provean productos inaccesibles, por quanta, a la mayoría de la gente. Por
lo demás, esos instrumentos están integrados. Es la misma minoría la que utiliza la
escuela, el avión, el teletipo y el aire acondicionado. La productividad exige recurrir a
quanta ya diseñados de valores definidos por las instituciones, y una gestión
productiva exige que un mismo individuo tenga a la vez acceso a todos esos lotes bien
condicionados. La demanda de cada producto específico es regulada por la ley de un
medio instrumentado, que concurre a mantener las circunstancias producidas por las
otras profesiones. La gente que vive entre su automóvil y su apartamento en un
rascacielos, debe poder terminar su existencia en el hospital. Por definición, todos
esos bienes son escasos y cada vez se vuelven más escasos, a medida que las
profesiones se especializan y elevan el nivel de normas que las rigen. De allí que todo
nuevo quantum lanzado al mercado frustra a más gente de la que satisface.
Las estadísticas que demuestran el crecimiento del producto y el elevado consumo
per cápita de quanta especializados encubren la amplitud de los costos invisibles.
La gente es mejor educada, mejor atendida, mejor transportada, mejor divertida y con
frecuencia mejor alimentada, bajo la sola condición de que, por unidad de medida de
eso mejor, acepte dócilmente los objetivos fijados por los expertos. La posibilidad de
establecer una sociedad convivencial depende de que se reconozca el carácter
destructor del imperialismo político, económico y técnico. Es más importante para
una sociedad posindustrial fijar criterios para la concepción de la instrumentación —y
límites a su desarrollo— que establecer objetivos de producción, como es el caso
actualmente. Instituyendo el desarrollo obligatorio y sistemático de la producción,
nuestra generación amenaza la supervivencia de la humanidad. Para traducir a la
práctica la posibilidad teórica de un modo de vida posindustrial y convivencial,
necesitamos señalar los umbrales a partir de los cuales la institución produce
frustración, y los límites a partir de los cuales las herramientas ejercen un efecto
destructor sobre la sociedad en su totalidad.
3 El equilibrio múltiple
Abierto, el equilibrio humano es susceptible de modificarse en función de parámetros
flexibles pero finitos: si los hombres pueden cambiar, lo hacen en el interior de ciertos
límites. A la inversa, la dinámica del sistema industrial produce su propia
inestabilidad: está organizada con miras a un crecimiento indefinido y para la
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creación ilimitada de necesidades nuevas que pronto se hacen coercitivas dentro del
cuadro industrial. El modo industrial de producción, una vez establecido como
dominante, aportará este o aquel bien de consumo, pero no pondrá límite a la
industrialización de los valores. Semejante proceso de crecimiento pone al hombre
una exigencia fuera de lugar: encontrar satisfacción en la sumisión a la lógica de la
herramienta. Ahora bien, la estructura de la fuerza productiva moldea las relaciones
sociales.
La exigencia que la herramienta pone al hombre es cada vez más costosa —es el costo
del ajuste del hombre al servicio de su herramienta, reflejado por el crecimiento del
sector terciario en el producto global—. Cada vez hay mayor necesidad de manipular
al hombre para vencer la resistencia de su equilibrio vital a la dinámica industrial; y
esto toma la forma de múltiples terapias pedagógicas, médicas y administrativas. La
educación produce consumidores competitivos, la medicina los mantiene con vida en
el ambiente instrumentado que se les ha hecho indispensable, y la burocracia refleja
la necesidad de que el cuerpo social ejerza su control sobre los individuos dedicados a
un trabajo insensato. Que los seguros, la policía y el ejército hagan subir el costo de la
defensa de los nuevos privilegios, refleja la situación inherente a una sociedad de
consumo: es inevitable que comporte dos tipos de esclavos, aquellos que están
intoxicados, y aquellos que ambicionan estarlo, los iniciados y los neófitos.
Es hora de centrar el debate político sobre las formas en que la estructura de la
fuerza productiva amenaza al hombre. Semejante debate será soslayado por los que
se empeñan en prescribir paliativos, encubriendo así la causa profunda del bloqueo
de los sistemas de salud, transportes, educación y vivienda, bloqueo que alcanza a las
mismas instancias jurídica y política. La crisis ecológica se trata superficialmente,
cuando no se subraya lo siguiente: la instalación de dispositivos anticontaminantes no
tendrá efecto sino yendo acompañada de la disminución de la producción global. De
otra manera, con esas medidas no se hará otra cosa que pasarles los desechos a
nuestros vecinos, reservarlos a nuestros hijos o vaciarlos sobre el Tercer Mundo.
Estrangular la contaminación creada localmente por una gran industria exige
inversiones en material y en energía que recrean, en otra parte, el mismo daño a
escala mayor. Si se imponen dispositivos anticontaminantes no se logra más que
aumentar el costo unitario de producción. Ciertamente, se conserva un poco de aire
respirable para la colectividad, puesto que menos gente puede darse el lujo de
conducir un automóvil, dormir en una casa climatizada o tomar el avión para ir de
pesca el fin de semana; en lugar de degradar el medio físico, se acentúan las brechas
sociales. La estructura de las fuerzas de producción amenaza a las relaciones sociales
más directamente que al funcionamiento biológico. Pasar del carbón al átomo es
pasar del smog de hoy a altos niveles de radiación mañana. Los norteamericanos, al
transportar sus refinerías a ultramar, en donde el control de la contaminación es
menos severo, se protegen contra los olores desagradables (aunque no así a los
subdesarrollados), y se reservan la fetidez para Venezuela, sin disminuir el
envenenamiento del planeta.
El crecimiento desmesurado de la herramienta amenaza a las personas en forma
radicalmente nueva y, al mismo tiempo, análoga a las formas clásicas de perjuicio y
daño. La amenaza es nueva, en el sentido de que el verdugo y las víctimas se
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confunden en la dualidad operadores/clientes de instrumentos inexorablemente
destructores. En este juego algunos salen ganando, pero todo el mundo, finalmente
pierde.
Señalaré cinco amenazas que entraña para la población mundial el desarrollo
industrial avanzado:
El supercrecimiento amenaza el derecho del hombre a arraigarse en el medio
con el cual ha evolucionado.
1.
2. La industrialización amenaza el derecho del hombre a la autonomía en la acción.
La sobreprogramación del hombre relacionada con su nuevo medio amenaza su
creatividad.
3.
Por la complejidad que genera, el proceso de producción amenaza el derecho del
hombre a la palabra, es decir, a la política.
4.
El fortalecimiento de los mecanismos de obsolescencia amenaza el derecho del
hombre a su tradición, su recurso al precedente por medio del lenguaje, el mito y
el ritual.
5.
Voy a describir estas cinco amenazas, a la vez distintas e interrelacionadas, regidas
por una mortal inversión de los medios en fines. La frustración profunda engendrada
por vía de la satisfacción obligatoria e instrumentada, constituye una sexta amenaza,
que no es la menos sutil, pero que no podría situarse en ninguna violación
determinada de un derecho ya definido. La clasificación que utilizo tiene por objeto
hacer reconocible el daño (la nueva amenaza) en terminología tradicional.
Una herramienta anónima aplicada a salvar la parte dañada, infecta la herida: he aquí
un hecho nuevo; por lo mismo, el mal que amenaza a todos no es nuevo. Esta primera
clasificación de los perjuicios sufridos puede servir de base para acciones legales
cuando las personas lesionadas por el funcionamiento de las herramientas quieran
hacer valer su derecho. La explicación de estas teorías de daños puede servir para
reconquistar principios de procedimiento político-jurídico con los cuales la gente
puede descubrir, acusar y corregir el desequilibrio actual del complejo institucional
de la industria. Yo postulo que los principios subyacentes a todo procedimiento son
tres, y se aplican en el orden moral, político y jurídico:
a
Un conflicto planteado por una persona es legítimo.
b
Las decisiones que han sido incorporadas formalmente en la tradición de una
sociedad y representan desde entonces una realidad histórica, pasan por delante
de los procesos actuales de decisión.
c
El recurso al pueblo, a un consejo de pares, sella las decisiones comunitarias.
Invertir de raíz el funcionamiento de nuestras instituciones más importantes, he ahí
una revolución de una profundidad bien distinta que el asalto al haber o al poder, que
la entrega al público de títulos de propiedad, como se nos propone. No se puede
contemplar ni emprender semejante revolución más que llegando a reconquistar —y a
ponerse de acuerdo sobre— una estructura formal de procedimiento. Antes de entrar
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a precisar el único procedimiento político capaz de salvaguardar el equilibrio
humano, conviene centrar el análisis sobre cada una de las dimensiones en donde se
presenta la amenaza.
3.1 La degradación del medio ambiente
La importancia del equilibrio entre el hombre y la biosfera es algo reconocido, y
repentinamente ha comenzado a preocupar a mucha gente. La degradación del medio
ambiente es dramática y espectacular. Durante años, en México, la circulación de
automóviles ha aumentado con regularidad, bajo un cielo azul. Y luego, de golpe, el
smog se ha extendido, se ha vuelto peor que en Los Angeles. Venenos de un poder
desconocido son inyectados en nuestro bio-sistema. No hay medio de eliminarlos, ni
de saber cuánto necesitarán aumentar para reducir el planeta, repentinamente, a una
cosa muerta, como ha sucedido ya con el lago de Erie o el lago Baikal. La
antropogénesis es evolución dentro de un nicho cósmico. La Tierra es nuestra morada
y he aquí que el hombre la amenaza.
Generalmente se considera que el crecimiento demográfico, la sobreabundancia y la
perversión de la herramienta, son las tres fuerzas que se conjugan para poner en
peligro el equilibrio ecológico. Paul Ehrlich subraya el hecho de que si, honestamente,
se quiere controlar la explosión demográfica y estabilizar el consumo, está uno
expuesto a ser tratado de «antipoblación y antipobre». Insiste: «medidas impopulares,
que límiten a la vez los nacimientos y el consumo, son la única esperanza que tiene la
humanidad de evitar una miseria sin precedente». Ehrlich, seguido por otros
defensores del crecimiento cero de la población, quiere conjugar el control de los
nacimientos y la eficiencia industrial. Por su parte, Barry Commoner pone el acento
sobre el hecho de que la perversión de la herramienta, tercera incógnita de la
ecuación, es la principal responsable de la reciente degradación del medio ambiente.
Él se expone a la crítica de ser un demagogo rompe-máquinas. Commoner, al igual
que muchos otros ecólogos, quiere reinstrumentar la industria, más bien que invertir,
de raíz, la estructura de base de la herramienta.
La fascinación provocada por la crisis ecológica ha limitado la discusión sobre la
supervivencia a la consideración de un solo equilibrio, el amenazado por el
instrumento contaminante. Pero este debate sigue siendo unidimensional y, por lo
tanto, sin objeto, aun si se hace intervenir en él a tres variables, cada una de ellas
tendiente a alterar el equilibrio entre el hombre y su medio ambiente. El crecimiento
demográfico hace depender a mayor número de gente de recursos limitados, la
sobreabundancia obliga a cada uno a depender más de la energía, y la herramienta
destructora degrada esta energía sin beneficio.
Si se consideran estas tres fuerzas como únicas amenazas y la biosfera como el objeto
amenazado, dos cuestiones merecen solamente ser discutidas:
[a] ¿Qué factor (o qué fuerza) ha degradado más los recursos genéticos, y cuál
representa la amenaza mayor para el futuro próximo?
1.
[b] ¿Qué fa 2. ctor, en la medida en que sea reducible o invertible, requiere mayor
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atención de parte nuestra?
Unos dicen que es más fácil ocuparse de la población, otros que es más cómodo
reducir la producción que genera la entropía. La honestidad nos obliga a todos a
reconocer la necesidad de una limitación de la procreación, del consumo y del
despilfarro, pero importa más abandonar la ilusión de que las máquinas pueden
trabajar por nosotros, o de que los terapeutas pueden capacitarnos para servirnos de
ellas. La única solución a la crisis ecológica consiste en que la gente comprenda que
sería más feliz si pudiera trabajar junta y prestarse asistencia mutuamente. Una
inversión tal de la manera de ver las cosas reclama osadía intelectual. En efecto, se
expone a una crítica que, por poco ilustrada, no por eso es menos dolorosa: no sólo
será tratado de «antipueblo» y ‘antipobres’, sino también de oscurantista opuesto a la
escuela, al saber y al progreso. El desequilibrio ecológico es un recargo que se
conjuga con otros para operar, cada uno dentro de una dimensión particular, la
distorsión del equilibrio vital. Más adelante indicaré cómo, dentro de esta
perspectiva, la superpoblación es el resultado de un desequilibrio de la educación,
que la sobreabundancia proviene de la monopolización industrial de los valores
personales, que la perversión de la herramienta es efecto ineluctable de la inversión
de los medios en fines.
El debate unidimensional que sostienen los poseedores de diversos remedios
milagrosos, que conjugan el desarrollo industrial con la supervivencia en equidad, no
puede más que alimentar la ilusoria esperanza de que, en alguna forma, la acción
humana, convenientemente instrumentada, responderá a las exigencias del mundo
concebido como Totalidad-Herramienta. Una supervivencia garantizada
burocráticamente en estas condiciones significaría la expansión de la
industrialización del sector terciario hasta el punto de que la orientación de la
evolución mundial sería identificada con un sistema de producción y de reproducción
centralmente planificado.
Según los partidarios de esta solución —espíritus apegados a la instrumentación—, la
conservación del medio físico podrá convertirse en la preocupación primordial del
leviatán burocrático puesto al mando regulador de los niveles de reproducción, de
demanda, de producción y de consumo. Semejante respuesta tecnocrática al
crecimiento demográfico, a la contaminación y a la sobreabundancia, no puede
basarse más que en un desarrollo creciente de la industrialización de los valores.
La creencia en la posibilidad de semejante desarrollo se basa ella misma en un
postulado erróneo, a saber: «Los logros históricos de la ciencia y la tecnología han
hecho posible el desplazamiento de los valores, su materialización en tareas técnicas.
A partir de entonces, el problema candente es el de la redefinición de los valores en
términos técnicos, como elementos de un proceso tecnológico. Técnicos, los nuevos
fines serían operantes no solamente en el uso, sino fuera del proyecto y de la
construcción de la instrumentación.»(MARCUSE, 1964).
El restablecimiento de un equilibrio ecológico depende de la capacidad del cuerpo
social para reaccionar contra la progresiva materialización de los valores, en su
transformación en áreas técnicas. Al desatender esto, el hombre se encontrará
cercado por los productos de su instrumentación, encerrado bajo siete llaves.
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Rodeado por un medio físico, social y psíquico que él se habrá forjado, se encontrará
prisionero de su cápsula-instrumento, incapaz de volver a encontrar el antiguo medio
ambiente con el cual se había formado. El equilibrio ecológico no se restablecerá si no
reconocemos que únicamente la persona tiene fines, y que sólo puede trabajar para
realizarlos.
3.2 El monopolio radical
Las herramientas supereficientes pueden destruir el equilibrio entre el hombre y la
naturaleza y destruir el medio ambiente. Pero las herramientas pueden ser
supereficientes de una manera totalmente distinta: pueden alterar la relación entre lo
que la gente necesita hacer por sí misma y lo que obtiene de la industria. Dentro de
esta segunda dimensión, una producción supereficiente produce un monopolio
radical.
Por monopolio radical entiendo yo un tipo de dominación por un producto, más allá de
lo que así se denomina habitualmente. En general, por monopolio se entiende el
control exclusivo, por una firma, de los medios de producción o de venta de un bien o
de un servicio. Se dirá que Coca-Cola tiene el monopolio de las bebidas suaves en
Nicaragua, por ser el único fabricante de este tipo de bebidas que dispone de los
medios modernos de publicidad. Nestlé impone su marca de chocolate al controlar el
mercado de la materia prima; un fabricante de automóviles, al controlar las
importaciones extranjeras; una cadena de televisión, obteniendo una licencia de
exclusividad. Hace un siglo que los monopolios de este estilo han sido reconocidos
como subproductos peligrosos del crecimiento industrial, habiéndose establecido
dispositivos legales de control de muy poco resultado. Normalmente la legislación
opuesta al establecimiento de monopolios ha intentado evitar que con ellos se
imponga un límite al desarrollo; en ello nada tenía que ver la preocupación de
proteger al individuo.
Este primer tipo de monopolio reduce la elección que se le ofrece al consumidor,
incluso le obliga a comprar un producto en el mercado, pero raras veces limita su
libertad. Un hombre sediento puede desear una bebida no alcohólica, fresca y
gaseosa, y verse limitado en la elección por haber una sola marca, pero queda libre
de apagar su sed bebiendo cerveza o agua. Sólo cuando su sed se traduce, sin otra
posibilidad, en la necesidad apremiante de comprar obligadamente una botella de
determinada bebida, se establece el monopolio radical. Yo entiendo por este término,
más que la dominación de una marca, la de un tipo de producto. En ese caso un
proceso de producción industrial ejerce un control exclusivo sobre la satisfacción de
una necesidad apremiante excluyendo en ese sentido todo recurso a las actividades
no industriales.
Es así como los transportes pueden ejercer el monopolio de la circulación. Los
automóviles pueden moldear una ciudad a su imagen, eliminando prácticamente el
desplazamiento a pie o en bicicleta, como sucede en Los Angeles. La construcción de
carreteras para autobuses puede liquidar la circulación fluvial, como en Tailandia.
Cuando el automóvil hace puramente nominal el derecho a caminar —no se trata ya
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de que haya en circulación más Chevrolets que Peugeots—, se da el monopolio
radical. Que la gente se vea obligada a hacerse transportar y se vuelva impotente
para circular sin motor, eso es monopolio radical. Lo que los transportes motorizados
producen en la gente en virtud de ese monopolio radical es totalmente distinto e
independiente de lo que hacen al quemar gasolina que podría ser transformada en
alimentos para un mundo superpoblado. También es distinto del homicidio
automovilístico. Ciertamente, los automóviles queman gasolina en holocausto.
Ciertamente son costosos. Ciertamente, los norteamericanos celebraron la
cienmilésima víctima del automóvil desde 1908. Pero el monopolio radical establecido
por el vehículo de motor tiene su propia forma de destruir. Los autos crean las
distancias, y la velocidad, bajo todas sus formas, estrangula el espacio. Se abren
autopistas a través de regiones superpobladas, luego se extorsiona a la gente un
peaje para ‘autorizarles’ a franquear las distancias que el sistema de transporte
exige. Este monopolio de los transportes, como una bestia monstruosa, devora el
espacio. Aunque los aviones y los autobuses funcionaran como servicio público, sin
contaminar el aire y el silencio, y sin agotar los recursos de energía, su velocidad
inhumana no degradaría menos la movilidad natural del hombre, obligándole siempre
a dedicar más tiempo a la circulación mecánica. La escuela también puede ejercer un
monopolio radical sobre el saber al redefinirlo como educación.
Mientras que la gente acepte la definición de la realidad que le da el maestro, los
autodidactos llevarán la etiqueta oficial de ‘no educados’. La medicina moderna, por
su parte, priva a los que sufren de los cuidados que no están bajo prescripción
médica. Hay monopolio radical cuando la herramienta programada despoja al
individuo de su posibilidad de hacer. Esta dominación de la herramienta instaura el
consumo obligatorio y con ello limita la autonomía de la persona. Es un tipo particular
de control social reforzado por el consumo obligatorio de una producción en masa
que sólo las grandes industrias pueden garantizar.
El hecho de que las empresas organizadas de pompas fúnebres lleguen a controlar los
entierros demuestra cómo funciona un monopolio radical y en qué difiere de otras
formas de comportamiento cultural. En México, apenas hace una generación, cavar la
fosa y bendecir el cadáver eran las dos únicas funciones practicadas por especialistas:
el sepulturero y el sacerdote. Una muerte en familia creaba obligaciones sociales, de
las que se hacían cargo los parientes cercanos. El velorio, las exequias y la comida
tenían por función armonizar disputas, dar rienda suelta al dolor, celebrar la vida y la
fatalidad de la muerte. La mayoría de los usos, en esa oportunidad, eran de
naturaleza ritual, objeto de reglas precisas que diferían de una región a otra. Luego
se instalaron las empresas de pompas fúnebres en todas las grandes ciudades. Al
principio les fue difícil encontrar clientes, porque la gente aún sabía enterrar a sus
muertos. En los años sesenta, estas empresas adquirieron el control de nuevos
cementerios y comenzaron a ofrecer servicio completo, incluyendo el ataúd, la
ceremonia y el embalsamamiento del difunto. Ahora se ha promulgado una ley que
establece, como obligatorio, recurrir a los buenos oficios de los sepultureros.
Mientras tenga el control del cadáver, el patrón de pompas fúnebres tendrá el
monopolio radical del entierro, así como la medicina está a punto de tomar el de la
muerte.
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La reciente controversia sobre los servicios médicos en Estados Unidos echa una luz
brutal sobre la fortaleza que representa un monopolio radical. En la discusión, cada
partido político hace del servicio a la enfermedad un problema candente y, por ese
hecho, relega el servicio de la salud a un campo donde la política tiene poco que
decir. Cada partido promete más dinero a los médicos, a los hospitales y a los
farmacéuticos. Con estas promesas no se beneficia la gran masa, pero contribuyen a
acrecentar el poder, detentado por una minoría de especialistas, de determinar las
herramientas de que ha de servirse el hombre para conservar la salud, cuidar la
enfermedad y combatir la muerte. Más dinero revalidará el embargo que ejerce la
industria de la salud sobre los fondos públicos, aumentando su prestigio y su poder
arbitrario. Puesto en manos de una minoría, semejante poder aumentará el
sufrimiento humano y disminuirá la iniciativa de la persona. Se destinará más dinero
a las herramientas que no hacen más que retardar una muerte segura, y a servicios
que mutilan aún más los derechos elementales de aquellos que quieren cuidarse unos
a otros. Más dinero gastado bajo el control de especialistas de la salud significa más
gente condicionada en forma operacional para jugar el papel del enfermo, papel que
ni siquiera tienen el derecho a jugar cuando les da la gana. Una vez que se acepta
este papel, sus necesidades más simples no se pueden satisfacer sin pasar por
servicios que, por definición, son profesionales, y, por tanto, sometidos a la escasez.
Los hombres disponen de la capacidad innata de cuidarse, reconfortarse, desplazarse,
adquirir conocimientos, construir sus moradas y enterrar a sus muertos. Cada uno de
estos poderes responde a una necesidad.
Los medios para satisfacer estas necesidades no faltan: mientras los hombres sigan
dependiendo de lo que puedan hacer por y para sí mismos, el recurso a los
profesionales será marginal. Estas actividades tienen un valor de uso y no han sido
afectadas por el valor de cambio. Su ejercicio no se considera un trabajo.
Estas satisfacciones elementales se ratifican cuando el medio ambiente social ha sido
transformado de tal suerte que las necesidades primordiales ya no pueden ser
satisfechas fuera del comercio. Y un monopolio radical se establece cuando la gente
abandona su capacidad innata de hacer lo que puede por sí misma y por los demás, a
cambio de algo ‘mejor’ que sólo puede producir para ellos una herramienta
dominante. El monopolio radical refleja la industrialización de los valores. La
respuesta personal la sustituye por el objeto estandarizado; crea nuevas formas de
escasez y un nuevo instrumento de medida y, por lo tanto, de clasificación del nivel de
consumo. Esta reclasificación provoca el alza en el costo unitario de la prestación del
servicio, modula la distribución de privilegios, limita el acceso a los recursos, e instala
a la gente dentro de la dependencia. Es necesario establecer una defensa contra el
monopolio radical. Es necesario defender a la gente contra la muerte y la sepultura
estandarizadas, contra el consumo que les es impuesto por el interés de la libre
empresa de los médicos y los sepultureros, o por el gobierno en nombre de la higiene.
Esta defensa la necesitan, aun cuando la mayoría de ellos son ya tributarios de los
servicios especializados. Si no se reconoce la necesidad de una defensa contra el
monopolio radical, éste reforzará y afinará su instrumentación, hasta conducir a que
el umbral humano de resistencia a la inacción y a la pasividad sea traspuesto.
No siempre es fácil determinar lo que constituye el consumo obligatorio. El monopolio
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escolar no se basa primordialmente sobre una ley que sancione a los padres o a sus
hijos por la deserción escolar.
No es que no existan leyes semejantes, pero la escuela se apoya en otra táctica: la
segregación de los no escolarizados, la centralización de la instrumentación del saber
bajo el control de los maestros, el tratamiento social privilegiado de los estudiantes.
Si bien es importante defenderse contra las leyes que hacen obligatorias la
educación, o la vacunación o la prolongación de la vida humana, esto no basta. Los
procedimientos que actualmente permiten protegerse contra la privación de un bien o
de un derecho deben extenderse al caso de que las partes amenazadas quieran
defenderse de la obligación de consumir, y esto independientemente del tipo del
consumo de que se trate. No se puede fijar por adelantado el umbral de
intolerabilidad de un monopolio radical, pero se puede anticipar su amenaza. La
legislación que define la naturaleza precisa del monopolio considerada como
intolerable debe ser fruto de un proceso político.
Es tan difícil defenderse contra la generalización del monopolio, como contra la
extensión de la contaminación. La gente se enfrenta con mayor facilidad a un peligro
que amenaza sus intereses privados que a uno que amenaza al cuerpo social en
general. Tiene muchos más enemigos confesos el automóvil que el manejarlo. Los
mismos que se oponen a los automóviles, porque contaminan el aire, el silencio y
monopolizan la circulación, conducen el suyo y juzgan que su capacidad de
contaminación es desestimable, y de ninguna manera tienen la sensación de alienar
su libertad cuando van al volante. La defensa contra el monopolio es aún más difícil si
se toman en cuenta los siguientes factores: por una parte la sociedad está ya plagada
de autopistas, escuelas y hospitales; por otra la capacidad innata de que dispone el
hombre para ejercer actos independientes está paralizada desde hace tiempo hasta
parecer atrofiada; finalmente, las soluciones que ofrecen otra posibilidad, por ser
simples, en apariencia quedan fuera del alcance de la imaginación.
Es difícil desembarazarse del monopolio cuando éste ha congelado la forma del
mundo físico, anquilosado el comportamiento y mutilado la imaginación. Cuando se
descubre el monopolio radical, casi siempre ya es demasiado tarde.
Un monopolio comercial se rompe a costa de la minoría que de él se beneficia, es
decir, a costa de aquellos que habitualmente se las arreglan para escapar a los
controles. Puesto que la colectividad soporta el costo del monopolio radical, éste no
podrá romperse si esta misma colectividad no toma conciencia de que le iría mejor
financiando la destrucción del monopolio, en vez de su perpetuación. Y no aceptará el
pago de este precio si no pone en la balanza, de un lado las promesas de una sociedad
convivencial y del otro los espejismos de una sociedad de progresos. La gente elegirá
la bicicleta cuando haya calculado bien el precio que paga por los vehículos rápidos.
Nadie aceptará pagar si confunde la convivencialidad con la indigencia. Ciertos
síntomas del monopolio radical comienzan a apuntar en la conciencia social, y sobre
todo éste: aun en los países superdesarrollados, cualquiera que sea su régimen
político, la tasa de crecimiento de la frustración excede grandemente a la de la
producción. Ciertamente, las políticas de acomodo de la frustración fácilmente
distraen la atención de la índole profunda del monopolio. Pero cada éxito superficial,
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que corrige distorsiones y diluye la crítica en reformas vagas, arraiga más
sólidamente el monopolio a que nos referimos.
El primer paliativo es la defensa del consumidor. El consumidor no puede pasarse sin
un automóvil. Compra ésta o aquella marca. Descubre que la mayoría de los
automóviles son peligrosos, no importa a qué velocidad. Entonces se organiza con
otros consumidores para obtener automóviles más seguros, de mejor calidad y más
duraderos.
La victoria del consumidor es una victoria pírrica: se gana otra vez la confianza en los
vehículos superpotentes (públicos o privados), lo que significa más dependencia
colectiva hacia ellos y siempre más frustración para los que andan a pie porque
tienen que hacerlo, o porque así lo quieren.
Que los consumidores ‘enganchados’ a un producto se organicen para defenderse
tiene como efecto inmediato aumentar la calidad de la droga suministrada y la
potencia del proveedor y, en última instancia, puede llevar al desarrollo a encontrar
sus propios límites: es posible que los automóviles lleguen a ser algún día demasiado
costosos para la compra y los medicamentos demasiado violentos para los ensayos. Es
exacerbando las contradicciones inherentes a tal proceso de industrialización de los
valores como las mayorías pueden, por sí mismas, llegar a tomar plena conciencia de
estas contradicciones. Es posible que el consumidor sagaz, que elige sus compras,
llegue a descubrir que está mejor servido arreglándoselas por sí solo.
El segundo paliativo, que tiende a igualar la tasa de crecimiento de la producción, es
el de la frustración y la planificación. La ilusión imperante es que los planificadores,
animados de ideales socialistas, pueden de alguna manera crear una sociedad
socialista en donde los trabajadores industriales representarán la mayoría. Quienes
sostienen esta idea desatienden el siguiente hecho: el margen de adaptación de
instrumentos anticonvivenciales (que manipulan a la persona) a una sociedad
socialista es extremadamente estrecho. El recurso a los transportes, a la educación o
la medicina, una vez que se establece su gratuidad, corre el riesgo de ser reforzado
por los guardianes del orden moral: se acusará al subconsumidor de sabotear el
esfuerzo nacional. En una economía de mercado, quien quiere cuidarse la gripe
quedándose en la cama es acusado por dejar de ganar.
En una sociedad que apela ‘al pueblo’ para alcanzar objetivos de producción
determinados desde arriba, el resistirse a consumir la medicina se asimila a una
profesión de inmoralidad pública. La defensa contra el monopolio radical es posible
bajo una condición: que se obtenga, en el plano político, un acuerdo unánime sobre la
necesidad de poner término al crecimiento. Este consenso se sitúa en oposición
directa a la actitud subyacente en todas las oposiciones políticas, y que consiste en
reclamar más cosas útiles para más gente inútil.
El equilibrio entre el hombre y su medio, por una parte, y por otra, entre la
posibilidad de ejercer una actividad creativa y la suma de necesidades elementales a
satisfacer en esa forma, da un doble equilibrio que se aproxima actualmente al punto
de ruptura. Sin embargo, la gran mayoría no se siente preocupada. Debo explicar
aquí por qué esta gran mayoría es ciega o impotente ante el peligro. Creo que la
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ceguera se debe a un tercer equilibrio: el del saber; en cuanto a la importancia, es el
hecho de la perturbación de un cuarto equilibrio, que yo llamo equilibrio del poder.
3.3 La sobreprogramación
El equilibrio del saber es determinado por la relación de dos variables: por un lado, el
saber que proviene de las relaciones creativas entre el hombre y su medio; por otro,
el saber cosificado del hombre movido por su medio instrumentado. El primer saber
es efecto de los nudos de relaciones que se establecen espontáneamente entre las
personas, dentro del empleo de herramientas convivenciales. El segundo saber es el
resultado de un amansamiento intencional y programado.
El aprendizaje del lenguaje materno exime del primer saber, la ingestión de
matemáticas en la escuela exime del segundo. Nadie sensato irá a decir que hablar,
caminar u ocuparse de un niño sea resultado de una educación formal. Es distinto, de
ordinario, tratándose de las matemáticas, la danza clásica o la pintura. El equilibrio
del saber cambia, según el lugar y el tiempo. El rito es determinante: un musulmán
sabe un poco de árabe gracias a su oración. Esta adquisición del saber se opera por
interacción dentro del medio circunscrito por una tradición. De manera análoga los
campesinos transmiten el folklore de su tierra. Las clases y las castas multiplican las
oportunidades de aprender: el rico sabe comportarse en la mesa y sabe conversar
(subrayando además que ‘eso no se aprende’), el pobre sabrá sobrevivir dignamente
allí donde ninguna escuela ha enseñado a los ricos cómo hacerlo.
Primero es la estructura de la herramienta para la adquisición del primer saber:
mientras menos convivenciales son nuestras herramientas, más alimentan la
instrucción. En ciertas tribus de reducido tamaño y de gran cohesión, el saber es
compartido muy equitativamente entre la mayoría de sus miembros: cada uno sabe la
mayor parte de lo que todo el mundo sabe. Ulteriormente, en el proceso de
civilización, se introducen nuevas herramientas: más gente sabe más cosas, pero no
todos saben hacer todas las cosas igualmente bien. La maestría, en todo caso, no
implica todavía el monopolio de la comprensión: se puede tener la comprensión de lo
que hace el herrero sin ser herrero, no es necesario ser cocinero para saber cómo se
cocina. Este juego combinado de una información ampliamente extendida y de la
aptitud general de sacarle partido, caracteriza a una sociedad donde prevalece la
herramienta convivencial. Si la técnica del artesano puede ser comprendida al
observar el trabajo, los recursos complejos que maneja no pueden adquirirse más que
tras una larga operación disciplinada: el aprendizaje.
El saber global de una sociedad florece cuando al mismo tiempo se desarrolla el saber
adquirido espontáneamente y el saber recibido de un maestro; entonces el rigor y la
libertad se conjugan armoniosamente. La extensión del campo del equilibrio del saber
no puede llegar hasta el infinito; lleva en sí su propio límite. Este campo es
optimizable, no es indefinido. Primero, porque el tiempo de la vida de un hombre es
limitado. Segundo —y esto es inexorable— porque la especialización de la
herramienta y la división del trabajo están en interacción, y requieren, más allá de un
punto determinado, una superprogramación del operador y del cliente. La mayor
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parte del saber de cada uno es pues efecto de la voluntad y del poder de otro. La
cultura puede florecer en innumerables variedades, pero hay barreras materiales que
no puede bordear.
¿Dentro de qué ambiente nace el niño de las ciudades? Dentro de un conjunto
complejo de sistemas que significan una cosa para quienes los conciben y otra para
quienes los emplean. Colocado en contacto con miles de sistemas, colocado en sus
terminales, el hombre de las ciudades sabe servirse del teléfono y de la televisión,
pero no sabe cómo funcionan. La adquisición espontánea del saber está confinada a
los mecanismos de ajuste a un confort masificado. El hombre de las ciudades cada vez
tiene menos posibilidad de hacer las cosas a su antojo. Hacer la corte, la comida y el
amor se convierten en materia docente. Desviado por y hacia la educación, el
equilibrio del saber se degrada. La gente aprende lo que se le ha enseñado, pero ya
no sabe por sí misma. Siente la necesidad de ser educada. El saber es pues un bien, y
como todo bien puesto en el mercado, está sujeto a la escasez. Ocultar la naturaleza
de esta escasez, es la función bastante costosa de una educación multiforme. La
educación es la preparación programada para la ‘vida activa’, a través de la
ingurgitación (engullir, tragar) de instrucciones masivas y estandarizadas, producidas
por la escuela.
Pero la educación es también la ramificación continua sobre el flujo de las
informaciones mediatizadas sobre lo que pasa: es el ‘mensaje’ de cada bien
manufacturado. A veces el mensaje está escrito sobre el envoltorio, se lee por fuerza.
Si el producto es más elaborado, su forma, su color, las asociaciones provocadas,
dictan al usuario la forma de empleo. Particularmente, la educación es permanente,
como medicina de temporada, para el administrador, el policía y el obrero calificado,
periódicamente sobrepasados por las innovaciones de su ramo. Cuando la gente se
agota y debe volver sin cesar a los bancos de la escuela para recibir un baño de saber
y seguridad, cuando el analista debe ser reprogramado para cada nueva generación
de computadores, es que la educación realmente es un bien sujeto a la escasez. Es
entonces cuando la educación se convierte en la cuestión, más candente para la
sociedad y, al mismo tiempo, la más mistificante. En todas partes, la tasa de
crecimiento del costo de la formación es superior a la del producto global. Hay dos
interpretaciones posibles. Para una, la educación es un medio de alcanzar esos fines
económicos. Desde este punto de vista la inversión del saber del hombre se requiere
por la necesidad de elevar la productividad. La disparidad en las tasas de crecimiento
del sector terciario terapéutico significa que la producción global se acerca al
asíntoma. Para detener el peligro, es necesario encontrar el medio de aumentar la
relación costo/beneficio dentro de la ortopedia pedagógica. Las escuelas serán las
primeras afectadas en el proceso de racionalización de los mecanismos de
capitalización del saber. En mi opinión esto es una lástima. Por destructora e ineficaz
que sea la escuela, dado su carácter tradicional, asegura un mínimo de defensa al
niño. Los institutores transformados en ‘educadores’ y liberados de los obstáculos
inherentes al sistema escolar, podrían revelarse como ‘condicionadores’
horriblemente eficaces.
El punto de partida de la segunda interpretación es opuesto: el sector terciario, sin
que se le pueda asimilar sólo a la educación, es el producto social más precioso del
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crecimiento industrial. En ese sentido, la declinación de la utilidad marginal de la
educación no podrá justificar una limitación en su producción. Al contrario, la
sustitución de la demanda de bienes por la demanda de servicios, marca a la vez la
transición de una sociedad hacia una economía estable y un alza en la ‘calidad de la
vida’. Nueve sobre diez de las proposiciones adelantadas sobre lo que será el año
2000 describen, en su último capitulo, la felicidad como una avalancha de consumo
terciario. Estas dos interpretaciones desvían, ambas, el equilibrio del saber:
concurren en el desarrollo de las técnicas de manipulación educativa y hacen abortar
toda curiosidad personal. Considerar la educación como medio de producción o como
producto de lujo viene a ser lo mismo, desde el momento en que es demandada. En
los dos casos, el equilibrio del saber es desviado en favor de más enseñanza. Las dos
posiciones descansan sobre el mismo postulado con un carácter de fatalidad: el
mundo moderno es de tal manera artificial, alienado, hermético, que sobrepasa el
alcance de cualquier mortal y no puede ser conocido más que por los grandes
iniciados y sus discípulos.
Sustituir el despertar del saber por el de la educación es ahogar el poeta en el
hombre, es congelar su poder de dar sentido al mundo. Por poco que se le arranque
de la naturaleza, que se le prive del trabajo creativo, que se le mutile su curiosidad, el
hombre es desarraigado, maniatado, secado. Sobredeterminar el medio físico es
hacerlo fisiológicamente hostil. Ahogar al hombre en el bienestar es encadenarlo al
monopolio radical.
Desbaratar el equilibrio del saber es hacer del hombre una marioneta de sus
herramientas. Empantanado en su felicidad climatizada, el hombre es un gato
castrado: no le queda sino la rabia que le hace matar o matarse.
Siempre ha habido poetas y bufones para alzarse contra el aplastamiento del
pensamiento creativo por el dogma. Metaforizando, denuncian el literal vacío
cerebral. El humor apoya su demostración: lo serio es insensato. Ellos abren los ojos a
lo maravilloso, disuelven lo cierto, destierran el temor y desatan los cuerpos. El
profeta denuncia las creencias, desnuda las supersticiones, despierta a la gente, saca
afuera la fuerza y la llama. Las intimidaciones que lanzan la poesía, la intuición y la
teoría, al avance blindado del dogma sobre el espíritu, ¿serán capaces de lograr una
revolución del despertar? Esto no es imposible. Pero para que el equilibrio del saber
pueda ser restablecido, se precisa que el Estado y la Iglesia sean separados, que la
burocracia del bienestar y la burocracia de la verdad sean divididas, que la acción
política y el saber obligatorio sean diferenciados. Las palabras poéticas no harán
estallar la sociedad sino metiéndose en el molde del proceso político.
El Derecho ya ha servido para desvincular de las leyes la ideología. El Derecho que ha
defendido ya al cuerpo social contra las pretensiones exageradas de sus clérigos,
puede hacerlo ahora contra las de sus educadores. No es mucho lo que dista la
obligación de ir a la escuela de la de ir a la iglesia. Un día, el Derecho podrá realizar
la separación de la educación y de la política, y convertirla en principio constitutivo
de la sociedad. Pero ya desde ahora, el Derecho puede servir para combatir la
proliferación del sector terciario y su empleo en la reproducción de una sociedad de
clases.
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Comprender verdaderamente el alza del costo de la educación supone conocer las dos
fases del problema: primero la herramienta no convivencial tiene efectos educativos
que alcanzan un umbral de intolerabilidad; segundo, una educación no
instrumentalizada convivencialmente no es económicamente viable.
El primer punto nos abre a la necesidad de una transición hacia una sociedad donde
el trabajo, la recreación y la política, favorecieran el aprendizaje, una sociedad que
funcionara con menos educación formal. El segundo nos abre la posibilidad de poner
en vigor soluciones educativas que facilitaran una adquisición espontánea del saber y
confinaran la enseñanza programada a casos limitados y claramente específicos. Para
vencer la crisis de comunicación hay que subrayar la distorsión paralela que existe en
la instrumentación de la energía y de la información.
En toda la superficie del planeta, el instrumento altamente capitalizado requiere de
un hombre atiborrado de conocimientos almacenados. Después de la Segunda Guerra
Mundial, la racionalización de la producción ha penetrado en las regiones llamadas
retrasadas y las metástasis industriales ejercen sobre la escuela una intensa demanda
de personal programado. La proliferación del bienestar exige el condicionamiento
apropiado para vivir en él. Lo que la gente aprende en las escuelas que se multiplican
en Malasia o en Brasil es, ante todo, a medir el tiempo con el reloj del programador,
estimar el adelanto con los anteojos del burócrata, apreciar el consumo creciente con
el corazón del comerciante, y considerar la razón del trabajo con los ojos del
responsable sindical. Esto no es el maestro quien se lo enseña, sino el recorrido
programado, producido y, al mismo tiempo, obliterado por la estructura escolar. Lo
que enseña el maestro no tiene ninguna importancia, desde el momento en que los
niños deben pasarse centenares de horas reunidos en clases por edades, entrar en la
rutina del programa (o curriculum), y recibir un diploma en función de su capacidad
de someterse a él.
¿Qué se aprende en la escuela? Se aprende que mientras más horas se pasen en ella,
más vale uno en el mercado. Se aprende a valorar el consumo escalonado de
programas. Se aprende que todo lo que produce una institución dominante vale y
cuesta caro, aun lo que no se ve, como la educación y la salud. Se aprende a valorar la
promoción jerárquica, la sumisión y la pasividad, y hasta la desviación tipo, que el
maestro interpretará como síntoma de creatividad. Se aprende a solicitar sin
indisciplina los favores del burócrata que preside las sesiones cotidianas: profesor en
la escuela, patrón en la fábrica. Se aprende a definirse como detentador de un lote de
conocimientos en la especialización en que ha invertido su tiempo. Se aprende,
finalmente, a aceptar sin rebelarse su lugar dentro de la sociedad, es decir la clase y
la carrera precisas que corresponden respectivamente al nivel y al campo de
especialización escolares.
Las reglas de contratación en las industrias incipientes en los países pobres son tales
que solamente los escolarizados ocupan las escasas plazas, por ser los únicos que en
la escuela han aprendido a callarse. Estos puestos en la cadena son definidos como
los más productivos, los mejor pagados, de manera que el acceso a los productos
industriales es reservado a los escolarizados y prohibido a los no-escolarizados.
Fabricados por la máquina, los zapatos, las bolsas, la ropa, los alimentos congelados y
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las bebidas gaseosas desplazan en el mercado a los bienes equivalentes, que eran
producidos convivencialmente. La escuela sirve a la industrialización justificando en
el Tercer Mundo la existencia de dos sectores, el del mercado y el de la subsistencia:
el de la pobreza modernizada y el de una nueva miseria de los pobres. A medida y
conforme la producción se concentra y se capitaliza, la escuela pública, para
continuar en su papel de pantalla, cuesta más cara a los que asisten a ella, pero,
sobre todo, hace pagar la cuenta a los que no asisten.
La educación no se convierte en necesidad sólo para diplomar a la gente, para
seleccionar a aquellos a quienes se les da trabajo, sino también para controlar a los
otros que acceden al consumo. Es el mismo crecimiento industrial el que conduce a la
educación a ejercer el control social indispensable para un uso eficiente de los
productos. La industria de la vivienda en los países de América Latina es un buen
ejemplo de las disfunciones educativas producidas por los arquitectos. En estos países
las grandes ciudades están rodeadas de vastas zonas, favelas, bamadas o poblaciones,
donde la gente levanta ella misma sus moradas. No costaría caro prefabricar
elementos para viviendas y construcciones de servicios comunes fáciles de ubicar. La
gente podría construirse moradas más duraderas, más confortables y salubres, al
mismo tiempo que aprendería el empleo de nuevos materiales y de nuevos sistemas.
En vez de ello, en vez de estimular la aptitud innata de las personas para moldear su
propio ambiente, los gobiernos encajan en esas barriadas servicios comunes
concebidos para una población instalada en casas de tipo moderno. Por su sola
presencia, la escuela nueva, la carretera asfaltada y los puestos de policía en acero y
vidrio, definen el edificio construido por los especialistas como modelo, y, de esa
manera, imprimen a la vivienda que se construya uno mismo el sello de la barriada,
reduciéndola a ser nada más que una choza. Semejante definición es implantada por
la ley; niega el permiso de construir a la gente que no puede presentar un plano
firmado por un arquitecto. Y es así como se priva a la gente de su aptitud natural de
invertir su tiempo personal en la creación de valores de uso, y se les obliga a un
trabajo asalariado: podrán entonces cambiar sus salarios contra el espacio
industrialmente condicionado.
Y aquí también se les priva de la posibilidad de aprender construyendo.
La sociedad industrial exige que unos sean programados para conducir camiones,
otros para construir casas. Y a otros más hay que enseñarles a vivir en los grandes
complejos habitacionales. Maestros de escuela, trabajadores sociales y policías
trabajan mano a mano para mantener a individuos subpagados o semidesocupados,
en casas que no pueden construir por sí mismos ni modificar. Así la suma
economizada en la construcción de conjuntos habitacionales populares aumenta el
costo de mantenimiento del inmueble y exige invertir un múltiplo del ahorro
conseguido en gastos terciarios para instruir, animar, promover; es decir, para
controlar, conformar y condicionar al locatario dócil. Para hacinar más gente sobre
menos terreno, Brasil y Venezuela han hecho el experimento de construir grandes
inmuebles. Primero fue necesario que la policía evacuara a la gente de sus tugurios y
los reinstalara en los apartamentos. En seguida los trabajadores sociales se
enfrentaron a la ruda tarea de socializar a inquilinos insuficientemente escolarizados
para comprender por sí mismos que no se crían marranos negros en los balcones de
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un onceavo piso, y que no se siembran frijoles en la tina del baño.
En Nueva York, la gente que no tiene doce años de escolaridad es considerada
impedida: se convierte en inempleable y es controlada por trabajadores sociales que
deciden cómo va a vivir. El monopolio radical de la herramienta supereficiente
extorsiona del cuerpo social un creciente y costoso condicionamiento de sus clientes.
Los automóviles producidos por Ford requieren, para ser reparados, mecánicos
reinstruidos por la misma compañía. Los autores del ‘milagro verde’ sacan semillas de
alto rendimiento que puede usar sólo una minoría que dispone del doble abono, del
químico y del educador.
Más salud, más velocidad o más cosechas significa individuos más receptivos, más
pasivos, más disciplinados. Las escuelas productoras de control social, al tomar por
su cuenta la mayor parte del costo de esas conquistas dudosas, lo encubren con ese
mismo hecho. Al ceder a las presiones ejercidas sobre ella, en nombre del control
social, la escuela alcanza y sobrepasa su segundo umbral critico. Los planificadores
fabrican programas más variados y más complejos, cuya utilidad marginal declina por
ese mismo hecho.
Mientras la escuela ensancha el campo de sus pretensiones, otros servicios descubren
su misión educadora. La prensa, la radio y la televisión ya no son únicamente medios
de comunicación, desde el momento en que se les pone conscientemente al servicio
de la integración social. Los semanarios que conocen la expansión, al llenarse de
informaciones estereotipadas, se convierten en productos terminados, entregando
completamente empaquetada una información filtrada, aséptica, predigerida. Esta
‘mejor’ información suplanta la antigua discusión del foro; so pretexto de informar,
suscita un apetito dócil de alimentos ya preparados y mata la capacidad natural de
seleccionar, dominar, organizar la información. Se ofrecen al público algunas estrellas
o algunos especialistas vulgarizados por el embalador del saber, se confina la voz de
los lectores a la correspondencia o a las encuestas que ellos envían dócilmente. La
producción industrial y la comercialización masiva del saber cierran a la gente el
acceso a herramientas para compartir el saber. Es el caso del libro. El libro es
resultado de dos grandes invenciones: el alfabeto y la imprenta. La técnica del
alfabeto y la de la imprenta son casi idealmente convivenciales. Todo el mundo, o casi
todo el mundo, puede aprender su manejo y utilizarlos para sus propios fines.
Son técnicas poco costosas. Se las toma o se las deja, como se quiera. Son difíciles de
controlar por terceros. Así, el gobierno soviético parece impotente para impedir el
Samtzdat, esa edición y circulación clandestina de manuscritos.
Al parecer, el alfabeto y la imprenta arrancan la custodia de la palabra a la empresa
exclusiva del escriba. Gracias al alfabeto, el comerciante rompe el monopolio ejercido
por los sacerdotes sobre el jeroglífico. Con el papel y el lápiz, y más tarde con la
máquina de escribir y los medios modernos de reproducción, aparece un abanico de
técnicas nuevas que, en sí mismas, inician una era de comunicación no especializada,
verdaderamente convivencial para la conservación, reproducción y difusión de la
palabra. Con la película y la cinta magnética aparecen nuevos sistemas de
comunicación convivencial. Sin embargo, el privilegio acordado a las instituciones con
estructuras manipuladoras ha puesto estas herramientas al servicio de una enseñanza
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aún más unívoca y monologada. La escuela amaestra al alumno para que se sirva de
textos continuamente revisados. Difunde la ilusión de que sólo el escolarizado sabe
leer, y refuerza la tendencia a no publicar más que sus obras. Produce consumidores
de información y lectores de noticias técnicas. Las estadísticas dicen que los
estudiantes leen menos libros no especializados desde que empieza a irles bien en sus
exámenes. Cada vez hay más libros escritos para los especialistas educados, pero los
diplomados cada vez leen menos por su cuenta. Cada vez la gente pasa más tiempo
aprisionada en el programa definido por los nuevos directores de estudios: el editor,
el productor y el programador. Es la misma gente que cada semana espera con avidez
la salida de revistas como Selecciones.
Las propias bibliotecas han sido puestas al servicio de un mundo escolarizado. A
medida y conforme las van ‘mejorando’, el libro es colocado siempre más lejos del
alcance del lector.
Primero era el bibliotecario quien se interponía entre el libro y el lector, ahora el
computador reemplaza al bibliotecario. Al colocar esos libros, almacenados en
inmensos silos, a la disposición de un computador, el funcionamiento de la biblioteca
pública de la ciudad de Nueva York se ha hecho tan costoso que ya no abre sus
puertas más que de las diez a las dieciocho horas en días hábiles y el sábado sólo las
entreabre. Esto significa que los libros se han convertido en instrumentos
especializados de investigadores a quienes una beca libere de la escuela y del trabajo.
En realidad, una biblioteca es un modelo de herramienta convivencial, un sitio que
ofrece libre acceso y no hace obedecer a programas rígidos, un sitio donde se toma o
se deja lo que se quiere, fuera de toda censura. Sobre este modelo, se pueden
extender y se pueden organizar discotecas, filmotecas, fonotecas y videotecas
públicas, donde la gente tendría ciertamente acceso a herramientas de producción.
Dentro de estructuras análogas a la biblioteca, no sería difícil poner a disposición del
público las herramientas, bien simples, que han hecho posible la mayoría de los
adelantos científicos del siglo pasado.
Los instrumentos de manipulación de los que se sirve la enseñanza hacen subir el
precio del saber. Se plantea la pregunta de qué es lo que la gente debe aprender, y, en
seguida, se invierte en un instrumento para enseñárselo. Valdría la pena aprender a
preguntar primero cuáles son los tipos de herramientas que la gente desea, si quiere
ir al encuentro del otro, de lo desconocido, del extranjero, del pasado. Los maestros
de oficio se ríen de la idea de que las personas puedan sacar mayor ventaja del libre
acceso a las herramientas del saber que de su enseñanza. Con frecuencia apoyan su
escepticismo poniendo como ejemplo la decadencia de las bibliotecas públicas.
No pueden ver que si éstas son poco frecuentadas es precisamente porque, en su
gran mayoría, han sido organizadas como formidables instalaciones de enseñanza, y
que se mantienen desiertas precisamente porque la gente ha sido amaestrada para
reclamar instrucción. Ahora bien, los hombres no tienen necesidad de más enseñanza.
Sólo necesitan aprender ciertas cosas. Hay que enseñarles a renunciar, cosa que no
se aprende en la escuela, aprender a vivir dentro de ciertos límites, como exige, por
ejemplo, la necesidad de responder a la situación de la natalidad. La supervivencia
humana depende de la capacidad de los hombres para aprender muy pronto y por sí
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mismos lo que no pueden hacer. Los hombres deben aprender a controlar su
reproducción, su consumo y el uso de las cosas. Es imposible educar a la gente para
la pobreza voluntaria, lo mismo que el dominio de sí mismo no puede ser el resultado
de una manipulación. Es imposible enseñar la renuncia gozosa y equilibrada en un
mundo totalmente estructurado para producir siempre más, y mantener la ilusión de
que esto cuesta cada vez menos.
Es necesario que cada uno aprenda el porqué y el cómo de la contracepción. La razón
es clara: el hombre ha evolucionado sobre una parcela del cosmos; confinado por los
recursos de la ecosfera, su universo no puede admitir más que un número limitado de
ocupantes. Por la técnica, ha modificado las características de su nicho ecológico. La
ecosfera puede actualmente acoger más gente, cada vez menos adaptada vitalmente a
su ambiente, cada vez pudiendo disponer de menos espacio, de menos capacidad, de
menos tradición. La tentativa de fabricar un medio ambiente mejor se ha revelado tan
presuntuosa como la de mejorar la salud, la educación o la comunicación. El resultado
es que ahora hay más gente que se siente cada vez menos a gusto. Los nuevos
instrumentos, que han favorecido el crecimiento de la población, no pueden asegurar
su supervivencia.
La colocación de instrumentos aún más potentes, aumenta con más rapidez el número
de frustrados que la cifra total de la población. En un mercado atestado, la falta se
acentúa, y exige siempre mayor programación de la clientela.
Toda planificación es garantizada por un factor clave, a saber, el control del número
de gentes para las cuales se planifica. Pero, hasta el presente, toda planificación de la
población ha fracasado: la gente no limita su reproducción sino por propia decisión.
La paradoja es que el hombre opone máxima resistencia a la enseñanza que más
necesita. Todo programa de control de la natalidad fundado sobre el modelo industrial
fracasará ahí donde han fracasado la escuela y el hospital. Al principio, tendrá
atractivo; más tarde vendrá la escalada del aborto y de la esterilización; finalmente,
será el mazazo cerebral para perpetrar genocidios, paupericidios y otros megacidios.
Sin la práctica de una contracepción voluntaria y eficaz, la humanidad será aplastada
por su número, antes de ser aplastada por la potencia de su propia instrumentación.
Pero la generalización de la contracepción no puede en ningún caso ser resultado de
un instrumento milagroso. Una nueva práctica, opuesta a la presente, no puede
resultar más que de una relación nueva del hombre con su herramienta. El control de
la herramienta, al cual me refiero, exige la generalización de la contracepción. Pero la
contracepción demanda, para ser eficaz, la generalización del estado mental
convivencial que acompaña al control de la herramienta en cuestión. Los sistemas
requeridos para controlar los nacimientos son el ejemplo-tipo de la herramienta
convivencial moderna. Integran los datos de la ciencia más avanzada con las
herramientas utilizables con un mínimo de buen sentido y de aprendizaje.
Estos sistemas ofrecen nuevos medios de ejercer las prácticas milenarias de
contracepción, de esterilización y de aborto. Por su bajo costo pueden llegar a ser
accesibles a todos. En su variedad convienen a las creencias, ocupaciones y
situaciones más diversas. Con toda evidencia, estas herramientas estructuran la
relación que cada uno sostiene con su cuerpo y con los demás.
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El control de los nacimientos es una empresa que debe realizarse dentro de un
horizonte temporal muy limitado. No puede darse sino de una manera convivencial.
Es un contrasentido querer obligar al uso de la herramienta convivencial a la gente
que, en lo demás, continúa estando condicionada al solo consumo. Es absurdo pedir a
un campesino que se sirva del preservativo cuando se le enseña a depender del
médico para las inyecciones y las recetas, del juez para dirimir los litigios y del
maestro para la alfabetización. Es un contrasentido legislar en la actualidad sobre el
aborto como ‘acto médico’, cuando hoy es más simple que nunca reconocer el
comienzo de una gravidez o interrumpirla. También es utópico imaginar que los
médicos van a confiar las esterilizaciones a asistentes analfabetos formados para ello.
El día en que los interesados se den cuenta de que esta operación delicada puede ser
realizada igualmente, si no mejor, por un profano, siempre que disponga del cuidado y
habilidad que requiere una práctica ancestral como la de tejer, por ejemplo, se habrá
acabado el monopolio médico sobre operaciones poco costosas que pueden estar al
alcance del mayor número. A medida que las herramientas posindustrial es racionales
se extiendan, los tabúes del especialista seguirán a la instrumentación industrial en
su caída como la siguieron en su gloria. La herramienta simple, pobre, transparente,
es un servidor humilde; la herramienta elaborada, compleja, secreta, es un amo
arrogante.
3.4 La polarización
La industrialización multiplica la gente y las cosas. Los subprivilegiados crecen en
número, en tanto que los privilegiados consumen siempre más. En consecuencia, el
hambre crece entre los pobres y el temor entre los ricos. Llevado por el hambre y el
sentimiento de impotencia, el pobre reclama una industrialización acelerada; impelido
por el miedo y el deseo de proteger su mayor bienestar, el rico se embarca en una
protección cada vez más explosiva y blindada. Mientras que el poder se polariza, la
insatisfacción se generaliza. La posibilidad que se nos presenta de crear más felicidad
para todo el mundo, con menos abundancia, queda relegada al punto amarillo de
visión social.
Esta ceguera es el hecho del desequilibrio en la balanza del saber. Los intoxicados por
la educación resultan buenos consumidores y buenos usuarios. Consideran su
crecimiento personal bajo la forma de una acumulación de bienes y de servicios
producidos por la industria. Antes que hacer las cosas por sí mismos, prefieren
recibirlas embaladas por la institución. Rechazan su capacidad innata de captar lo
real. El desequilibrio del balance del saber explica cómo el despliegue del monopolio
radical de bienes y servicios es casi imperceptible para el usuario. Pero no nos dice
por qué éste se siente hasta tal punto impotente para modificar las disfunciones en la
medida en que las percibe.
Es allí donde interviene el efecto de un cuarto tipo de trastorno: la polarización
creciente del poder. Bajo el empuje de la mega-máquina en expansión, el poder de
decisión sobre el destino de todos se concentra en las manos de algunos. Y, dentro de
este frenesí de crecimiento, las innovaciones que mejoran la suerte de la minoría
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privilegiada crecen aún más rápidamente que el producto global.
Un alza del tres por ciento del nivel de vida norteamericano cuesta veinticinco veces
más caro que un alza igual en la India. La India, sin embargo, es más poblada y
prolífica que América del Norte. La condición del pobre puede mejorarse, siempre
que el rico consuma menos, mientras que la condición del rico no puede mejorar sino
a costa de la expoliación mortal del pobre. El rico pretende que al explotar al pobre le
enriquece, puesto que, en última instancia crea la abundancia para todos. Las élites
de los países pobres difunden esta fábula.
El rico se enriquecerá y despojará más al pobre en el decenio que viene. El hecho de
que el mercado internacional les suministre trigo impondrá a los países pobres la
construcción de redes de transporte y de distribución a un precio social que, de
hecho, hubiera bastado para transformar la agricultura local. Pero la angustia que
nos oprime no debe, bajo ningún precio, impedirnos comprender bien la estructura
del reparto del poder, pues ésta es la cuarta dimensión por donde el sobrecrecimiento
ejerce sus efectos destructores. La industrialización sin freno fabrica la pobreza
moderna. Es cierto que los pobres con ello disponen de un poco más de dinero, pero
pueden hacer menos con sus pocos pesos. La modernización de la pobreza camina de
la mano con la concentración del poder: es necesario comprender bien, o no se
percibirá la naturaleza profunda de la polarización.
La pobreza se moderniza: su umbral monetario se eleva porque nuevos productos
industriales se presentan como bienes de primera necesidad, manteniéndose
totalmente fuera del alcance económico de la gran mayoría. En el Tercer Mundo, el
granjero pobre es expulsado de sus tierras por la revolución verde. Gana más como
asalariado agrícola, pero sus hijos no comen como antes. El ciudadano
norteamericano que gana diez veces más que el asalariado agrícola es, también,
desesperadamente pobre. Los dos pagan cada vez más cara la creciente falta de
bienestar.
De manera complementaria, el distanciamiento entre ricos y pobres se acentúa,
porque el control de la producción se centraliza con miras a producir siempre más
para mayor número. Mientras que el alza de los umbrales de la pobreza es efecto de
la estructura del producto industrial, el crecimiento del distanciamiento entre
inermes y poderosos es consecuencia de la estructura de la herramienta. Quienes
quieran resolver el primer aspecto del problema sin poner atención en el segundo, no
hacen más que reemplazar la falta de cosas por la falta de voces. La redistribución del
producto no es el remedio para la polarización del control.
El impuesto es un paliativo a los efectos superficiales de la concentración industrial
del poder. El impuesto sobre la renta encuentra su complemento en los sistemas de
seguridad social, de asignaciones y de distribución equitativa del bienestar. Incluso es
posible que, más allá de un cierto umbral, se estatice el capital, o bien se decida
reducir el abanico de los salarios. Pero este tipo de control de la renta privada no
puede ser eficaz sino con un control paralelo del consumo, de los privilegios del
individuo en razón de su función de productor. El control de la renta privada no tiene
ningún efecto igualitario sobre los privilegios que realmente cuentan en una sociedad
donde el trabajo es promovido a primer plano y la vida doméstica relegada al
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segundo. Mientras que los trabajadores sean clasificados en función del grado de
capitalización de la fuerza de trabajo de cada uno, la minoría que detenta existencias
de saber de alto precio se arroga regularmente todos los privilegios que permiten
ganar tiempos. La concentración de privilegios entre las manos de unos cuantos es
inherente a la productividad industrial.
Hace apenas un siglo, nadie hubiera podido imaginar la concentración de poder y de
energía que hoy nos parece normal. En una sociedad moderna, la energía
industrializada excede considerablemente a la energía metabólica global, es decir, la
energía de la cual dispone el cuerpo humano para realizar tareas. La relación entre
energía mecánica y energía humana disponible es de quince a uno en China y de
trescientos a uno en Estados Unidos. Y los recursos eléctricos concentran más
eficazmente el control de la energía y el ejercicio del poder que el látigo en las viejas
civilizaciones. La distribución social del control del consumo de energía ha sido
modificada en forma radical. El funcionamiento y, aun más, los lineamientos de la
infraestructura energética de una sociedad moderna imponen la ideología del grupo
dominante, con una fuerza y una penetración inconcebibles para el sacerdote del
antiguo Egipto, o para el banquero del siglo XVII. En tanto que instrumento de
dominación, la moneda pierde su valor en beneficio del carburante. Si el capital es lo
que suministra la energía del cambio, la inflación energética ha reducido a la mayoría
a la indigencia. A medida y conforme el instrumento se infla, el número de operadores
potenciales disminuye. A medida que el instrumento se hace más eficiente, el
operador emplea más bienes y servicios costosos. En los países que se industrializan,
en la obra el ingeniero es el único que tiene aire acondicionado en su barraca. Su
tiempo es tan precioso que toma el avión para dirigirse a la capital, y sus decisiones
son tan importantes que las comunica por un transmisor de radio de onda corta. El
ingeniero ha ganado sus privilegios acaparando los fondos públicos para obtener sus
diplomas. El albañil indígena no puede evaluar la situación relativamente privilegiada
de su contramaestre, pero los ayudantes técnicos y los dibujantes, que han sido
escolarizados, pero no diplomados, sienten inmediatamente en forma más aguda el
calor del campamento y la lejanía de su familia. Se ven relativamente empobrecidos
por toda la eficiencia suplementaria ganada por su patrón.
Nunca antes la herramienta había sido tan poderosa. Y jamás había llegado a ser
acaparada hasta ese punto por una élite. El derecho divino robaba menos en favor de
los reyes de antaño de lo que el crecimiento de los servicios, al socaire del interés
superior de la producción, roba hoy a los cuadros populares. Los soviéticos justifican
los transportes supersónicos diciendo que ahorran tiempo a sus sabios. Los
transportes a gran velocidad, las redes de telecomunicación, los cuidados médicos
especializados, la asistencia ilimitada de la burocracia se presentan como
necesidades para sacar el máximo de los individuos que han sido objeto de un
máximum de capitalización.
La sociedad de la mega-herramienta depende para sobrevivir de múltiples sistemas
que impiden a un gran número de gente hacer valer su palabra. Este último privilegio
se reserva a los individuos reconocidos como los más productivos. Normalmente se
mide la productividad de un individuo por la inversión educativa de que ha sido
objeto, por la importancia del ritual de iniciación al que ha sido sometido. Mientras
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más grande es el montón de saber que ha sido inyectado a un individuo determinado,
más grande es el valor social atribuido a sus decisiones, y más legítima también es su
demanda de productos industriales avanzados.
Mientras se derrumba el poder fundado en el saber certificado en la escuela, formas
más antiguas de segregación vuelven al primer plano en la escena: la fuerza de
trabajo de un individuo vale menos cuando es negro, de sexo femenino, extranjero; no
piensa como se debe o no pasa ciertas ordalías. En la selección de una meritocracia,
el más mínimo rol de escuela abre la puerta a procedimientos de selección primitivos.
Así queda montado el tablado para la multiplicación de minorías y para el desarrollo
espectacular de sus reivindicaciones.
Cada uno que reclama su parte, expone inevitablemente a la minoría de la cual forma
parte a ser víctima de sus propios fines. Conforme van cubriendo instituciones más
escasas y más vastas, las jerarquías se elevan y se aglutinan. Un puesto en la
administración de una industria moderna es el más ambicionado y disputado producto
del crecimiento. Los otros, los que corren detrás en vano, y que son los más, se
reparten en una variedad de clases ‘inferiores’: los subeducados, las mujeres, los
homosexuales, los jóvenes, los viejos, etc. Cada día se inventa un nuevo tipo de
inferioridad. Los movimientos minoritarios, los de las mujeres, de los negros o de los
mal pensantes, logran, cuando mucho, obtener diplomas y carreras para algunos de
los miembros salidos de sus filas. Cantan victoria cuando logran que sea reconocido el
principio: «a igual trabajo, igual salario». Allí se asienta una paradoja: por una parte
esos movimientos fortalecen la creencia de que las necesidades de una sociedad
igualitaria no pueden ser satisfechas sin pasar por un trabajo especializado y por una
jerarquía burocratizada; por otra acumulan quanta fabulosos de frustración, que la
menor chispa hará explotar. Poco importa saber para qué fines específicos se
organizan las minorías, siempre que aspiren a un reparto equitativo del consumo, de
las buenas plazas o del poder formal para gobernar las herramientas ingobernables.
Cada vez que una minoría actúe con miras a obtener su parte en una sociedad de
crecimiento, no obtendrá para la mayoría de sus miembros más que un sentimiento
siempre más agudo de insatisfacción.
En cuanto a las oposiciones que quieren alcanzar el control de las instituciones
existentes, con ello les dan una legitimidad de un nuevo tipo, exacerbando al mismo
tiempo las contradicciones. Cambiar el equipo dirigente no es una revolución.
¿Qué significa el poder de los trabajadores, el poder negro, el poder de las mujeres o
el de los jóvenes si no es el poder de tomarse el poder establecido? Un poder tal es a
lo más el de dirigir mejor un crecimiento ya encaminado a proseguir su curso glorioso
por estas providenciales tomas del poder. La escuela, ya se enseñe en ella marxismo o
fascismo, reproduce una pirámide de clases de fracasados. El avión, aunque se le
conceda pasaje a un trabajador en ocasión de sus vacaciones, reproduce la jerarquía
social con una clase superior de gente cuyo tiempo se supone más precioso que el de
los demás. Entre los inevitables subproductos del crecimiento industrial se cuentan
las nuevas clases de subconsumidores y de subempleados. Las mujeres, los negros,
los hijos de los pobres se están organizando. La organización les hace tomar
conciencia de su condición común. Por el momento, las minorías organizadas
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reclaman el derecho a poseer, manteniendo así el statu quo. Exigir a trabajo igual,
igual salario es apoyar la idea de un trabajo desigual. El día que estas organizaciones
reclamen un derecho igual en el poder, podrán llegar a ser el pivote de la
reconstrucción social. La sociedad industrial no resistiría el asalto de un movimiento
vigoroso de mujeres que reclamaran, por ejemplo, un trabajo igual para todos, sin
distinción alguna. Todas las clases, todas las razas cuentan con mujeres. Ellas ejercen
la mayoría de sus actividades cotidianas en una forma no industrial. Las sociedades
industrializadas son viables precisamente porque cuentan con las mujeres para tareas
caseras que se escapan a la industrialización. Pero una sociedad regida por criterios
de eficiencia industrial degrada y devalúa el trabajo doméstico. En realidad, éste se
haría aún más inhumano al colocarlo en el molde industrial. Es más fácil imaginar al
norteamericano dejando de explotar la subindustrialización de América Latina que
cesando de destinar sus mujeres a los trabajos no industrializables.
La expansión de la industria se detendría si las mujeres nos obligaran a reconocer
que la sociedad deja de ser viable en cuanto un solo modo de producción ejerce su
dominio sobre el conjunto. Es urgente tomar conciencia de la pluralidad de los modos
de producción, cada uno válido y respetable, que una sociedad para ser viable debe
permitir que coexistan. Esta toma de conciencia nos haría los amos del crecimiento
industrial. Éste se detendría si las mujeres y las otras minorías alejadas del poder
exigiesen un trabajo igualmente creativo para todos, en vez de reclamar la igualdad
de derechos sobre la mega-instrumentación manipulada hasta ahora sólo por el
hombre. Sólo una estructura de producción que protege el reparto igual del poder
permite un goce igual del haber.
3.5 Lo obsoleto
[3]
La reconstrucción convivencial supone el desmantelamiento del actual monopolio de
la industria, no la supresión de toda producción industrial. Exige que sea reducida la
polarización social de la herramienta, a fin de que coexista una pluralidad dinámica
de estructuras complementarias en la fuerza productiva y que haya lugar para una
pluralidad de ambientes y de élites. Reclama la adopción de herramientas que pongan
en acción la energía del cuerpo humano, no la regresión hacia una explotación del
hombre. Exige la reducción considerable de la serie de tratamientos obligatorios,
pero no impide a nadie ser enseñado o asistido si así lo desea. Una sociedad
convivencial tampoco es una sociedad congelada. Su dinámica es función de la
amplitud en el reparto del control de la energía, es decir, del poder de operar un
cambio real. En el sistema actual de obsolescencia programada en gran escala,
algunos centros de decisión son los que imponen la innovación al conjunto de la
sociedad y privan a las comunidades de base para elegir su porvenir.
De hecho, es el instrumento el que impone la dirección y el ritmo de la innovación. Un
proceso ininterrumpido de reconstrucción convivencial es posible a condición de que
el cuerpo social proteja el poder de las personas y de las colectividades para
modificar y renovar sus estilos de vida, sus herramientas, su ambiente; dicho de otra
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forma, su poder para dar a la realidad un rostro nuevo. Dentro de esta amenaza
industrial al pasado y al futuro, a la tradición y a la utopía, reside la quinta dimensión
para salvaguardar el equilibrio. La polarización social, como se ha visto, resulta de
dos factores combinados: el alza del costo de los bienes y servicios producidos y
empaquetados por la industria, y la escasez creciente de los empleos considerados
como altamente productivos. Lo obsoleto, por su parte, produce la desvalorización.
Esta desvalorización no es el efecto de una tasa global de cambio, sino del cambio que
afecta a los productos que ejercen un monopolio radical. La polarización social es
determinada por el hecho siguiente: el costo de los bienes y servicios estandarizados
ha llegado a ser tal, que la mayoría de la gente no puede obtenerlos. Mientras más
aumenta su producción, más se iguala su distribución y más se excluye al consumidor
del control sobre lo que recibe. Lo obsoleto, por su parte, puede llegar a ser
intolerable, aun para quien no está eliminado del mercado. Obliga al consumidor a
desprenderse continuamente de aquello que ha sido forzado a desear, a pagar y a
instalar en su existencia. La necesidad artificial y la obsolescencia planificada, son
dos dimensiones distintas de la supereficiencia que apoya una sociedad donde la
jerarquía sedimenta el privilegio.
Nada importa que la usura forzada destruya viejos modelos o viejos sistemas. Ford
puede desembarazarse de un modelo viejo dejando de suministrar repuestos, y la
policía puede eliminar de la vía pública los automóviles antiguos por no responder a
las nuevas normas de seguridad.
Por falta de gasolina o por aspirar a la eficiencia, se podría reemplazar el automóvil
por el monorrail. La renovación está dentro de un modo de producción industrial y va
acompañada de una ideología de progreso. El producto no puede ser mejorado si la
mega-máquina no es reinstrumentada. Y para que esto ‘pague’ se deben crear
inmensos mercados en vistas al nuevo modelo. La mejor forma de abrir un mercado
es asimilando el producto nuevo a un importante privilegio. Si esto funciona, el
modelo antiguo se desvaloriza, y el consumidor se entrega a la ideología del
desarrollo ilimitado que afecta la ‘calidad’ mejorada del bien de consumo. Los
individuos, pero también los países, se clasifican socialmente según la antigüedad de
sus existencias en instrumentos y bienes. Algunos, los menos, pueden pagarse el lujo
de tener siempre el último modelo; otros siguen utilizando automóviles, máquinas
lavadoras y radios que tienen cinco o quince años, y probablemente pasan sus
vacaciones en hoteles también pasados de moda, es decir, sin categoría. El nivel de
obsolescencia de su consumo indica el sitio exacto que ocupan en la escala social.
La clasificación social de los individuos en función de la edad de los objetos que
utilizan no es manifestación sólo del capitalismo. Como sea que la economía se basa
en la producción y el empaquetamiento masivo de bienes y servicios sujetos a la
obsolescencia, únicamente algunos privilegiados tienen acceso a los productos de
última creación. Son únicamente algunas enfermeras las que asisten a los cursos de
anestesia más moderna y sólo algunos burócratas pueden correr o volar en el último
modelo de vehículos. Cada uno, dentro de la élite que se forma en el seno de la
minoría, reconoce y clasifica al otro según la edad de sus instrumentos, ya sea de su
material doméstico, ya del equipo de su oficina.
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La innovación cuesta cara; para justificar el gasto, los administradores deben probar
que es un factor de progreso. Para justificar este progreso, en una economía
planificada, el departamento de investigación y desarrollo recurre a la seudociencia;
en una economía de mercado, el departamento de ventas recurre al estudio del
mercado. En cualquier caso, la innovación periódica alimenta la misma creencia que
la ha engendrado, la ilusión de que lo nuevo es lo mejor. Esta creencia se ha
convertido en parte integrante de la mentalidad moderna. Se olvida únicamente que
cada vez que una sociedad industrial se alimenta de esta ilusión, cada nueva unidad
lanzada al mercado crea más necesidades de las que satisface. Si lo que es nuevo es
mejor, lo que es viejo no es tan bueno; la suerte de la humanidad, en su aplastante
mayoría, es entonces bastante mala. El modelo nuevo produce una nueva pobreza. El
consumidor, el usuario, se resiente duramente de la distancia que hay entre lo que
tiene y lo que sería mejor tener. Mide el valor de un producto por su novedad, y se
presta a una educación permanente en vista del consumo y del uso de la innovación.
Nada escapa a lo obsoleto, ni siquiera los conceptos. La lógica de ‘siempre mejor’
reemplaza la del bien la cambia por la del valor; este tema Illich lo desarrolla unos
años más tarde como elemento estructurante de la acción.
Una sociedad empeñada en la carrera hacia el mayor bienestar, siente como una
amenaza la mera idea de cualquier limitación del progreso. Entonces el individuo que
no cambia los objetos conoce el rencor del fracaso y quien los cambia descubre el
vértigo de la falta. Lo que tiene le repugna, lo que desea tener le enferma. El cambio
acelerado produce en él los mismos efectos que la habituación de una droga: ensaya,
comienza de nuevo, está atado, está enfermo, algo le falta. La dialéctica de la historia
se rompe.
La relación entre el presente y la tradición se desvanece; el lenguaje pierde sus
raíces; la memoria social se endurece; en el Derecho, el precedente pierde su
influencia. El acuerdo sobre la acción legal, social y política se orienta hacia la
alquimia del porvenir. Pero se nos objeta que al establecer cercos al crecimiento, al
producir una cantidad terminada y durable de bienes industrializados, se acaba con la
libertad de experimentar e innovar. Esta objeción se justificaría si aquí se tratara de
formular una nueva forma de economía del crecimiento. Actualmente, el último grito
de la moda es justamente una producción limpia y limitada de bienes, y un desarrollo
ilimitado de servicios. Pero no es eso lo que nos interesa, pues no hablamos del
porvenir de la sociedad industrial, sino de la transición a una sociedad que
diversifique los modos de producción. La limitación del producto industrial tiene para
nosotros la finalidad de liberar el porvenir, de abrir las acciones personales a la
sorpresa. Ahora bien, la innovación industrial es programada, grosera, reaccionaria.
La renovación de las herramientas convivenciales tendrá la espontaneidad de los
seres que las manejen. En la hora actual, el progreso del savoir-faire está trabado por
la asimilación de la investigación científica al desarrollo industrial. La mayoría de los
instrumentos de la investigación se reservan a los investigadores programados para
interpretar el mundo en términos de ganancias y poder, y la mayoría de los fines de la
investigación se determinan por móviles de poder y de eficiencia. La mayor parte del
costo de la investigación se debe a su carácter secreto, competitivo, impersonal. En
cambio, nada impide que la investigación convivencial sea también una investigación
fundamental. La investigación que se realiza por placer nos reserva, estoy seguro,
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más sorpresas que la del grano de arena que bloquea la gran máquina. La innovación
del saber, como la del poder, puede florecer únicamente donde esté protegida contra
la obsolescencia industrial.
Una sociedad congelada sería tan insoportable al hombre como la sociedad de la
aceleración: entre las dos se sitúa la sociedad de la innovación convivencial. El
cambio acelerado conduce al absurdo, a la administración de una sociedad regida por
el Derecho. La razón es que el Derecho se basa sobre el precedente. Más allá de un
cierto umbral de aceleración, ya no hay sitio para esta referencia al precedente, y, por
tanto, para el juicio. Al perder este recurso al Derecho, la sociedad queda condenada
a la educación. El ejercicio del control social, puesto al servicio del plan, se convierte
en la tarea de los especialistas. El ideólogo reemplaza al jurista. El educador moldea
al individuo para ser domesticado y re-domesticado, orientado a lo largo de toda su
existencia. Ya en el oficio, cien veces se reanuda este trabajo, para producir un
individuo fascinado con las ganancias y siempre mejor adaptado a las exigencias de la
industria. La producción de instrumentos para adaptar al hombre a su medio se
convierte en la industria dominante cuando el ritmo del cambio del ambiente
sobrepasa cierto umbral. La reconstrucción convivencial exige que sea limitada la
tasa de usura y de innovación obligatoria. El hombre es un ser frágil. Nace en el
lenguaje, vive en el derecho y muere en el mito. Sometido a un cambio desmesurado,
pierde su calidad de hombre.
3.6 La insatisfacción
Hemos revisado cinco circuitos diferentes. En cada uno de ellos la herramienta
supereficiente amenaza un equilibrio. Amenaza el equilibrio de la vida, amenaza el
equilibrio de la energía, amenaza el equilibrio del saber, amenaza el equilibrio del
poder, en fin, amenaza el derecho a la historia.
La perversión de la herramienta amenaza saquear el medio físico. El monopolio
radical amenaza congelar la creatividad. La superprogramación amenaza transformar
el planeta en una vasta zona de servicios. La polarización amenaza instituir un
despotismo estructural e irreversible. Finalmente, lo obsoleto amenaza desarraigar la
especie humana. En cada uno de estos circuitos, y cada vez según una dimensión
diferente, la herramienta supereficiente afecta a la relación del hombre con su
ambiente: amenaza provocar un cortocircuito fatal. Nuestro análisis sería incompleto
si tratara de un circuito con exclusión de los otros. Cada uno de esos equilibrios debe
ser protegido. Los outputs de la energía limpia pueden ser equitativamente
distribuidos por un monopolio radical intolerable. La secuela obligatoria o los medios
de comunicación omnipresentes puede afectar el equilibrio del saber y abrir el
camino a una polarización de la sociedad, es decir, a un despotismo del saber.
Cualquier industria puede engendrar una aceleración insoportable de los ritmos de
usura. Las culturas han florecido en el seno de una multiplicidad de geografías,
amenazadas hoy. Pero, actualmente, son también el medio social y el medio psíquico
los que corren el riesgo de ser destruidos. La especie humana puede ser envenenada
por la contaminación. Puede también desvanecerse y desaparecer por falta de
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lenguaje, de derecho o de mito. Si el monopolio radical degrada al hombre y la
polarización le amenaza, el choque del futuro puede desintegrarle.
En cada uno de los circuitos, como se ha visto, se pueden determinar criterios y
divisar umbrales que permitan verificar la degradación de los diversos equilibrios. Es
posible describir estos umbrales en un lenguaje comprensible para todos. En el curso
de un proceso político, la población puede servirse de estos criterios para mantener el
desarrollo de la herramienta más acá de los umbrales críticos.
Los cercos así trazados circunscribirán el tipo de estructuras de las fuerzas
productivas que pueden seguir siendo controladas por la población: el poder indicar
estos cercos forma el apéndice tecnopolítico necesario a toda constitución
contemporánea. Más allá, la herramienta escapa a todo control político. El poder que
tiene el hombre de hacer valer su derecho desaparece cuando se vincula a los
procesos en los cuales ya no hay derecho a voz en la junta. En tanto pueda gozar de
ello, su cuerpo, su reposo, su libertad y sus amores, en una palabra, el sentido de su
vida, le serán concedidos como un factor de optimización de la lógica de la
herramienta. En este punto, el hombre se ha convertido en materia prima para la
mega-máquina, la más maleable de las materias primas. Los umbrales críticos
circunscriben un espacio que es el de la sobrevivencia humana. Si este espacio no
fuera cercado por un Derecho, la dignidad y la libertad de la persona serán
arrolladas.
En la hora actual, la investigación científica se orienta masivamente hacia esta
reducción del hombre, a través de la persecución de dos objetivos: por una parte,
garantizar el avance tecnológico que permita producir mejor, mejores productos; por
otra parte, aplicar el análisis de sistemas a la manipulación de la supervivencia de la
especie humana, a fin de preservar su mejor consumo. Para permitir al hombre
realizarse, la investigación futura debe ir en un sentido radicalmente opuesto, debe
llegar a la raíz del mal. Le daremos el nombre de investigación radical. La
investigación radical persigue también dos objetivos: por una parte presentar
criterios que permitan determinar cuándo una herramienta alcanza un umbral de
nocividad; por otra, inventar herramientas que optimicen el equilibrio de la vida y así
maximicen la libertad de cada uno.
El primer objetivo enfoca la formulación de las cinco clases de umbrales identificadas
anteriormente. El segundo, enfoca las limitaciones de las técnicas del bienestar. La
investigación radical no es ni una nueva disciplina científica ni una empresa
interdisciplinaria. Es el análisis dimensional de la relación del hombre y su
herramienta.
Es evidente que la existencia social del hombre se desarrolla en varias escalas, en
diversos medios concéntricos: la célula de base, la unidad de producción, la ciudad, el
estado, la Tierra, en fin. Cada uno de estos medios tiene su espacio y su tiempo, sus
hombres y sus recursos de energía. Hay disfunción de la herramienta en uno de estos
medios cuando el espacio, el tiempo y la energía requeridos por el conjunto de
herramientas exceden la escala natural que corresponde. Estas escalas naturales son
susceptibles de ser identificadas, sin avanzar una determinada interpretación
respecto a la naturaleza del hombre o de la sociedad. Estas escalas definen, en
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términos negativos y de proscripción, el espacio dentro del cual el fenómeno humano
se puede observar. Pero no avanzan ni una palabra sobre la naturaleza propia de ese
fenómeno, como no formulan prescripciones. En este sentido, se puede hablar de la
homeostasis del hombre dentro de su ambiente, amenazada por toda disfunción de la
herramienta, y se puede definir la política como el proceso por el cual los hombres
asumen la responsabilidad de esa homeóstasis. Ya va siendo hora de no seguir
definiendo las necesidades humanas en abstracto, sometiéndolas, como a los
problemas, al tratamiento de la tecnocracia que practica el método de la escalada. Es
tiempo de comenzar a buscar dentro de qué cercos las colectividades humanas
concretas pueden usar la técnica para satisfacer sus necesidades sin provocar
prejuicios a los demás. Precisar el anatema que es necesario lanzar marca el primer
paso de la investigación radical.
Los umbrales más allá de los cuales se perfila la destrucción, no determinan el
registro en el cual una sociedad limita voluntariamente el uso de sus herramientas.
Los umbrales determinan el campo de la supervivencia posible; los límites de ese
registro representan los cercos de una cultura. Los umbrales naturales son efecto de
la necesidad; los límites culturales son el hecho de la libertad. Los umbrales
configuran el derecho constitutivo de toda sociedad, los límites prefiguran la justicia
convivencial de una sociedad particular. La necesidad de determinar umbrales y de
observar los cercos así definidos es la misma para todas las sociedades. La fijación de
límites depende del modo de vida y del grado de libertad de cada colectividad.
Existe una forma de disfunción dentro de la cual el crecimiento aún no destruye la
vida, pero ya pervierte el uso de la herramienta. La herramienta no es óptima, no es
tampoco intolerable; todavía es tolerable, pero es ya supereficiente; degrada un
equilibrio de la naturaleza más subjetivo y más sutil que los descritos anteriormente:
el equilibrio de la acción. Es el equilibrio entre el precio pagado personalmente y el
resultado obtenido. Es la conciencia de que los medios y los fines se equilibran.
Mientras la herramienta avasalla el fin al que debiera servir, el usuario se convierte
en presa de una profunda insatisfacción. Si no deja a la herramienta, o la herramienta
no le deja a él, se vuelve loco. En el Hades el castigo más espantoso estaba reservado
a los blasfemos: el juez de los infiernos los condenaba a la acción frenética. La roca
de Sísifo es la herramienta pervertida. El colmo es que, en una sociedad en donde la
acción frenética es la regla, se formen hombres que rivalizan entre sí en la conquista
del derecho de frustrarse a sí mismos. Movidos por la rivalidad, cegados por el deseo,
la única cuestión es quién de entre ellos será intoxicado primero por la herramienta.
Como he desarrollado en otra parte (ILLICH, 1974), el predominio del transporte
sobre la circulación de la gente puede servir para ilustrar la diferencia entre lo que es
la frontera del equilibrio y lo que es un límite elegido para hacer florecer la igualdad
en el goce de la libertad. Proteger el ambiente puede significar la prohibición de los
transportes supersónicos. Evitar que la polarización social se convierta en intolerable
puede significar la prohibición de los transportes aéreos. Defenderse contra el
monopolio radical puede significar la prohibición de los automóviles. En ausencia de
estas medidas, el transporte amenaza a la sociedad. El equilibrio entre fines y medios
que he subrayado aquí, nos presenta un nuevo criterio de selección de la
herramienta. La consideración de este nuevo equilibrio, tal vez nos conduzca hasta
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proscribir todos los transportes públicos de velocidad superior a la de la bicicleta.
Cualquier vehículo cuya velocidad máxima excede un cierto umbral, acrecienta la
pérdida de tiempo y de dinero del usuario medio. Todas las veces que en un punto del
sistema de circulación la velocidad máxima excede cierto umbral, significa que más
gente empleará más tiempo en la parada del autobús, en la atascada autopista de
circunvalación, o en una cama de hospital. Significa también que empleará más
tiempo en pagar el sistema de transporte que se está obligado a utilizar.
El umbral crítico de velocidad depende de una multitud de factores: condiciones
geográficas, culturales, económicas, técnicas, financieras. Con tantas variables para
una incógnita, se podría esperar que el margen de estimación para dicho umbral
fuera muy grande. Pero no es así. Es de tal manera bajo y estrecho que parece
improbable a la mayoría de los especialistas en circulación.
Hay disfunción en la circulación desde que ésta admite, en un punto dado del sistema,
una velocidad superior a la de la bicicleta. Es por esto que la velocidad de la bicicleta
puede servir de criterio en la determinación del umbral crítico. Todo exceso en un
punto dado del sistema acrecienta la suma de tiempo destinado por el conjunto de los
usuarios al servicio de la industria de los transportes.
La sobreabundancia de bienes conduce a la escasez de tiempo. El tiempo se rarifica
porque es necesario para consumir y para dejarse asistir, y porque el
acostumbramiento a la producción hace aún más costoso el desacostumbramiento.
Mientras más se enriquece el consumidor, más consciente es de los grados que ha
ascendido, tanto en la casa en que vive como en la oficina. Mientras más alto ha
trepado en la pirámide de la producción, menos tiempo tiene para abandonarse a las
actividades que no pueden ser contabilizadas.
Es difícil ganar tiempo cuando se tiene muy empeñado el porvenir. Staffan Linder
subraya el hecho de que tenemos la tendencia a sobreemplear el futuro. En tanto que
el futuro se hace presente, continuamente tenemos la sensación de falta de tiempo,
por la sencilla razón de haber previsto jornadas de treinta horas. Como si no fuera
suficiente el costo más o menos alto del tiempo —y que en general en una sociedad de
la abundancia, cada vez se hace más caro—, el sobreempleo del futuro engendra una
tensión devastadora. La industria de los transportes produce escasez de tiempo. En
una sociedad en donde mucha gente emplea vehículos rápidos, todo el mundo debe
consagrarles más tiempo y dinero. Una vez roto el equilibrio, sobrepasado el umbral
de la velocidad, la rivalidad entre la industria del transporte y las otras industrias se
hace feroz, tratando de controlar los espacios y la energía disponibles.
Y mientras la velocidad crece en forma lineal, la confusión crece en forma
exponencial. El tiempo consagrado a la circulación usurpa el tiempo de trabajo, como
devora el tiempo de recreo. Los vehículos más grandes no deben estar vacíos nunca;
los más rápidos, deben moverse continuamente. Las cápsulas individuales se vuelven
ruinosas. Los transportes públicos no prestan servicios más que en las grandes
arterias. Es necesario que esto se mueva cada vez más rápido.
Mientras la velocidad aumenta, el vehículo se convierte en tirano de la existencia
cotidiana. Se prevé un tiempo determinado, se necesita el doble. Se proyectan planes
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con meses y hasta con años de anticipación. Algunos de esos planes, realizados con
gran costo, no pueden cumplirse. El sentimiento de fracaso es continuo. Se vive bajo
tensión. El hombre no se deja programar a voluntad. Cuando se ha sobrepasado el
umbral crítico para el equilibrio de la acción, viene el enfrentamiento de la industria
de la velocidad con las otras industrias, para ver quién va a despojar al hombre de la
parte de humanidad que le queda.
La velocidad es el vector clave para detectar cómo la industria del transporte afecta
el equilibrio vital. Al considerar las cinco primeras dimensiones se necesita mucho
menos de lo que pudiera pensarse para que el transporte se vuelva contra el hombre
rompiendo las escalas naturales. Pero se da otro hecho aún más sorprendente. La
velocidad, que al aplicar el conjunto de los cinco primeros criterios definidos, se
manifiesta tolerable, es del mismo orden de grandeza que la velocidad que optimiza la
circulación deseable. Es la que, al menor costo de tiempo social, asegura la equidad
del radio de acción y de las posibilidades de acceso maximizadas por la técnica. La
gran diversidad de registros de orden técnico que configuran el cerco respectivo de
cada civilización, caben naturalmente dentro del espacio de la tecnología tolerable.
El cerco de lo tolerable coincide, en orden de grandeza, con el límite superior del
registro de lo deseable.
La constatación del contrasentido que representa la sobreproducción no se establece
solamente sobre los transportes. El mismo tipo de resultados negativos se encuentra
a propósito de las inversiones hechas en medicina. En Estados Unidos se ha calculado
que más del 95% de los gastos médicos consagrados a los enfermos cuya muerte se
sabe próxima, no han tenido ningún efecto benéfico sobre su bienestar; únicamente
intensifican su sufrimiento y los hacen totalmente dependientes de cuidados
impersonales, sin prolongar la duración de su existencia. La rentabilidad máxima de
un servicio se sitúa dentro de ciertos límites. Pasado cierto umbral, la salud de un
paciente se mide por su cuenta de hospital, como la riqueza de una nación se mide
por la cuenta de gastos globales que es un PNB. A la escala del individuo como a la de
la colectividad, es preciso pagar siempre. Es preciso pagar para remunerar al capital,
es preciso también pagar los platos rotos del crecimiento. Al practicar la escalada de
la técnica, la medicina primero deja de sanar, y después deja de prolongar la vida
humana. Se transforma en ritual de negación de la muerte: el individuo
superadaptado a la máquina, hace su última vuelta a la pista, espectacular. Habrá
hecho el mejor tiempo. En una primera etapa, la investigación radical se ciñe a
estudiar el alza en las desutilidades marginales y las amenazas engendradas por el
crecimiento. En una segunda etapa, se aplica a descubrir los sistemas y las
instituciones que optimizan los modos de producción convivenciales. Esta
investigación provoca resistencias, de las cuales las de orden psíquico no son las
menores. El hombre superinstrumentado es como el junkie: el habituamiento deforma
el conjunto de su sistema de valores y mutila su capacidad de juicio.
Los drogadictos de toda clase están dispuestos a pagar cada vez más por gozar cada
vez menos. Toleran la escalada de la desutilidad marginal. Nada puede afectarles
mientras les anime una sola preocupación: subir la postura. Tales espíritus consideran
los transportes más como un medio de producir el placer de la velocidad que como
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medio de ampliar la libertad y el goce de moverse. No aceptarán sin dificultad la
evidencia de que el hombre es un ser naturalmente móvil, y que la técnica, por medio
de la bicicleta, eleva la movilidad de una sociedad a un nuevo orden de grandeza más
allá del cual ninguna aceleración del vehículo puede hacerla aumentar. La
investigación radical se ciñe a hacer sensible la relación entre el hombre y la
herramienta, después a hacerla nítida, a identificar los recursos de que disponemos y
los efectos que se pueden alcanzar con sus diferentes usos.
Hacer sensible la degradación de los equilibrios que establecen la supervivencia, es la
tarea inmediata de la investigación radical. La investigación radical detecta las
categorías de población más amenazadas, y les ayuda a discernir la amenaza. Hace
tomar conciencia a los individuos o grupos, hasta entonces divididos, de que sobre
sus libertades fundamentales pesan las mismas amenazas. Muestra que la exigencia
de libertad real, formulada por quien sea, sirve siempre al interés de la mayoría.
El deshabituamiento al crecimiento será doloroso. Será doloroso para la generación
de transición, y sobre todo para los más intoxicados de sus miembros. Ojalá el
recuerdo de tales sufrimientos preserve a las generaciones futuras de nuestros
yerros.
4 Los obstáculos y las condiciones de
la inversión política
Hemos visto que el equilibrio de la vida se despliega en cinco dimensiones. En cada
una de ellas sólo el mantenimiento de un equilibrio determinado que la caracteriza
garantiza la homeostasis constitutiva de la vida humana. La intervención en la
ecosfera será racional sólo a condición de no franquear los límites genéticos. La
institución no suscita la cultura sino al permitir y hacer efectivo un sutil equilibrio
entre la acción personal autónoma y las restricciones directrices que ella misma
impone. El borrar las barreras geográficas y culturales no puede promover la
originalidad social si esa acción no va acompañada de la reducción de la brecha
energética entre los privilegiados y la gran mayoría. Un incremento en la tasa de
innovación sólo tiene valor si acentúa el arraigamiento más profundo en la tradición y
en la plenitud del sentido.
De instrumento, la herramienta puede convertirse en amo, y después en verdugo del
hombre. La relación se invierte con más rapidez de lo que se espera: el arado hace
del hombre, señor de un jardín, y muy pronto un errabundo en un campo polvoriento.
La vacuna, que selecciona sus víctimas, engendra una raza capaz de sobrevivir
únicamente en un medio acondicionado. Nuestros hijos nacen disminuidos en un
mundo inhumano. El homo faber, de aprendiz de brujo, se transforma en basural
voraz. La herramienta puede crecer en dos formas, sea para aumentar el poder del
hombre o para reemplazarlo. En el primer caso, la persona conduce su propia
existencia, tomando el control y la responsabilidad.
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En el segundo, es finalmente la máquina la que lo conduce: reduce a la vez la elección
del operador y la del usuario-consumidor; luego les impone a los dos su lógica y sus
exigencias. Amenazada por la omnipotencia de la herramienta, la supervivencia de la
especie depende del establecimiento de procedimientos que permitan a todo el
mundo distinguir claramente entre estas dos maneras de racionalizar y de emplear la
herramienta, y, con ello, inciten a elegir la supervivencia dentro de la libertad. En el
cumplimiento de esta tarea, hay tres obstáculos que nos cierran el camino: la idolatría
de la ciencia, la corrupción del lenguaje cotidiano y la devaluación de los
procedimientos formales que estructuran la toma de decisiones sociales.
4.1 La desmitificación
Por encima de todo, el debate político está congelado por un engaño respecto a la
ciencia. La palabra ha venido a significar una empresa institucional en vez de una
actividad personal; la solución de un rompecabezas en vez del despliegue imprevisible
de la creatividad humana. La ciencia es actualmente una agencia de servicios
fantasmas y omnipresente, que produce mejor saber, igual que la medicina produce
mejor salud. El daño causado por este contrasentido en la naturaleza del saber es aún
más radical que el mal hecho por la mercantilización de la educación, de la salud y de
la movilidad. La falsedad de la mejor salud corrompe el cuerpo social, pues cada uno
se preocupa cada vez menos de la calidad del ambiente, de la higiene, de su modo de
vida o de su propia capacidad de cuidar a los demás. La institucionalización del saber
conduce a una degradación global más profunda, pues determina la estructura común
de los otros productos. En una sociedad que se define por el consumo del saber, la
creatividad es mutilada y la imaginación se atrofia.
Esta perversión de la ciencia se funda en la creencia en dos especies de saber; el
inferior del individuo, y el saber superior de la ciencia. El primer saber sería del
dominio de la opinión, la expresión de una subjetividad, y el progreso nada tendría
que ver en ello. El segundo sería objetivo, definido por la ciencia y extendido por
voceros expertos. Este saber objetivo es considerado como un bien que se puede
almacenar y mejorar constantemente. Es un recurso estratégico, un capital, la más
preciosa de las materias primas, el elemento base de lo que se ha dado en llamar la
toma de decisiones, siendo éstas, a su vez, concebidas como un proceso impersonal y
técnico. Bajo el nuevo reino del computador y de la dinámica de grupo, el ciudadano
abdica de todo su poder en favor del experto, el único competente.
El mundo no es portador de ningún mensaje, de ninguna información. Es lo que es.
Todo mensaje que le concierne es producto de un organismo vivo que actúa por él.
Cuando se habla de la información almacenada fuera del organismo humano, se cae
en una trampa semántica. Los libros y las computadoras forman parte del mundo.
Ofrecen datos siempre que haya ojos para leerlos. Al confundir el medio con el
mensaje, el receptáculo con la información misma, los datos con la decisión,
relegamos el problema del saber y del conocimiento al punto muerto de nuestra
mente.
Intoxicados por la creencia de un porvenir mejor, los individuos cesan de fiarse de su
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propio criterio y piden que se les diga la verdad sobre lo que ‘saben’. Intoxicados por
la creencia en una toma mejor de decisiones, les es difícil decidir por sí solos, y
pronto pierden la confianza en su propio poder de hacerlo. La impotencia creciente
del individuo para tomar por sí mismo decisiones afecta a la estructura base de su
espera. Antes, los hombres se disputaban una escasez concreta, en el presente
reclaman un mecanismo distribuidor para colmar una falta ilusoria.
El ritual burocrático organiza el consumo frenético del menú social: programa de
educación, tratamiento médico o acción judicial. El conflicto personal se ve privado de
toda legitimidad, desde que la ciencia promete la abundancia para todos y pretende
dar a cada uno según sus demandas personales y sociales, objetivamente
identificadas. Los individuos, que han desaprendido a reconocer sus propias
necesidades así como a reclamar sus propios derechos, se convierten en presa de la
mega-máquina que define en su lugar lo que les hace falta. La persona ya no puede
por sí misma contribuir a la renovación continua de la vida social. El hombre llega a
desconfiar de la palabra, se apega a un ser supuesto. El voto reemplaza al corrillo; la
caseta electoral, a la terraza del café. El ciudadano se sienta frente a la pantalla, y
calla.
Las reglas del sentido común que permitían a los hombres conjugar y compartir sus
experiencias se destruyen. El consumidor-usuario tiene necesidad de su dosis de
saber garantizado, cuidadosamente acondicionado. Encuentra su seguridad en la
certidumbre de leer el mismo periódico que su vecino, de mirar la misma emisión
televisiva que su patrón. Se contenta con tener acceso al mismo grifo del saber que su
superior, antes que tratar de instaurar la igualdad de condiciones que darían a su
palabra el mismo peso que tiene la del patrón. La dependencia, en todas partes
aceptada como un hecho, en relación al saber altamente calificado, producido por la
ciencia, la técnica y la política, erosiona la confianza tradicional en la veracidad del
testigo y despoja de su sentido las principales formas en que los hombres pueden
intercambiar sus propias certidumbres. Hasta en los tribunales, el experto rivaliza en
importancia con los testigos. El experto es casi admitido como testigo patentado, se
olvida que su declaración no representa sino lo que se oye decir: es la opinión de una
profesión.
Sociólogos y siquíatras acuerdan o rechazan el derecho a la palabra, a una palabra
audible. Al poner su fe en el experto, el hombre se despoja de su competencia
jurídica, primero, y política, después. Su confianza en la omnipotencia de la ciencia
incita a los gobiernos y a sus administrados a descansar sobre la ilusión de que se
eliminarán los conflictos suscitados por un evidente enrarecimiento del agua, del aire
o de la energía; a creer ciegamente en los oráculos de los expertos, que prometen
milagros multiplicadores.
Nutrida en el mito de la ciencia, la sociedad abandona a los expertos hasta la
preocupación de fijar límites al crecimiento. Ahora bien, semejante delegación de
poder destruye el funcionamiento político; a la palabra, como medida de todas las
cosas, se la sustituye por la obediencia a un mito y, finalmente, legitimiza en cierta
forma los experimentos practicados en los hombres. El experto no representa al
ciudadano, forma parte de una élite cuya autoridad se basa sobre la posesión
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exclusiva de un saber no comunicable; pero, en realidad, este saber no le confiere
ninguna aptitud particular para definir las delimitaciones del equilibrio de la vida. El
experto no podrá jamás decir dónde se encuentra el umbral de tolerancia humana. Es
la persona quien lo determina; en comunidad, nada le puede hacer desistir de ese
derecho. Ciertamente, es posible hacer experiencias sobre seres humanos. Los
médicos nazis han explorado los límites de resistencia del organismo. Descubrieron
por cuánto tiempo el individuo medio puede soportar la tortura, pero esto nada les
reveló respecto a lo que alguien puede considerar tolerable. Hecho significativo, esos
médicos fueron condenados, de acuerdo con un pacto firmado en Nuremberg, dos
días después de la destrucción de Hiroshima, en vísperas de destruir Nagasaki.
Lo que un pueblo puede tolerar queda fuera del alcance de todo experimento.
Se puede decir lo que será de un grupo de hombres particulares dentro de una
situación extrema: prisioneros, náufragos o conejos de indias. Pero esto no puede
servir para determinar el grado de sufrimiento y frustración que una sociedad dada
aceptaría sufrir a causa de la instrumentación forjada por ella misma.
Ciertamente, las operaciones científicas de medida pueden indicar que un
determinado tipo de comportamiento amenaza un equilibrio vital mayor. Pero sólo una
mayoría de hombres juiciosos, que conozcan la complejidad de las realidades
cotidianas y que las tomen en cuenta en sus actuaciones, pueden encontrar la forma
de limitar los fines que persiguen la sociedad y los individuos. La ciencia puede
iluminar las dimensiones del reino del hombre en el cosmos, pero precisa una
comunidad política de hombres conscientes de la fuerza de su razón, del peso de su
palabra y de la seriedad de sus actos, para elegir libremente la austeridad que
garantizará su vitalidad.
4.2 El descubrimiento del lenguaje
Entre 1830 y 1850 una docena de sabios descubrieron y formularon la ley de
conservación de la energía. La mayoría de ellos eran ingenieros que, cada uno por su
cuenta, habían redefinido la energía cósmica en términos de pesos levantables por
una máquina. Gracias a operaciones de medida efectuadas en laboratorio, se creyó al
fin posible reducir a un denominador común la energía primordial, la vis viva de la
tradición. Es entonces cuando las ciencias exactas se pusieron a dominar la
investigación.
En esta misma época, y en forma análoga, la industria comenzó a competir con los
otros modos de producción.
Los éxitos industriales se volvieron la medida y la regla de la economía entera. Pronto
se tuvo como subsidiarias a todas las actividades productoras a las cuales no se
podían aplicar las reglas de medición y los criterios de eficiencia aplicables en la
producción en serie: esto valió para los trabajos domésticos, la artesanía y la
agricultura de subsistencia. El modo industrial de producción comenzó por degradar
la red de relaciones productivas que hasta entonces habían coexistido en la sociedad,
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para luego paralizarla. Este monopolio, que ejerce un solo modo de producción sobre
todas las relaciones productivas, es más insidioso y más peligroso que la competencia
entre firmas, pero menos visible. Es fácil conocer al ganador en la competencia
abierta: es la fábrica que utiliza el capital en forma intensiva; es el negocio mejor
organizado; la rama industrial más esclavista y mejor protegida; la empresa que
malgasta con la mayor discreción o que fabrica más armamentos. A gran escala, este
curso toma la forma de una competencia entre firmas trasnacionales y naciones en
vías de industrialización. Pero este juego mortal entre titanes distrae la atención de
su propia función ritual. A medida que se extiende el campo de la competencia, una
misma estructura industrial se desarrolla a través del mundo, y polariza la sociedad.
El modo de producción industrial establece su dominación no sólo sobre los recursos
y la instrumentación sino también sobre la imaginación y los deseos de un número
creciente de individuos. Es el monopolio radical generalizado, ya no el de una rama
de la industria sino el del modo industrial de producción. El hombre mismo, en cierta
forma, está industrializado. Los sistemas políticos hacen prodigios de ingenio y de
agilidad semántica para bautizar con nombres opuestos a esta misma estructura
industrial en expansión en todas partes, sin comprender que ella escapa a su control.
El antagonismo entre los países pobres y los países ricos, entre las naciones sumisas
a una planificación central y las naciones gobernadas por la ley del mercado, es el
antifaz necesario para que este monopolio parezca benéfico.
Extendida por el mundo entero, esta industrialización del hombre lleva consigo la
degradación de todos los lenguajes, y se hace muy difícil encontrar las palabras que
hablarían de un mundo opuesto al que las ha engendrado. El lenguaje refleja el
monopolio que el modo industrial de producción ejerce sobre la percepción y la
motivación. En las naciones industriales, cuando el hombre habla de sus obras, las
palabras que emplea designan los productos de la industria. El lenguaje refleja la
materialización de la conciencia. Cuando el hombre aprende algo por la lectura dice
que ha adquirido educación. El deslizamiento funcional del verbo hacia el sustantivo
subraya el empobrecimiento de la imaginación social. La práctica nominalista del
lenguaje sirve para marcar las relaciones de propiedad: la gente habla del trabajo que
tiene. En toda América Latina, sólo los que tienen un empleo dicen que tienen trabajo.
Los campesinos (que son la gran mayoría) dicen que lo hacen: «se va a trabajar, pero
no se tiene trabajo». Los trabajadores modernos y sindicados no sólo esperan que la
industria produzca más bienes y servicios, sino también más trabajo para más gente.
No solamente el hacer es sustantivo, sino también el querer. La habitación es más un
bien que una actividad; el abrigo se convierte en bien que uno se procura, o que
reivindica al verse privado del poder de abrigarse por sí mismo. Se adquiere el saber,
la movilidad, y aun la sensibilidad o la salud. Se tiene trabajo o salud, como se tiene
placer.
El deslizarse del verbo hacia el sustantivo refleja también el empobrecimiento del
consejo de propiedad. Posesión, embargo, abuso, no pueden indicar la relación del
individuo o del grupo con una institución como la escuela.
Porque en su función esencial una herramienta semejante escapa, como hemos visto,
a todo control. Las afirmaciones de propiedad concernientes a la herramienta vienen
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a designar la capacidad de detentar sus productos, sea el interés objetivo del capital o
los objetos manufacturados, o incluso toda especie de prestigio ligado a lo uno o a lo
otro. El consumidor-usuario integral, el hombre plenamente industrializado, no se
apodera de nada más que de lo que consume. Dice: mi educación, mis
desplazamientos, mis recreos, mi salud. A medida que el campo de su quehacer se
estrecha, reclama productos de los que se dice propietario. Sometido al monopolio de
un solo modo de producción, el usuario ha perdido todo sentido de la rica pluralidad
de estilos de tener. En las lenguas polinesias, hay formas verbales distintas para
expresar la relación que yo mantengo con mis actos (que me siguen), mi nariz (que
me pueden quitar), mis prójimos (que no he escogido), mi piragua (sin la cual no sería
un hombre verdadero), una bebida (que ofrezco) y la misma bebida (que me dispongo
a tomar).
Es una sociedad donde el lenguaje se ha sustantivado, los predicados son formulados
en términos de lucha contra la escasez dentro del cuadro de la concurrencia. «Yo
quiero aprender» se convierte en «yo quiero adquirir una educación». La decisión de
actuar es reemplazada por la demanda de un billete de la lotería escolar. «Yo tengo
deseos de ir a alguna parte» se transforma en «yo quiero un medio de transporte». La
insistencia sobre el derecho de actuar se sustituye por la insistencia sobre el derecho
de tener. En el primer caso, el sujeto es actor; en el segundo, usuario. El cambio de la
lengua apoya la expansión del modo de producción industrial: la competencia
gobernada por valores industrializados se refleja en la nominalización del lenguaje.
La lucha competitiva inevitablemente toma la forma de un juego a suma cero (zero
sum-game) en el cual lo que un jugador pierde se transforma en ganancia para los
otros jugadores. En el barullo, la gente juega con los nombres tal como los percibe:
valorando únicamente el aprendizaje promueve la escuela, define la educación como
objeto de competición. El alma mater tiene demasiados hijos pegados a sus pechos: el
que traga su ración de educación priva a un hermano de leche.
El conflicto personal no es forzosamente una lucha por obtener un bien escaso. Puede
también expresar un desacuerdo sobre los medios para asegurar mejor la autonomía
de la persona. En ese caso, el conflicto se vuelve creador de libertad. Pero el lenguaje
nominalista ha oscurecido esta profunda verdad: que el conflicto puede ser creador
de derecho para ambos adversarios; creador del derecho de hacer las cosas que, por
definición, no son ni bienes ni objetos escasos. El conflicto conducirá al derecho de
caminar, de hablar, de leer, de escribir o de recordar en igualdad, de participar en el
cambio social, de respirar aire puro y de emplear herramientas convivenciales.
Haciéndolo, privará a las dos partes de un bien determinado, por amor de una
ganancia inapreciable como es una nueva libertad compartida. Al limitar el consumo
obligado, se libera el campo de la acción.
El código operatorio de la instrumentación industrial se incardina en el habla
cotidiana. La palabra del hombre que vive como poeta es apenas tolerada como
protesta marginal y siempre que no perturbe a la muchedumbre que hace cola frente
al aparato distribuidor de productos. Si no accedemos a un nuevo grado de conciencia
que nos permita reencontrar la función convivencial del lenguaje, no llegaremos
jamás a invertir ese proceso de industrialización del hombre. Pero si cada uno se sirve
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del lenguaje para reivindicar su derecho a la acción social antes que al consumo, el
lenguaje se convertirá en el medio para restituir a la relación del hombre con la
herramienta su transparencia.
4.3 La recuperación del derecho
La ley y el Derecho, en sus formas actuales, están, de manera abrumadora, al servicio
de una sociedad en expansión indefinida. El proceso por el cual los hombres deciden
sobre lo que se debe hacer está actualmente sometido a la ideología de la
productividad: hay que producir más, más saber y decisiones, más bienes y servicios.
Después de la perversión del saber y del lenguaje, la perversión del Derecho es el
tercer obstáculo a una actualización política de los límites. Los partidos, los modos de
legislación y el aparato judicial han sido requisados al servicio del crecimiento de las
escuelas, de los sindicatos, de los hospitales y de las autopistas, para no hablar de las
fábricas. Poco a poco, no sólo la policía, sino también los órganos legislativos y los
tribunales han llegado a ser considerados como una instrumentación al servicio del
estado industrial. Si a veces defienden al individuo ante las pretensiones de la
industria, ésta es la coartada de su docilidad para servir al monopolio radical y de su
servilismo para legitimar una concentración siempre más fuerte de poderes. A su
manera, los magistrados se convierten en cuerpo de ingenieros del crecimiento. En la
democracia popular o capitalista, son los aliados ‘objetivos’ del instrumento contra el
hombre. Con la idolatría de la ciencia y la corrupción del lenguaje, esta degradación
del Derecho es un obstáculo mayor para la reinstrumentación de la sociedad.
Se comprende que una sociedad distinta es posible cuando se logra expresarla
claramente. Se provoca su aparición al descubrir el procedimiento por el cual la
sociedad presente toma sus decisiones.
Se organiza su estructura cuando se utilizan la lengua materna y los procedimientos
tradicionales del Derecho para servir a fines opuestos a los que fija su presente uso.
Pues en cada sociedad hay una estructura profunda que organiza la toma de decisión.
Esta estructura existe dondequiera que los hombres se reúnen. El mismo proceso
puede dar lugar a decisiones contradictorias, porque la estructura no sirve
únicamente para la definición de los valores personales, sino también para la
supervivencia de un comportamiento institucionalizado. La existencia de
contradicciones no contradice la existencia de una estructura coherente que las
engendre, sino al contrario. Yo puedo decidir adquirir una educación aun si por otra
parte he decidido que valdría más aprender participando en la vida cotidiana. Me
puedo dejar transportar al hospital aun cuando haya decidido que sufriría menos y
moriría más fácilmente quedándome en casa. Lo mismo que la captación de
disonancias cognoscitivas funda la poesía, así la coexistencia de normas
contradictorias manifiesta la existencia de procedimientos normativos.
Los hombres han perdido la confianza en los procedimientos disponibles, no porque
éstos hayan sido pervertidos en sí, sino por el uso abusivo que constantemente se
hace de ellos. Son utilizados para atiborrar a la gente con argumentos éticos, políticos
o legales. Se han convertido en engranajes de la producción ilimitada. Las iglesias
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predican la humildad, la caridad y la pobreza, y financian programas de desarrollo
industrial. Los socialistas se han convertido en defensores sin escrúpulos del
monopolio industrial. La burocracia del Derecho se ha aliado a las burocracias de la
ideología del bienestar general, para defender el crecimiento de la herramienta.
Pronto será el computador el que decida ideas, leyes y técnicas indispensables al
crecimiento.
Si no nos ponemos de acuerdo sobre un procedimiento eficaz, duradero y
convivencial, con el fin de controlar la instrumentación social, la inversión de la
estructura institucional existente no se podrá iniciar y menos mantener. Siempre
habrá administradores que quieran aumentar la productividad de la institución, y
tribunos que prometan la luna a las multitudes ávidas.
Cada vez que se propone utilizar el Derecho como herramienta de inversión de la
sociedad, surgen tres objeciones: la primera es superficial: no todos pueden ser
juristas, por tanto no todos pueden manejar el Derecho por su cuenta. Naturalmente,
esto es verdad sólo en cierta medida. Sistemas parajurídicos podrían establecerse
dentro de ciertas comunidades, y luego ser incorporados a la estructura del conjunto.
Es más, a la participación del profano se le podría adjudicar un campo de acción más
vasto y revelarse como preciosa en los procedimientos de mediación, de conciliación o
de arbitraje. Pero, aun si la objeción es fundada, no viene al caso. El Derecho se
aplicaría a la regulación de las herramientas, gobernando la vida cotidiana; pues no
hay razón para que la mayoría de los procesos no sean descentralizados,
demistificados y desburocratizados. Queda el que ciertos problemas sociales se
presentan en gran escala, son complejos y posiblemente permanecerán así por mucho
tiempo, y exigen una instrumentación jurídica a su medida. Si está destinado a servir
a vastos grupos de hombres, cada uno portador de una tradición secular, para
negociar proscripciones a escala mundial, el Derecho, como proceso de regulación de
esos problemas sociales, es, de hecho, una herramienta que requiere expertos como
operadores. Pero eso no significa que dichos expertos deban ser doctores en Derecho
o formar un mandarinato.
La segunda objeción toca directamente nuestro tema, y va mucho más lejos: los
actuales operadores de la instrumentación jurídico-social están profundamente
intoxicados por la mitología del crecimiento.
Su visión de lo posible y de lo factible se mantiene conforme al adoctrinamiento
industrial. Sería locura esperar que los gerentes de una sociedad productivista se
transformaran en vestales de la sociedad convivencial. El alcance de esta observación
se completa y subraya por una tercera objeción: el sistema jurídico no sólo es un
conjunto de reglas escritas, es un proceso continuo a través del cual las leyes se
elaboran y se aplican a situaciones reales. A través de la serie de actos jurídicos, la
colectividad se da un cierto marco mental. De ello resulta un contenido del Derecho
que refleja la ideología de los legisladores y de los jueces. La manera en que estos
últimos perciben la ideología subyacente a toda cultura se convierte en la mitología
oficial que se concreta en las leyes que formulan y aplican. El cuerpo de las leyes que
regula una sociedad industrial refleja inevitablemente la ideología, las características
sociales y la estructura de clase, al mismo tiempo que la refuerzan y aseguran su
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reproducción. Cualquiera que sea su sello ideológico, toda sociedad moderna sitúa
siempre el bien común en el orden del más: más poder a las empresas y a los
expertos, más consumo al usuario.
Si bien estas objeciones subrayan una dificultad fundamental en el uso del Derecho
con el fin de invertir la sociedad, dejan de lado el asunto. Cuidadosamente hago la
distinción entre el cuerpo de las leyes y la estructura formal que lo elabora, al igual
que distingo entre el uso de slogans al que recurren las instituciones y la práctica del
lenguaje cotidiano. Así también distinguiré entre un conjunto de políticas y el proceso
formal que les da origen. Es bien evidente que, tratándose del Derecho, así como del
saber o del lenguaje, nos ceñimos a la estructura que rige en profundidad la donación
de sentido. De la recuperación plena y del libre uso de esa estructura depende el
despertar de las fuerzas capaces de transfigurar ‘la alianza para el progreso’.
En una época en que la operación se ha convertido en un fin en sí, nunca se insistirá
bastante sobre la distinción entre los fines y los medios, entre el procedimiento y la
sustancia. Vivimos en un mundo en donde el lenguaje nos habla, el saber nos piensa y
el Derecho nos actúa. El lenguaje se reduce a la emisión y a la recepción de mensajes;
el pensamiento, a la acumulación de informaciones; el Derecho, a la reglamentación
del proyecto. Para reencontrar esta distinción crucial entre el procedimiento y la
sustancia, el análisis del procedimiento jurídico nos puede servir de paradigma,
puesto que esta distinción se encuentra en la raíz del Derecho, aunque cada ejemplo
del Derecho se caracteriza por el estilo particular de su proceso formal. Aquí apoyaré
mi argumentación haciendo referencia al derecho angloamericano.
4.4 El ejemplo del derecho consuetudinario
La estructura formal del common law presenta dos rasgos dominantes y
complementarios que le hacen particularmente adaptable a las necesidades de un
tiempo de crisis. El sistema se basa sobre la continuidad y la oposición antagónica o
contradictoria de las partes (adversary nature of the common law).
La continuidad inherente al proceso de elaboración del Derecho conserva, en un
sentido, la sustancia del cuerpo de las leyes. Esto no es tan evidente en la etapa
legislativa. El legislador tiene el campo abierto para innovar, desde el momento en
que permanece dentro del marco constitucional. Pero toda nueva ley debe inscribirse
dentro del contexto de la legislación existente y, por este hecho, no puede apartarse
mucho del derecho vigente.
Es claro que la función de la jurisprudencia consiste en asegurar la continuidad de la
sustancia del Derecho, actualizándola. Los tribunales aplican el Derecho a situaciones
reales. La jurisprudencia zanja del mismo modo dos casos idénticos o decide, por el
contrario, que el mismo hecho ya no significa hoy la misma cosa que ayer. El Derecho
representa la autoridad soberana que el pasado ejerce sobre el conflicto presente, la
continuidad de un proceso dialéctico. El tribunal da al conflicto un estatuto social,
luego incorpora el juicio emitido al cuerpo del Derecho. Dentro del proceso jurídico se
reactualiza la experiencia social del pasado en vista de las necesidades presentes; en
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el futuro, a su vez, el juicio presente servirá de precedente para arreglar otras
diferencias.
La continuidad de la estructura formal que rige el proceso jurídico no se reduce a la
simple incorporación de un conjunto de prejuicios en un conjunto de leyes. Sólo desde
el punto de vista formal, este modo de continuidad no se endereza a preservar el
contenido de tal o cual ley. Muy al contrario, podría servir para preservar el
desarrollo continuo del Derecho de una sociedad regida por principios inversos. En la
mayoría de las constituciones, nada prohibe proponer leyes sobre una limitación de la
productividad, de los privilegios burocráticos, de la especialización o del monopolio
radical. En principio, a condición de estar inversamente orientado, los procesos
legislativo y jurisprudencial podrían servir para formular ese derecho nuevo y hacer
que se respete.
De igual importancia es el carácter contradictorio del procedimiento de la common
law. Desde un punto de vista formal, la common law nada tiene que ver con la
definición de lo que está bien en materia ética o técnica. Es una herramienta para
comprender las relaciones, cuando éstas estallan en forma de conflictos reales.
Corresponde a las partes afectadas reclamar su derecho o reivindicar aquello que
consideren bueno. Así funciona la estructura tanto a nivel legislativo como a nivel
jurisprudencial. Al equilibrar intereses opuestos, la decisión debería retener lo que
es, en teoría, preferible para todos.
En las últimas generaciones, este equilibrio, siempre deformado por uno u otro
prejuicio, ha sido globalmente dirigido en favor de la sociedad de crecimiento. Pero la
frecuente perversión de la estructura jurídica no predica contra su inversión. Muy al
contrario, nada impide a las partes globalmente opuestas a la sociedad productivista
—liberadas de la ilusión de que el crecimiento puede suprimir la injusticia social y
conscientes de la necesidad de límites— recurrir a esta herramienta. Ciertamente, no
basta con que aparezca un nuevo tipo de alegante; es preciso también que el
legislador se desintoxique del crecimiento, que las partes interesadas insistan en la
protección de sus intereses y que, con ese fin, se dediquen a una revaluación
sistemática de las evidencias y de las certidumbres demasiado bien establecidas.
La ley, como la jurisprudencia, supone que las partes someten los conflictos de interés
social al juicio de un tribunal imparcial. Este tribunal, o sala de apelación, opera en
forma continua. El juez ideal es una persona común, prudente, en el fondo indiferente
al asunto en debate, experto en el ejercicio del procedimiento. Pero, dentro de la
realidad de la vida, el juez es un hombre de su tiempo y de su medio. De hecho, el
tribunal ha llegado a servir a la concentración del poder y al crecimiento de la
producción industrial. No sólo el juez y el legislador son impulsados a creer que un
asunto está bien juzgado y el conflicto debidamente resuelto cuando la balanza de la
justicia se inclina en favor del interés global de las industrias, sino que además la
sociedad ha condicionado al demandante a exigir que éstas crezcan. Más bien se
reivindica una tajada grande del pastel institucional y no la protección contra una
institución que mutila la libertad. Sin embargo, el uso abusivo de la herramienta
jurídica no corrompe su naturaleza misma.
Cuando se presentan los procedimientos que oponen formalmente adversarios como
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la herramienta clave que permite limitar el crecimiento industrial, se levanta a
menudo una objeción, a saber: las sociedades ya son fuertemente dependientes de
estos procedimientos, muchas veces ineficaces. Los reformadores de América del
Norte reivindican el Derecho a la oposición legal para los negros, los indios, las
mujeres, los trabajadores, los lisiados, los consumidores organizados. El
procedimiento se hace largo, incómodo y costoso, y la mayoría de los demandantes no
pueden llegar hasta el fin. Los asuntos se rezagan y las decisiones llegan demasiado
tarde. El procedimiento se convierte en un juego que crea nuevos antagonismos,
nuevas competencias. Ha sido desviado de su fin, la decisión se vuelve un bien escaso.
La sociedad del crecimiento recupera así al usuario del procedimiento formal.
La objeción que se opone a esta multiplicación de procedimientos no queda
desplazada si enfoca su proliferación como medio de resolver conflictos personales.
Pero aquí los conflictos entre personas o las luchas de grupos entre sí no son mi tema.
Lo que me interesa no es la oposición entre una clase de hombres explotados y otra
clase propietaria de las herramientas, sino la oposición que se sitúa primero entre el
hombre y la estructura técnica de la herramienta, y luego, como consecuencia, entre
el hombre y las profesiones cuyo interés consiste en mantener esta estructura
técnica. En la sociedad, el conflicto fundamental afecta a los actos, los hechos o los
objetos respecto a los cuales las personas entran en oposición formal con las
empresas y las instituciones manipuladoras. Formalmente, el procedimiento
contradictorio es el modelo de la herramienta de que disponen los ciudadanos para
oponerse a las amenazas que la industria presenta.
Con raras excepciones, las leyes y los cuerpos legislativos, los tribunales y los juicios,
los demandantes y sus demandas están profundamente pervertidos por el acuerdo
unánime y aplastante que acepta sin murmurar el modo de producción industrial y
sus slogans: mientras más, mejor. Además, las empresas y las instituciones saben
mejor que las personas cuál es el interés público y cómo servirlo. Pero esta
unanimidad desconcertante en nada desvirtúa mi tesis: una revolución que no recurre
a los procedimientos jurídicos y políticos se condena al fracaso. Únicamente una
activa mayoría de individuos y de grupos que busquen en un procedimiento
convivencial común recobrar sus propios derechos, puede arrancar al Leviatán el
poder de determinar los cercos que se deben imponer al crecimiento para sobrevivir y
el de poder elegir los límites que optimicen una civilización.
Para entablar la lucha contra los prejuicios reinantes que conduzca a la inversión,
algunos individuos que pertenecen a las grandes profesiones pueden jugar un papel
orientador. Al tomar conciencia de la crisis de la escuela, los educadores
generalmente se ponen en búsqueda de una solución-milagro para enseñar más cosas
a más gente. Sus esfuerzos y sus pretensiones amplifican la importancia de la minoría
de pedagogos que insisten en los límites pedagógicos del crecimiento industrial. De la
misma manera, los médicos tienen la tendencia a creer que por lo menos una parte de
su saber se puede expresar únicamente en términos esotéricos. A sus ojos, un colega
que seculariza los actos médicos no es más que un profanador. Es vano esperar que el
Colegio de Médicos, el Sindicato de la Educación Nacional o la Asociación de
Ingenieros de la Circulación, expliquen en términos sencillos, sacados del lenguaje
común, el gangsterismo profesional de sus colegas.
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Asimismo, es vano pensar que los diputados, los juristas y los magistrados vayan de
pronto a reconocer la independencia del Derecho de su noción preconcebida del bien,
que se confunde con el suministro de la mayor cantidad de productos al mayor
número de gente. Porque todos están domesticados para arbitrar conflictos en favor
de su propia rama de actividad, ya hablen en nombre de los patronos, de los
asalariados, de los usuarios o de sus propios colegas. Pero, aquí o allá, por excepción
se encontrará a un médico que ayude a los demás a vivir en forma responsable, a
aceptar el sufrimiento, a afrontar la muerte y, de modo similar, por excepción se
encontrarán juristas que ayuden a las personas a utilizar la estructura formal del
Derecho para defender sus intereses dentro del marco de una sociedad convivencial.
Aun si la sentencia dictada no llega finalmente a satisfacer a los demandantes, la
acción servirá siempre para poner en evidencia el litigio.
No cabe duda de que el recurso al procedimiento con el fin de inmovilizar y de
invertir nuestras instituciones dominantes, se presenta a los más poderosos de sus
administradores y a los más intoxicados de los usuarios como un desvío del Derecho y
una subversión del único orden que reconocen. En sí, el recurso a un procedimiento
convivencial, en forma debida, es una monstruosidad y un crimen a los ojos del
burócrata, aunque éste pretenda ser juez.
5 La inversión política
Si en el futuro muy próximo la humanidad no limita el impacto de su instrumentación
sobre el ambiente y no pone en obra un control eficaz de nacimientos, nuestros
descendientes conocerán el espantoso apocalipsis predicho por muchos ecólogos. La
sociedad puede aislar su supervivencia dentro de los límites fijados y reforzados por
una dictadura burocrática, o bien reaccionar políticamente a la amenza, recurriendo a
los procedimientos jurídico y político. La falsificación ideológica del pasado nos vela
la existencia y la necesidad de esta elección.
La gestión burocrática de la supervivencia humana es una elección aceptable, desde
un punto de vista ético o político. Pero habrá de fracasar. Es posible que la gente
vuelva a poner de su propio grado sus destinos en manos de un Gran Hermano y de
sus agentes anónimos, aterrorizados por la creciente evidencia de la superpoblación,
de la mengua de los recursos y de la organización insensata de la vida cotidiana. Es
posible que a los tecnócratas se les encargue conducir al rebaño al borde del abismo,
es decir, fijar los límites multidimensionales al crecimiento, justamente más acá del
umbral de la autodestrucción. Semejante fantasía suicida mantendría al sistema
industrial en el más alto grado de productividad capaz de ser tolerado.
El hombre viviría protegido en una cápsula de plástico que le obligaría a sobrevivir
como el condenado a muerte antes de la ejecución. El umbral de tolerancia del
hombre en materia de programación y de manipulación pronto se volvería el
obstáculo más serio para el crecimiento. Y la empresa alquímica renacería de sus
cenizas: se trataría de producir y de hacer obedecer al mutante monstruoso parido
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por la pesadilla de la razón. Para garantizar su supervivencia en un mundo racional y
artificial, la ciencia y la técnica se empeñarían en instrumentar el siquismo del
hombre. Desde el nacimiento a la muerte, la humanidad estaría confinada en la
escuela permanente, extendida a escala mundial, tratada de por vida en el gran
hospital planetario y atada día y noche a implacables cadenas de comunicación. Es así
como funcionaría el mundo de la Gran Organización. Sin embargo, los fracasos
anteriores de las terapias de masa hacen esperar la quiebra también de este último
proyecto de control planetario.
La instalación del fascismo tecnoburocrático no está escrita en las estrellas. Existe
otra posibilidad: un proceso político que permita a la población determinar el máximo
que cada uno puede exigir, en un mundo de recursos manifiestamente limitados; un
proceso consensual destinado a fijar y mantener límites al crecimiento de la
instrumentación; un proceso de estímulo a la investigación radical, de manera que un
número creciente de gente pueda hacer cada vez más con cada vez menos. Un
programa así puede aún parecer utópico a la hora actual: si sigue agravándose la
crisis, pronto revelará su realismo extremo.
5.1 Mitos y mayorías
El impedimento ulterior para la reestructuración de la sociedad no es ni la falta de
información sobre los límites necesarios, ni la falta de hombres resueltos a aceptarlos
si llegan a hacerse inevitables. Es el poder de la mitología política.
En una sociedad rica, cada uno es, más o menos, consumidor-usuario en alguna
forma. Cada uno juega su papel en la destrucción del ambiente. El mito transforma
esta multiplicidad de depredadores en una mayoría política.
Por este hecho, esta multiplicidad de individuos automatizados se convierte en un
bloque mítico de electores que se ponen de acuerdo sobre un problema inexistente: la
mayoría silenciosa, guardiana invisible e invencible de los intereses empleados en el
crecimiento, que paraliza toda acción política real. Analizándolo más profundamente,
esta mayoría es un conjunto ficticio de personas teóricamente dotadas de razón. En
realidad, hay una multiplicidad de individuos: el experto en ecología que se dirige en
Boeing a una conferencia contra la contaminación; el economista que sabe que el alza
de la productividad hace escasear el trabajo y trata de crear nuevos empleos, etc. Ni
el uno ni el otro representan los intereses del trabajador especializado que compra a
crédito un aparato de televisión a color, o del campesino que, por seguir la revolución
verde, utiliza insecticidas prohibidos desde hace cinco años en el país que los
produce. Pero, a pesar de su diversidad, un común apego al crecimiento les une,
puesto que de ello depende su satisfacción. Sólo el mito les dará la homogeneidad de
una mayoría política opuesta a los límites. Todos tienen su razón para desear el
crecimiento industrial y para sentir su amenaza. Por el momento, en una palabra, un
voto contra el crecimiento estaría tan desprovisto de sentido como un voto en favor
del PNB.
Una ideología común no crea una mayoría, no tiene eficacia sino a condición de
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arraigarse en la interpretación del interés racional de cada uno y de dar a este interés
una forma política. La acción política de la persona frente a un conflicto social
esencial no depende de la ideología aceptada previamente, sino de dos factores:
[a] el estilo que marcará la transformación del conflicto latente entre el hombre
y la herramienta en una crisis abierta, que exija una reacción global y sin
precedente;
1.
[b] el surgimiento de una multiplicidad de nuevas élites que puedan proveer una
nueva forma interpretativa y hasta cierto punto inesperada sobre las líneas de
interés.
2.
5.2 De la catástrofe a la crisis
Yo no hago más que conjeturar sobre la agravación de la crisis. Pero puedo exponer
con precisión la conducta a mantener delante y dentro de la crisis. Creo que el
crecimiento se detendrá por sí mismo. La parálisis sinergética de los sistemas
alimenticios provocará el derrumbamiento general del modo de producción industrial.
Las administraciones creen estabilizar y armonizar el crecimiento afinando los
mecanismos y los sistemas de control, pero no hacen sino precipitar la mega-máquina
institucional hacia su segundo umbral de mutación. Dentro de muy corto tiempo, la
población perderá la confianza, no sólo de las instituciones dominantes, sino también
en los gestores de la crisis. El poder que tienen sus instituciones para definir los
valores (la educación, la velocidad, la salud, el bienestar, la información, etc.) se
desvanecerá repentinamente cuando se reconozca su carácter ilusorio.
Un suceso imprevisible y probablemente menor, servirá de detonador a la crisis, como
el pánico en Wall Street precipitó la Gran Depresión. Una coincidencia fortuita pondrá
de manifiesto la contradicción estructural entre los fines oficiales de nuestras
instituciones y sus verdaderos resultados. Lo que es ya evidente para algunos, de
golpe saltará a la vista de la mayoría: la organización de toda la economía dirigida a
un mejor-estar es el obstáculo mayor al bienestar. Como otras intuiciones
ampliamente compartidas, ésta tendrá la virtud de distorsionar completamente la
imaginación popular. De la noche a la mañana, importantes instituciones perderán
toda respetabilidad, toda legitimidad y reputación de servir al interés público. Es lo
que le ha sucedido a la Iglesia de Roma bajo la Reforma y a la monarquía francesa en
1793. En una noche, lo impensable se convirtió en evidencia.
Una mutación repentina no es producto ni del orden, ni de la retroacción, ni de la
revolución. Basta ver los torbellinos al pie de una cascada. Las estaciones se suceden,
el agua abunda o disminuye hasta ser un débil hilo; pero los remolinos parecen
siempre iguales. Sin embargo, basta con que una piedra caiga en la poza, para que la
superficie cambie totalmente, sin volver a ser igual. El despertar de la conciencia
también se produce de golpe. La mayoría silenciosa hoy apoya totalmente la tesis del
crecimiento, pero no se puede prever su comportamiento político cuando estalle la
crisis. Cuando un pueblo pierde confianza en la productividad industrial, y no
solamente en el papel moneda, todo puede suceder. La inversión es realmente
posible.
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En la hora actual todavía se trata de parchear las fallas de cada sistema. Ningún
remedio surte efecto, pero aún se dispone de medios para aplicarlos todos, uno tras
otro. Los gobiernos atacan la crisis de los servicios públicos, la educación, los
transportes, los sistemas jurídicos, la juventud. Cada aspecto de la crisis global se
separa de los demás, se explica en forma autónoma y se trata en particular. Se
proponen soluciones de recambio que dan credibilidad a la reforma sectorial: las
escuelas de vanguardia contra las escuelas tradicionales doblan la demanda de
educación; las ciudades satélite, contra el monorrail, refuerzan la convicción de que
el desarrollo de las ciudades es una fatalidad; una mejor formación de los médicos,
contra la proliferación de profesiones para-médicas, alimenta la industria de la salud;
y, como los dos términos de la alternativa tienen sus partidarios, en general no se
elige entre ellos, sino que se prueban los dos a la vez. El resultado es que se trata de
hacer un pastel cada vez más grande, lo que redunda en pura pérdida.
Se imita la actitud de Coolidge frente a los primeros síntomas de la Gran Depresión,
descuidando en forma análoga el aviso de una crisis mucho más radical. Se cree que
el análisis general de los sistemas vincula entre ellas las crisis institucionales, pero en
verdad no hace sino conducir a mayor planificación, centralización y burocratización
a fin de perfeccionar el control de la población, de la abundancia de la industria
destructora e ineficaz. Se supone que el crecimiento de la producción de decisiones,
de controles y de terapias, compensa la extensión del desempleo en los sectores
fabriles. Fascinada por la producción industrial, la población permanece ciega a la
posibilidad de una sociedad posindustrial donde coexistirán varios modos de
producción complementarios. Tratar de promover una era a la vez hiperindustrial y
ecológicamente realizable es acelerar la degradación de los otros componentes del
equilibrio multidimensional de la vida. El costo de la defensa del statu quo sube como
una flecha. Sería necesario ser geomántico para predecir qué serie de sucesos
causaría el derrumbamiento de Wall Street y desencadenaría la crisis inminente. Pero
no es necesario ser genial para prever que se tratará de la primera crisis mundial que
cuestionará el sistema industrial en sí, en vez de localizarlo en el seno de ese sistema.
Pronto se producirá un acontecimiento que tendrá como efecto congelar el
crecimiento de los instrumentos. Llegado el momento, el estruendo del
derrumbamiento obnubilará las mentes e impedirá escuchar la razón. Aún nos queda
una oportunidad de comprender las causas de la crisis global del sistema que nos
amenaza y de prepararnos justamente para no asimilarla a una crisis parcial, interior
del sistema. Si queremos anticipar los efectos, debemos imaginar cómo una brusca
transformación llevará al poder a grupos sociales sofocados hasta ahora.
No es la catástrofe que, en tanto tal, sacará a estos grupos de la nada para alzarlos
sobre el resto, sino que la catástrofe debilitará a las potencias reinantes que
aplastaban a esos grupos y les impedían participar en el proceso social. El efecto de
la sorpresa debilita el control, desorienta a los controladores e instala en primer
rango a los que conservan su sangre fría.
Una vez debilitado el control, los controladores buscan nuevos aliados. En el estado
industrial debilitado por la Gran Crisis, los gobernantes no pudieron pasarse sin
trabajadores organizados, por lo que éstos recibieron parte del poder estructural. En
el mercado de trabajo constreñido por la Segunda Guerra Mundial, la industria no ha
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podido pasarse sin los trabajadores negros, por lo que éstos han comenzado a
situarse como poder. Actualmente, al haberse hecho su lugar, la élite negra tiende a
convertirse en pilar de un sistema establecido, a imagen de la suerte que
anteriormente corrieron los sindicatos. En efecto, el desenlace de la crisis inminente
depende de la aparición de élites imposibles de recuperar.
5.3 En el interior de la crisis
Las fuerzas que tienden a limitar la producción ya están operando en el interior del
cuerpo social. Una investigación pública y radical puede ayudar de manera
significativa a muchos hombres a ganar cohesión y lucidez en la condena de un
crecimiento que se juzga destructivo. Seguramente sus voces se harán oír mejor
cuando la crisis de la sociedad superproductora se agrave. Sin formar partido, son los
portavoces de una mayoría de la cual cada uno es miembro en potencia. Mientras más
inesperada sea la crisis más repentinamente las llamadas a la austeridad alegre y
equilibrada se convertirán en un programa de limitaciones racionales. Para ser
capaces de controlar la situación en el momento dado, estas minorías deben captar la
profundidad de la crisis y deben saber describirla con un lenguaje apropiado para
declarar qué quieren, qué pueden hacer y qué no necesitan. El uso crítico del
lenguaje ordinario es el primer pivote en la inversión política. Se necesita un
segundo.
Más crecimiento conduce obligatoriamente al desastre, pero éste presenta un rostro
doble. El suceso catastrófico puede ser el fin de la civilización política, o incluso de la
especie ‘hombre’. Puede ser también la Gran Crisis, es decir, la oportunidad de una
elección sin precedente. Previsible e inesperada, la catástrofe no será una crisis en el
sentido propio de la palabra, a no ser que en el momento en que llegue, los
prisioneros del progreso pidan escaparse del paraíso industrial, y que una puerta se
abra en el recinto de la prisión dorada. Será necesario entonces demostrar que el
desvanecimiento del espejismo industrial presenta la oportunidad de elegir un modo
de producción convivencial y eficaz. Por ahora, la preparación a esta tarea es la clave
de una nueva práctica política.
Se necesitará de grupos capaces de analizar con coherencia la catástrofe y de
expresarla en lenguaje común. Deberán saber abogar por la causa de una sociedad
que establece cercos y hacerlo en términos concretos, comprensibles para todos,
deseables en general y aplicables inmediatamente. El sacrificio es el rescate de la
elección, precio inevitable a pagar para obtener lo que se quiere, o por lo menos, para
liberarse de lo intolerable. Pero no basta con servirse de las palabras de todos los
días, como herramientas para sacar a la luz el rostro verdadero de la realidad;
también será preciso ser capaz de manejar una herramienta social que convenga al
ordenamiento del bien público.
Como quedó explicado anteriormente, esta herramienta es la estructura formal de la
política y del Derecho. A la hora del desastre, la catástrofe se transforma en crisis, si
un grupo de gente lúcida, de sangre fría, inspira confianza a sus conciudadanos. Su
credibilidad dependerá de su habilidad para demostrar que no sólo es necesario, sino
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posible instaurar una sociedad convivencial, a condición de utilizar conscientemente
un procedimiento regulador que reconozca al conflicto de intereses su legitimidad,
que dé valor al precedente, y atribuya un carácter ejecutorio a la decisión de hombres
corrientes, reconocidos por la comunidad como sus representantes. A la hora del
desastre, sólo el arraigo en la historia puede dar la confianza necesaria para trastocar
el presente. El uso convivencial del procedimiento garantiza que una revolución
institucional se mantenga como herramienta cuya práctica engendra los fines. Un
recurso lúcido al procedimiento, hecho dentro de un espíritu de oposición continua a
la burocracia, es la única manera posible de evitar que la revolución se transforme,
ella misma, en institución. Que la aplicación de este procedimiento para la inversión
radical de las principales instituciones sea bautizada revolución cultural,
recuperación de la estructura formal del Derecho, socialismo de participación o
retorno al espíritu de los Fueros de España, no es más que cuestión de denominación.
5.4 La mutación repentina
Cuando hablo acerca de la emergencia de grupos de interés y su preparación no
hablo de grupos de acción, o de una iglesia, o de una nueva clase de expertos. Y sobre
todo, no estoy hablando de un nuevo partido político que pudiera asumir el poder en
un momento de crisis. La administración de la crisis la convertiría en una catástrofe
irreversible. Un partido bien entrenado puede establecer su poder en el momento de
una crisis en la cual la opción es la única dentro todo un sistema.
Tales fueron los instrumentos de producción durante la Gran Depresión. Es así como
en los países de Europa del Este, pasada la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que
‘elegir’ el estalinismo. Pero la crisis, de cuyo próximo advenimiento estoy hablando,
no está ya dentro de la sociedad industrial sino que concierne al modo de producción
industrial en sí. Esta crisis obliga al hombre a elegir entre la herramienta
convivencial y el aplastamiento por la megamáquina, entre el crecimiento indefinido y
la aceptación de límites multidimensionales. La única respuesta posible consiste en
reconocer su profundidad y aceptar el único principio de solución que se ofrece:
establecer, por acuerdo político, una autolimitación. Mientras más numerosos y
diversos sean los heraldos, más profunda será la comprensión de que el sacrificio es
necesario, de que protege intereses variados y de que es la base de un nuevo
pluralismo cultural.
Tampoco hablo de una mayoría opuesta al crecimiento, en nombre de principios
abstractos. Ésta sería una nueva mayoría fantasma. En realidad, es concebible la
formación de una élite organizada que alabe la ortodoxia del anticrecimiento. Esta
élite quizás se esté formando. Pero un coro semejante, con el anticrecimiento como
todo programa, es el antídoto industrial a la imaginación revolucionaria. Al incitar a la
población a aceptar una limitación de la producción industrial, sin poner en cuestión
la estructura de base de la sociedad industrial, obligadamente se daría más poder a
los burócratas que optimizan el crecimiento, y uno mismo se convertiría en rehén. La
producción estabilizada de bienes y servicios muy racionalizados y estandarizados
alejaría aún más, de ser posible, la producción convivencial de lo que ya lo hace la
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sociedad industrial de crecimiento.
Los miembros de una sociedad que se pone cerco no necesitan reunir una mayoría.
En democracia, una mayoría electoral no se basa en la adhesión explicita a una
ideología o a un valor determinado de todos sus miembros. Una mayoría electoral
favorable a la limitación de las instituciones sería heterogénea: comprendería a las
víctimas de un aspecto particular de la superproducción, a los ausentes al festín
industrial y a la gente que rechaza en bloque el estilo de la sociedad totalmente
racionalizada. El ejemplo de la escuela puede ilustrar el funcionamiento de una
mayoría electoral en la política tradicional. La gente sin niños rezonga ante las cargas
presupuestarias de la educación nacional. Unos encuentran que pagan, sin razón, más
que sus vecinos. Otros sostienen las escuelas confesionales. Hay quienes rechazan la
obligación escolar porque daña a los niños, otros la combaten porque refuerza la
segregación social. Toda esta gente podría formar una mayoría electoral, pero sin
constituir ni una secta ni un partido. Actualmente podrían eficazmente reducir las
pretensiones de la escuela, pero al hacerlo, reforzarían la legitimidad del producto
escolar, que es la ‘educación’. Cuando las cosas siguen su curso, limitar una
institución dominante con el voto mayoritario toma siempre un giro reaccionario.
Pero una mayoría puede tener un efecto revolucionario cuando una crisis afecta a la
sociedad de manera radical. La llegada simultánea de varias instituciones a su
segundo umbral de mutación hace sonar la alarma. La crisis no puede tardar. En
realidad ya comenzó. El desastre que seguirá, pondrá claramente en evidencia que la
sociedad industrial, como tal, y no sólo sus diversos órganos, ha traspuesto los cercos.
El estado-nación se ha convertido en guardián de los instrumentos ya tan poderosos,
que no pueden desempeñar su papel de cuadro político. De la misma manera que
Giap supo utilizar la máquina de guerra norteamericana para ganar su guerra, así las
empresas multinacionales y las profesiones pueden usar la ley, el sistema bipartidista,
para establecer un imperio. Si bien la democracia norteamericana pudo sobrevivir a
la victoria de Giap, no podrá sobrevivir a la de la ITT y similares. Cuando la crisis
total se avecina, se pone de manifiesto que el estado-nación moderno se ha convertido
en un conglomerado de sociedades anónimas, donde cada instrumentación trata de
promover su propio producto y servir sus intereses propios. El conjunto produce
bienestar, bajo la forma de educación, salud, etc., y el éxito se mide por el
crecimiento del capital de todas estas sociedades. En su oportunidad, los partidos
políticos reúnen a todos los accionistas para elegir un consejo de administración. Los
partidos apoyan el derecho del elector a reclamar un nivel más alto de consumo
individual, lo que significa un grado más alto de consumo industrial. La gente puede
siempre reclamar más transportes rápidos, pero el criterio que se aplica al sistema de
transporte basado en el automóvil o el tren y que está absorbiendo una gran parte de
la renta nacional, se deja a discrección de los expertos. Los partidos sostienen un
Estado cuya meta reconocida es el crecimiento del PNB; nada se puede esperar de
ellos para cuando llegue lo peor.
Cuando los negocios son normales la oposición procedimental entre las corporaciones
y los clientes, por lo regular incrementan la legitimación de la dependencia de los
segundos. Pero, al momento de una crisis estructural, ni la reducción voluntaria de la
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supereficiencia sobre la mayor parte de las instituciones las podrá mantener
funcionando. Una crisis general abre el camino a la reconstrucción social. La pérdida
de legitimidad del Estado como un poseedor de corporaciones no destruye, sino que
refuerza la de un procedimiento constitucional. La pérdida de confianza en los
partidos hace emerger la importancia de grupos adversos a los actuales
procedimientos políticos. La pérdida de credibilidad en las reivindicaciones
antagónicas para obtener más consumo individual hace resaltar la importancia del
recurso a esos mismos procedimientos contradictorios, cuando se trata de armonizar
series opuestas de limitaciones, referentes al conjunto de la sociedad. La misma crisis
general puede establecer, de forma duradera, un contrato social que abandone el
poder de prescribir el bienestar al despotismo tecnoburocrático y a la ortodoxia
ideológica, o bien puede ser la oportunidad para construir una sociedad convivencial,
en transformación continua dentro de un cuadro material, que estaría definido por
aboliciones racionales y políticas.
Los procedimientos político y jurídico van encajados estructuralmente el uno en el
otro. Ambos conforman y expresan la estructura de la libertad dentro de la historia.
Reconociendo esto, el procedimiento formal puede ser la mejor herramienta teatral,
simbólica y convivencial de la acción política. El concepto de Derecho conserva toda
su fuerza, aun cuando la sociedad reserve a los privilegiados el acceso a la
maquinaria jurídica, aun cuando, sistemáticamente, encarnezca a la justicia y vista al
despotismo con el manto de simulacros de tribunales. Cuando un hombre defiende el
recurso al lenguaje ordinario y al procedimiento formal, inscrito en la historia de un
pueblo, sigue siendo la herramienta más poderosa para decir la verdad, para
denunciar la hipertrofia cancerosa y la dominación del modo de producción industrial
como la última forma de idolatría. La angustia me aprisiona cuando veo que nuestra
única posibilidad para detener la marejada mortal está en la palabra, más
exactamente en el verbo, que ha llegado a nosotros y se encuentra en nuestra
historia. Sólo dentro de su fragilidad, el verbo puede reunir a la multitud de los
hombres para que el alud de la violencia se transforme en recontrucción convivencial.
Si saben definir criterios para limitar la instrumentación, los países pobres
emprenderán más fácilmente su reconstrucción social y, sobre todo, accederán
directamente a un modo de producción posindustrial y convivencial. Los límites que
deberán adoptar son del mismo orden que aquellos que las naciones industrializadas
deberán aceptar para sobrevivir: la convivencialidad, accesible desde ahora a los
‘subdesarrollados’, costará un precio inaudito a los ‘desarrollados’.
Una última objeción se presenta a menudo cuando se propone la orientación
convivencial a una sociedad: para elegir una vida austera con herramientas
convivenciales es preciso defenderse contra el imperialismo de las megaherramientas
en expansión. Tal defensa no sería posible sin un ejército moderno, que a su vez exige
una industria en pleno crecimiento. En realidad, la reconstrucción de la sociedad no
puede ser protegida por un ejército poderoso: primero, porque habría contradicción
entre los términos; luego, porque ningún ejército moderno de un país pobre puede
defenderlo contra tal poder. La convivencialidad será obra exclusiva de personas que
utilicen una instrumentación efectivamente controlada. Los mercenarios del
imperialismo pueden envenenar o destruir una sociedad convivencial, pero no la
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pueden conquistar.
Referencias bibliográficas
ILLICH, IVAN (1971) Deschooling Society Harper & Row, New York. Ed.
española: La sociedad desescolarizada; Barral Editores, Barcelona, 1975
ILLICH, IVAN (1974) Energy and Equity Marion Boyars Publishers,
London. Ed. española: Energía y equidad; Barral Editores, Barcelona, 1974
MARCUSE, HERBERT (1964) El hombre unidimensional Ed. española:
Joaquín Mortiz, México, 1968
Notas
[1]: N. del E.: La transcripción aquí presentada se refiere a la edición de Joaquín
Mortiz / Planeta; México, 1985.
La presente edición se ha realizado a partir de la que se puede encontrar en la página
de Ivan Illich en español, http://www.ivanillich.org.
[2]: «Awteritas secundum quod est virtus non excludit omnes delectationes, sed
superfluas et inordinatas: unde videtur pertinere ad affabilitatem, quam philosophus,
lib. 4 Ethic Cap. Vl ‘amicitiam’ nominat, vel ad eutrapelldiln sive jocunditatem.»
(Santo Tomás: Summa Thelogica, IIa IIae, q. 168, art. 4, ad 3m).
[3]: N. del Ed.: Titulado «La osura (anacronismo)» en la edición impresa de Barral
Editores, Barcelona, 1974.