Descomunicados

Cuando más cerca parecía el mundo de sí mismo, se le atravesaron nuevas y formidables distancias. Curtidos por una larga cuarentena de hasta 80 días, retornamos a un mundo raro y, si fuera posible, más dividido que antes. Donde los besos en la mejilla son sospechosos, las conversaciones un riesgo, los espacios cerrados un manojo de nervios y las multitudes un imperativo categórico que asusta o exalta la adrenalina y se torna apuesta, albur, desafío, desdén, desobediencia.



Descomunicados
 
Hermann Bellinghausen
La Jornada
 
Cuando más cerca parecía el mundo de sí mismo, se le atravesaron nuevas y formidables distancias. Curtidos por una larga cuarentena de hasta 80 días, retornamos a un mundo raro y, si fuera posible, más dividido que antes. Donde los besos en la mejilla son sospechosos, las conversaciones un riesgo, los espacios cerrados un manojo de nervios y las multitudes un imperativo categórico que asusta o exalta la adrenalina y se torna apuesta, albur, desafío, desdén, desobediencia. Las calles están llenas pero vacías, las tardes de viernes transcurren pálidas, y las zonas de comida, bebida y recreo, que solían ser las más movidas y atrayentes, languidecen como tienditas de la esquina. Muchos negocios ya no abrieron después de la cuarentena.

Bajo los semáforos en los cruceros, los pedigüeños y los limpiadores de parabrisas se acercan a los coches señalándose la boca con todos los dedos: deme para comer, tengo hambre. Cunden los motivos para volverse asaltante, ladrón, traficante o vendedor non sancto.

Los parabrisas y los aparadores separan como nunca. Las ventanas del Metrobús y las peseras revelan grandes acuarios semivacíos, aunque con horas pico más barrocas. Todo el que puede evita el Metro. Se come en la calle, sí, cuánto se come en las banquetas, con cierta avidez desesperada. Anuncios en las paradas aconsejan y hasta conminan a usar cubrebocas. A diferencia de las primeras semanas, aunque algunos se aferran a llevar la nariz por fuera, ya son pocos los que lo traen de corbata. El que no se va a poner cubrebocas ya ni lo aparenta. Sucede en los tianguis, sucede en bodas y grandes actos de los famosos y poderosos. En los alrededores de cualquier cosa.

Los puentes están rotos. Qué mundo será donde los niños y jóvenes no vayan a la escuela. Piensen eso: la experiencia de ir a la escuela. Los trayectos, los compañeritos, las broncas, los juegos, los amores, la sensación de pertenencia o su contrario ante la hostilidad de los fortachones. Las clases. Los maestros, presencias humanas con mayor margen que los padres y las madres para dar buen ejemplo o bien proporcionar la caricatura de una temporada con fecha de caducidad. Allí donde se conocen los niños y a las niñas, se hacen las amigas y dos o tres camaradas para el resto de la vida.

Adiós a todo eso. Como en una pesadilla del siglo pasado, hoy la televisoras comerciales serán La Escuela, en una uniformidad fría y bigbroderiana de las clases. Esto, para paliar la nueva brecha abierta entre la educación pública y la privada por la migración educativa a Internet y las aplicaciones de video, allí donde se cuente con computadoras personales. La escuela en tu comedor o recámara, sin salón, bullicio ni patio allá afuera esperándonos para patear la pelota, arrancarse los suéteres y compartir papas fritas. Ahora la vida escolar será un trasunto diario de la monolítica Hora Nacional, donde uno oye, pero no escucha, se distrae, adormece o cambia de canal. Prevalecerán los que logren concentrarse.

¿A dónde llevarán ahora las hormonas, la curiosidad y el azar en un mundo donde los menores con acceso a la red, criados en videojuegos, pueden embriagarse de violencia, pornografía, aventuras y caricaturas, pero la esquina de su cuadra les está vedada y en su vieja escuela crece la maleza y reina el polvo? Virtual y presencial son categorías específicas. Hace poco, Marcos Roitman describía aquí en La Jornada el erial de las universidades que van en la misma dirección (La universidad pública y presencial agoniza, 4/8/20).

¿Cómo desarrollarán los jóvenes su sentido crítico? ¿Cómo aprenderán a cambiar, entenderse, convencer, llegar a acuerdos o definir incompatibilidades en el espacio de una experiencia real y no transmitida? Los maestros lidian hoy con archivos y formatos; así conocen a sus alumnos, entes abstractos que difícilmente cobran forma, a lo más rostros parlantes o pasmados. Las evaluaciones, los comicios y los plebiscitos serán en línea.

En un escenario así, el espionaje y la represión tienen muchos pretextos y todos los recursos. Atrapados en redes que no son nuestras, hemos entregado al enemigo nuestros saberes e íntimos secretos. La educación a distancia se vuelve también una vigilancia. Nuestra voz, nuestra cara y nuestro expediente están al aire constantemente.

Las relaciones interpersonales abrevan en el espejismo. Se juega solitario con Instagram, Whatsapp, Tik Tok, se cree convivir en Facebook y Zoom. Incluso la soledad, con ser permanente, resulta fugaz. Creemos estar con alguien más, vicariamente transportados en signos predeterminados de gusto o disgusto. Hace poco el historiador escocés Niall Ferguson (El País, 1/8/20) advertía: en cinco años olvidaremos como vivíamos en 2019.

Los rostros de mucha gente se habrán pixelado. Si ya hoy el cubrebocas oculta las sonrisas (donde todavía las haya). El olor y la piel de los demás serán cosa del pasado. ¿Cómo dice aquel proverbio del infierno de William Blake?: El que desea y no actúa, cría pestilencia.