El proletariado contra la clase obrera

La actividad social no podrá tener un objetivo abstracto, exterior de su propio contenido. Será, en palabras de John Holloway (2002: 90-91), el flujo social del hacer en su manera directa, un rechazo a la relación social en términos de la economía y la productividad. Esto, según Astarian (2011: 22), se puede pensar como una forma de producción sin productividad. Mientras, en la crisis, toda objetividad social en términos de producción de mercancías se perturba, un proceso revolucionario significaría estar en contra de todo tipo de contabilidad y planificación de la distribución de la riqueza producida. Mientras, en la crisis, las necesidades y la pobreza se vuelven cuestiones de vida o muerte, el proceso de lucha rechazaría las propuestas del “realismo económico” y de la igualdad salarial o ciudadana; mientras la violencia y la imposición del capital van a alcanzar un nivel feroz, la lucha se encaminaría contra las constituciones- instituciones proclamadas “democráticas”. Los lugares del trabajo existirían, entonces, solo como espacios de encuentro o de vida, la producción de cada tipo seguiría un ritmo diferente, propio no al resultado de la producción (producto) sino al ritmo de los que están involucrados en este proceso; la circulación de mercancías entre productores tomaría la forma de la circulación entre personas de una actividad a otra.



El proletariado contra la clase obrera

 

Katerina Nasioka

Comunizar

 

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después: que no podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura de grietas y de arroyos secos. Pero, sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza. Juan Rulfo, El llano en llamas, 1993

La crisis de la relación capital es crisis de la reproducción de la relación clasista, trastorno de la reproducción del capital como capital y de la clase trabajadora como clase trabajadora en la forma históricamente determinada del antagonismo social. Cuando Marx (2009, El Capital, Tomo III, Vol. 6: 321) en su frase famosa declaraba: “El verdadero límite de la producción capitalista lo es el propio capital, es este: que el capital y su autovalorización aparece como punto de partida y punto terminal, como motivo y objetivo de la producción”; no creo que asentía afirmativamente ni al economicismo ni a una teleología positiva de la revolución. Más bien, denotaba la contradicción que desgarra la subjetividad participante en la reproducción de la relación social. Según Sergio Tischler (2013: 33), “la forma mercancía de las relaciones sociales produce un proceso de totalización y un tipo de subjetividad cosificada que hace abstracción del drama humano constitutivo del capital”. Para el trabajo, pues, la crisis no es solo una externalidad (clase trabajadora contra clase capitalista) sino también la crisis material de los proyectos colectivos hacia una perspectiva revolucionaria y el cuestionamiento de sus narrativas políticas. Es el momento en que reconocemos nuestros límites en cuanto capital; en otras palabras, reconocemos que la producción social basada en la producción del valor de cambio, como sucede en el capitalismo, (re)produce también una subjetividad particular, hecho que permite, precisamente, la emergencia de la posibilidad para romperlo.

Después de los años setenta hasta la actualidad, la desconexión entre la reproducción/distribución del capital y la reproducción/circulación de la fuerza de trabajo hace que sea difícil el ciclo de reproducción ininterrumpida de las relaciones capitalistas en su conjunto y, asimismo, la reproducción de esta subjetividad específica. En la crisis actual, la tendencia continua del capital para descartar cantidades crecientes de trabajo —con la crisis del 2008 y el colapso del mercado de bienes raíces como su marcado momento de empeoramiento— implica una doble dirección. Por un lado, es su respuesta a la tentativa de ampliar su reproducción, de producir más capital. Por otro lado, tiende a consolidar poblaciones excedentes que el desarrollo económico resultante no logra absorber de modo suficiente. De tal manera que, hoy en día, el proletariado sea la parte del doble recurso de la relación clasista que produce el capital de manera más forzosa y contradictoria mientras se produce por el capital de manera más y más precaria. En la realidad actual transformada, ¿cómo pensar en la cuestión subjetiva a partir de las luchas desplegadas en todo el mundo? No es solo que esta subjetividad se aleja del proceso identitario del movimiento obrero, sino que ya parece difícil identificarla, en un sentido más amplio. Esto no significa que sin una identidad definida o una cierta ideología (certeza de lo que somos) ya es imposible pensar en el sujeto de la lucha.

La crisis de la relación clasista articulada hasta los setenta colocó la categoría de clase en el centro del análisis teórico, como fue evidente a partir de los intentos de la teoría anticapitalista por delinear el tiempo presente y entender los nuevos jugadores desde la perspectiva revolucionaria. Fue una crisis de la categoría clase. De ser así, ¿debemos abandonar la categoría del proletariado y hablar del sujeto en nuevos términos, tal como lo hace, por ejemplo, la categoría de la multitud? Por último, ¿experimentamos, hoy en día, el fin de la clase, el fin de la lucha de clases? Sergio Tischler (2004: 107) comenta al respecto:

La globalización es un fenómeno de lucha de clases, de rompimiento de los límites sociales que la clase obrera había impuesto al capital en forma del Estado de bienestar en los países centrales del capitalismo, y en la forma de desarrollismo y populismo en América Latina. De allí una primera idea: el llamado fin de la historia no es el fin de la clase y la lucha de clases, sino un momento constitutivo de una forma de lucha de clases nueva y de una trama hegemónica diferente.»

La crítica a la tradición leninista acerca de la conquista del poder y la transformación del Estado en herramienta de emancipación se dirige a diferentes aproximaciones, analizadas a continuación. Algunos enfoques teóricos se inclinan a abandonar la categoría de clase, mientras que otros insisten en seguir abriéndola, transformándola en una categoría crítica (en lugar de positiva).

En esencia, los intentos por renovar la teoría revolucionaria y comprender el nuevo sujeto de la revolución relatan la crítica a la clase como “subjetividad constitutiva” (movimiento obrero). En tal sentido, podemos marcar una tensión entre la categoría del proletariado y la de la clase obrera; además de una relocalización en conceptualizar las dos categorías no como, necesariamente, sinónimas. La clase obrera, entendida como la articulación específica de lucha entre trabajo-capital que, a través de su práctica política-económica se identificó con el movimiento obrero, pretendió fortalecer su condición de clase dentro del capitalismo con el fin de establecer la dominación de la sociedad obrera (periodo transitorio hacia la sociedad sin clases). En este sentido, es la positividad de la clase que, mientras afirma la condición de la clase, cierra la posibilidad de romper con la sociedad clasista. El fortalecimiento del poder de la clase, según la perspectiva obrerista, proyecta, también, el dominio del trabajo abstracto ejercitado por una clase, la clase obrera en lugar de la clase capitalista. No obstante, la crisis de la identidad laboral y de las prácticas del movimiento obrero permite, hoy en día, un desplazamiento en la categoría del proletariado como movimiento continuo de disputa y desbordamiento de su propia condición clasista, como proceso de desidentificación/ desafirmación de la lucha obrerista. El proletariado deviene lo negativo de la foto, el movimiento-en-contra de la determinación clasista (autonegación) y, por lo tanto, la ruptura con la clase obrera. Es una forma de subjetivación que va en-contra-y- más-allá de la clase obrera, en-contra-y-más-allá de todas definiciones clasificatorias: “Somos un signo de interrogación, un experimento, un grito, un desafío. No necesitamos ninguna definición, rechazamos todas las definiciones, porque somos la fuerza antiidentitaria del acto creativo y desdeñamos todas las definiciones” (Holloway, 2006).

Es en la teoría crítica que el sujeto se percibe en términos negativos, como movimiento (dialéctico) de contradicciones, constantemente amenazado por el objeto —lo no idéntico a la conceptualización subjetiva—. En su Dialéctica Negativa (1975), Adorno critica a la visión afirmativa de la dialéctica idealista de la tradición filosófica, argumentando que el intento de reconciliación (unidad) entre sujeto-objeto en la forma del espíritu absoluto ha fracasado. Por otra parte, denuncia la aproximación empiricista del materialismo histórico que formó el pensamiento marxista ortodoxo y se volvió una doctrina. No obstante, la concepción del sujeto como movimiento —e incluso negativo— ya se encuentra en la Fenomenología del Espíritu (FE) de Hegel (1985) y constituye la fuente de la cual Marx (de manera más sistemática en los Grundrisse) se inspira y fundamenta su concepto de forma para lanzar la crítica al fetichismo de la mercancía. En el “Prólogo” de la FE (ibíd.), Hegel se refiere a la noción del sujeto que se desdobla, se duplica negativamente y se contrapone a sí mismo. Dice el autor sobre el verdadero sujeto: “Es, en cuanto sujeto, la pura y simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de lo simple o la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente diversidad y de su contraposición” (ibíd.: 16). Sin embargo, la dialéctica sujeto/ objeto en Hegel se entiende como movimiento subjetivo, como una “síntesis subjetiva, síntesis realizada por el sujeto en la forma del espíritu absoluto” (Tischler, 2013: 126). De acuerdo con la crítica de Adorno (1975: 16): “El filosofar de Hegel estaba lleno de contenido y su fundamento y resultado era el primado del sujeto o, según la famosa expresión al comienzo de la Lógica, la identidad de identidad y diferencia”. La subjetividad, bajo la luz de la dialéctica idealista se transforma en la tal llamada subjetividad constitutiva (ibíd.: 8), a saber, aquella que constituye la propia realidad (objetividad, sociedad) a partir de sí misma, a partir del concepto. De esta manera, delimita —y en última instancia reduce— el objeto a concepto, a objeto de pensamiento. Para el pensamiento idealista todo lo que no se identifica, no se integra o ajusta al concepto consiste en contradicción. Esto sucede porque el concepto define y clasifica, es decir, identifica, mientras el objeto está en lo no-idéntico al pensamiento, en el excedente, que media la subjetividad. Por lo tanto, aunque se reconoce la contradicción, esta se determina (inmanentemente) a través de y sobre el propio concepto. Se entiende como no-identidad solo a través del punto de vista de la identidad, mientras que el heterogéneo se percibe a través de la lógica de la unidad (su compatibilidad con el concepto). De acuerdo con Adorno, la contradicción percibida de esta manera no puede ser algo más que el epítome del propio pensamiento idealista: “El espíritu que reflexiona sin descanso sobre la contradicción real tiene que ser esa misma realidad, para que esta pueda organizarse según la forma de la contradicción” (1975: 18). Por esta razón, el pensamiento idealista apunta a una forma pacificada y reconciliada, a suprimir las contradicciones de modo que los conceptos pierdan su fuerza crítica, no griten, no muerdan.

En oposición a la subjetividad transcendental que ab-sorbe el objeto por completo, Adorno se dirige al elemento negativo, a lo no-idéntico al objeto que media la expresión más profunda de la subjetividad, la cual sufre y le resiste: “Y es que el sufrimiento es objetividad que pesa sobre el sujeto; lo que este experimenta como lo más subjetivo, su propia expresión, está mediado objetivamente” (Adorno, ibíd.: 26). No obstante, la renuncia a la primacía del sujeto no puede conducir, según Adorno, a un realismo simplista ni a un pensamiento representacional que enfatiza en la determinación de la realidad social a través de las leyes inmanentes de la economía. Si la conciencia subjetiva se restringe a una reflexión o ideología (identidad), entonces la crítica a la realidad consolidada, en vez de buscar entender la constitución de las cosas (relaciones fetichizadas), se limita únicamente a describir sus pasos (apariencia). Por consecuencia, siguiendo al marxismo ortodoxo, la subjetividad puede amenazar su condición reificada solo en la medida en que tome la cualidad de un privilegio. De hecho, para el canon leninista, la clase obrera es el sujeto revolucionario en cuanto con su lucha política —determinada por el partido revolucionario como con-ciencia organizada de clase— se dirige contra el capital como economía (objeto). De esta manera, en la estrategia leninista, el sujeto revolucionario viene “desde afuera” (vanguardia, intelectuales) a actuar como sujeto social autónomo en la esfera política separada y configura la revolución en la forma-Estado. Sin embargo, “una revolución que se hace Estado reproduce las categorías burguesas del poder” (ibíd.: 108), además de que la forma burguesa es constitutiva de este proceso revolucionario. Aquí la clase obtiene un carácter instrumental y objetivista, su organización y conciencia son vistas como externalidades a la lucha de clases, como formas de conocimiento objetivo que se le imponen, asegurando la creación de una sociedad comunista en términos de progreso. Para Adorno esta percepción sustancializa al objeto, lo transforma en algo estático y le permite quedarse fuera de toda crítica. Holloway (2005: 13) argumenta respecto a este tema:

Los teóricos marxistas, generalmente, han interpretado su contribución a la lucha como análisis de lo objetivo, de las contradicciones del capitalismo.»

En este contexto, la lucha no es negada: el trabajo en la tradición marxista, generalmente, surge de algún tipo de participación en la lucha. Sin embargo, cualquiera que sea la motivación, esta suerte de análisis científico otorga un rol muy subordinado a la lucha. Se le da un rol de ‘pero también’, utilizando una frase de Bonefeld (1991): se le permite efectividad en los intersticios de las leyes de desarrollo del capitalismo, se le permite esconderse en los resquicios que las leyes objetivas del desarrollo dejan indeterminados, se le permite que tome las oportunidades presentadas por las condiciones objetivas. (Se le permite también injustificadamente, proveer una coartada toda vez que el marxismo es acusado del determinismo). No se niega la importancia de la lucha, pero el marxismo, bajo su máscara científica, no deviene una teoría de la lucha, sino de las condiciones objetivas de la lucha, lo que es algo muy diferente.

El análisis marxiano contra el fetichismo de la mercancía sostiene que la realidad social, a pesar de su carácter objetivo producido por medio del intercambio, es tanto existente como aparente, es decir, es al mismo tiempo verdadero y no-verdadero. Si, para Hegel, la verdad es el índice de sí misma y de lo falso, para Marx la falsedad es el índice de la verdad. La reflexión (conciencia) sobre el objeto no puede disolver el carácter fetichizado de la realidad social producido socialmente, sin embargo, permite la mirada crítica hacia el objeto que media la subjetividad; y, por ser así, insiste en oponerse a la naturalización de las relaciones sociales, se niega a capitular (movimiento antagónico). Una crítica principal al automatismo de lo objetivo (economía), que domina a lo subjetivo, se encuentra en los argumentos de Lukács y en su categoría de la cosificación. En su libro Historia y Conciencia de Clase (2001), Lukács, regresando a Hegel, argumenta que la mercancía-fetiche estructura la relación social en todas sus formas de objetividad y subjetividad. Esta aproximación rechaza al automatismo del desarrollo de las fuerzas productivas como final feliz e inevitable de la sociedad burguesa. La revolución se plantea aquí en términos de posibilidad, cuyo punto decisivo es el proletariado que se subjetiviza a través de la operación de la conciencia de clase. Lukács hace la distinción entre la conciencia cosificada del proletariado (clase en sí, el proletariado como objeto) y la conciencia revolucionaria, descosificada, del proletariado (clase para sí, el proletariado como sujeto de la historia). Esta distinción deviene la base del argumento que el mismo proletariado —en cuanto toma conciencia de su posibilidad de entender el desarrollo histórico como totalidad (capitalismo)— es “capaz de superar la escisión y las antinomias de la existencia burguesa, desplegando su razón práctica en la constitución de un mundo que es el suyo, a través del cual se construye libremente a sí mismo, en el proceso histórico” (Meyer Forbes, 2013: 81).

La categoría de la cosificación de Lukács da un giro a la teoría revolucionaria, en cuanto plantea la revolución en términos de posibilidad. La totalidad capitalista, de acuerdo con esta visión, se puede superar a través de la producción de la unidad sujeto-objeto personificada en el proletariado en cuanto clase revolucionaria. Sin embargo, en la teoría de Lukács, hay dos puntos que le dan un carácter positivo y de afirmación de la clase. En primer lugar, la conciencia de clase constituye el proletariado como sujeto/objeto idéntico de la historia, capaz de enfrentar la totalidad capitalista porque él mismo es una suerte de totalidad alternativa, es una nueva síntesis. ¿Todo el proletariado? Aunque la conciencia revolucionaria es, de acuerdo con Lukács, teóricamente posible para todo el proletariado, objetivamente es posible solo para una parte iluminada de la propia clase, una vanguardia. De este modo, solo la mediación específica del partido puede asegurar el proceso histórico de la revolución, lo cual implica que el sujeto se reduce a una forma de organización revolucionaria (clase, partido, Estado) que se separa y autonomiza de la propia lucha. El sujeto visto en términos de síntesis organizativa, es una nueva totalidad que subordina lo social a la primacía de lo político, y la conciencia de la clase para sí está sumisa a la forma-vanguardia. En segundo lugar y a consecuencia de lo anterior, si el problema de la revolución es un problema de conciencia y si la propia subjetividad es reducida en conciencia (Jay, 1984 apud. Meyer Forbes, ibíd.: 90) el tema de la revolución sigue siendo un asunto cognitivo. En este sentido no es solo que la subjetividad se reduce a conciencia, es igual que el proceso de la fetichización se percibe como una “falsa conciencia”, como las falsas apariencias del mundo cosificado. Esta perspectiva plantea que la esencia del proletariado y su apariencia fenoménica se encuentran en una relación externa, en la cual la propia esencia pura (revolucionaria) no se ve afectada o herida por la apariencia cosificada. Por lo tanto, en Lukács, el problema de una ontología idealista está superado por la construcción de una ontología materialista: “la autoconciencia del proletariado como sujeto-objeto idéntico, es decir, la destrucción del velo engañoso” (ibíd.: 98). De este modo, la totalidad aparece como ontología (ontología del trabajo) y, por ser tal, construye una positivización de la categoría de la totalidad que debe realizarse.

No obstante, el problema del sujeto fetichizado y de la fetichización de las relaciones sociales no es una cuestión de engaño, ni de necesidades falsas, de las cuales los sujetos basta tomar conciencia para poder abolirlas. Es una relación social existente. Las relaciones económicas, según Bonefeld (2004), son perversiones de las relaciones humanas:

Plantear de manera hipotética las formas constituidas del capital en términos subjetivos implica postular un reine Verrückheit, una “pura locura” (Marx, 1974: 928). Este es el absurdo de las concepciones del capital como sujeto autoconstituido, ya sea concebido a través de las lentes althusserianas, o a través de las denuncias autonomistas del capital en defensa de la inmediatez romántica del sujeto revolucionario como ser ontológico.»

Anselm Jappe (2007), en su análisis sobre la sociedad del espectáculo de Debord y la fetichización de las relaciones sociales, argumenta que no se trata de una “imagen distorsionada de la realidad en las mentes de la gente, se trata de una realidad distorsionada, en la cual las abstracciones … han sido una realidad material, por difícil que sea para una mente positivista concebir que algo puede ser a la vez real y abstracción” (ibíd.: 16).

El mismo hilo teórico (esencia versus apariencia del proletariado) se halla en la argumentación analítica de las discusiones autonomistas de Hardt y Negri, donde, sin embargo, la perspectiva revolucionaria del Estado o de las mediaciones políticas establecidas de la clase obrera (partido, sindicato) ha sido invertida. Toni Negri ya desde 1988, en la primera parte de su libro Revolution Retrieved. Writing on Marx, Keynes, Capitalist Crisis and New Social Subjects donde analiza la transformación del Estado Keynesiano, tiene todo el tiempo implícita la idea de que la clase obrera, potencialmente autónoma, camina hacia su propia autovalorización. Dicho proceso de autonomización, según Negri, fue resultado de la ruptura que abrió y la potencia que lanzó la revolución rusa. Frente a ella, el capital, inevitablemente, tuvo que reorganizarse para poder contener dentro de sus propios intereses el movimiento de la creciente socialización del trabajo. Después de los años treinta y la gran crisis, la respuesta del capital al movimiento tradeunionista —resultado de los Soviets, los consejos obreros y fabriles— fue la transformación del Estado en intervencionista: “… la lucha de la clase obrera ha impuesto un movimiento de reformismo del capital” (ibíd.: 27). Según el autor, el Keynesianismo, esencialmente, se vio obligado a reconocer que la clase obrera es el motor del desarrollo y que “el sistema funciona no porque la clase obrera está siempre dentro del capital sino porque al mismo tiempo es capaz de dar un paso fuera de ello” (op.cit.). Todas las medidas tomadas por el capital apuntan a este objetivo: prohibir a la clase obrera actuar fuera del capital.

Hardt y Negri proponen cierto tipo-figura de liberación subjetiva a partir de un sujeto cognitivo que, en la nueva “producción biopolítica” del trabajo inmaterial posfordista, logra autonomizarse y obtener su autovalorización. ¿De qué manera está planteada acá la categoría de la clase? La clase en Hardt y Negri (2004, 2009) no se constituye sobre la base de la separación del productor de sus medios de producción y la reproducción de la relación asalariada; sino a través de los conflictos entre los diferentes estratos sociales o las diferentes clases. En la Multitude (2004: 103 y ss), los autores se refieren a las clases que se constituyen como grupos sociales a través de un número infinito de diferentes maneras, por ejemplo: raza, clase económica, etc. Las “metamorfosis biopolíticas” de la multitud determinan un nuevo tipo de conexión entre grupos sociales, en cuya base se moviliza “lo que comparten en común contra el poder imperial del capital global” (2004: 129): la fuerza de los trabajadores vistos como multitud creativa, como “singularidades que actúan en común” (2004: 105). La multitud supera el concepto de la clase obrera, en cuanto esta última es ligada solo con la inclusión/exclusión al trabajo productivo. De la misma manera Paolo Virno (2003: 116) argumenta que “toda la fuerza de trabajo posfordista, en cuanto compleja o intelectual, no se caracteriza por aquella suerte de homogeneidad por sustracción que implica de por sí el concepto del ‘proletariado’”. El trabajo posfordista es entonces multitud, percibido como “exceso de saberes, comunicación y el virtuoso actuar concertadamente implicados en la ‘publicidad’ del general intellect” (ibíd.: 73). Por esta misma razón la multitud es capaz de actuar tanto dentro como fuera del capital, un proceso que determina su potencial de autonomización por el capital. La multitud es opuesta al capital solo en la medida que, actuando fuera del capitalismo, encuentra su camino de autonomización y autovalorización. Parece claro que la autonomización-autovalorización de la clase implica la noción dicotómica entre el ser y la apariencia de la clase. Presupone que la autonomía de la clase es una suerte de liberación de la situación verdadera de la clase por su integración al modo capitalista de producción; de manera similar, el trabajo se busca encontrar en su forma liberada, a medida de que el trabajo puede ser diferenciado de una actividad social abstracta (trabajo abstracto). Pero, ¿cómo se logra esta liberación?, ¿cómo se alcanza la autonomía de la multitud?

Según esta aproximación, hay dos aspectos en el curso de dicha liberación. Por una parte, la creciente colectivización- socialización del trabajo en el capitalismo avanzado (Hardt y Negri, 2004, 2009) fortalece su potencialidad de autonomía. Por otra parte, la crítica-rechazo a las mediaciones políticas, como prácticas clasistas dentro del capitalismo, revela y libera la “naturaleza revolucionaria” de la clase trabajadora. La multitud, entonces, representa la posibilidad de transformación social en términos políticos. Dicen los autores: “La autonomía de la multitud y sus capacidades de autoorganización económica, política y social le quitan cualquier rol a la soberanía. No es solo que la soberanía ya no es el terreno exclusivo de la política, sino la multitud exilia la soberanía de la política. Cuando la multitud es finalmente capaz de gobernarse a sí misma, la democracia se hace posible” (2004: 340). Hardt y Negri ven algo positivo en el propio movimiento del capital. El trabajo inmaterial e “intelecto general” se perciben, parcialmente, como el movimiento positivo de las fuerzas productivas del capital que, de una manera casi automática, obtiene un carácter emancipatorio, liberador. Por lo tanto, la posibilidad del cambio social consiste en el éxodo de la relación-capital (autonomización) y está enraizada a la propia aceleración del modo de producción biopolítico del capitalismo.

Una primera crítica a estos argumentos es que el trabajo inmaterial y el “intelecto general” son igualmente explotados como el trabajo en las fábricas, en el campo y, al menos por el momento, forman parte de la reproducción del capital. Es más, el desarrollo económico de las sociedades desindustrializadas se basa cada vez más en las llamadas “industrias creativas”, “… aquellas que tienen sus raíces en la creatividad individual, la capacidad y el talento y las cuales conllevan la posibilidad de producir riqueza y crear nuevos trabajos a través de la explotación de la propiedad intelectual” (Pasquinelli, 2007).103 El propio arte, en el cual Virno pone mucho énfasis como poder creativo, ha comenzado a jugar un papel cada vez más crucial como mediación para la producción de valor (Paparounis, 2010), mientras su contribución en la realización del valor en el capitalismo “cognitivo” es muy importante. Los sectores de arte se incorporan de manera creciente en los ritmos de la industria creativa. La ciudad entera se transforma en “ciudad creativa” (ver Richard Florida, 2002; 2005) en el sentido de que puede ser explotada en su totalidad (memoria, cultura, movimientos sociales, redes sociales, tecnología, arquitectura) a través del capital colectivo (ver Harvey, 2007). En este sentido, percibir la multitud como la posibilidad de la construcción de una sociedad-open-source, según los modelos de las fuentes abiertas del software, tal y como plantean Hardt y Negri, deja como secundaria la crítica a la emergencia de estas nuevas formas de producción de valor; y la crítica en total a la categoría del trabajo. Si es verdad que la subsunción real del trabajo al capital implica la mayor socialización de trabajo y la creación de colectividades interconectadas, es también evidente que las fragmenta, individualiza, oprime y explota. Si es verdad que las nuevas tecnologías proporcionan mayores posibilidades de autonomización y se utilizan sistemáticamente por los movimientos sociales, también es cierto que la vigilancia tecnológica ha llegado a tal nivel que proporciona cada vez mayor control e intervención en todos los aspectos de la vida cotidiana.

Por otra parte, el sujeto revolucionario biologizado de Hardt y Negri, que surge a través de la propia lógica del capital, es un abandono de la (auto) contradicción y una afirmación de la diferencia que presupone la convivencia entre una forma social hegemónica con otras formas subordinadas y en resistencia contra la hegemonía. Mientras, el antagonismo se ve con los anteojos de la antinomia y la contradicción deviene diferencia, surge la importancia de la pluralidad que está explícita en el concepto de la multitud. Según la crítica de Alberto Bonnet (2007: 51), los conceptos tanto de la multiplicidad como de la multitud “fueron intencionalmente concebidos con prescindencia de la dialéctica” y “sus objetos fueron privados de su inherente carácter antagónico”. Desde esta perspectiva, el camino revolucionario consiste en liberar/autonomizar el ser del proletariado (que es revolucionario) de su apariencia (que es contrarrevolucionaria). El modo de conexión entre el ser del proletariado y su apariencia son las mediaciones políticas (Estado, partido, sindicato) que deben ser reformadas o superadas, por lo cual surge una propuesta política que pone el énfasis en una concepción de democracia de suerte radical. No existe, por decirlo de otra manera, la dimensión autoantagónica de la clase, el actuar en-contra, lo cual implicaría una lucha contra su propia existencia como clase en el capital (abolición de la clase) sino la afirmación de la clase a través de su forma autónoma: se afirma y se fortalece la noción de la clase, se afirma y se sostiene el concepto de la democracia. Sin embargo, la creciente socialización-colectivización del trabajo, en el capitalismo actual, no dirige a una forma “autónoma” de la clase; más bien revela la contradicción planteada por dicha autonomía. Esto se debe al hecho que el trabajo socializado-colectivizado del capitalismo desarrollado presupone la integración creciente de la reproducción del proletariado en el ciclo del capital. Por lo tanto, cuando la clase se opone al capital, en la actualidad, no encuentra allí su camino de autonomía, sino que en esta oposición, precisamente, choca con la contradicción de sí misma, como objetividad y presuposición del capital; es decir, se reconoce a sí misma en cuanto capital. Si esto es así, la autonomía-de-la-clase se limita solo a la crítica de las mediaciones políticas —manteniendo la separación entre lo político y lo económico—, que se entienden como condiciones externas a la “situación verdadera de la clase” y no parte constitutivo de ella. En este sentido, no se cuestiona la forma en que, en el capitalismo, ha tomado la actividad humana en su conjunto (trabajo abstracto, mercancía, intercambio, división del trabajo, propiedad, productividad, planificación de la producción) y, por lo tanto, sugieren los Théorie Communist (2009: 59) “se plantea la revolución como imposible”. En fin, es diferente hablar de liberación de la clase que de su propia abolición. La clase como tal, como objetivación, es libre en el capitalismo, pero es libre de vender su fuerza de trabajo: “la clase tiene la particularidad de ser pobre y libre a la vez” (García Vela, 2014: 183). Para Werner Bonefeld (2013: 314) el argumento de un sujeto autónomo (multitud) frente al capital que lucha por su propia autovalorización, como lo plantea Hardt y Negri, significa hablar de:

… moléculas humanas y formas asociadas de biopoder [que] ya se habrían “escapado de las garras del capitalismo” y eso sin que el propio capitalismo se diera cuenta. ¿Será esta una caricatura no muy exacta de su trabajo? La concepción de Negri sobre la autonomía como una suerte de naturalización del ser humano (biopoder) es más bien confusa. Trata de hacer de la naturalización del capitalismo, de la práctica humana social, un recurso atractivo para las luchas anticapitalistas. En vez de ser “valorizado” por el capital, el trabajo es saludado como un poder que se autovalora. ¡Qué miseria!»

Si queremos evitar la trampa de una teorización metafísica, el proletariado no puede ser visto en términos dicotómicos, entre su ser (su forma verdadera de existir) y su apariencia (forma aparente de existir). El proletariado forma parte del capitalismo y se define dentro de él. En el modo de producción capitalista, su condición constitutiva es la de clase. Sin embargo, la actividad de clase manifiesta dos vistas. El proletariado es clase en el capitalismo —la clase como existencia objetiva, según Sergio Tischler (2004: 114)— pero al mismo tiempo pone en disputa su existencia como clase en el capitalismo (antagonismo y lucha de clases) —la clase como sujeto (op.cit.)—. La pregunta central que los Théorie Communiste (2010: 61) ponen en marcha resulta de mucha importancia: “¿Cómo es posible que una clase que actúa exclusivamente como clase, puede abolir las clases (y su propia existencia como clase)?”. Esta doble dimensión puede ser comprendida a través de la categoría de forma planteada por Marx en su crítica contra el fetichismo. En la categoría de la forma, el ser (una suerte de contenido o sustancia) con su apariencia se encuentran en una relación intrínseca, inseparable, que constituye el único “modo de existencia” de los fenómenos sociales (Gunn, 2005). Según Gunn (ibíd.: 123), las formas constituyen la relación-capital como un todo y son el modo de existencia de las relaciones sociales en el capitalismo. La abstracción real de la práctica humana en la relación-capital es una “abstracción de-terminada —la abstracción capaz de una existencia práctica y particular—”(ibíd.: 121). Por lo tanto, no tenemos un punto de observación fuera de las formas capitalistas de la relación social, tal como ha sido implicado por el materialismo histórico tradicional. No tenemos una teoría de la sociedad ni una teoría de la historia, ni menos alguna garantía de un final feliz —lo que realmente fue la crítica del estructuralismo al materialismo dialéctico como doctrina de los países del socialismo real—. Diciéndolo de otra manera, existencia y apariencia no se pueden distinguir: el modo en el que existe un fenómeno social es su propia apariencia. La mercancía es la forma social de la riqueza producida socialmente, es decir, la forma de la relación entre “mi actividad” y “tu actividad” y es la única que existe entre las dos actividades. En fin, vivimos en un mundo y este mundo es real.

Sin embargo, este asunto se volvería ininteligible con relación a una perspectiva hacia la subversión de la sociedad capitalista, si no consideramos algo particular: mientras la apariencia puede ser comprendida como un “modo de existencia” de la realidad, la existencia tiene sentido solo si se entiende en su dimensión extática, movible, “como existencia (ek-stasis o éc-stasis), es decir, de una manera activa” (ibíd.: 124). Esto significa que, si las relaciones sociales en el capitalismo aparecen fetichizadas como relaciones entre cosas, y si la subjetividad aparece como objetividad y clase, entonces las relaciones son lo que son y al mismo tiempo son su contradicción (unidad-en-separación). La subjetividad es clase y al mismo tiempo constituye su propia contradicción. Igual, el trabajo concreto no es la esencia (el verdadero ser) del trabajo abstracto sino su contradicción en la misma forma social. Marx, en su crítica al fetichismo en El Capital, dice que el trabajo en capitalismo tiene la especificidad histórica de un carácter bifacético (concreto-abstracto) y, aún más específicamente, el trabajo abstracto predomina (como sustancia del valor). De esta manera, el trabajo abstracto es el modo de existencia (forma) del trabajo en el modo de producción capitalista. Esto es que, en el capitalismo toda nuestra actividad se especifica en términos de trabajo determinado socialmente como práctica abstracta que persigue objetivos externos a ella; esta es su contradicción. Tal contradicción permite pensar la forma de la relación- capital constituida precisamente como perversión (Bonefeld, 2013; 2014), en cuanto la actividad humana/práctica social se plantea en términos de dos características: el carácter unilateral, homogeneizante y totalizante (toda actividad se identifica con el trabajo) y el carácter de externalidad u objetividad (toda actividad como trabajo apunta a un objetivo ajeno a ella misma: producción de valor). Prácticamente, tal perspectiva plantea la actividad social en el capitalismo en términos contradictorios a ella misma y antagonistas.

La forma capital (y todas las formas de las relaciones sociales en el capitalismo), por lo tanto, se constituyen como antagonismos y luchas desde su constitución, a partir de la escisión de la actividad social como una subjetividad y una objetividad social al mismo tiempo, la separación de la esferas de producción/reproducción; en fin, la congelación del flujo del hacer, en palabras de John Holloway (2002). Esta escisión significa que las formas capitalistas pueden plantearse, según Bonefeld (2004a), tanto como cosas en sí (relación-en), así como subjetividades para sí y contra sí (relación de contra-y-más-allá); es decir, tanto en su dimensión estática como en la extática. La contradicción no es solo interna ni solo externa, sino dialéctica entre estas dos dimensiones. La dialéctica entre el proletariado como clase y contra su condición constitutiva en clase es una dialéctica asimétrica, para decirlo en palabras de Adorno (1975), una dialéctica no-identitaria y negativa; en fin, una dialéctica en constante conflicto. En tal sentido, las formas devienen antagonistas por su articulación asimétrica, es decir, por su modo constitutivo en contradicciones.

Las formas capitalistas como objetividades en sí o como subjetividades para sí y contra sí, son tanto subordinadas como productoras de esta articulación social. El capital al mismo tiempo que subordina, él mismo es dependiente del proletariado. El proletariado produce el capital asegurando su propia vida (reproducción) como clase, pero, de hacerlo, se encuentra en constante conflicto con su propia forma subordinada, consigo mismo. El capital como subjetividad subordina y explota; el proletariado como objetividad oprimida y explotada se rebela. Por lo tanto, las formas capitalistas se constituyen como lucha, precisamente porque la afirmación de la existencia contradicha nunca se realiza completamente —el proletariado como clase nunca puede llegar a afirmar su existencia completamente autónoma en cuanto clase—. En otras palabras, entre apariencia y contenido no existe una relación identitaria sino de no-identificación, un proceso dinámico de identificación/desidentificación. De tal sentido, la contradicción conlleva una dimensión triple: no existe solo un “dentro” y un “afuera” del capitalismo (relaciones capitalistas-relaciones no capitalistas) sino un «en-contra»- “más-allá”106 del capital, lo que Gunn (2005) llama contradicción tríadica. En el mismo sentido, la igualdad en el capitalismo no es una no-igualdad, sino una igualdad-contradicha; la libertad no una no-libertad sino libertad-contradicha, “libertad, igualdad, propiedad y Bentham” (Marx, 2009, Tomo I: 214), es decir “una libertad no libre” (Gunn, ibíd.: 135). Esto significa que la libertad o la condición no clasista existen y se experimentan ya en la contradicción, “en el movimiento real de la clase” (ibíd.). Si este es el caso, no es cuestión de pasos desde una no-libertad a una libertad; eso resultaría considerarlas como proceso de antinomias (externalidades), y el alcanzar la libertad implicaría encaminar hacia algo que ni siquiera sabemos qué es.

De acuerdo con Bonefeld (2014: 114), la clase no es “una categoría de conciencia. Es una categoría de una forma perversa de la objetivación social”. El proletariado es clase en el capitalismo y lo produce al mismo tiempo que cuestiona su propia existencia como clase: es la clase revolucionaria. Su contradicción entre el estar en el capitalismo y el apuntar a un más allá del capitalismo está determinada por el luchar en contra (del capitalismo y de sí mismo). Por lo tanto, si pensamos al sujeto en términos de no-identidad y el proletariado como “contradicción viviente”, es decir, no solo en sí o para sí sino también contra sí mismo (ibíd.: 107); entonces la totalidad no es algo que debe realizarse, así como Lukács argumentaba, sino lo que estamos luchando para quebrar (destotalización). En este sentido, no se habla de una recomposición tradicional de la clase, sino de una nueva condición en la que “la unidad para el proletariado llegará a ser en el momento de su abolición” (Théorie Communiste, 2005).

¿No es, a poco, esta la dinámica que nos revelan las luchas sociales recién desplegadas? Creo que sí. De manera diferente al contenido de las luchas sociales después de la Segunda Guerra Mundial —entendidas como fortalecimiento de la identidad del movimiento obrero—, las luchas del siglo XXI se hallan en los límites contradictorios de las demandas reivindicativas del proletariado como clase. Son luchas en constante tensión entre reivindicación/negación, desordenadas, violentas, que estallan y se ahogan por la represión brutal estatal; luchas en lugares dentro y fuera del trabajo. Si las condiciones de las luchas hasta los setenta permitían una afirmación parcial de la identidad de la clase trabajadora en el capitalismo, ahora esto parece un escenario lejano. El proletariado se encuentra menos y menos capaz de afirmarse como clase en el capitalismo, pues, el ataque que implican los intentos del capital para reestructurarse lo muestran: creciente proletarización, desempleo, despojo de las pocas tierras que todavía se trabajan parcialmente por los propios productores, violencia y represión como modo de reproducción social, alienación en la educación, salud y de todos los aspectos de la vida cotidiana bajo los mandos del mercado, etc. El fortalecimiento de la identidad de la clase trabajadora fordista y su práctica constituía, al mismo tiempo, el proceso de su propia crisis. La crisis de esta identidad nos permite ver y hablar del movimiento de lucha de clases actual como disputa la determinación social de clase; un movimiento negativo que prefigura un mundo destotalizante y comunizante.

Un tal mundo presupondría que la actividad social no podrá tener un objetivo abstracto, exterior de su propio contenido. Será, en palabras de John Holloway (2002: 90-91), el flujo social del hacer en su manera directa, un rechazo a la relación social en términos de la economía y la productividad. Esto, según Astarian (2011: 22), se puede pensar como una forma de producción sin productividad. Mientras, en la crisis, toda objetividad social en términos de producción de mercancías se perturba, un proceso revolucionario significaría estar en contra de todo tipo de contabilidad y planificación de la distribución de la riqueza producida. Mientras, en la crisis, las necesidades y la pobreza se vuelven cuestiones de vida o muerte, el proceso de lucha rechazaría las propuestas del “realismo económico” y de la igualdad salarial o ciudadana; mientras la violencia y la imposición del capital van a alcanzar un nivel feroz, la lucha se encaminaría contra las constituciones- instituciones proclamadas “democráticas”. Los lugares del trabajo existirían, entonces, solo como espacios de encuentro o de vida, la producción de cada tipo seguiría un ritmo diferente, propio no al resultado de la producción (producto) sino al ritmo de los que están involucrados en este proceso; la circulación de mercancías entre productores tomaría la forma de la circulación entre personas de una actividad a otra. La sociabilidad consistiría en el don o la libertad de actividades en el lugar del intercambio o la propiedad. La producción y la reproducción de la vida como el uno y el mismo flujo sería, entonces, la cotidianidad humana. ¿Puede existir? No se sabe. Sin embargo, la propia realidad y actividad de crisis en la que vivimos nos permite hablar de este tipo de prefiguraciones acerca del comunismo —entendido como el flujo de comunizar que sigue, como el flujo de sangre, su camino de ruptura constante de todos los coágulos que tienden a reproducirse una y otra vez—.