Giorgio Agamben /
Intervención de Giorgio Agamben publicada el 30 de julio de 2020 en su columna «Una voce» publicada en el sitio web de la editorial Quodlibet.
Un jurista del que una vez tuve alguna estima, en un artículo que acaba de ser publicado en un periódico de línea, trata de justificar con argumentos que quisieran ser jurídicos el estado de excepción declarado por enésima vez por el gobierno. Retomando, sin confesarlo, la distinción schmittiana entre dictadura comisarial, que tiene por objeto conservar o restaurar la constitución vigente, y dictadura soberana que aspira en cambio a instaurar un nuevo orden, el jurista distingue entre emergencia y excepción (o, como sería más preciso, entre estado de emergencia y estado de excepción). La argumentación, de hecho, no tiene ninguna base en el derecho, ya que ninguna constitución puede prever su subversión legítima. Por eso, con razón, en su escrito sobre la Teología política, que contiene la famosa definición del soberano como aquel «que decide sobre el estado de excepción», Schmitt habla simplemente de Ausnahmezustand, «estado de excepción», que en la doctrina alemana y también fuera de ella se ha impuesto como un término técnico para definir esta tierra de nadie entre el orden jurídico y el hecho político y entre la ley y su suspensión.
Recalcando la primera distinción de Schmitt, el jurista afirma que la emergencia es conservadora, mientras que la excepción es innovadora. «La emergencia se utiliza para volver a la normalidad lo antes posible, la excepción se utiliza para romper la regla e imponer un nuevo orden». El estado de emergencia «presupone la estabilidad de un sistema», «la excepción, por el contrario, su desintegración que abre el camino a un sistema diferente».
La distinción es, según todas las evidencias, política y sociológica y se refiere a un juicio de valor personal sobre el estado de hechos del sistema en cuestión, sobre su estabilidad o su desintegración y sobre las intenciones de quienes tienen el poder de decretar una suspensión de la ley que, desde el punto de vista jurídico, es sustancialmente idéntica, porque se resuelve en ambos casos en la suspensión pura y simple de las garantías constitucionales. Sin importar cuáles son sus objetivos, que nadie puede pretender valorar con certeza, sólo existe un estado de excepción y, una vez declarado, no hay ninguna instancia que tenga el poder de verificar la realidad o la gravedad de las condiciones que lo determinaron. No es casualidad que el jurista tenga que escribir en un momento dado: «Que hoy nos encontramos ante una emergencia sanitaria me parece incuestionable». Un juicio subjetivo, curiosamente emitido por alguien que no puede reivindicar ninguna autoridad médica, y al que es posible oponer otros que son ciertamente más autorizados, tanto más cuanto que admite que «voces discordantes provienen de la comunidad científica», y que por lo tanto corresponde decidir en última instancia a quien tiene el poder de decretar la emergencia. El estado de emergencia, continúa, a diferencia del estado de excepción, que incluye poderes indeterminados, «incluye sólo los poderes destinados al propósito predeterminado de volver a la normalidad» y, sin embargo, concede inmediatamente después, tales poderes «no pueden ser especificados de antemano». No es necesaria una gran cultura jurídica para darse cuenta de que, desde el punto de vista de la suspensión de las garantías constitucionales, que debería ser el único relevante, no hay diferencia entre los dos estados.
La argumentación del jurista es doblemente capciosa, porque no sólo introduce como jurídica una distinción que no es tal, sino que, para justificar a toda costa el estado de excepción decretado por el gobierno, se ve obligado a recurrir a argumentaciones fácticas y discutibles que están fuera de su competencia. Y esto es tanto más sorprendente cuanto que debe saber que, en lo que para él es sólo un estado de excepción, se han suspendido y violado derechos y garantías constitucionales que nunca se habían puesto en cuestión, ni siquiera durante las dos guerras mundiales y el fascismo; y que no se trata de una situación temporal lo afirman con fuerza los propios gobernantes, que no se cansan de repetir que el virus no sólo no ha desaparecido, sino que puede reaparecer en cualquier momento.
Es quizá por un residuo de honestidad intelectual por lo que, al final del artículo, el jurista menciona la opinión de quienes «no sin buenos argumentos, sostienen que, aparte del virus, el mundo entero vive de cualquier modo más o menos establemente en un estado de excepción» y que «el sistema económico-social del capitalismo» no es capaz de hacer frente a sus crisis con el aparato del Estado de derecho. Desde esta perspectiva, concede que «la infección pandémica del virus que mantiene en jaque a sociedades enteras es una coincidencia y una oportunidad imprevista, que debe aprovecharse para mantener bajo control al pueblo de los sometidos». Conviene invitarlo a reflexionar con más detenimiento sobre el estado de la sociedad en la que vive y a recordar que los juristas no son, como desgraciadamente lo son desde hace tiempo, burócratas a quienes sólo les incumbe la carga de justificar el sistema en el que viven.