Vida miserable. La crisis venezolana cotidiana

Venezuela, el otrora emporio petrolero, se ha convertido en el país con la población más pobre de América del Sur. Para millones de personas, la vida cotidiana es un drama que apenas deja espacio o fuerza para temas que, como la política, aparecen como sofisticados y distantes.



La crisis venezolana cotidiana

Vida miserable

Venezuela, el otrora emporio petrolero, se ha convertido en el país con la población más pobre de América del Sur. Para millones de personas, la vida cotidiana es un drama que apenas deja espacio o fuerza para temas que, como la política, aparecen como sofisticados y distantes.

 

Natalia es trabajadora doméstica, Hilario es fontanero y Gladys es empleada en un salón de belleza. De las 14 millones de personas que trabajan en Venezuela, ellos son parte del 58 por ciento que labora en el sector informal de la economía: en cada jornada deben «resolver el día», y la cuarentena por la pandemia de covid-19, impuesta desde marzo, no ha hecho sino agravar penurias y preocupaciones que venían de antes.

«Hay que salir a resolver. Si no trabajo, no como, y si no nos mata el virus, nos mata el hambre», dijo a Brecha el cincuentón Hilario, en tono grave, como si acabara de inventar la frase, repetida como un mantra en incontables realidades de los países del Sur. Es el sostén principal de una familia de nueve miembros, con tres generaciones entre madre, tío, esposa, cuñada, hijos y ahijado.

SALARIO

La familia vive en las afueras de Caracas y se sostiene con el ingreso de Hilario, empleado en una ferretería por el equivalente a seis dólares mensuales, sus extras como fontanero (unos diez o 12 dólares cada fin de semana, si aparecen trabajos) y la esporádica venta de limones y huevos de algunas gallinas que mantienen las mujeres de la casa.

El salario mínimo oficial en Venezuela equivale, al despuntar de agosto, a 1,50 dólares mensuales, más un aporte estatal por alimentos de otro 1,50. Con tres dólares se puede comprar un quilo de carne o de queso, o tres quilos de harina de maíz, o un cartón con 30 huevos, o medio quilo de café… Obviamente, ya ningún trabajador se conforma con ese sueldo, pero la mayoría no gana mucho más: es la base de la escala salarial en la administración pública (un maestro y una enfermera pueden llegar a ganar tres o cuatro salarios mínimos) y el monto mensual que se entrega a los pensionados.

Esos números pueden contrastarse con el costo de la canasta alimentaria básica para una familia de cinco personas, que en junio alcanzó un valor de 200 dólares, según el Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores, una oficina de asuntos laborales que hace esa medición mensual desde hace más de una década. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura estimó que al cierre de 2019 un tercio de la población de Venezuela –9,3 de sus 28 millones de habitantes– estaba en situación de inseguridad alimentaria y necesitaba asistencia.

COMIDA

Natalia tiene 44 años, dos hijos y dos hijas, de entre 12 y 22 años. Los padres de los muchachos –uno mecánico, otro albañil, ambos ya separados de ella– se fueron a Colombia y Ecuador. Ella hace trabajo doméstico a destajo. Antes de la covid-19, laboraba para cuatro familias distintas, en diferentes días, por una paga equivalente a entre dos y tres dólares diarios, más la comida. Ahora, con el temor de sus clientes al contagio, sólo dos casas la llaman, con menos frecuencia. Dos de sus expatrones la ayudan con algo de efectivo y alimentos.

Es beneficiaria de un programa de bonos con el que el gobierno auxilia a familias pobres, generalmente equivalente al ingreso mínimo mensual. También lo es de la bolsa de alimentos (harina, pasta, arroz, azúcar, aceite, granos, a veces pollo o leche en polvo) que el gobierno vende a las clases populares con un 80 o un 90 por ciento de subsidio. Recibe esa bolsa, llamada Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP), cada 30 o 45 días y consume el contenido en diez o 12 días.

«Tengo miedo de que pasen semanas y meses, y esto siga, sin poder conseguir comida; de que mis hijos se desesperen y den algún mal paso; de que alguno se enferme con ese virus. No tenemos ningún seguro, los hospitales públicos no sirven, no podemos comprar medicinas, mi hijo menor no tiene zapatos…», nos dijo.

En la casa de Natalia se come carne, de segunda, una vez a la semana o cada 15 días. Los huevos son la principal proteína. La arepa (un bollo de maíz, emblema nacional) con margarina, plátanos fritos, pasta y algo de queso o granos con arroz es lo más usual. La Federación de Ganaderos señala que el consumo de carne per cápita en Venezuela era de 20 quilos al año en la década pasada y ahora se ha reducido a ocho.

AGUA

Natalia alquila una casita a medio construir en un barrio de viviendas informales, muchas insalubres, en la ladera de un cerro en el noroeste de Caracas. Tiene tubería para el agua, pero el líquido llega unas pocas horas… al mes. Sus hijos varones bajan y suben por la ladera varias veces por semana para llenar unos bidones en alguna casa afortunada, la que ese día haya recibido el servicio en el vecindario.

Según datos oficiales y del Programa Mundial de Alimentos, el 96 por ciento de la población venezolana tendría acceso al agua potable. Pero una coalición de ONG ambientalistas se dirigió al organismo a fines de 2018 para pedirle una rectificación: hay tuberías, pero el estado calamitoso de los acueductos, las plantas de tratamiento y los sistemas de distribución, y los cortes de electricidad, que impiden bombear el agua, hacen que el servicio corriente llegue sólo al 18 por ciento de los hogares.

LUZ

Gladys atiende un salón de belleza en Maracaibo, la calurosa capital petrolera de Occidente. Con la cuarentena casi no llegan clientas, y a menudo un apagón impide prestar el servicio. Ya casi no tiene ingresos. En su familia –de padres ancianos, un hermano que trabaja en la contaduría y una hermana que es madre soltera de dos pequeñuelos–, hacen malabares con la bolsa CLAP, los bonos y las pensiones, y en ese clima tórrido lidian con los cortes de agua y los apagones súbitos, que funden electrodomésticos, dañan la comida del refrigerador e inutilizan los ventiladores, lo que los obliga a dormir al ras del suelo para soportar el calor. Contó: «Manifestamos muchas veces. Votamos en favor de la oposición, pero eso no ha dado resultado: las autoridades son sordas, la política no resuelve estos problemas. Lo que queda es encomendarnos a la Chinita», como coloquialmente llaman a la virgen de Chiquinquirá, patrona regional del rito católico.

Venezuela tiene una infraestructura eléctrica con una capacidad nominal para generar 34 mil megavatios hora, la mitad de ellos en la gran represa hidroeléctrica de Guri, en el sureste, y una demanda estimada entre 18 mil y 20 mil megavatios hora. Con el desplome de la economía y la cuarentena, la demanda efectiva es de menos de 12 mil, pero aun así no se cubre, dada la inutilización de plantas y redes, deterioradas al cabo de años sin inversión, sin mantenimiento y con corruptelas en las compras y la gestión.

REMESAS

Alfredo Infante, sacerdote jesuita, es párroco de La Vega, una populosa barriada obrera en el suroeste de Caracas. Contó a Brecha: «El año pasado una cantidad importante de personas, hasta de las más humildes del barrio, lograron resistir el impacto de la hiperinflación e incluso comenzaron a independizarse de la CLAP, gracias a las remesas que recibían de los familiares que han emigrado. Esa ventaja se ha caído con las cuarentenas y ahora, con grupos comunitarios, debemos buscar alimentos para auxiliar a las familias que literalmente casi no tienen qué comer».

La proyección oficial del censo de 2011 arrojaba para Venezuela una población de 32,2 millones de habitantes, pero en la actualidad debe de rondar los 28 millones. Las agencias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para la migración y los refugiados calculan un éxodo de 5,1 millones de personas, sobre todo en los últimos cinco años, con la mayoría de sus integrantes en los estratos económicos bajos y con Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Argentina y Chile como principales países de acogida, más gente de clase media que fue a Estados Unidos y Europa.

En 2019 casi un tercio de quienes se quedaron manejó algún ingreso en dólares, dijo a Brecha el economista Asdrúbal Oliveros, director de la firma Ecoanalítica. Las remesas de centenares de miles de migrantes –unos 90 dólares mensuales enviados a sus familias– inyectaron al país unos 3.500 millones de dólares, un flujo que ahora se ha desplomado, en el marco de la crisis global económica y sanitaria.

Un resultado de este fenómeno es que en la actualidad Caracas y otras ciudades muestran burbujas de abundancia, con bodegones que ofrecen alimentos y otros productos importados –después de que en 2018 comenzó a desmantelarse el draconiano control de cambios que rigió durante los 15 años previos–. Pero a esos productos sólo accede una minoría muy reducida que dispone de las divisas para comprarlos y aún soportando la hiperinflación que se desató en 2017.

La inflación en Venezuela fue del 862 por ciento en 2017, del 130.060 por ciento en 2018, del 2.585 por ciento en 2019 (7.980 por ciento en alimentos) –según el estatal Banco Central– y del 508 por ciento en el primer semestre de 2020 –según la comisión económica del Parlamento–. En ese contexto, ni siquiera tener un puñado de dólares –aún con la apreciación constante de la divisa– permite a los más pobres adquirir los productos esenciales.

COMBUSTIBLES

Por el humilde barrio La Peña, en la ciudad de Barquisimeto, nudo carretero y de la agroindustria en el centro-oeste, la semana pasada transitaba un camión cargado con troncos y escombros de desecho. Un piquete de pobladores lo detuvo. El conductor accedió a que los vecinos tomasen los maderos, en medio de algarabía, entre burlas, risas y el grito irónico: «¡Llegó el gas, llegó el gas!». Llevaban semanas sin conseguir cilindros de gas para cocinar y sencillamente alimentaban sus fogones con leña. En algunos edificios residenciales de ciudades de provincia, las parrillas originalmente dispuestas en áreas comunes para hacer asados familiares los fines de semana ahora se usan para cocinar –con leña, por turnos– la comida cotidiana. Venezuela es el quinto país del mundo con mayores reservas de gas y a mediados de la década pasada acarició la idea de tender un gasoducto hasta el Río de la Plata.

La gasolina es un dolor de cabeza, está severamente racionada, en algunos expendios se vende a 50 centavos de dólar el litro y en otros, subsidiada, a 2,5 centavos. Las colas para surtir el parque automotor –reducido de cuatro a 2,5 millones de autos– duran horas en Caracas y días en expendios de provincia. Las refinerías venezolanas, con capacidad nominal para procesar 1,3 millones de barriles (de 159 litros) por día, destilan sólo unos pocos cientos de miles, y el país se abasteció parcialmente en las últimas semanas con importaciones desde Irán (véase en este número la nota «Un cóctel imprevisible», de Ociel Alí López). Pesan las sanciones impuestas por Estados Unidos a los negocios de la estatal Petróleos de Venezuela. Los policías y los militares que vigilan las estaciones de servicio son objeto de denuncias de corruptelas y arbitrariedades, y arrestan a quienes fotografíen o filmen las colas para comprar combustible, incluidos los periodistas.

SEGURIDAD, SALUD…

Hay más problemas en la cotidianidad, como el transporte público, la tramitación de documentos, la recolección de basura, la criminalidad y la inseguridad personal. Infante, que palpa este asunto en la peligrosa barriada donde oficia, expuso que las pequeñas bandas de delincuentes del pasado, «especializados» (ladrones en las puertas de bancos o comercios, carteristas, secuestradores, pequeños distribuidores de drogas), han sido reemplazadas por megabandas que controlan o tratan de controlar, con decenas de integrantes bien armados y ramificaciones en las cárceles, porciones de territorio donde actúan con soltura, dominan a la población y hasta imparten una especie de justicia privada.

La salud era un tema ya antes de la pandemia. Entre quienes migraron hay más de 30 mil profesionales de la salud, según sus gremios. Organizaciones de médicos conducen encuestas en las que se señala que en los principales hospitales no sólo fallan los equipos y faltan insumos y medicamentos esenciales, sino que tienen servicios intermitentes de agua y electricidad. Abundan las historias de pacientes que deben llevar productos como guantes, gasas, algodón, alcohol y hasta jabón y desinfectante para ser atendidos en los hospitales públicos. Y, fulminados los seguros debido a la hiperinflación, en las clínicas privadas los precios son sencillamente prohibitivos.

POBREZA

El panorama general es de pobreza. Una encuesta anual de tres universidades sobre las condiciones de vida, con cuestionarios respondidos por 9.900 hogares, concluyó que Venezuela ya es el país más pobre de América del Sur. Los parámetros de la existencia cotidiana la asemejan a algunos países del África subsahariana.

Si se atiende el criterio de ingresos que pauta el Banco Mundial, que ubica en la pobreza a los habitantes con menos de 5,50 dólares diarios y en la pobreza extrema a los de menos de 1,90 dólares, el 94 por ciento de la población de Venezuela está en la pobreza general y el 76 por ciento en la pobreza extrema. Si, en cambio, se considera la «pobreza multidimensional», que combina ingreso, acceso a servicios públicos, empleo, vivienda y calidad de vida, en 2019 la pobreza alcanzó al 64,8 por ciento de los 6,5 millones de hogares, un salto de más de 24 puntos con respecto al 39,3 por ciento de hogares pobres encontrados en 2014.

El descontento y la conflictividad social están a flor de piel, pero no hay un puente con la acción política. «Reducidas sus condiciones de vida, la gente protesta, pero, a la vez, desarrolla estrategias de supervivencia para resolver su vida diaria y en eso se le van todas las energías. El ejercicio ciudadano de los derechos políticos sucede en las sociedades que tienen un mínimo piso que permite pensar en la política. En Venezuela la supervivencia comporta un gasto de energía muy grande, aunque la situación se mantenga como una bomba de tiempo», opinó Infante.

REPRESIÓN

El 3 de agosto, el activista deportivo Deivis Pacheco grabó y difundió en las redes sociales un video que muestra a bomberos empujando su camión en la ciudad de Valera (centro-oeste), porque el vehículo, debido a la generalizada escasez, se quedó sin gasolina. Por ello fue detenido y está en libertad condicional desde el 5 de agosto, pero quedó procesado con base en la Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia, dictada por la Asamblea Nacional Constituyente, que integran sólo oficialistas.

El 13 de julio, con base en la misma ley, fue detenido el profesor universitario Nicmer Evans, quien en 2014 rompió con el oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela y ahora lidera el grupo izquierdista Movimiento por la Democracia y la Inclusión. Evans conduce, además, el portal de información y opinión Punto de Corte, con duras críticas al manejo de las políticas gubernamentales en el marco de la pandemia.

Si acciones como estas se desarrollan en el campo de la expresión y la opinión, en el de la vida en las calles y los barrios la situación es mucho más áspera y letal. Un informe que la alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, la expresidenta chilena Michelle Bachelet, presentó en julio de este año dio cuenta de que las fuerzas policiales abatieron a 1.324 personas en operaciones de seguridad durante los primeros cinco meses de 2020, principalmente mediante las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional, seguidas de la Policía judicial y la militarizada Guardia Nacional.

«Venezuela vive una emergencia humanitaria compleja y el gobierno no ha manejado la epidemia como una emergencia sanitaria ni como una oportunidad para apreciar deficiencias en las políticas públicas y emprender las rectificaciones necesarias, a fin de construir un sentimiento de comunidad nacional. En su lugar, prevalece el fin político de controlar la sociedad», comentó a Brecha el sociólogo Rafael Uzcátegui, coordinador de la organización de derechos humanos Provea, surgida a finales del siglo XX de la mano de exiliados de las dictaduras del Cono Sur. Según Uzcátegui: «Estamos a tiempo de producir las rectificaciones necesarias, y, aunque el panorama es sombrío, se trata de situaciones impredecibles. La historia de América Latina muestra que los pueblos siempre encuentran la manera de saltar los diques».