Prisión y pandemia: la libertad, según los presos indígenas de Chiapas

El contagio de Covid-19 de ocho activistas indígenas en una pequeña prisión de San Cristóbal de las Casas y el posterior estallido de huelgas de hambre en cárceles de todo Chiapas, quitan de nuevo el velo sobre la estructura del sistema penitenciario: una institución racista y clasista de captura y exterminio. A la vez, amplifican la voz increpante de quienes llevan décadas luchando por su libertad.



Pandemia
Prisión y pandemia: la libertad, según los presos indígenas de Chiapas
 
Al-Dabi Olvera
La Jornada
 
El contagio de Covid-19 de ocho activistas indígenas en una pequeña prisión de San Cristóbal de las Casas y el posterior estallido de huelgas de hambre en cárceles de todo Chiapas, quitan de nuevo el velo sobre la estructura del sistema penitenciario: una institución racista y clasista de captura y exterminio. A la vez, amplifican la voz increpante de quienes llevan décadas luchando por su libertad.

Desde el estallido de la insurrección zapatista de 1994, cientos de indígenas fueron apresados como parte de una operación de contrainsurgencia. Colectivos como La Voz de Cerro Hueco y La Voz del Amate proliferaron en las cárceles y se convirtieron en espacios de denuncia mediante los cuales salieron libres todos los zapatistas capturados. Después, en 2013, la lucha por la libertad del profesor tzotzil Alberto Patishtán resonó a escala internacional. Esa tradición de resistencia permanece en 2020 con organizaciones como Solidarios de la voz del Amate, Voz de Indígenas en Resistencia, Voz Verdadera de El Amate y Viniketik en Resistencia.

Los días 15 y 16 de mayo, todos los integrantes de Solidarios de la Voz del Amate, presos en el Centro para la Reinserción Social de Sentenciados (Cerss) número 5 de San Cristóbal, presentaron síntomas de Covid-19: fiebre, dolor de cabeza, escalofrío y fluido nasal. Los activistas tzotziles fueron aislados en la enfermería bajo llave. Las autoridades les realizaron la prueba de Covid-19: todos dieron positivo. El profesor Alberto Patishtán advirtió que en el Cerss 5, donde él mismo estuvo preso, no existen condiciones sanitarias ni médicas para atender a los enfermos.

Lo que nos demuestra es el desprecio a quienes hablan el tzotzil, quienes están presos por no saber hablar español, y por ser indígenas. Eso está pasando a los compañeros, sus derechos están totalmente violados, señala Patishtán.

Así, la cárcel parecería, hoy más que nunca, lugar para que mueran quienes sobran. El Cerss 5 tiene 90 por ciento de su población indígena: 298 hombres y 24 mujeres. Las organizaciones estiman que allí hay más de 100 contagios. En este contexto, Patishtán exige al gobernador de Chiapas, Rutilio Escandón, que atienda a los Solidarios de la Voz del Amate en algún hospital fuera del penal y que después sean amnistiados.

Por su parte, el preso Adrián Gómez Jiménez, tzotzil de La Voz de Indígenas en Resistencia, permanecerá en huelga de hambre del 21 de mayo al 5 de junio dentro del Cerss 5: Los trabajadores entraban diario. Ellos traían el virus. Nuestra exigencia es la libertad. Tiene peligro nuestra vida: que nos pegue y muramos.

Este caso es sintomático de lo que ocurre en todo el mundo. Los primeros motines ante la inminente llegada del coronavirus a las prisiones ocurrieron en la ciudad de Módena, Italia, donde murieron seis presos. Luego, en la cárcel La Modelo, en Colombia, fueron asesinados 23 presos. Frente a las rebeliones carcelarias, varios países comenzaron a liberar prisioneros, aunque de manera selectiva: en Irán y Turquía activistas, periodistas y kurdos permanecieron en prisión. En México avanzó una ley de amnistía sobre delitos menores en abril. Sin embargo, para presos indígenas, cuyos delitos graves se fabrican con inequidades raciales y de clase, no aplica esta ley.

Si la filósofa y activista afroestadunidenese Angela Davis desmenuza en su libro ¿Son obsoletas las prisiones? la herencia que el complejo industrial carcelario tiene del esclavismo –tanto en los métodos de tortura como en la explotación del trabajo–, el historiador Ilán Semo esboza en La Jornada (noviembre, 2019) que el sistema penal mexicano tiene la función doble de recaudar riqueza, principalmente para el crimen organizado, e inhibir la protesta del México de abajo para que acepte su lugar social como inamovible. Así, podríamos pensar en las cárceles, especialmente las de Oaxaca, Guerrero y Chiapas, como garantes de un sistema clasista heredero de la finca porfirista.

Davis, ella misma presa en 1972 por el caso de los hermanos Jackson, destaca la normalización del sistema carcelario como si fuera algo inevitable de la vida. Hoy parece que este sistema se expande para todo el pueblo (pandemos). La prisión se sale de sí misma mediante la enfermedad, como en la novela Los días de la peste, del boliviano Edmundo Paz Soldán, y el mundo se encuentra bajo un tipo de prisión por escalas. Así, parecería que las imágenes de presos arrodillados que difundió el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, son una advertencia para la población de afuera. Estamos frente a un sistema global en que el vigilar y castigar se aplica a quien comete el delito de estar infectado.

Sin embargo, para nada es lo mismo el confinamiento en un hogar de Estados Unidos que el de los presos indígenas de Chiapas. Con todo, desde sus plantones y campamentos, los presos organizados dan una lección sobre el ejercicio de la libertad. Para resistir, Patishtán daba clases de español a los presos, les indicaba cómo leer un documento o escribir un comunicado. También, en colectivo, los presos se convertían en doctores y hasta sicólogos: todavía hoy están organizados con autonomía y lo demuestra su capacidad de alzar la voz e irse a huelga de hambre. Patishtán dijo cuando salió de su cautiverio: Yo siempre me sentí libre. En tiempos de coronavirus, podríamos conservar esta frase como horizonte, y ayudar a propagar la voz de los tzotziles que resisten al coronavirus en prisión.

 

*Cronista