PostaPorteña
21.JUN.20
Parecía impensable hace unos años, pero en España, la eventual nacionalización de Alcoa y Nissan es parte del debate político «mainstream». No es algo aislado. Desde el principio del confinamiento es parte de las políticas que Alemania y Francia impulsan desde Bruselas. Los sindicatos piden abiertamente banca pública y producción nacional de propiedad estatal en sectores «estratégicos» No se refieren solo al aprovisionamiento de materiales sanitarios. Gran Bretaña se plantea nacionalizar British Airways y Alemania está haciendo lo propio con Lufthansa.
Nuevo Curso 18 junio 2020
El gobierno alemán se plantea incluso capitalizar desde el estado a grandes marcas de automoción. Y no es solo en Europa, Argentina y Turquía está en la misma.
Se está abriendo una nueva etapa de nacionalizaciones en Europa y el mundo.
Y como siempre, nos las venden como una cierta forma más o menos acabada de «socialismo» o como mínimo como una forma de defender «buenos puestos de trabajo» frente al capitalismo. ¿Qué significa la renacionalización y estatalización de la producción para los trabajadores y por qué el capital aboga ahora por ellas?
La nueva ola de nacionalismo económico tiene cuatro vectores que, aunque ya estaban presentes y emergiendo en los últimos años, con la pandemia han cobrado fuerza contrariando aparentemente los discursos hegemónicos «neoliberales» de los últimos treinta años: limitaciones a las compras de empresas por capitales extranjeros, renacionalización de cadenas productivas, nacionalizaciones y fomento de la producción estatal. Veamos antes que nada a qué responden.
Antes de nada: de qué va ésto del capitalismo
En esencia el capitalismo no tiene nada de novedoso:es un sistema de explotación de una clase por otra. Como todas las formas de explotación anteriores su núcleo no es otra cosa que la capacidad de disponer y dirigir el trabajo de una clase trabajadora a la que explota. Lo novedoso es cómo lo hace: no viene un patricio romano a esclavizarnos para ir a trabajar en sus campos, ni un señor feudal a quitarnos por la fuerza parte de lo que produjimos por nuestra cuenta en los nuestro, sino que la imposibilidad de producir por nosotros mismos nos obliga a vender «libremente» horas de nuestra fuerza de trabajo a organizaciones, llamadas empresas, que poseen capital. La explotación se realiza por medios económicos, no por la compulsión armada ni la exacción violenta y franca.
Pero esto es solo una parte. El capitalismo se llama así porque el sistema entero, con todos sus automatismos, se organiza y organiza el uso de los recursos y la producción social en torno al capital. El capital no es más que un derecho a usar fuerza de trabajo y recursos que puede ser acumulado. El sistema premia a los usos más productivos, es decir, los que fueron más eficientes a la hora de explotar trabajo, con más capital.
Esos usos, esas aplicaciones de capital son las empresas. Si pierden capacidad para «crear más valor», es decir para exprimir más cada hora de trabajo empleada, su participación en el capital nacional caerá. Se descapitalizarán. Si por el contrario consiguen «mejorar resultados» su peso relativo aumentará y tendrán «derecho» automáticamente a un porcentaje proporcionalmente mayor de las ganancias totales, es decir de los nuevos derechos de explotación que se producen a cada ciclo. Desde el punto de vista del capital el «tejido empresarial» es un sistema de vasos comunicantes por el que se mueve a toda velocidad a través de «los mercados» financieros. Los mercados de capital equilibran los resultados del dinero invertido en función de su participación sobre el total del capital nacional, favoreciendo las aplicaciones que explotan más eficientemente a los trabajadores y penalizando las que menos. Las ganancias y las pérdidas son las señales por las que los capitales se guían para moverse continuamente de unas a otras, buscando donde emplearse para aumentar la eficacia de su uso, es decir, su «rentabilidad» y con ello la rentabilidad total del capital nacional.
Es ese principio de acumulación en torno a las aplicaciones más rentables el que lleva a que la economía capitalista viva en y para el crecimiento. Pero atentos: en realidad el motor y el objetivo no es producir físicamente más, aunque esa pueda ser una consecuencia. Lo que mide el crecimiento es otra cosa: el aumento del trabajo impago total que produce el sistema, la famosa plusvalía.
Ese es el «valor» que se espera crezca cada año y que se mide como «crecimiento del PIB». Cuando nos dicen que la economía de un país creció el 3% nos están diciendo que el resultado en términos de «valor», es decir, de trabajo impago, fue un 3% más que el año anterior. Por eso ahora un simple parón de actividad, en el que no se han destruido instalaciones ni infraestructuras, se traduce en una fuerte caída no solo del PIB, sino del valor y la capitalización de las empresas.
Protección frente a compras foráneas «estratégicas»
Comoquiera que los mercados financieros conectan los grandes capitales nacionales y sus principales aplicaciones de forma directa, la descapitalización de las empresas de un país se convierte en descapitalización del capital nacional frente a otros competidores… Al «valer» relativamente menos, las empresas de un país se convierten rápidamente en «gangas» para los capitales ganadores que tendrán la tentación de aprovechar la situación y comprarlas.
En general los capitales nacionales saludan estas compras. Si vienen capitales de fuera con mejores tecnologías y formas de organización, elevarán la rentabilidad media del capital nacional y el porcentaje de ganancias que le tocará en el reparto de plusvalía mundial a través de los grandes mercados financieros. El ejemplo siempre presente es la industrialización masiva en China desde los noventa. La cuestión es que si se hace mediante compras no siempre va a ir acompañado de mejoras reales de la eficacia en la explotación. Es muy posible que se trate de compras «estratégicas», frente a las que, como hemos visto éstos días todos los capitales, empezando por los de la UE, quieren protegerse.
¿Qué son estas «compras estratégicas»? El capitalismo está en una fase histórica de decadencia que lleva a las últimas consecuencias las tendencias que definen el imperialismo.
El imperialismo no es otra cosa que el resultado en la organización y las prácticas a todos los niveles del sistema de la ausencia crónica de mercados solventes para la masa creciente de productos y la carencia consecuente de suficientes aplicaciones «productivas» para el nuevo capital creado a cada ciclo. Cuando un capital nacional externo compra una empresa local que está «pasando un mal momento», priva de un posible destino a un capital nacional local que ya sufre por no tener donde colocarse fácilmente. Si la compra va acompañada de inversiones nuevas que aumenten la rentabilidad del capital invertido -elevando por tanto la media nacional- y de crecimiento de las ventas en otros mercados, bien puede compensar. Pero si de lo que se trata es simplemente de «tomar la posición», no. Por eso las protecciones y obstáculos a compras de bancos, eléctricas, etc. que son fundamentales para cada capital nacional y en las que sin embargo no está nada claro que la llegada de nuevos propietarios vaya a aumentar la rentabilidad real beneficiando a todo el capital nacional.
Renacionalización de cadenas productivas
La renacionalización de cadenas productivas hace parte de la misma lógica. Históricamente el movimiento brexiter y el trumpismo encarnan políticamente su paso a primer plano como respuesta frente a la tendencia permanente a la crisis de sectores de la burguesía industrial y la pequeña burguesía. Lo explicaba hace poco con bastante claridad Robert E. Lighthizer, representante comercial de EEUU y merece la pena reproducir una cita un poco larga:
En los últimos años, las empresas han estado repensando la forma en que las líneas de suministro en el extranjero que se extendieron en exceso las exponen a riesgos inaceptables, una reevaluación que recibió un impulso de la reorientación del presidente Trump de la política comercial de Estados Unidos. Un deseo de «eficiencia» propio de un lemming [=suicida] había provocado que muchos de ellos trasladaran la fabricación en las últimas dos décadas a China, Vietnam e Indonesia, entre otros lugares.
Lo hicieron para ahorrar en costos laborales o para evitar los estándares ambientales, pero esa no era toda la historia. […] Para los negocios, esta estrategia valió la pena a corto plazo. La mano de obra barata significaba mayores ganancias. Pero para Estados Unidos, los efectos fueron traumáticos. Estados Unidos perdió cinco millones de empleos manufactureros. Eso, a su vez, devastó pueblos y contribuyó al colapso de las familias, a una epidemia de opioides y a la desesperación. […] Los acuerdos comerciales durante este tiempo, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, redujeron a cero los aranceles a las importaciones procedentes de países de bajos salarios, empeorando las pérdidas de empleos en la industria manufacturera. Estos acuerdos hicieron gestos para «nivelar el campo de juego» para los trabajadores al exigir que nuestros socios comerciales asumieran obligaciones laborales y ambientales simbólicas. Pero estas medidas resultaron ser inofensivas e inaplicables. El resultado fue un arbitraje regulatorio puro: las empresas podrían evitar los estándares laborales y ambientales de los EE.UU. al fabricar en el extranjero y al mismo tiempo disfrutar de un acceso libre de impuestos a nuestro mercado. […]
Recientemente, sin embargo, hemos visto un cambio tanto en las actitudes comerciales como en la política gubernamental. Muchas empresas se han dado cuenta de que la deslocalización crea riesgos que a menudo superan las eficiencias incrementales. Largas líneas de suministro fluyen a capricho de la política local, los conflictos laborales y la corrupción. En algunos países, como China, se han realizado esfuerzos en todo el gobierno para robar propiedad intelectual en beneficio de las empresas nacionales que se convierten en los principales competidores de las víctimas del robo.
Al mismo tiempo, la tendencia en la política comercial también estaba cambiando rápidamente. Las empresas han visto que el presidente Trump no apoyó su búsqueda ciega de eficiencia en la economía global, lo que se manifiesta en la política de libre comercio teológico sin restricciones por imperativos sociales en competencia. En cambio, se centró en los trabajos, particularmente en la manufactura, porque reconoció la importancia del trabajo productivo no solo para nuestro PIB, sino también para la salud y la felicidad de nuestros ciudadanos. El éxito empresarial y la eficiencia económica, por supuesto, siguieron siendo consideraciones importantes. Pero ya no eran el principio y el fin de la política comercial.
Traduzcamos añadiendo un poco de contexto histórico: el capital estadounidense y el europeo de los 70 y 80 se enfrenta a una redoblada tendencia a la crisis y una oleada de huelgas y luchas de dimensiones globales. Sin nuevos mercados en los que vender la producción los mercados nacionales de los grandes capitales son aguas estancas, cada cesión a los trabajadores acaba convirtiéndose en inflación que a su vez lleva a otra tanda de huelgas para recuperar lo perdido. El desarrollo de tratados de libre comercio y de la libre circulación del capital resuelve -temporalmente- ambas cosas: el capital explota mano de obra más barata fuera aumentando su rentabilidad y las huelgas prácticamente desaparecen de Europa y EEUU reduciéndose a procesiones fúnebres de sectores industriales completos que negocian con ellas las prejubilaciones y los despidos.
La ampliación del tablero de juego del capital en un contexto de costes de transporte a la baja, estira al máximo las cadenas de producción y las reparte por el mundo. El resultado es aparentemente contradictorio: las nuevas inversiones en países como China, Vietnam, Brasil o México sacan de la miseria extrema a millones de personas, muchos de ellos campesinos que viven un acelerado proceso de migración y proletarización. Al mismo tiempo la precarización y pauperización inician una carrera de largo aliento en los países centrales. Los capitales orientados a la producción local se refugian en la construcción y los servicios intentando incapaces de competir con las empresas «globalizadas» que han «deslocalizado la producción». Al hacerlo los mercados internos se debilitan con la atomización y empobrecimiento relativo creciente de los trabajadores. El estallido en cadena de las burbujas inmobiliarias a partir de 2008 les convence de que la globalización ha sido «suicida». Y por si fuera poco, la crisis, que también es global, azuza las tensiones imperialistas entre distintos capitales nacionales, produciendo tanta más inseguridad para las inversiones cuanto más extensas y más regiones y países distintos involucren las cadenas de producción receptoras de capitales. Y para rematar: China se está convirtiendo en un competidor global, no solo en el mercado de consumo con marcas propias, sino también compitiendo en inversiones y créditos, es decir, compitiendo por la propiedad de nuevas aplicaciones de capital incluso en los lugares donde el capital de los países centrales era renuente a invertir como África.
La pandemia, como vemos al seguir el pulso semanalmente de las tensiones imperialistas no ha hecho sino acelerar aun más el «desacoplamiento» que ya estaba en marcha y que había sido impulsado por la guerra comercial de EEUU contra China y la renegociación de las balanzas comerciales que lleva tratando de imponer desde la llegada al poder de Trump.
Nacionalizaciones y producción industrial estatal
En los dos puntos anteriores hemos visto como los capitales nacionales intentaban mantener a toda costa aplicaciones de capital frente a sus rivales y cómo los riesgos del desarrollo de las tensiones imperialistas entre ellos habían puesto en marcha una tendencia a «renacionalizar producción» incluso antes de la guerra comercial.
Todo forma parte de una evolución hacia un «capitalismo de guerra» característica de las épocas pre-bélicas.¿Por qué la nacionalización de unas industrias y la creación de otras por el estado, que se da en el mismo contexto y con los mismos objetivos iban a resultar «progresista» de ninguna manera?
A finales del siglo XIX y principios del XX, cuando el capitalismo ascendente se agotaba ya y el imperialismo empezaba a dar forma al capitalismo global, el estado empezó a crecer como agente económico. El auge del militarismo propició un sector industrial estatal propio. La absorción de la gran industria por la banca, formando lo que hoy llamamos capital financiero y de la burocracia del estado con los monopolios y oligopolios privados, preparó una nueva forma de organización ultraconcentrada del capital nacional que se desarrollaría brutalmente con las guerras mundiales: el capitalismo de estado.
Los revolucionarios que estudiaron aquellos primeros pasos entendieron correctamente que se trataba de un paso más, de aquello que había iniciado el nacimiento de las sociedades anónimas medio siglo antes: la «socialización de la figura del capitalista». El capitalista individual, el viejo «capitán de industria», se disolvía conforme el capitalismo maduraba, en una función, en una forma social colectiva que al final del viaje, se fundía de una manera u otra con el estado.
Se saludaba por tanto no porque fuera progresista en sí, sino por todo lo contrario: evidenciaba que el sistema entraba en su fase de decadencia histórica, la etapa en la que el cambio de modo de producción se hacía una necesidad histórica
Por otro lado, la devastación sufridas por los territorios en los que la Revolución rusa triunfó, en agobiante espera de un triunfo de la revolución socialista en Alemania y otros países centrales, llevo a partir de 1920 a los comunistas rusos a intentar reanimar la producción y recomponer las relaciones con una pequeña burguesía campesina gigantesca siempre al borde de reabrir la guerra civil, mediante un capitalismo de estado propio. No viene al caso discutirlo ahora, pero la contrarrevolución prospero y se afirmó precisamente desde él, agrupada en torno a la burocracia gestora identificada con ese capital nacional que se recomponía desde el estado bajo teórica supervisión de los soviets, es decir, de los trabajadores auto-organizados como clase e imponiendo sus intereses. Los revolucionarios del momento, empezando por Lenin y Trotsky, cometieron el error de atribuir a la burocracia contrarrevolucionaria el objetivo de convertirse en una burguesía clásica de propietarios individuales, y confundieron la defensa de las instituciones del capitalismo de estado, como la propiedad estatal, con la defensa de la dictadura de clase. Era un error y grave, porque a nivel mundial las burguesías más rancias habían pasado ya esa fase, el capitalismo de estado con mayor o menor grado de estatalización de la propiedad era ya su forma de vida y organización.
El capitalismo liberal nunca volvería. Es cierto también que Trotsky al final de su vida afirmó específicamente que no era una posición de principio y que debería ser evaluada en el curso de la segunda guerra imperialista. Y que tanto su viuda Natalia Sedova como las fracciones de la Internacional que se mantuvieron fieles al derrotismo revolucionario en el curso de aquellos años, realizaron una crítica radical y afirmaron el carácter imperialista y del capitalismo de estado de la Rusia stalinista. Pero la derecha de la IVª Internacional, lo que hoy se conoce como «trotskismo», simplificó hasta la parodia lo que había sido un error de valoración, dando por buena la gran mentira stalinista y equiparando capitalismo de estado a socialismo. Resultado: desde los años 50, los restos reaccionarios de la segunda, la tercera y la cuarta Internacionales, celebraron toda medida de nacionalización o concentración del capital alrededor del estado como «socialismo»
¿Hay algo de «progresista» en todo ésto?
De aquellos polvos contrarrevolucionarios del siglo XX, estos lodos mentirosos del siglo XXI. Lo que estamos viendo, en primer lugar, es la renacionalización de producciones que se habían confiado a proveedores extranjeros más baratos, básicamente materiales médicos, con el estado como garante. Es decir, paga más por mascarilla a cambio de tener el abastecimiento necesario en cualquier circunstancia. No es algo distinto a lo que hace con Correos para asegurar el reparto postal -y algún servicio más- allá donde no resulta rentable a los capitales que concurren en el mercado organizar toda una estructura de distribución. Lo mismo hace con el acceso a la electricidad usando la red eléctrica y seguramente hará dentro de poco lo mismo con Internet. Son derivadas de la labor del estado como garante del mercado y garante de las condiciones para maximizar los resultado de la acumulación.
Crear nuevos sectores productivos o nacionalizar empresas en cierre también es parte de lo mismo, incluso se presenta abiertamente como tal en la argumentación que hace UGT cuando dice que quiere una banca pública«no solo para hacer llegar las ayudas e incentivos públicos a sus destinatarios sino como instrumento imprescindible para impulsar sostener el tejido empresarial». Lo que es aun más clarificador, apunta que «el Estado tiene que estar en la recomposición de los servicios públicos y el sistema financiero cada vez es más público». Lo que resulta muy coherente con su defensa de la nacionalización de Alcoa cuando apunta que «el aluminio tiene que ser uno de esos instrumentos básicos que un Estado debería poseer».
¿Qué está diciendo en realidad? Que para mantener la rentabilidad y la capacidad para acumular y atraer capitales -que es de lo que va esto- el suelo estatal tiene que estar cada vez más alto. La banca, en larga crisis de rentabilidad, ha convertido los servicios financieros básicos en «cada vez más públicos», la producción aluminio, incapaz de ser rentable con los precios eléctricos al alza, también se convierte en el «instrumento esencial»… para mantener la rentabilidad de cada vez menos aplicaciones de capital, hace falta que el estado se haga cargo de la capitalización de cada vez más sectores productivos y los financie… con impuestos que pagan mayoritariamente los trabajadores y que pueden subirse a necesidad con menos resistencia que las bajadas directas de salarios. Capitalismo de estado contado con crudeza.
Nada que apunte a un cambio de los motores y los objetivos de producción hacia la satisfacción de las necesidades humanas, todo lo contrario, se nacionaliza o se inicia de forma estatal la producción de nuevos sectores para mantener la carrera hacia la miseria y la economía de guerra que requiere la agónica revalorización continua del capital. Y lo dicen ellos mismos.
Quien sea el titular de la explotación debería darnos igual. Los explotados somos nosotros y todos los mitos según los que seríamos menos explotados por empresas estatales que por empresas cotizadas en bolsa, se han revelado falsos hasta el hambreo. No tenemos nada que ganar con nuevas versiones ultra-concentradas del capitalismo de estado, tampoco con las supuestamente más «liberales». Hoy en día, lo único progresista es librarnos de esta costra anti-social y anti-histórica de las relaciones capitalistas. Y solo aporta alternativas para la humanidad como un todo y en cada problema concreto, lo que enfrenta la lógica destructiva y empobrecedora de esas relaciones. Empezando desde los más concretos de los problemas: satisfacer las necesidades básicas negadas cada vez más virulentamente.