Testimonios desde Estados Unidos
La rebelión empieza en el río Misisipi
A través de sus ventanas, con el cuerpo en las manifestaciones, el barbijo no traga el grito de bronca y dolor tras el crimen de George Floyd. Desde Minneapolis, Chicago, Nueva York y Washington inmigrantes latinos cuentan cómo impacta en la vida cotidiana el doble desafío de combatir el coronavirus y activar por los derechos afrolatinos.
Minneapolis
Minneapolis tiene una comunidad progresista y movimientos sociales fuertes. Pero no cruzan el puente. Se quedan del mismo lado en el que viven indígenas, afros y migrantes. Más allá, llegando a Saint-Paul (“San Pablo” para lxs latinxs), hay mansiones y universidades privadas. Es que el Río Misisipi no sólo es una frontera de agua.
Indígenas estadounidenses, afrodescendientes, mexicanos (muchos de Morelos), guatemaltecos, salvadoreños y somalíes son las principales comunidades de esa periferia, donde la renta es barata. Están en barrios que se llaman Powderhorn, Corcoran, Phillips, Central, zonas históricamente olvidadas hasta hace unos cinco años, cuando el pulpo de las inversiones inmobiliarias empezó a echarles el ojo.
El asesinato de George Floyd fue precisamente ahí, en el Barrio Central, en una de sus esquinas, en un espacio urbano que es símbolo de convivencia cultural, étnica y religiosa. Esas calles son una red, y los nodos son negocios familiares como la tienda Cup foods (sus dueños musulmanes habilitaron en el sótano un centro de oración), una iglesia bautista históricamente negra y el negocio del iraní que está cruzando la calle.
—En esa esquina se comete la ejecución pública de un hombre negro por un cheque rebotado de 20 dólares. Por eso la rebelión empieza en Lake y Minnehaha.
Emilia González Ávalos es referente de Navigate Unidos Minnesota, una organización que surgió en 2006, del movimiento de los dreamers. Emilia es chilanga, y también de ahí. Atravesada por el Covid primero y la violencia institucional ahora, la agenda de Navigate cambió rotundamente. “Hay hambre. Por eso organizamos bancos de alimentos. De repente, ahora nacen en una esquina y en otra. La gente lleva cosas no perecederas para que cualquiera que pase por ahí las tome.” Muchas personas de la comunidad se quedaron sin trabajo, y por su situación migratoria no califican para ninguna “cobija” social. También reparten pañales, toallitas menstruales, dentífrico, shampoo y “comida cultural”, así un ecuatoriano o una niña somalí, por ejemplo, pueden comer lo que acostumbran.
También se reorganizó The American Indian Movement (AIM): hacen patrullas de seguridad comunitaria y limpiezas vecinales para levantar escombros y conseguir donaciones que ayuden a levantar los locales comerciales otra vez.
—Aquí se ve la desigualdad pero también la resiliencia.
Refuerzan alianzas y se inventan otras nuevas, como cada 1 de mayo, el día más importante del año en la zona franca de Minneapolis, cuando artistas, activistas, estudiantes, maestras, vecinos y vecinas se juntan a festejar su día, hacerlo multicultural, internacional, intergeneracional y majestuoso. Los festejos terminan antes de las 8 de la noche, cuando asoma el lado oscuro, promiscuo y frágil del lugar. Hoy todos comentan lo mismo: “los supremacistas blancos” aprovecharon que la gente salió a la calle, tan legítimamente enojada, para colar su violencia y generar tensiones internas.
“Ahora nos toca reflexionar colectivamente: qué significa esta rebelión, cómo no confundirnos, cómo reconectar con nuestras memorias, cómo sacarle el baño de pureza a las figuras históricas y pensarlas como gente de lucha que hizo lo que tenía que hacer para alcanzar la justicia”, dice Emilia González Ávalos en un fogoso audio de WhatsApp. Una de las maneras de hacerlo -continúa- será trabajando sobre el monumento levantado sobre la Lake St., Minneapolis: el de Emiliano Zapata.
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—Lo que está pasando es un sismo. Es como que Moisés abrió las aguas: ahora hablo y la gente me escucha, camino y la gente me ve. Lo siento en el hospital.
Verónica Svetaz se recibió de médica en la Universidad Nacional de Rosario. Hoy tiene su vida y su carrera hechas en Minneapolis. Trabaja en el Hennepin Healthcare System, uno de los hospitales más grandes de Minnesota, que cumple la función de “Safety Net”: servir a las comunidades marginalizadas y/o sin seguro médico. Ella siente que en su cerebro tiene una GoPro, un radar de abusos, discriminación, “colorismo”. Sobre todo desde que gobierna Trump. Con su equipo del área Adolescencia e Inequidades en Salud estudian las historias clínicas y detectaron que en los últimos dos años los diagnósticos de angustia en niños y adolescentes se multiplicaron por seis por dos razones: las separaciones familiares generadas por la policía y el clima antiinmigrante que se vive en el país.
“En el fondo no es cierto que Minnesota sea progresista. La expresión del racismo depende de en qué lugar del país estás parada. En el sur y en Chicago, por ejemplo, es más bofetada, de frente. Acá es un racismo con guantes blancos, con una sonrisa, se le llama Minnesota nice. Hace dos años vinieron unos paramédicos a buscar a una paciente de 16 años para llevarla al hospital. Sentía que había algo más. Cuando se iban le di la mano a uno y me la rechazó. Sin mirarme, dijo: ´No tengo guantes´. Hasta el policía de seguridad de la clínica se quedó sin habla.”
Diez años antes ya había presenciado escenas de racismo cuando le tocó llamar a la policía para trasladar a un chico con intento de suicidio. Vinieron dos agentes. Mientras preparaba el resumen del paciente, escuchó gritos. “´¡Por qué no me respondés!´, le decía al chico mientras lo esposaba. Le contesté: ´Porque sólo habla español´. Yo pensaba: ´Vero ponete firme, sacá tu voz, miralo´. Sentía que si daba un movimiento en falso me tiraba al piso. Me temblaban las rodillas como el primer día que estuve en terapia intensiva como médica.”
Uno de los libros preferidos de la especialista en Adolescencia es Cómo protegerse del racismo haciendo meditación. Cada vez que lo recomienda aclara: “Porque el racismo te mata”. También propone leer el artículo The Talk, del New York Times: xadres de la comunidad afro hablan de la retraumatización que sufren al tener que darles a sus hijos la charla que sus papás tuvieron con ellos. Una generación después, pensaron se iba a terminar. Un papá dice algo así como mi hijo es precioso, sólo le veo cosas positivas, no puedo creer que alguien le pueda hacer algo.
“La responsabilidad del cuidado no tiene que estar sólo en los hombros de las familias -asume Verónica Svetaz-. Nos toca a los médicos también entrenarlos en sus derechos y cuidarlos de la policía. Les enseñamos que en caso de abuso miren el número de placa y nombre, y vengan a buscarnos para que los adultos hagamos la denuncia. Ni siquiera así podemos salvarles la vida.”
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Nueva York
Desde la ventana ve una cabina telefónica, de las pocas que aún quedan en pie en su ciudad, Nueva York. Ve también que en uno de sus lados pegaron un poster, un dibujo de George Floyd.
“Algo que me impresiona desde que empezó el Covid es el desvío de los ojos de la gente que va por la vereda. Me impacta ir con la cara cubierta por una máscara, desviando también la forma de caminar”, dice Joseph M. Pierce, profesor del Departamento de Lenguas y Literatura Hispánicas de Stony Brook University.
Vive en una zona de Brooklyn junto a afrocaribeños: gente de Jamaica, Trinidad y Tobago, Haití y otras islas. “Mis vecinos son anglófonos sobre todo.” Muy cerca de ahí se coordinó la manifestación grande del fin de semana pasado. Desde su ventana Joseph Pierce escuchó los 40 “carros” de policía que pasaron a toda velocidad, con las sirenas encendidas, para reprimir la protesta. Más que el ruido, fue la vibración de los helicópteros lo que lo impresionó de tanta vigilancia.
Su departamento está en un primer piso, arriba de un lugar que es café de día y bar de noche. El bar se cerró al comienzo de la pandemia, era un punto de encuentro. Ahora abre sólo de día, la gente va igual y pide para llevar. Algunas personas se quedan charlando. A Pierce también le llaman la atención las cintas de colores pegadas en el piso para marcar las distancias, las ve “como un mapa que dice dónde hay que parar”.
El dibujo de George Floyd mira hacia una avenida, mira a los transeúntes que van a tomar “el metro” o hacia el supermercado que está en la otra cuadra. Floyd mira hacia el sur. “En ese dibujo tiene un suéter gris rayado, se ve tierno. Y por una coincidencia, no sé, arriba de su nombre está la marca de la cabina telefónica: Titán. Qué ironía, esa marca junto a un hombre muerto por la policía. Supongo que me mira también, yo puedo ver sus ojos desde acá.”
A través de esa ventana, la primera parada cuando se levanta de su escritorio, el académico también se cuelga a observar la escalera de la salida de emergencia, cómo el óxido que va cubriendo las capas de pintura que la hicieron verse verde primero, negra después. A las marchas no fue. Se quedó escribiendo. Representa a un comité de diversidad de la universidad donde trabaja, y estuvo redactando un documento contra la discriminación racial y la violencia policial.
—De noche escucho gente en la calle tocando música, como siempre.
Pierce teme que mañana la cotidianeidad siga igual. Pero cambia de opinión cuando pisa a la calle y siente la tensión. Aún no se instaló la quietud a la que obliga el toque de queda declarado ayer.
“En definitiva, hablamos de lo mismo: el racismo estructural es una epidemia en Estados Unidos, es más letal que el covid y se ha cobrado muertos por siglos. Hoy la ansiedad es generalizada y tiene que ver con la precarización de los cuerpos y con una policía animada por Trump a ejercer más violencia. Ese malestar, creo, también tiene que ver con la imposibilidad de tratar de modo adecuado a los muertos, a los muertos por covid y por las diferentes enfermedades que el covid ha exacerbado o por falta de acceso a tratamientos adecuados.”
Desde su ventana el otro día vio un altar hecho con esa colección de velas que tienen santos y son de diferentes colores. Alguien había muerto. También vio llegar a la policía y obligar a la gente a dispersarse.
Ahora, mientras cruzamos audios de Whatsapp, se interrumpe para decirme que por su ventana ve que una mujer blanca se detiene frente al teléfono público. Está con una niña de 8 años de vestidito y monopatín.
—La mujer está señalando con el dedo del dibujo de George Floyd. Imagino que le explica a su hija quién es.
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Chicago
Demetria Iazetto vive en la otra punta del mapa pero el domingo pasado salió a la calle a cacerolear.
—Fui con barbijo y un tamborcito.
En la esquina de su casa, en Chicago, eran 20 personas. La que más se le grabó fue la chica que estaba con su hijo de 5 años y el cartel Racism Bad. Cuando volvió puso la tele, los noticieros mostraban disturbios. “Estamos en shock. Ya hablé con mis hermanas y vecinos, decidimos volver a salir. Pensamos qué hacer, cómo contribuir a este diálogo nacional contra la violencia de la policía y el racismo estructural. Por lo menos hasta noviembre.”
Demetria está decidida a trabajar contra Trump, a detener su reelección. Tiene 72 años, vive en su departamento. Hasta ahora apenas dejaba la casa para caminar y comprar, una vez por semana, cumpliendo con la cuarentena como prevención ante el Coronavirus.
Nació en Chicago en 1947. Se acuerda del día que mataron a Martin Luther King, “en abril del 68”. Creció en un barrio de clase trabajadora. Su papá era carnicero en el supermercado familiar. Su mamá la cuidaba a ella y a sus cinco hermanos. Era una zona de italianos, afros y latinos. Me olvidé de preguntarle si fue por ese roce que habla castellano. Me cuenta que nunca vio tanto humo, mucho humo negro, como el que flameó por su ventana después del asesinato del líder. Acababa de terminar el secundario, iba a una escuela religiosa. Demetria es blanca.
—Un día una amiga negra vino a casa y sonó el teléfono. Atendió mi mamá. La mujer que llamó, una vecina, dijo: ´Vi entrar a una negra. ¿Hay algún problema? ¿Llamo a la policía?´. Mi mamá le dijo que no, y le cortó: ´pum´. Ahí nació mi conciencia.
Fue profesora y administradora de un programa docente para maestras de “kinder” y primaria. Leyó mucho a Paulo Freire. Cerca de su casa estaba la calle Taylor con su muro de 1×3 metros, donde los chicos blancos y negros peleaban por el territorio.
—Era fácil aprender a ser racista, lamento decirte.
Fue mucho años después que entendió por qué la incomodaba escuchar a sus primos referirse a una persona negra o latina como “nigger” (negro) o “eggplant” (berenjena). Chicago (donde el 33 por ciento por ciento de la población es afro, según el censo de 2010) es uno de los centros de activismo del Black Lives Matter.
Nunca antes Demetria había visto tantas manifestaciones y al mismo tiempo en Estados Unidos. Dice que desde la asunción de Trump el paisaje se fue despertando. “Es bueno ver más gente en la calle con ganas de cambiar las injusticias. Yo aprendí mucho también de la resistencia afro, de mis amigos de Argentina, incluso tengo mi pañuelo verde. Hasta ahora, antes del asesinato de George Floyd, las marchas en Estados Unidos no tenían el mismo energía. Pero cada día mas y más gente estamos en las calles, manifestándonos, gritando y pidiendo justicia.”
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Washington
—No tengo palabras. Trato de entender pero me cuesta un montón.
Aldana Vales es una periodista argentina que viajó a NYC por una beca de estudios, luego consiguió un trabajo en Washington, y allá fue. Desde su nueva casa, bromeaba: “Qué lugar aburridísimo. En Nueva York sentía FOMO por perderme algo. Acá tengo FOMO por perderme lo único que suceda. No ves gente salvo en el mall o en los museos”.
Llegaba el último viernes de mayo. La alcaldesa Muriel Bowser había anunciado que ese día la ciudad pasaría a la Fase 1 de la apertura del confinamiento. Las noticias locales preguntaban: ¿saldrá la gente a la calle? La gente salió y llenó la 14, una de las avenidas principales. Salió para marchar a la Casa Blanca.
Según el censo de 2010, el 50,7 por ciento de la población de Washington es afroamericana. Hoy representan tres cuarta parte de las víctimas locales por Coronavirus. La alcaldesa es negra, y crítica con la actuación del presidente Donald Trump ante la crisis.
“Creo que la represión como respuesta desmedida tiene que ver con la estrategia electoral de mostrarse fuerte. Está bien que es teritorio federal y la Casa Blanca puede salir a hacer eso. Pero igual, no se entiende. Por eso la gente de acá tampoco tiene palabras para describir lo que está pasando. Los más jóvenes nunca vieron algo así. Hubo protestas masivas como la marcha de mujeres, la de científicos, pero estaban vinculadas a políticas públicas y siempre fueron pacíficas. Están en shock, no se esperaban algo así en la capital de Estados Unidos, en el país que habla de libertad. ¿Escuchás?” De fondo se oye la sirena de la policía, el sonido de este instante en Washington.
La Casa Blanca apagó las luces, Trump esta metido en el búnker de abajo, los manifestantes tienen intenciones de entrar pero tranqui, vos como empezaste Junio?#Anonymous #anonymus pic.twitter.com/60yNegZp7u
— Chaquita (@chaca_diazz) June 1, 2020
Desde las pantallas de nuestros celulares, de este lado del Trópico de Cáncer, Twitter nos repitió una imagen, la del apagón de la Casa Blanca, las sombras de los manifestantes, los gases tirados por la policía. “El apagón no es algo insólito -aclara Aldana-. Los periodistas que cubren política y hacen sus vivos frente al edificio dicen que siempre se apagan las luces a esa hora.” A Aldana le quedaron otras dos imágenes grabadas: la del camión militar que pasó a dos cuadras de su casa y la de dos chicas negras enfrentaron el cordón policial y diciéndole a una policía negra: “deberías estar de nuestro lado”.
Foto de portada: Fibonacci Blue
Fotos de interior: Joseph M. Pierce; Kelly Kline.
Fuente: http://revistaanfibia.com/cronica/la-rebelion-empieza-rio-misisipi/