El narcisismo artístico y la caída del Ministerio de Culturas
¿Cómo reaccionaron algunxs artistas a la eliminación del ministerio de Culturas? ¿Por qué consideran que lo cultural solo se restringe a sus prácticas o creaciones personales? ¿La cultura es de todes o solo de quienes tienen el privilegio de producirla y consumirla? El debate está on fire.
No recuerdo haberla visto vestida de esta manera antes. Toda de negro: una blusa de cuello alto, un saco muy convencional y unos sutiles aros dorados cayendo sobre su pecho. La intención es clara: transmitir un mensaje de recato y austeridad. Además, reforzar esa torpe severidad «maternal» con la que le obligan a envolver cada una de sus frases. Viste un luto obligado, como queriendo demostrar que pese a la ineficacia de su gestión en la contención de la pandemia, las muertes le importan. Nadie imagina que del primer minuto de este nuevo mensaje presidencial el ministerio de Culturas dejará de existir.
Pese a que el anuncio generó un descontento general en actores culturales de distintas áreas, también hubo quienes, desde quién sabe qué rubros, en su desconocimiento, esgrimieron con arrogancia argumentos irrisiorio. En su torpeza, muchas de estas personas asumen que la interculturalidad boliviana fue inventada por el Movimiento Al Socialismo, que el gasto en culturas (menos del 1% del Presupuesto General del Estado) es un verdadero derroche o que los fenómenos culturales de toda una nación están restringidos a la producción y consumo (repito, producción y consumo) de libros y películas.
Penosamente, incluso algunxs artistas intentaron quitarle gravedad al asunto. Con frases del tipo «no necesito un ministerio para volar» o «agradezcamos que esta profesión nos abre el alma», presumieron un narcicismo naíf asumiendo que solo los artistas «crean cultura en el país». Esta presunción de que las «culturas» tienen que ver solamente con el trabajo creativo de espíritus libres, desenfadados y «empáticos», no deja de tener un velo elitista y excluyente, considerando que se asume la cultura como una elaboración exclusiva de quienes tienen las condiciones de desarrollar su creatividad y difundir ese trabajo. Pero ese es otro debate en el que también habría que discutir la validación hegemónica de lo que sí es considerado un producto artístico (repito, producto), con toda la estructura de privilegios que sostiene ese mundillo cultural oficial que copa espacios mediáticos y cada tanto se inventa alguna alfombra roja.
Hay una candidez ingenua, o un ego descolocado, en el hecho de considerar que cierto tipo de trabajo artístico, desde los escenarios, desde el espectáculo, define culturalmente un país e ignorar que se trata más bien de una compleja construcción identitaria (histórica, social, filosófica, científica, tecnológica, etc.). Aunque el arte y sus expresiones sean una pieza fundamental en el entramado de lo que se puede entender por «cultura», no representa más que eso, una pieza. Creer que lo cultural se restringe únicamente a las manifestaciones estéticas validadas desde cierta élite y bajo los estándares del buen gusto clasemediero, no deja de ser un gesto soberbio, más aún en un país como el nuestro.
El Movimiento Al Socialismo y su paupérrima administración del ministerio de Culturas y Turismo tiene mucha culpa en la asimilación de esa instancia como una empresa organizadora de eventos y festivales. El uso discrecional de sus recursos en ámbitos que tenían más que ver con el espectáculo y el entretenimiento repercutió directamente en la imagen que se creó en torno a este despacho y el resto de sus atribuciones que, entre otras cosas, también incluían programas de descolonización y despatriarcalización. Estas últimas, tareas siempre postergadas y usadas por el anterior Gobierno demagógicamente.
Está claro que la institucionalizanción de lo cultural, sus distintas manifestaciones y dimensiones, no garantiza ningún tipo de beneficio para el sector de manera directa, pero sí se constituye en un espacio de disputa continúa con una contraparte obligada a asumir ciertas responsabilidades, realizar un mínimo de gestión y operativizar agendas que de otra manera quedarían aún más escondidas en los vericuetos de la burocracia estatal.
Por otra parte, desconocer la importancia del ministerio de Culturas es omitir un elemento constitutivo de lo que se entiende por Bolivia en las últimas décadas, es volver al ostracismo de los vinos de honor en salones lujosos y exclusivos como sinónimo de cultura, donde la interculturalidad y la diversidad solo cumplen una función de ornamento «étnico».
También es olvidar la historia del propio sector artístico que, como bien explica la periodista cultural y crítica teatral Mabel Franco, fue fundamental en la conquista de una cartera de culturas dentro el Ejecutivo, luego de muchos años de esfuerzo, protestas, articulaciones y debates. No fue una invención o concesión de ningún Gobierno, fue el trabajo que surgió desde las calles y con demandas que aún hoy permanecen vigentes.
Finalmente, queda la gran interrogante de qué sucederá con todas las obligaciones postergadas e ignoradas por el exministerio de Culturas ahora que pasará a depender de una de las carteras de Estado que más ineficiencia ha demostrado, con una cabeza ultraconservadora y fiel militante del fundamentalismo cristiano, ante los retos de la crisis sanitaria. Solo por poner un ejemplo, a tres meses de la llegada de la pandemia al país, aún no se tiene ni un boceto de lo que podría ser una reglamentación sobre la formación a distancia. Solo promesas y disculpas, marcas registradas del Gobierno de transición.
¿Qué pasará con el Premio Eduardo Abaroa? ¿Los fondos del Adecine? ¿Las deudas con lxs premios nacionales de literatura? Quien sabe