La sabiduría de Kandiaronk
David Graeber y David Wengrow
Sin Permiso
05/09/2020
En este texto inédito, el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrwow muestran que la ideología del progreso fue una reacción conservadora contra la difusión de las ideas de Kandiaronk, una especie de Sócrates amerindio, para justificar las desigualdades occidentales.
El antropólogo David Graeber (DG) trabajaba desde hacía siete años con el arqueólogo David Wengrwow (DW) en una obra consagrada a la historia de las desigualdades. Un primer apunte de esta obra se publicó en 2018. En el se mostraba que el relato habitual según el cual la desigualdad de los hombres es el precio a pagar por las sociedades desarrolladas y su nivel de vida es mentira; en efecto, en un análisis de la historia larga, en torno a 50.000 años, DG y DW[1] muestran que existían tanto pequeñas sociedades de cazadores-recolectores desiguales, como grandes ciudades extremadamente igualitarias. Incluso de forma aún más sorprendente, que había sociedades que podían ser muy igualitarias en verano y desiguales en invierno, o viceversa. Esta primera entrega se ha comentado abundantemente en los cenáculos intelectuales y sobre todo en Francia por Emmanuel Todd[2]
La segunda entrega de la misma obra, aún inédita tanto en francés como en inglés, trata de la influencia de las sociedades amerindias entre los pensadores de la Ilustración en Occidente. En ella defienden que los textos fundadores de la Ilustración y de la Revolución Francesa, y sobre todo el texto de Rousseau, Sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, han estado fuertemente influidos por libros que relataban la crítica de los indios de América respecto a la sociedad occidental. Entre esos indios de América, destaca la personalidad de Kandiaronk como la de un Sócrates amerindio, brillante orador que fascinó a la élite occidental francesa y que pervirtió a la juventud occidental a medida que sus críticas de la sociedad occidental y de la religión cristiana, se difundían en el seno de dicha sociedad. Se defiende así que la ideología del progreso aparece así como una reacción conservadora contra la difusión de esas ideas para tratar de justificar las desigualdades occidentales, dado que según tal ideología, la desigualdad de los hombres sería el precio a pagar por el progreso técnico y la comodidad que aporta.
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En el último capítulo, hemos descrito algo de la herencia de Jean-Jacques Rousseau, cuya historia sobre los orígenes de la desigualdad social se sigue contando y repitiendo, con infinitas variaciones, hasta el presente. Así pues, ¿cómo nació esta historia?
Los historiadores de las ideas nunca han abandonado realmente la teoría de la historia del Gran Hombre; a menudo escriben como si todas las ideas importantes de una época dada pudiesen ser atribuidas a un individuo extraordinario, ya sea Platón, Confucio, Adam Smith o Karl Marx, en vez de considerar sus escritos como intervenciones particularmente brillantes sobre asuntos ya debatidos por casi todos, en tabernas o en encuentros en los jardines públicos, o en no importa que otro lugar, En el ámbito literario el equivalente sería afirmar que William Shakespeare habría inventado en cierta forma la lengua inglesa. De hecho, gran número de los giros de las frases más brillantes de Shakespeare eran expresiones corrientes en su época, que cualquier inglés isabelino habría probablemente utilizado en una conversación informal, y cuyos autores permanecen tan ocultos como los de los chistes estúpidos; pero sin Shakespeare, esas expresiones hubiesen probablemente desaparecido hace mucho tiempo y estarían olvidadas.
Todo eso se aplica igualmente a Rousseau. Los historiadores de las ideas en ocasiones escriben como si Rousseau hubiese iniciado personalmente el debate sobre las desigualdades sociales con su ensayo. De hecho, Rousseau lo escribió para presentarse a un concurso de redacción sobre el tema.
En marzo de 1754, la Academie Dijonnaise des Arts et Sciences, había convocado un concurso nacional de ensayos sobre la cuestión: ¿Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres? y ¿está autorizada por la ley natural? Lo que querríamos hacer en este capítulo, es plantearnos la siguiente pregunta: ¿Por qué un grupo de académicos del Antiguo Régimen organizan un concurso nacional de redacción considerando que era un tema especialmente relevante? La forma en que se plantea, supone, ante todo, que la desigualdad social, tiene un origen; es decir, que obviamente hubo un tiempo en que los seres humanos eran iguales, así que sucedió algo que cambió esta situación, lo que, de hecho, es una cosa muy sorprendente que lo pensaran personas viviendo bajo la monarquía absoluta de Luis XV. Después de todo, es como si cualquiera en la Francia de la época tuviese una experiencia personal vital en una sociedad de iguales. Era una cultura en la que casi todos los aspectos de las relaciones humanas, trátese de comer, beber, trabajar, socializarse, estaban marcados por órdenes jerárquicas elaboradas y de ritos de obediencia social. Los autores de los ensayos eran hombres que habían pasado su vida colmando todas sus necesidades mediante servidores; vivían del patronazgo de duques y arzobispos; escasamente entraban en un edificio sin saber el orden exacto de la importancia de cada uno. El propio Rousseau, un joven filósofo ambicioso, estaba en ese momento comprometido en un complejo proyecto consistente en tratar de ejercer su influencia en la corte. Su experiencia más cercana a la igualdad social, era la de alguien que distribuía a partes iguales el pastel de una comida. A pesar de ello, en esa época, todo el mundo se entendía a la hora de decir que tal situación no era natural, que no había sido siempre así.
Si queremos entender porque era así, hemos de dedicarnos no sólo a Francia, sino estudiar también el lugar que Francia ocupaba en un mundo mucho más amplio. La fascinación por la cuestión de la desigualdad social era relativamente nueva, y tiene mucho que ver con el choque y la confusión resultado de la integración repentina de Europa en una economía mundial en la que había sido un actor menor. En la Edad Media, la mayoría de las personas en otras partes del mundo que sabían algo de Europa del Norte, la consideraban como un territorio ignorante y poco atractivo, lleno de fanáticos religiosos, que, aparte de ataques ocasionales contra sus vecinos (“las cruzadas”), apenas tenían vínculos con el comercio y la política mundiales. Los intelectuales europeos de la época no hacían más que redescubrir a Aristóteles y el mundo antiguo y no tenían más que una vaga idea de lo que pensaban y discutían las personas de otros lugares. Todo eso cambió radicalmente cuando las flotas portuguesas comenzaron a llegar a África e irrumpieron en el Océano Índico y, sobre todo, con la conquista española de las Américas. De repente, algunos de los reinos europeos más poderosos se encontraron al mando de vastas extensiones del globo y los intelectuales europeos se encontraron en comunicación directa no solo con las antiguas civilizaciones de China e India, sino expuestos a una plétora de ideas sociales, científicas y políticas inimaginables hasta entonces. El resultado final de este cúmulo de nuevas ideas se conoce con el nombre de la Ilustración.
Por supuesto, esta no es la forma como los historiadores de las ideas cuentan generalmente la historia. No sólo se nos enseña a pensar la historia de las ideas como elaboración de “grandes pensadores” individuales que escriben grandes libros, o lanzan grandes pensamientos, sino que se supone que esos grandes pensadores lo hacen casi exclusivamente refiriéndose unos a otros. En consecuencia, incluso en el caso en que los propios pensadores de las Luces insistieran claramente en el hecho de que sacaban sus ideas de fuentes extranjeras, como por ejemplo cuando el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz sugirió a sus compatriotas adoptar el modelo chino en la política, hay una extraña tendencia a insistir sobre el hecho de que no eran verdaderamente serios, o incluso, que cuando decían seguir ideas chinas, persas o indígenas americanas, no era así, sino ideas que ellos mismos habían creado y que simplemente atribuían a otras exóticas fuentes extranjeras.
Es una hipótesis claramente arrogante, como si el “pensamiento occidental” (como se le llamará más adelante) fuese un conjunto de ideas tan poderoso y tan monolítico que nadie podría ejercer en él una influencia significativa. Esto también es manifiestamente falso. Tomemos el caso de Leibniz antes mencionado. Durante los siglos XVIII y XIX, los gobiernos europeos llegaron progresivamente a adoptar la idea de que cada gobierno ha de regir correctamente a una población de lengua y cultura en buena medida uniforme, presidido por un funcionario burocrático formado en las disciplinas liberales tras superar una oposición. Puede parecer sorprendente que lo hicieran, pues nada parecido había existido en ninguna época anterior de la historia europea, Empero, era casi exactamente el sistema que existía desde hacía siglos en China. ¿Hemos de insistir en el hecho de que la defensa del modelo chino de la política por parte de Leibniz y sus aliados y partidarios no tiene nada que ver con el hecho de que los europeos de hecho hayan adoptado algo que se parece mucho al modelo político chino? Lo verdaderamente raro en este asunto es que Leibniz sea tan honesto sobre el tema de sus influencias intelectuales; en la mayoría de los países de Europa, las autoridades eclesiásticas detentaban aún mucho poder y cualquiera que apoyase la superioridad de vías no cristianas podía ser acusado de ateísmo, que era potencialmente un crimen capital[3]
Casi lo mismo ocurre con la cuestión de la desigualdad. Si no nos preguntamos “cuáles son los orígenes de la desigualdad social”, sino “cuáles son los orígenes de la cuestión de la desigualdad social”, como se le ocurrió pensar adecuadamente en 1754 a la Academia de Dijon, nos enfrentamos inmediatamente a una larga historia de debates intra-europeos sobre la naturaleza de las sociedades lejanas: en concreto en este caso, las sociedades de los bosques orientales de América del Norte. Además, muchas de esas discusiones hacen referencia a argumentos que los europeos habían tenido con los propios Amerindios, respecto a la naturaleza de la libertad, la igualdad o incluso de la racionalidad de la religión revelada; de hecho, la mayoría de los temas que serían cruciales en el pensamiento político del Siglo de las Luces. En efecto, numerosos pensadores influyentes del Siglo de las Luces, han afirmado que alguna de sus ideas sobre el asunto provenían directamente de fuentes amerindias, incluso si, como podemos esperar, los historiadores de las ideas insisten en el hecho de que no es el caso. Se supone que los pueblos autóctonos han vivido en un universo completamente diferente, incluso han habitado una realidad diferente. Todo lo que los europeos dicen de ellos, según esta lógica, han de ser simples proyecciones de juegos de sombras, de fantasmas “nobles y salvajes” extraídos de la propia tradición europea[4] Se trata en general de una crítica de la arrogancia occidental (“¿cómo se puede sugerir que unos imperialistas genocidas escucharan de verdad a aquellos cuyas sociedades estaban a punto de destruir?”), pero esta crítica ¿podría también considerarse como una forma de arrogancia occidental en sí misma? Es irrefutable que los comerciantes, los misioneros y los colonos europeos, de hecho mantuvieron conversaciones amplias con las personas que encontraron en lo que se ha llamado el Nuevo Mundo; y que a menudo vivieron entre ellos durante mucho tiempo, incluso si igualmente participaron en su destrucción. Sabemos que muchos que vivian en Europa y que llegaron a compartir unos principios de libertad e igualdad que apenas existían en su país desde hacia algunas generaciones, han señalado que los relatos de estos encuentros tuvieron una profunda influencia en su pensamiento. Negar simplemente que es posible que tuviesen razón es, por tanto, insistir en el hecho de que los pueblos autóctonos no pueden tener impacto real en la historia. Es una forma de infantilización de los pueblos no-occidentales que esos autores tratan de criticar.
En años recientes, un número creciente de universitarios, en su mayoría de origen autóctono, han cuestionado estas hipótesis[5] Aquí seguimos sus huellas. Esencialmente, relataremos la historia suponiendo que todas las partes implicadas en la conversación eran adultas y se escuchaban, al menos en esa ocasión. Haciendo esto, incluso las historias adquieren de repente otro aire. De hecho, los Amerindios, confrontados a extranjeros, extraños y desconocidos, desarrollaron su propia crítica, sorprendentemente coherente, de las instituciones europeas; y tales críticas se han tomado muy en serio en Europa. Y lo han sido de tal forma que de hecho la historia del progreso ambivalente de la civilización que hemos resumido en el último capítulo ha debido inventarse, en gran parte, para neutralizar la amenaza que suponía la crítica de los pueblos autóctonos.
Precisamente esta es la razón por la que la Academia de Dijon se planteó la cuestión, que aquí, obviamente, adelantamos.
Así pues, ¿cómo han llegado los europeos a preguntarse por los orígenes de las desigualdades sociales?
Lo primero a destacar, es que el problema no hubiera tenido ningún sentido para nadie en la Edad Media. Los rangos y las jerarquías se suponían existentes desde siempre. Incluso en el Jardín del Edén, como observó santo Tomás de Aquino, Adán superaba claramente a Eva. La “igualdad social” y por tanto, lo contrario, la desigualdad, no existían más que como conceptos. Un estudio reciente de la literatura medieval de dos investigadores italianos[6] no ha encontrado ninguna prueba de que los términos latinos aequalitas o inaequalitas, o sus equivalentes en inglés, francés, español, alemán o italiano, fueran empleados para describir la relaciones sociales antes de la época de Colón. Tampoco puede decirse que los pensadores medievales hayan rechazado la noción de igualdad social: la idea de que pudiese existir jamás llegó a su mente.
Los autores observan que los términos “igualdad” y “desigualdad” no llegaron a ser moneda corriente hasta los inicios del siglo XVII, por la influencia del derecho natural. A su vez, la teoría de la ley natural surgió en gran parte durante los debates sobre las implicaciones morales y jurídicas del descubrimiento europeo del Nuevo Mundo[7]
Es importante recordar que los aventureros españoles como Cortés y Pizarro llevaron a cabo sus conquistas en gran parte sin la autorización de autoridades superiores; en consecuencia, hubo intensos debates entre europeos para saber si tal agresión descarnada contra personas que, ante todo, no representaban ninguna amenaza para los europeos, podía verdaderamente justificarse[8] El problema principal era que, contrariamente a los no cristianos del Mundo antiguo, de los que se podía suponer que hubiesen tenido ocasión de aprender las enseñanzas de Jesús y por ello poder rechazarlas activamente, era claramente evidente que los habitantes del Nuevo Mundo nunca habían estado expuestos a las ideas de los cristianos. Así que no podían considerarse infieles. Los conquistadores habían resuelto esta cuestión leyendo una declaración en latín llamando a los indios a convertirse antes de atacarlos; los juristas de universidades como Salamanca en España no se dejaron impresionar con este argumento. Al mismo tiempo, los intentos de considerar a los habitantes de América como totalmente extranjeros, situados fuera de las fronteras de la humanidad, y tratarlos literalmente como animales, tampoco tuvieron mucho éxito. Incluso los caníbales, señalaron los juristas, tenían gobiernos, sociedades y leyes y eran capaces de desarrollar argumentos para defender la justicia de sus vínculos sociales, así que eran claramente humanos investidos por Dios con el poder de razonar.
La cuestión entonces era saber ¿de qué derechos disponen los seres humanos, por ser humanos; es decir, de qué derechos podemos decir que disponen “naturalmente”, incluso si existen en un “estado natural” ajeno a las enseñanzas de la filosofía escrita, de la religión revelada y sin leyes codificadas? La cuestión fue objeto de vivos debates. No es necesario detenerse en las fórmulas exactas que encontraron (basta decir que permitieron a los Americanos tener derechos naturales, pero que terminaron por justificar su conquista, a condición de que su tratamiento posterior no fuese demasiado violento u opresivo): lo importante en ese contexto es que habían abierto una puerta conceptual que permitió a escritores como Thomas Hobbes, Hugo Grotius o John Locke ignorar los argumentos bíblicos que todo el mundo solía utilizar como punto de partida y comenzar a experimentar con ideas similares: ¿cómo hubieran podido ser los humanos en un estado de la naturaleza en el que tuvieran únicamente su humanidad?
En cualquier caso, estos autores han tomado ejemplo de este estado de la naturaleza en que suponían estaban las sociedades más simples del hemisferio occidental, concluyendo que para lo mejor o peor (Hobbes, por ejemplo, precisamente lo encontró peor) el estado original de la humanidad era el de la libertad y la igualdad.
Es importante detenerse aquí un momento y examinar porqué, ya que no era en absoluto una conclusión evidente o inevitable.
Ante todo, el hecho de que se hayan fijado en sociedades aparentemente simples como ejemplo de épocas primigenias, sociedades como los Algonquinos de los bosques orientales de América del Norte, los Caribes, o los Amazónicos, más que en las civilizaciones urbanas como los Aztecas, los Mayas o los Incas, aunque esto nos parezca evidente, no lo era en aquel momento. Los autores del Renacimiento, ante una población de habitantes del bosque sin rey y que usaban únicamente herramientas de piedra, apenas podían considerarlos como pueblos originarios. La mayoría de los pensadores del Renacimiento habrían concluido que contemplaban los vestigios caídos en el campo del honor de una antigua civilización, o de refugiados que durante sus andanzas, habían olvidado las artes de la metalurgia y del gobierno civil. Tal conclusión hubiese reflejado un sentido común evidente para quienes suponían que todos los conocimientos realmente importantes habían sido revelados por Dios al inicio de los tiempos; que las ciudades existían ya antes del Diluvio, y que su propia vida intelectual era considerada esencialmente como tentativas para recuperar la sabiduría perdida de Griegos y Romanos. La historia no era una historia del progreso. Se trataba sobre todo de una historia de catástrofes.
Introducir el concepto de estado de naturaleza no cambió realmente todo, al menos inmediatamente, pero permitió a los filósofos políticos imaginar seres desprovistos de los atributos de la civilización, no como salvajes degenerados, sino como un tipo de humanidad en estado original. Eso les permitió plantearse un cúmulo de cuestiones nuevas y sin precedentes sobre lo que significa ser humano. ¿Qué formas sociales existirían, incluso entre personas que no tuvieran formas reconocibles de ley o de gobierno? ¿Existiría el matrimonio? ¿Qué formas tomaría? ¿El ser natural, tendería a ser gregario, o a evitarse unos a otros? ¿Existiría una religión natural?
Pero, ¿por qué se obsesionaron con la idea de una libertad primigenia o, sobre todo, de la igualdad? Parece muy extraño dado que la igualdad social no era considerada como una posibilidad por los intelectuales medievales.
Ante todo, se impone una precisión. Mientras que a los intelectuales medievales les molestaba imaginar relaciones sociales igualitarias, los campesinos de la época parecen haber tenido mayor facilidad para hacerlo. Hubo siempre un cierto igualitarismo popular originario y a mano, que se expresaba concretamente en las fiestas populares como el Carnaval, el primero de mayo o las fiestas de Navidad, que a menudo han revelado la idea de un “mundo al revés”, en donde todos los poderes y autoridades se eliminaban o ridiculizaban. A menudo, las celebraciones se presentaban como un retorno a la edad primigenia de la igualdad: la edad de Cronos, o Saturno, o el país de la Cucaña, También en ocasiones, esos ideales fueron invocados en las revueltas populares.
Por supuesto, nunca se ha esclarecido hasta que punto tales ideales igualitarios eran de verdad autónomos, o un simple efecto secundario de acuerdos sociales jerárquicos que existían en tiempos normales. Nuestra idea de que todo el mundo es igual ante la ley, por ejemplo, se remonta a la idea de que todo el mundo es igual ante el Rey o el Emperador: dado que si un hombre está investido de poder absoluto, evidentemente en comparación, todos los demás son iguales. El cristianismo primitivo insistió igualmente en el hecho de que todos los creyentes eran, en última instancia, iguales respecto a Dios, a quien llamaban “el Señor”. Como ilustra este ejemplo, el poder original respecto al cual los mortales normales son todos, de facto, iguales, no precisa en sí mismo de un auténtico ser humano de carne y hueso; en consecuencia, uno de los puntos esenciales en la creación de un rey de Carnaval o de una reina de Mayo, es que existan para ser destronados[9] Como veremos, este tipo de creación de una autoridad ficticia es muy importante en la historia.
Como las especulaciones respecto a una época feliz igualitaria hacía mucho tiempo que aparecía también en la literatura clásica, los europeos instruidos estaban familiarizados con tal concepto. Y todo eso para señalar que un estado de igualdad no era inconcebible para ellos. Esto no explica de ningún modo por que suponían, casi en general, la existencia de seres humanos ajenos a la civilización, disfrutando de tal estado[10] Hemos de volver al argumento que ya señalamos de partida, que calificaba a los habitantes de América como compatriotas humanos: el hecho de que, tan exóticas como perversas pudieran parecer sus costumbres, eran capaces de construir razonamientos lógicos para defenderlas.
Así que lo que sugerimos, es que los intelectuales americanos, y aquí y en lo que sigue empleamos el término “americano” como en la época, para designar a los habitantes autóctonos del hemisferio occidental, e “intelectual”, a toda persona que tenga el hábito de discutir ideas abstractas, de hecho, han jugado un papel en tal proceso. Es muy raro que eso se considere una idea radical per se, pero en la literatura científica, es una verdadera herejía.
Nadie niega que numerosos exploradores, misioneros, comerciantes, colonos y otros residentes europeos en las costas americanas, hayan pasado años aprendiendo lenguas autóctonas y perfeccionando sus habilidades en conversaciones con nativos, así como los autóctonos americanos aprendieron español, inglés o francés. Tampoco creemos que una persona que ha aprendido una lengua claramente extraña niegue que esto exige mucho trabajo conceptual, intentar comprender conceptos desconocidos. Sabemos que los misioneros en general realizaron amplios debates filosóficos en el ámbito de sus funciones profesionales; otros muchos, por ambos lados, discutieron por simple curiosidad, o bien porque tenían razones prácticas inmediatas para comprender el punto de vista del otro. En resumen, nadie niega que la literatura de viajes y las relaciones misionales, que a menudo incorporaban resúmenes o extractos de tales intercambios, eran géneros literarios populares seguidos ávidamente por los europeos instruidos: cualquier hogar de clase media en Amsterdam o Grenoble del siglo XVIII tuvo en sus estantes al menos un ejemplar de las Relaciones jesuitas de Nueva-Francia y uno o dos testimonios escritos por viajeros en países lejanos. Tales libros eran apreciados en gran parte porque contenían ideas sorprendentes o sin precedentes.
Los historiadores de las ideas dominantes son conscientes de todo eso, pero la gran mayoría, no obstante, concluye en que incluso cuando los autores europeos dicen explícitamente que toman prestadas ideas, conceptos o argumentos de pensadores autóctonos, no hay que tomarlos en serio. Todo esto es un simple malentendido, una fabricación, o como mucho, una proyección ingenua de ideas europeas preexistentes. Los intelectuales americanos, cuando aparecen en documentos europeos, se supone que son simples representantes de un arquetipo occidental preexistente del “buen salvaje”, una marioneta empleada para proporcionar una coartada admisible a un autor que de otro modo tendría dificultades para presentar lo que se considera subversivo (el teismo, por ejemplo, el materialismo razonable o visiones no tradicionales sobre el matrimonio). Desde luego, si se encuentra un argumento atribuido a un salvaje en un texto europeo que se parezca aunque sea un poco a otro de Cicerón, o Erasmo, hay que suponer que ningún salvaje hubiera podido realmente decirlo, o incluso que dicha conversación nunca pudo tener lugar[11]
Esta forma de pensar era cuando menos muy cómoda para los estudiantes de la literatura occidental, también formados en Cicerón y Erasmo, que de otro modo hubieran podido verse empujados a intentar aprender algo de lo que piensan realmente los pueblos indígenas sobre el mundo y, sobre todo, de lo que hacen los europeos. Iremos en la dirección opuesta. Examinaremos los primeros relatos de misioneros y viajeros de Nueva-Francia, el Quebec actual, porque tales relatos fueron familiares al propio Rousseau y le permitieron hacerse una idea de lo que sus habitantes autóctonos pensaban de la sociedad francesa y como los franceses llegaron en consecuencia a pensar de forma diferente sobre su propia sociedad. Diremos que los Amerindios desarrollaron una visión muy crítica de las instituciones de sus invasores que, ante todo, se concentra en su falta de libertad y después, más adelante, en la desigualdad, a medida que se familiarizaron con los mecanismos sociales europeos. Una de las razones por las que la literatura de misioneros y de viajes se convirtió en tan popular en Europa, es porque expuso a sus lectores a este tipo de críticas, además de darles un sentimiento de posibilidad social; el conocimiento de que las instituciones sociales que les eran familiares no eran las únicas posibles, puesto que había sociedades existentes que hacían cosas muy diferentes. Finalmente, diremos que quizás hay una razón por la cual tantos pensadores de la Ilustración han insistido en el hecho de que sus ideales de libertad individual y de igualdad política se inspiraban en fuentes y ejemplos amerindios: porque era así.
La “edad de la Razón” fue una edad de debate. El siglo de las Luces se enraizaba en la conversación, se desarrollaba en gran parte en cafés y salones. Muchos textos clásicos de la Ilustración tomaban literalmente la forma de diálogos, en su mayoría cultivados en un estilo fácil, transparente, dialogante y claramente inspirado por las reuniones de salón. (Fueron los alemanes de la época quienes tuvieron tendencia a escribir en el estilo opaco por el que después se hicieron célebres los intelectuales franceses). El recurso a “la razón” era ante todo un estilo argumentativo. Los ideales de la Revolución Francesa -Libertad, Igualdad y Fraternidad-, tomaron la forma que adoptaron forjándose en una larga serie de debates y conversaciones. Todo lo que sugerimos aquí, es que tales conversaciones se extendieron más allá de lo que habíamos supuesto.
Notas:
[1] David Wengrwow es profesor de arqueología comparativa: https://www.ucl.ac.uk/
[2] https://www.entrevues.org/
[3] Un ejemplo notorio es el de Christian Wolf, el filósofo alemán más eminente del período entre Leibniz y Kant, era también un sinófilo y dio conferencias sobre la superioridad de las formas de gobierno chino, cuyo efecto final supuso la denuncia a las autoridades por parte de un colega celoso, implicando una orden contra él y forzándole a huir para salvar la vida.
[4] Declaraciones clásicas de la pretendida tradición europea del buen salvaje, en concreto referidas a América del Norte: Chinard 1913, Healy 1958, Berkhofer 1978a. 1978b, Dickason 1984, McGregor 1988, Cro 1990, Pagden 1993, Sayre 1997, Franks 2002.
[5] Grinde 1977, Johansen 1982, 1998, Grinde & Johansen 1990, Mann 1992, Levy 1996, Tooker 1988, 1990 ; ver Graeber 2007. No obstante, la literatura se concentra principalmente en el impacto de las ideas autóctonas en los colonos americanos y se empantanó en un debate sobre la “influencia” concreta de la confederación política de los Haudenosaunee en la estructura federal de la constitución americana. El argumento inicial, sin embargo, era mucho más amplio, sosteniendo que los colonos europeos en América vinieron a considerarse “Americanos” más que ingleses, franceses u holandeses, cuando ellos mismo comenzaron a adoptar ciertos elementos de las normas y sensibilidades amerindias, desde el trato indulgente a los niños hasta los ideales de autonomía gubernamental republicana
[6] Alfani & Frigfeni 2013
[7] Op, cit, 21
[8] La mejor fuente en inglés sobre tales debates es Pagden, 1986
[9] Uno de los rivales de Rousseau en el concurso de redacción, el marqués de Argenson, que tampoco logró el premio, hizo valer este argumento: la monarquía, sostenía, ha permitido la igualdad más auténtica, y la monarquía absolutista sobre todo, dado que todos son iguales ante el poder absoluto del rey (Tisserand 1936:117-136)
[10] Desde luego había precedentes clásicos de tal idea, pero los había también para la contraria. Lovejoy y Boas (1935) compilan y comentan todos los textos pertinentes*.
[11] No parece nunca venir a la mente de la persona que: 1. solo existe un número limitado de argumentos lógicos que se puedan expresar, y personas inteligentes en circunstancias similares encontrarán aproximaciones retóricas similares; y 2. los escritores europeos de tradición clásica probablemente estarían impresionados en concreto por los argumentos que les recordasen lo que ya conocían de la retórica griega o romana. Con toda evidencia, tales relatos no proporcionan una visión directa de las conversaciones originales, pero parece absurdo insistir en el hecho de que no tengan ningún vínculo de parentesco.
antropólogo y activista recientemente fallecido. Dió clases en la London School of Economics, tras ser expulsado de Yale y ser rechazado de todas las universidades de su país, Estados Unidos, por declararse anarquista. Fue uno de los líderes del movimiento Occupy Wall Street.
Profesor de antropologia comparada, Instituto de Arqueologia Gordon Square, University College de Londres.
Fuente:
http://www.journaldumauss.net/
Traducción: Ramón Sánchez Tabarés