EL POPULISMO: ¿UNA PARODIA DEL REVOLUCIONARIO DE ESTADO? // Raúl Cerdeiras
La economía política.
En la época del nacimiento del liberalismo, allá por el siglo XVIII, se ubica esta dupla que tendrá efectos decisivos en la historia moderna de la lucha de los pueblos por su emancipación e igualdad. Esta dupla asocia economía con política, es la economía política. Adam Smith puso las reglas del juego de la vinculación entre ambas que aún sigue hegemonizando a la vida política contemporánea.
Smith predicaba que la potestad del Estado debía detenerse frente a la economía. Aseguraba que la economía era el límite infranqueable para la política del Soberano. Para él no podía haber ningún conocimiento riguroso de la economía que luego permitiera diseñar planes o proyectos para manejarla desde el poder. Esa planificación había que dejarla que la realice su famosa “mano invisible”: el mercado.
Alrededor de un siglo después Marx escribió El Capital, obra que lleva el subtítulo: Crítica de la economía política. En la filosofía alemana de fines del siglo XVIII, dominada por lo que se llamó el “Idealismo alemán” (Kant, Hegel, Fichte, Schelling, etc.) se acuñó el término “crítica” con el significado de “limite”. Criticar significaba (y pese al paso del tiempo hoy también) ponerle un límite a aquello que se “criticaba”. La obra más conocida de Kant se titula Crítica de la Razón pura, y es un tratado por el cual se intenta ponerle “límites” a la pura Razón, cuestionar su pretensión de no aceptar condicionantes para desplegar su poderío.
La crítica de Marx está dirigida precisamente a ponerle límites a la economía para que esta se baje del pedestal por el cual se consideraba soberana y capaz de escapar al imperio del Estado político. De esta manera queda instalada una tensión entre la economía y la política, que bajo circunstancias y mundos brutalmente disímiles, siempre anduvo merodeando en la historia de la política, incluso cuando no opera con los mismos nombres que ahora.
La figura política de “El revolucionario de Estado”.
Dentro de su mirada, que comparto, Alain Badiou en su libro Lógica de los mundos (el ser y el acontecimiento 2) (Ed. Manantial, Buenos Aires, 2008. Todas las citas de Badiou son de esa obra) describe la invariante que sostiene a una figura política que designa como “el revolucionario de Estado”. Sostiene que se encuentran momentos políticos en donde se pueden encontrar estos rasgos invariantes que componen al revolucionario de Estado desde el año 81 a.C. en china, en un texto famoso: La disputa sobre la sal y el hierro, en la que polemizan, ante el emperador Tchao, los letrados conservadores partidarios de Confucio y el Gran Secretario (legista). Para tener una idea de esa polémica cito del libro de Badiou lo siguiente: “Los letrados confucianos defienden el ciclo inmutable de la producción campesina y se oponen a todas las novedades artesanales y comerciales. Sostienen que todo marcha bien cuando ‘el pueblo se consagra cuerpo y alma a los trabajos agrícolas’. A lo cual el Gran Secretario opone un vibrante elogio de la circulación comercial, una confianza completa en el devenir multiforme de los intercambios” (Pág. 41).
Badiou dice que la figura del revolucionario de Estado surge cuando se aborda el Estado para ponerlo al servicio de una gestión política. Esta figura implica inyectar una voluntad política al Estado para que este no se someta a la legalidad económica. Pero no basta con esta voluntad. Hay que articularla con una lucha por la igualdad, una confianza en el pueblo y el terror. Voluntad, igualdad, confianza y terror. Afirma Badiou: “De donde resulta que esta articulación es una idea invariante que concierne al problema del Estado. Esta Idea expone la subordinación del Estado a la política (visión ‘revolucionaria’ en sentido amplio). Combate el principio gestionario, que subordina la política a las leyes estatales de la realidad, o sea la visión pasiva, o conservadora, de las decisiones del Estado” (pág. 39).
Debe quedar claro que el revolucionario de Estado no es una circunstancia aislada, conforma una complejidad que ensambla una voluntad política (que es una dimensión subjetiva) una lucha contra las desigualdades, la confianza en el pueblo y el terror. Cuando falta alguna de esas circunstancias el cuadro se descompensa y la figura se descompone. Esta invariante puede sintetizarse así: “una gestión realmente política del Estado somete las leyes económicas a las representaciones voluntarias, lucha por la igualdad y combina, en dirección de la gente, la confianza y el terror” (Badiou, pág.38)
Mao contra Stalin.
Parece ser que la invariante de esta política (el revolucionario de Estado) reaparece a mediados de los años 50 al 70 del siglo pasado en el corazón mismo del proyecto comunista en la crítica que Mao le hace a Stalin. Entonces vemos cómo más de dos mil años después y en circunstancias históricas radicalmente dispares, encontramos las articulaciones internas que tensan a toda política que pretende desde el Estado domesticar al Estado y revolucionar a la sociedad. Robespierre, Thomas Münzer, y otros tantos, se pueden encontrar a lo largo de estos dos mil años. Pero instalémonos en nuestro tiempo.
Mao va a criticar lo que Stalin escribió en su libro Problemas económicos del socialismo en la URSS. Desde 1953 hasta comienzos de los 70, el centro de sus objeciones es que a Stalin solo se interesa por la economía, “sólo quiere la técnica y los cuadros”, habla siempre del “conocimiento de las leyes” pero nunca dice “cómo volverse amo de esas leyes”, ni tampoco pone “suficientemente en evidencia el activismo subjetivo del Partido y de las masas”. También le reprocha que “el Estado ejerza un control asfixiante sobre los campesinos” y que “su error fundamental se origina en que él [Stalin] no tenía confianza en el campesinado”. Finalmente Mao termina diciendo: “Todo esto toca a la superestructura, es decir a la ideología. Stalin habla únicamente de economía; no aborda la política”.
Finalmente sabemos cómo termino esta lucha. La revolución Cultural fue derrotada y China pasa a ser una potencia económica capitalista. Da toda la sensación que esta lucha entre economía y política de Estado termina, aún en el seno del proyecto político comunista cuyo nervio central era acabar con la economía capitalista, dándole la razón a Robespierre cuando en la Convención del 9 Termidor exclama: “¡La República está perdida! Los bandidos triunfan”.
La dictadura de la economía.
Así parece y así es, Adam Smith ha ganado la pulseada. Sin duda que el intento más profundo (el proyecto comunista) para torcer esta historia fracasó. Y ese fracaso tiene, desafortunadamente, una sola palabra, una sola voz que lo interpretó, y es la del discurso político del mundo capitalista hoy reinante de manera absoluta. Como todo triunfador “esconde” la verdad de lo que pasó y fortifica su reinado con una sentencia que dice que ese fracaso significó “el triunfo de la democracia sobre la dictadura terrorista de los Estados socialistas”. Lo que hoy se hace y se dice bajo el paraguas de la palabra “política”, no es otra cosa que el hijo de esa sentencia bastarda. Por lo que el lector atento podrá inferir que nuestra actual existencia social está desprovista de política real, capaz de romper los lazos de dominación, y que pensar y actuar para re-inventarla es quizás la tarea más urgente para todos aquellos que quieren cambiar este mundo invivible.
El triunfo del liberalismo significa en nuestra época que la economía, que en un principio se presentaba como un límite al poder político del Estado (Adams Smith), ahora ha tomado el mando del poder. Es la dictadura del capital. La política es la gestión estatal de la economía realmente existente. Paradójicamente retrocedemos a 1848 en donde Marx, antes de sufrir su propia derrota, decía en el Manifiesto Comunista: “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”. Por eso lo que hoy se llama “hacer política” parece dividida en dos bandos que se hermanan para no hacer otra cosa que turnarse en la función de que nada cambie en serio y siga mandando el neoliberalismo.
Una buena parte ha “aceptado” su impotencia para imponerse sobre la economía y en un acto de sinceramiento dicen las cosas por su nombre: abandonan la “política”, se subordinan a las corporaciones y se dedican a gestionar. Son los “conservadores”. La otra, intenta mantener a la política en esa cueva que es el Estado para insistir en el intento de limitar a la economía, tarea que hemos visto que ha sido imposible, pero que les sirve de pantalla para disimular su impotencia.
Ante este panorama las divisiones fuertes de la política que atravesaron desde 1848 (en el plano ideológico) y desde 1917 hasta la derrota de la revolución Cultural de Mao, (en el plano de la lucha real), quedaron sin sustento. Una de las principales divisiones de antaño rezaba: política revolucionaria versus reformismo. Y no solo se la enunciaba sino que había un caudal de pensamientos y prácticas que la respaldaba y creaban un lazo político real entre los pueblos para ubicarse de un lado o del otro. Hoy, al existir un solo orden eficaz y ninguna política real que lo interpele o amenace, el espacio de la “oposición” al sistema quedó vacante para que sea ocupado por una serie de híbridos políticos. Por ejemplo: el viejo marxista-leninista de antaño, se convierte en un “extremista de centro”; la ideología de los derechos humanos dan forma al “humanismo político”; el cuidado de la naturaleza ante su devastación, promueve la “eco-política”; el movimiento feminista por la igualdad de géneros en su lucha contra el patriarcado, instala la correspondencia entre “feminismo=anti-capitalismo”; y si el lugar está vacante, ¿por qué la Iglesia con su Papa no se va a animar a tirar dardos contra el agobiante neoliberalismo?; el lector astuto podrá seguir la lista, pero ahora quiero ocuparme del “populismo”, otro nombre que vino a ocupar ese lugar.
¿Perón fue un “revolucionario de Estado”?
La figura de Perón es muy fuerte por lo cual el análisis del peronismo no puede desligarse de la palabra y la acción de su líder indiscutible, casi absoluto. A primera vista hay una cierta correspondencia entre las notas que destacan al revolucionario de Estado con el peronismo. Veamos, a) la voluntad política desde el Estado de someter a las leyes económicas. Pensemos en la independencia económica. b) Lucha por la igualdad. Pensemos en la justicia social. c) Confianza en la gente, en el pueblo. Pensemos en “siempre haré lo que el pueblo quiera” d) El terror. Pensemos en “por cada uno de nosotros caerán 5 de los de ellos” y el mote de “tirano depuesto” luego de su derrocamiento. Desarrollemos estos cuatro rasgos.
En la economía, desde el Estado se realizaron intervenciones reales y efectivas para limitar la presencia de poderosos intereses económicos nacionales y extranjeros; se desarrollaron los núcleos de una industria basada en el mercado interno, y se limitaron las ganancias de la tradicional oligarquía. Este empeño empieza a declinar en la década del 50. Desde la guerra de Corea en 1950 Perón pasó a ser un aliado estratégico de los EE.UU en la lucha contra el comunismo, y su entrevista con Milton Eisenhower (hermano del presidente Americano), junto con la sanción de la ley de inversiones extranjeras n° 14.222 destinada a alentar el desarrollo industrial y minero del país, marcan el final de su apreciable intervención en la “legalidad de la economía”.
En la lucha por la igualdad, el peronismo tuvo una posición consecuente en lo que hace al socorro de los humildes y sus derechos, buscando siempre lo más que se pueda establecer un principio mínimo y elemental de justicia social. Si bien es cierto que este empeño se llevó adelante al precio de convertir a los empobrecidos en un pueblo-víctima, impotente para desplegar su propio futuro si no era bajo la acción y protección del Estado.
La confianza en la gente, casi siempre fue retórica. En el discurso, Perón siempre se “sometió” hasta el final de su vida a “la música más maravillosa que se puede escuchar”, la voz del pueblo. Pero su política real no fue precisamente de confianza al pueblo, de liberar su creatividad, sino la de propiciar un estricto control, sobre todo en el sector más sensible, el proletariado que nacía a la sombra de su política económica. Armó una estructura sindical vertical y absolutamente servil al aparato del Estado que anulaba toda posibilidad de una intervención popular activa y autónoma.
El terror (articulado en dirección a la gente), finalmente esta cuarta característica, fue muy precaria y la mayoría de las veces se desplegó en cuestiones secundarias o con fines propagandísticos. Cuando la situación política se tensó y llegó el bombardeo de la Plaza de Mayo en junio de 1955, Perón desoyó las sugerencias del sector más radicalizado del peronismo (John William Cook) de armar a la gente y contraatacar con la misma virulencia que lo hacía la oligarquía. Prefirió su célebre consejo a los trabajadores: “de casa al trabajo y del trabajo a casa” y luego, el 16 de setiembre de 1955, negociar la rendición y su exilio en una cañonera.
La conclusión que podemos extraer de la experiencia del peronismo visto en su conjunto y analizada desde la perspectiva de la figura política del revolucionario de Estado, cuyo núcleo es, lo recordamos: sostener una política que pretende imponerle al Estado una capacidad de transformar la realidad desde el interior mismo del Estado, es que no pasa de ser un buen simulacro que se apoya en algunas realizaciones efectivas y un discurso engañoso.
La composición política del populismo.
Sin embargo, el carácter de “simulacro” de revolucionario de Estado con el que me permití calificar al peronismo, creo que permite entender las notas comunes, más o menos compartidas, de las fuerzas que hoy se quieren ubicar en el rol de ser la nueva alternativa política en la lucha contra el neoliberalismo, una vez que, como afirman, el viejo ciclo del marxismo-leninismo está ya agotado. El populismo se presenta como la “nueva izquierda”.
Si analizamos las posiciones políticas que rodean a los gobiernos llamados populistas o “progresistas” que reinaron en América Latina desde el año 2000 en adelante, creo que todas entran por algún costado en el cuadro de la figura del simulacro de revolucionario de Estado. Ahora bien, el presidente Alberto Fernández hace un par de días dijo que para cambiar el mundo él se encuentra muy solo, acompañado únicamente por López Obrador (¡sí, leyó bien!) ya que no cuenta con la decena de presidentes que gobernaron los Estados de sus respectivos países en la década y media de la era dorada del populismo latinoamericano. Esta invocación a los gobernantes y no a los pueblos, parece una confirmación de que el populismo por fuera del Estado, no tiene ningún sustento político real para “cambiar el mundo”. Más aún, el Kitchnerismo por medio de sus voceros más lucidos, y el propio Néstor, han declarado expresamente que consideran que la política es la capacidad de limitar desde el Estado los desmadres e injusticias de la economía neoliberal. Rematando esto, por si queda alguna duda, presentándose como los portadores de “la vuelta de la política”.
Al no poder formar una identidad política propia, paradójicamente el populismo se mueve en el interior de dos fracasos. Se alimenta de dos fracasos. El primero de esos fracasos es la monumental experiencia del comunismo en el siglo pasado. Ya dijimos que el balance de su desfondamiento había sido realizado únicamente por los victoriosos reaccionarios y que era indispensable construir una revisión desde el campo de las fuerzas emancipativas. Imposible hacer esa tarea en el marco de este trabajo. Pero podemos presentar algunas conclusiones centrales.
El marxismo-leninismo, que es la forma política real que asumió el proyecto comunista, no logró desatar al pensamiento y la acción política de su anudamiento a la función de representar al movimiento social (en aquel momento estaba compuesto fundamentalmente por el proletariado) por medio de una organización, que asumió la forma de partido (el sujeto activo del proceso) para articularlo con el Estado, que se suponía que era el lugar en donde se alojaba el poder. En consecuencia, tomar el poder del Estado debía ser el objetivo central de toda lucha revolucionaria para luego desde ahí transformar la sociedad y alumbrar una nueva ( “socialista” primero y luego el comunista). Logrado ese objetivo el Estado como tal se extinguiría dejando de lado su función esencial que es eminentemente represiva (dictadura de la burguesía o dictadura del proletariado, según quien lo ocupe) para transformarse en un simple organismo de administración de las cosas.
El balance que hacemos de esa experiencia nos permite concluir lo siguiente: el marxismo-leninismo encalla al pretender representar al pueblo y suponer que el Estado detentaba el poder y que para tenerlo era necesario ocuparlo. Se pensaba que el Estado era esencialmente un lugar político y por lo tanto capaz de cambiar a la sociedad y por eso se termina fusionando el partido -es decir el sujeto- con el Estado. Este desastre provoca la necesidad de reexaminar este pensamiento que el marxismo-leninismo tenía acerca de la política. Esa revisión, que algunos venimos proponiendo desde hace algunos años, propone nuevas afirmaciones políticas que pueden (circunscriptas al punto específico que estamos tratando) sintetizarse así: a) el pueblo se presenta, no se re-presenta, y se organiza bajo formas que no son apéndices del Estado, como lo son los partidos; b) el Estado es una estructura destinada a garantizar el orden existente, es inútil forzarlo a que subvierta una situación de la que él es su Estado; c) el poder político real reside en el pueblo organizado, no en el Estado; d) la política debe practicarse a distancia del Estado, lo que no quiere decir subestimarlo o no tratar con él, todo lo contrario, significa que en las luchas reales se debe medir la real capacidad que tiene para reaccionar y dominar a los procesos emancipadores y jamás someterse a las reglas con las que intenta subordinarla.
Si la revolución comunista (y los movimientos de liberación del Tercer Mundo) con la fuerza que llegaron a acumular sucumbieron al entramado de la representación-partido-Estado, ¿qué podemos esperar de las estrategias populistas? Estrategias que, para colmo, debe someterse de entrada a la imposición del Estado neoliberal de jurar respetar la democracia y luchar contra las dictaduras, cumpliendo el mandato que rigen las reglas del juego político establecido por los dueños del mundo.
El populismo no realizó ninguna tarea de revisión crítica o balance del período Lenin-Stalin-Mao que tenga entidad y autonomía respecto a la condena universal decretada por la ideología reaccionaria. Al no haberlo hecho se encadena a ese fracaso. Esto se hace muy evidente si recordamos el núcleo central de la figura política del revolucionario de Estado: ligar la política al Estado en la creencia que una voluntad política sería capaz de poner al Estado al servicio de cambiar el mundo. Quizás los entusiasme que a la derecha hegemónica no le gusta el “revolucionario de Estado” aunque esté tan licuado como hoy lo presenta el populismo, ya que “confianza en la gente”, o “lucha por la igualdad”, o “voluntad política de cambio”, son suficientes para incomodar su reinado. También los debe “animar” que la oligarquía utilice siempre su arma favorita para acusarlos de autoritarios y totalitarios, y deban salir a la palestra proclamando al mundo que son los defensores a ultranza de la democracia, lo que los enreda en una lucha ridícula entre ambos bandos para ver quién es más totalitario-autoritario que el otro. Es el triunfo a nivel mundial de la política reaccionaria post Muro de Berlín.
El otro fracaso del que se alimenta el populismo, es más práctico y directo. Después de la cantidad de años que haya logrado gobernar en cada país, el efecto que produce es el rebrote, más encarnizado aún, de los gobiernos neoliberales de derecha. Incluso cuando son destituidos por la fuerza, como en Bolivia, pese a los éxitos que exhibía en su gestión, el propio Evo Morales reconoció que siendo algo esperable fueron impotentes para construir una capacidad política-popular capaz de evitar el golpe. Se va perfilando una secuencia de alternancia política que se puede describir así: destrucción (política neoliberal) / reconstrucción (populismo), luego nuevamente destrucción/reconstrucción… y así de seguido. Puede ser que esta dupla ocupe el lugar que años atrás ocupaba el par, gastado también, derecha/izquierda, o conservadores/reformistas, etc.
La verdadera mano invisible.
No podemos seguir tolerando que Adam Smith se regocije con su triunfo. Él puso el principio rector: ningún Estado podrá transformar la realidad económica que se estructura y se rige por “la mano invisible”. En la lucha contra esa sentencia se alzó el proyecto del comunismo. Este proyecto tuvo un primer momento, durante el siglo XIX, que fue el alzamiento directo de los pueblos enfrentándose cara a cara con el Estado burgués, en las barricadas de Europa, sin mediaciones, organización ni programa. Podemos arriesgar que el fracaso y tragedia de la Comuna de París en 1871, es el cierre de ese ciclo, la etapa directa o espontánea del comunismo. Viene un nuevo ciclo, el marxismo-leninismo, que como ya lo hemos dicho, el pueblo es representado en un partido que lo conduce a tomar el Estado para transformar la sociedad. Es la etapa estatal del comunismo. Finalmente, después del fracaso de esta segunda etapa se presentan, como ya lo dijimos, varios postulantes para ocupar ese espacio (luchar contra el capitalismo global) instalándose en los últimos años con mucha fuerza ese simulacro de “revolucionario de Estado” que es el populismo.
Pero quizás llegó el momento de hacer visible a la mano invisible. Lo que realmente hace invisible la economía no es al “mercado”, es al Estado en su función esencial de ser el garante final de toda estructura económico-social. En la victoria del liberalismo -es decir, en nuestros fracasos- tenemos que ver una oportunidad única en la historia para poder abordar la naturaleza real del Estado y su relación con la política. El Estado es una superestructura necesaria de toda estructura social para que esta funcione. El Estado es siempre el Estado de una situación (Badiou). El estado tiene una autonomía real respecto de aquello de lo que es el Estado. También es portador de una potencia no acotada de su poder, siempre flotante. El poder real de un Estado es siempre una incógnita para cualquier proyecto político emancipador. Pero es imposible desde el Estado pretender doblegar su sustancia constitutiva: garante absoluto de la situación de la que es el Estado.
¿Por qué entonces el liberalismo se empeña en que el Estado se ausente o desaparezca? Para esa pregunta hay una respuesta estratégica: porque el capitalismo es una lucha interna y despiadada entre los diversos segmentos que lo componen (comerciales, financieros, productivos etc.) de tal manera que los grupos dominantes buscan que sus conflictos internos se diriman por las reglas de la pura economía, impidiendo que el Estado, por su acción jurídica reguladora, no favorezca a sectores económicos más débiles y viceversa. Pero es falso que el liberalismo rechace la intervención del Estado. Las dos guerras mundiales, la crisis del 30, el keynesianismo, la crisis del 2008 (Lehman Brothers), etc., incluso ahora por efecto del Covid-19, el capitalismo es una máquina de apoyarse en el Estado para que cumpla con su función esencial: salvarlo. Circunstancia por la cual a todos los que pregonan todos los días a favor de la presencia del Estado, me gusta llamarlos “los médicos de cabecera del capitalismo”.
La verdadera mano invisible del capitalismo en cuanto a la regulación de su dispositivo económico será el mercado. Pero en términos políticos la mano invisible del sistema capitalista está alojada en su Estado, que le permite, sin que nadie lo note, que él sea el que realmente toma a cualquier política que se aloje en su seno para cambiar realmente al orden social.
El Estado podrá intervenir cuantas veces sea necesario en el plano de la economía pero lo invisible de esa intervención es su objetivo. Lo hace para cumplir su mandato de asegurar el funcionamiento de la compleja y contradictoria estructura económico-social. Quizás esto ayude a entender la naturaleza del terror en su dimensión política, es decir, en su propósito de cambiar el mundo (Robespierre) y no de defenderlo como sea (Videla). Cuando se trata de esto último el terror es la pura y simple violencia del Estado desatada sin límites para aniquilar todo intento de cambio. Pero en su dimensión política el terror puede llegar cuando una política quiere forzar al extremo al Estado para que se ponga al servicio de la transformación radical de un orden que él, sin embargo, está destinado a conservar. Como vimos, en el revolucionario de Estado aparece el terror como un componente necesario de esa figura, ligado a la confianza en el pueblo y lucha por la igualdad .
Apuesta.
La pandemia que azota al planeta está desajustando objetivamente al entramado neoliberal, ya de por sí inestable, del mundo, de cada región, y de cada país. Se abre un futuro de tensiones agudas. En medio de esta realidad hace más de 20 años que convivimos con chisporroteos dispersos, esfuerzos aislados, zonas confusas, luchas atomizadas en diferencias que terminan encerrándose sobre sí mismas, proliferación de relatos desconectados, y explosiones de protestas que delatan que esta existencia humana que organiza el capitalismo es ya insoportable. Mi idea es que no se ha consolidado, desde el derrumbe de la experiencia comunista, ninguna nueva política que empiece a tejer mínimamente toda esta multiplicidad de estallidos por medio de un nuevo discurso político igualitario y emancipador. Un discurso que empiece a darle cuerpo a un nuevo lazo político que atraviese toda la diversidad de las luchas. Para atravesarlas, no para unificarlas por arriba, representarlas en un partido y encaminarse otra vez a sentarse en el trono del Estado.
Toda gran política, si es realmente revolucionaria, de alguna manera parte en dos al mundo político y social en donde nace. La historia abunda en ejemplos. Hoy no basta con gritar un ¡ya basta! a la existencia salvaje del capitalismo neoliberal, si ese ¡ya basta! no va dirigido también, y principalmente, a la trama de políticas existentes que han demostrado que su ciclo está acabado y su impotencia, cuando no su complicidad , sale a la superficie cuando se trata de enfrentar a este tremendo enemigo. Esta idea impulsa el trabajo que el lector está terminando de leer.
Hay mucha militancia y voluntad política desparramada por todos lados y especialmente en los movimientos que caen dentro de lo que creo que se enmarca el populismo. Pero si se trata de inventar nuevos caminos políticos y de tomar decisiones fuertes vamos a enfrentarnos a una disyuntiva: o el populismo es el mejor camino para seguir avanzando gradualmente hacia un futuro que potencie nuestra capacidad de subvertir la política y abrir otra historia o, por el contrario, es un obstáculo que hay que remover para poder avanzar. Pienso que es un obstáculo. Pero también pienso que cobija una militancia popular capaz de removerlo desde adentro.
Quizás este sea un momento importante para empezar a pensar-hacer los primeros pasos para ver si podemos volver a dividir el mundo de la política en dos, y de paso abolir a esta parodia de grieta que nos entretiene todos los días y quiere instalarse como el eje de nuestra realidad política. Empezar a separar la política del Estado, es decir, cuestionar la vieja tradición que define al Estado como una entidad política. ¿Cuál es el nuevo significado que puede tomar una política igualitaria y emancipadora cuando se construye a distancia del Estado? (reitero: no para desconocerlo sino para abrir el espacio necesario para inventar otra experiencia política). En esta cuestión puntual no puedo dejar de mencionar al Zapatismo que a su manera declaró hace 26 años que sus luchas no apuntaban para nada a tomar el Estado. Sigue teniendo un gran valor esa declaración sostenida consecuentemente. Sin embargo creo que han fundido y confundido a la política con el Estado, y al abandonar a este han abandonado a la política misma. La palabra “política” para ellos es sinónimo de Estado. En su lugar promueven la absoluta autonomía de grupos diferentes con luchas e identidades propias. Eso impide que se cree y circule entre todos, mínimamente, un nuevo discurso político porque sería visto como un intento de dominar sus autonomías por una universalidad que viene desde “arriba” sospechando que es el retorno bajo otra forma de la dupla Estado-política. Desde abajo, hacia la izquierda y horizontalidad son tres figuras muy escasas para sostener una experiencia política nueva. Empero, con ese tridente al que le agregan un discurso basado casi exclusivamente en pregonar lo que no quieren, han abierto experiencias y caminos nuevos.
La otra columna de la vieja política que hay que cuestionar es la representación y la forma que asumirá la organización colectiva, el cuerpo real, de esta nueva invención política. La antigua forma, el partido, tenía la función esencial de representar al movimiento social para ligarlo al Estado, apoderarse de él y ejercer el poder. Pero ahora, si apostamos a que los pueblos se presentan la forma en que auto-organizan su acción estará orientada a construir su propio poder. Esta nueva organización política podrá articular de mil maneras, según las circunstancias, su vínculo con el Estado, pero jamás ocuparlo para confundirse con él.
Que los tiempos convulsionados que nos esperan no nos sorprendan atrapados en la impotencia de las viejas políticas. Abramos la discusión y revisemos en profundidad sus presupuestos, su organización, y sus fracasos. Desde las luchas reales en que cada cual está comprometido, empecemos a arriesgar y experimentar nuevas ideas políticas, que ya no se reducirán a simples programas de gobierno.
Raúl Cerdeiras, 10-09-20.