La crisis del trabajo detrás de la revuelta chilena
Precariedad laboral, pensiones insuficientes y endeudamiento ambientaron la búsqueda de una sociedad distinta.
Desde hace décadas, en Chile los términos “trabajo” y “lucha de clases” fueron sustituidos por “empleo” y “crecimiento”. La negociación colectiva, radicada en la empresa, se tornó irrelevante. En 82% de las empresas con más de diez trabajadores nunca existió un sindicato. El 50% de los asalariados del sector privado en Chile no pueden sacar a una familia promedio de la pobreza con sus salarios. Karina Narbona, antropóloga social e investigadora de Fundación SOL de Chile, comparte este y otros datos que grafican la precariedad laboral en ese país, y menciona el desafío de constituir una fuerza social de ascendencia trabajadora capaz de articular un proyecto político para una sociedad distinta.
Tras las evasiones masivas contra el alza del costo del metro de Santiago, iniciadas por estudiantes secundarios, la revuelta social se esparció a lo largo del país dejando atrás su primer detonante y alcanzando rápidamente ribetes globales, sin haber cesado todavía.
Se puede reconocer que una línea demarcatoria de la revuelta en curso está en la crisis de las condiciones materiales de vida impulsada por la precariedad del trabajo, y los siguientes apuntes intentarán iluminar un poco más esa dimensión. Con ello, se pone hincapié en cómo la revuelta hunde sus raíces en el campo económico-laboral, aunque no se reduzca a aquel.
Sobre el problema económico y la condición del trabajo como nudo
El actual escenario en Chile y a nivel internacional pone de manifiesto que las inclemencias materiales son un peso pesado que no puede darse por superado. Las dificultades económicas de los hogares en Chile están a la orden del día, como muestran desde hace tiempo los informes de Fundación SOL,1 y su peso es hoy más evidente en Chile y otros lugares, donde un apretón adicional hace que se descubra y bambolee la cuerda floja sobre la que las mayorías caminan.
Por condiciones materiales se pretende señalar desde la acepción más común, relativa a los ingresos o los aspectos más palmarios de techo y comida, hasta aquellas dimensiones más amplias que suelen tildarse como no económicas, pero que igual remiten al sostenimiento de la vida en su sentido más concreto, como el goce de prestaciones públicas y de seguridad social, las determinantes sociales de la salud, el estado del territorio y del medioambiente, y el tipo de inserción en el sistema productivo y en las tareas de reproducción de la sociedad.
Esa cuestión tiene como centro de gravedad la condición del trabajo (remunerado y no remunerado), por su rol estructurante de la capacidad de subsistencia y del poder social.
Tras 17 años de una dictadura que introdujo reformas de primera generación a nivel mundial y luego de un pacto transicional a la democracia liderado por el socialismo renovado y la democracia cristiana, el último decenio del siglo XX en Chile presumió nuevos aires. Los militares volvían a sus cuarteles, la inversión se disparaba, la economía se expandía aceleradamente, los indicadores oficiales de pobreza caían, el acceso al consumo se ampliaba, unos más que otros ascendían socialmente y los actores más visibles se mostraban dispuestos a suspender u olvidar las confrontaciones en materia económica, mientras, a la vez, la presencia del dictador en la vida pública y su abierta proyección institucional desalentaban cualquier amago de tocar el modelo, por tibio que fuese. El desmoronamiento del bloque soviético y del muro de Berlín y el credo del fin de la historia, junto a la publicidad que llevaron a cabo comitivas locales, organismos multilaterales y medios de comunicación, dieron un espaldarazo a la política cupular a favor del statu quo.2
Ya no primaba un antiestatismo furibundo a nivel de retórica y se hablaba del Estado, pero haciendo gravitar aún más su rol en la extensión de la lógica de mercado.3
El desmoronamiento del bloque soviético y del muro de Berlín y el credo del fin de la historia, junto a la publicidad que llevaron a cabo comitivas locales, organismos multilaterales y medios de comunicación, dieron un espaldarazo a la política cupular a favor del statu quo.
La nueva administración asumiría como presupuesto de acceso al futuro el “blanqueo” de Chile, la prolongación de la elitización de la política, la desactivación de la movilización social y la continuidad del diseño económico, con ciertos ajustes, como el aumento del gasto social de tipo focalizado, la extensión de equipamientos e instituciones básicas para la vida de la población bajo soluciones “Estado-mercado” (obras públicas, red educacional, entre otros) y el afianzamiento de la matriz productiva precedente. Una matriz que había sido ya reprimarizada y financiarizada es apuntalada ahora por una facilitación del ingreso de capitales transnacionales y una apertura más indiscriminada de la economía (TLC con Estados Unidos y China, por ejemplo), la ampliación del negocio en los servicios básicos (privatización de sanitarias y de energía eléctrica, concesión de cárceles, carreteras y hospitales a privados, expansión del mercado de la educación y de la especulación en las pensiones) y, en general, por la licencia estatal con las fusiones bancarias, la concentración y prácticas usureras del retail, la evasión tributaria, la degradación ambiental, etcétera.
Con el pasar de la década de 1990 se dejó de hablar del trabajo como categoría política y a lo más se pasó a hablar de empleo y crecimiento.4 La agenda pública se vio inundada de alusiones y políticas “ganar-ganar” y vaciada de cualquier concepto relacionado a la lucha de clases.
El disciplinamiento y la escasa gravitación sindical, la irrelevancia de la negociación colectiva radicada en la empresa, como asimismo la fragmentación de los colectivos de trabajo y de los soportes de clase, entre otros factores, dejaron al gran empresariado sin contrapeso organizado y situaron a la competencia y a la acción individual como recursos privilegiados de flotación social, más aún con el ascenso directo de la derecha durante la última década (con su prédica del esfuerzo personal, la autosuficiencia y el trabajo duro como vía al éxito). Empero, y como se verá, lejos de la imagen de grandes ganadores, en estas décadas una honda fragilidad y dependencia económica fue calando a la mayoría de la población y en particular a los hogares de clase trabajadora, a pesar de la expansión de los bienes y de su mayor acceso a estos. La pérdida de poder de la fuerza de trabajo fue una precondición de este decurso y exige una primera detención.
El giro neoliberal
Siguiendo a David Harvey, es posible leer al neoliberalismo como un proyecto de restauración de la dominación de clase que comienza a hacerse carne en el mundo a fines del siglo XX como respuesta a la crisis de sobreacumulación de los años 70, el cual abre camino a un modo de acumulación más flexible y financiarizado. Su lógica es desembridar al capital de sus amarres precedentes y pasa necesariamente por desempoderar al trabajo. En Chile, como laboratorio del neoliberalismo,5 esa ofensiva del capital fue muy marcada.
El proyecto económico y social que alcanza consistencia en el país desde 1975 generó un profundo reacomodo del orden del trabajo. Según sostiene este artículo, ese fue el plano donde la contrarrevolución chilena más avanzó, siendo lo más indispensable para el nuevo ciclo y aún poco estudiado.
El punto obliga a remontarse al “clímax refundacional” de la dictadura de Augusto Pinochet, entre 1979 y 1981, cuando se implantan el Plan Laboral y el sistema privado de pensiones.
El Plan Laboral fue un marco legal promulgado en 1979 que hizo cambios sustanciales en materia sindical, como cerrar taxativamente cualquier posibilidad de negociar colectivamente por rama de actividad económica o en un nivel superior al nivel de empresa (permitiéndose negociar solo a ese nivel, el más atomizado), habilitar el paralelismo sindical en cada unidad empresarial y limitar severamente el derecho de huelga, conteniendo el conflicto laboral y las alzas salariales (lo que más tarde impulsaría al endeudamiento vía créditos para acceder al consumo). El año 1979 también se habilita la subcontratación de las funciones principales de las empresas.
Por otra parte, en 1980-1981 el sistema público de pensiones fue sustituido por uno privado de capitalización individual gestionado por Administradoras de Fondo de Pensiones (AFP), que hacen refluir el ahorro salarial a inversiones financieras. Para José Piñera, mentor del sistema y hermano del actual presidente, los trabajadores, al gozar con esta cuenta de un capital que crecería a la par con su esfuerzo productivo y la buena salud de las empresas, se conectarían íntimamente con el desarrollo de una economía libre y pasarían de ser proletarios a propietarios (proyectaba, además, y declaraba, que se jubilarían con 70% de su sueldo). Con esto se consolidaría lo hecho con el Plan Laboral, rompiéndose la politización de los trabajadores y haciendo primar la lógica individual.6
Todo este cambio en la institucionalidad laboral se dio dentro del marco de las llamadas modernizaciones –entre las cuales se incluía la privatización de la salud y la educación–, orientadas a generalizar los patrones de mercado en las relaciones sociales, y se afirma con la nueva Constitución de 1980.
Es ya un consenso que la transición a la democracia no trajo una refundación de estas estructuras y que, a 30 años de gobiernos civiles, actualmente siguen vigentes. En este tramo, el reemplazo del sistema de libre despido por uno causado que incluye las “necesidades de la empresa” como causal para terminar la relación laboral (reforma de 1990), la institucionalización de los contratos polifuncionales, de tiempo parcial y de aprendizaje (reforma de 2001) y la regulación de la subcontratación sin limitar su alcance (reforma de 2007), contribuyeron por la vía normativa a brindar amplia flexibilidad al mercado de trabajo.
La fachada de país boyante que todo esto levantó se sostuvo bien por un tiempo, avalada por cifras globales: alto crecimiento y PIB per cápita y bajo nivel de inflación, de deuda externa, déficit público y desempleo abierto. Sin embargo, creció sobre un terreno pantanoso.
La fachada de país boyante que todo esto levantó se sostuvo bien por un tiempo, avalada por cifras globales: alto crecimiento y PIB per cápita y bajo nivel de inflación, de deuda externa, déficit público y desempleo abierto. Sin embargo, creció sobre un terreno pantanoso.
La debilidad de los salarios
Un primer rasgo que se puede destacar es que el infrapago al factor trabajo ha sido una constante en Chile. Lo más sobresaliente acá es que la fuerza de trabajo ha sido sistemáticamente pagada por debajo de sus requerimientos vitales para reponerse y que las empresas han prescindido de pagar parte importante del fondo salarial destinable a consumo básico.
Efectivamente, aun cuando en las últimas décadas ha habido constantes (aunque lentas) alzas salariales, hoy 50% de los asalariados del sector privado que trabajan en régimen de jornada completa no puede sacar a una familia promedio de la pobreza con sus salarios, y eso pasa hasta con el 57% de los ocupados en Chile (64% en las mujeres y 52% en los hombres).7 Este déficit salarial obliga a una mayor dedicación laboral (horas extras, pluriempleos, sobreexigencia para cumplir metas, enviar a más miembros del hogar al trabajo remunerado), a pesar de que Chile ya tiene una de las jornadas más altas del mundo. Pero, además, obliga a endeudarse.
Se ha producido de hecho una suerte de divorcio entre la producción y el consumo, usando la deuda como bisagra. En la evolución del gasto de los hogares es posible observar que, incluso en los “gloriosos 90”, la mayoría ha estado gastando más de los ingresos que percibe y no por consumo conspicuo, pues la composición del gasto se concentra en bienes básicos (hoy en primer y segundo lugar: alimentación y transporte), aun cuando los ítems tecnológicos y de esparcimiento no sean despreciables y hayan ido creciendo en el tiempo. Desde allí al endeudamiento crónico ha habido un corto trecho, en un país donde los salarios son bajos, el costo de la vida es alto y los servicios fundamentales están privatizados.
Con la creación de una oferta de créditos del retail a comienzos de los 90 y de las tarjetas de supermercados a fines de esa década, los sectores susceptibles de crédito se ampliaron sustantivamente, incorporándose los de bajos ingresos e incluso sin ingresos, y se ampliaron también los aspectos a ser costeados con deudas, como los alimentos. El ingreso a la educación terciaria vía créditos contribuyó otro tanto a elevar la carga financiera de los hogares. Es así como hoy más de 70% de los hogares está endeudado8 y la deuda representa 73,5% de los ingresos disponibles anuales de los hogares.9 La deuda ha sido un refuerzo necesario para la gestión de la vida y ha evitado que la falta de autonomía económica de los hogares impida su reproducción, a la vez que ha disfrazado y profundizado la falta. A veces cuestiones accesorias son cubiertas por deudas, pero la válvula de la deuda se abre mucho antes, para cubrir los aspectos básicos que los débiles sueldos no logran costear.
La debilidad de los salarios se aprecia prácticamente desde cualquier criterio de análisis. Si se miran los salarios reales en el tiempo, buena parte de la prosperidad que se registraba en los 90 respondió sólo a una recuperación salarial tras el fuerte resentimiento de los salarios en dictadura. Recién en 1993-1994 los salarios reales recobraron el nivel de 1971, y, en el caso del salario mínimo, eso sucede recién en 1996. Este último aspecto no es menor, especialmente cuando los sindicatos y la negociación colectiva han sido tan neutralizados como en Chile, pues el salario mínimo se convierte en el momento de ascenso salarial y orienta la formación del resto de los salarios en la economía en un sentido fuerte.10
A este retraso de los salarios se agregan otras formas de precariedad. Aunque menor que en la comparación regional, la informalidad laboral en Chile y el tipo de inseguridad que esta encierra no deja de ser importante y bordea al 30% de los trabajadores.
Después de la dictadura se instala un sistema de fijación parlamentaria del salario mínimo que excluye la deliberación de los trabajadores. A partir de 1992 el salario mínimo se reajusta según la inflación esperada y el incremento de la productividad, dejando fuera las necesidades vitales (sólo en 1995-2000 se aplica una variable de “equidad”).11 Y así, sin estar abiertamente dirigido a resguardar necesidades, este piso salarial nunca llegó a cubrir la línea de la pobreza, la cual en sí misma es, por construcción, una referencia limitada. La línea de la pobreza se calcula en torno al criterio de las necesidades básicas insatisfechas, valorizando una canasta con componentes alimenticios y no alimenticios y comparándola con los ingresos personales de los hogares. A los distintos ingresos que declaran los hogares (que incluyen ingresos del trabajo, por pensiones, de capital y por subsidios), en el cálculo se añade un ingreso por “alquiler imputado”, en los casos en que una familia es dueña de una vivienda, ya sea que la esté pagando por dividendos o la tenga por título de cesión o usufructo. Ese ingreso se estima como el equivalente al costo que tiene un arriendo en el sector o manzana donde la familia habita y es un ingreso que podría eventualmente existir si esta aprovecha la vivienda con fines comerciales y no sólo de uso, pero no existe. Sólo por el peso de este factor, muchos quedan clasificados como “no pobres” (esto afecta especialmente a los adultos mayores, que tienen más probabilidades de tener casa propia), a lo cual contribuye el encarecimiento del uso del suelo por la especulación inmobiliaria.
Las otras caras de la precariedad
A este retraso de los salarios se agregan otras formas de precariedad. Aunque menor que en la comparación regional,12 la informalidad laboral en Chile y el tipo de inseguridad que esta encierra no deja de ser importante y bordea a 30% de los trabajadores.13 Entre los más pobres, incluso ha ido creciendo, pasando en el primer quintil de 48% en 1992 a 55% en 2017.14 Por otra parte, los bajos estándares del sistema de protección al trabajo han permitido un rápido avance en la formalización, pero esta, vaciada de contenido a fin de ofrecer bajos costos a los empresarios, se ha vuelto poco más que accesoria. El sistema formal ha dado cabida así a una suerte de “formalidad precarizante”, que normaliza la falta de garantías.
En los últimos diez años, el empleo en régimen tercerizado (en donde el componente principal es el subcontrato) ha crecido en 60% entre los empleos dependientes15 y, aun cuando es formal, genera trabajadores de primera y segunda categoría. Los contratos indefinidos llegan al 72% de los asalariados, siendo totalmente volátiles, pues el 50% de este tipo de contratos dura menos de 15 meses.16 Por último, en derechos colectivos del trabajo, aun habiendo acontecido más de un proceso de reforma en la materia, la institucionalidad sigue fiel a los pilares del Plan Laboral de 1979 e inhibe fuertemente la acumulación de fuerza sindical por la vía legal,17 lo que influye en que, actualmente, en 82% de las empresas con más de diez trabajadores no exista y nunca haya existido un sindicato.18
Otra dimensión tiene que ver con la inseguridad social en materia de pensiones. Tras la reforma sustitutiva en dictadura y los acomodos ulteriores que lo abrieron más a la bolsa, el sistema de AFP se ha revelado como una verdadera fábrica de pobreza en la vejez.
La crisis financiera de 2008 –antecedida por las turbulencias de 2007– generó una fuerte caída en el valor de los fondos lanzando una primera señal de alarma, pero eso no bastó para que el sistema reventara socialmente. Los paquetes de subsidios sociales para los más pobres, aprobados en la reforma de marzo de 2008, contribuyeron en buena medida a desperfilar el daño. Un despliegue mayor de recursos públicos ayudó entonces a oxigenar un modelo privado que ya resultaba caro para el Estado, pues desde 1981 esta carga con elevados costos de transición (todavía paga el bono de reconocimiento a quienes migraron a las AFP y las pensiones de quienes se jubilaron íntegramente con el sistema antiguo). Tras la crisis, hubo un repunte de activos, pero las rentabilidades de los fondos continuaron deprimidas,19 y luego comenzaron a jubilarse las primeras generaciones que cotizaron toda su vida en las AFP, de modo que se hicieron masivamente conocidos resultados escalofriantes.
Durante la última década, sin el gasto público, la mitad de las tasas de reemplazo de los jubilados no han subido de 20% (33% para los hombres y 12% para las mujeres) e, incluyendo los subsidios, no han subido de 40%,20 en un país donde las remuneraciones son bajas (y donde las mujeres se llevan la peor parte). En términos absolutos, hoy 95% de las mujeres y 86% de los hombres que cotizan en el sistema privado consiguen autofinanciar un retiro programado menor a 55% del sueldo mínimo.21 Se ha estimado además que, de continuar este sistema a futuro, incluso quienes tengan mayor densidad de cotización –la excepción– no lograrán financiar la mitad de su último sueldo entre 2025 y 2035.22
En el reverso, las y los trabajadores, haciendo su depósito obligado de 10% del salario mensual para pensiones de vejez –los empleadores no han aportado un peso desde que se instauró el sistema– han nutrido un enorme pozo de ahorro previsional que en el acumulado ya equivale a 77% del PIB.23 Sin embargo, los mayores beneficiados son los grandes agentes económicos, que reciben esa inversión a modo de beneficios puramente financieros o capital de trabajo. Como atestigua el gerente general de una importante corredora de bolsa para el centro de investigación periodística CIPER, ningún estreno bursátil se hace en Chile sin la inversión de los trabajadores a través de las AFP.24 Los bancos también se benefician por la vía de depósitos bancarios, recibiendo dinero a tasas de 4% a 4,5% para luego otorgarlo en préstamos de consumo a los trabajadores a tasas que pueden llegar a 40% si tienen bajos ingresos. Las principales empresas beneficiadas de esta tómbola del dinero en el país son diez compañías que se transan en la bolsa y diez bancos pertenecientes a los mayores grupos económicos (el grupo económico de capitales nacionales que recibe la mayor inversión es el grupo Luksic, que percibe más de 8.956 millones de dólares a través de nueve empresas).25 En el extranjero, la mayor parte de las acciones y emisiones se dirigen a Estados Unidos.
La actual secuencia económica, como se puede desprender, se sostiene en bajos sueldos, precarización laboral y exacción financiera a través de la deuda y el fondo de pensiones. Esa ofensiva del capital no se agota allí y se expresa también (entre otras dimensiones) en la cancelación de derechos sociales o del llamado salario social, conquistado históricamente a través de largas luchas obreras. Dado el contexto, para librarse del naufragio y escapar del desguace de lo público, los hogares en Chile deben incurrir en grandes gastos de bolsillo ante cualquier necesidad, sin un soporte sólido que lo avale y sometidos a un gran estrés financiero y laboral.
La actual secuencia económica, como se puede desprender, se sostiene en bajos sueldos, precarización laboral y exacción financiera a través de la deuda y el fondo de pensiones. Esa ofensiva del capital no se agota allí y se expresa también (entre otras dimensiones) en la cancelación de derechos sociales o del llamado salario social, conquistado históricamente a través de largas luchas obreras.
Los soportes materiales y el trabajo en la actual escena
Es posible encontrar entonces serias restricciones en el sostenimiento de la vida. Hay por supuesto una constelación de otras dimensiones subjetivas y relacionales en juego detrás de la revuelta, pero también carencias asociadas al piso de subsistencia.
Ahora bien, es importante destacar que no se está frente a la pobreza de pies descalzos del siglo XX (aunque sí hay una pobreza “equipada” y una pobreza oculta) y no se puede mirar el actual escenario como si se tratara del viejo. Ha habido una recomposición de las capas medias y tampoco se está frente a la misma clase trabajadora. De hecho, hoy 70% del empleo se concentra en el sector servicios e incorpora a cada vez más mujeres y jóvenes,26 y se está frente a una población ocupada mucho más escolarizada, tecnologizada y mediatizada, por nombrar algunas dimensiones.
Con todo, la precariedad del trabajo y de la vida dejan sin aire y llenan de sobresaltos a amplias capas de la sociedad, y se recrudece en su fibra más popular y obrera (justamente donde se ha visto la mayor virulencia en la protesta y en la represión).27 Esto no sucede en un país pobre, sino en uno clasificado como de ingresos altos28 y con un descomunal nivel de concentración de poder político y económico,29 que no pasa inadvertido en la experiencia diaria, como, por ejemplo, cuando se cruza la ciudad a compresión en el transporte público para ir y volver del trabajo. Es sugerente en este sentido ver lo que pasa entre los extremos sociales con los ingresos generados en el mercado (lo que incluye ingresos del capital y del trabajo y excluye subsidios y transferencias), pues da luces de las diferencias en capacidad financiera autónoma. Desde esta óptica, la brecha de ingresos personales de mercado entre el 5% más rico y el 5% más pobre en 1990 era de 104 veces, el año 2000 de 182 veces y en 2017 de 252 veces, es decir, creció 142%.
En octubre de 2019, la osadía de los estudiantes fue crucial, acaso la chispa que encendió la pradera. Sus evasiones masivas a modo de protesta (a pesar de que no les afectaba directamente el alza), reivindicando a sus familias trabajadoras, hicieron sentido y muchos trabajadores se sumaron. El alza de la tarifa del metro vino a elevar la sensación de estrujamiento de muchos y muchas por unos pocos y, junto a la demostración de los estudiantes de que se puede hacer algo y la atmósfera de autoridad arbitraria que el mismo Ejecutivo ha contribuido a crear, abrió la compuerta a un alzamiento vivo de largo aliento en las calles. Desde ese entonces, grupos dispersos y personas comunes han usado sus propios recursos para posicionar las necesidades de la fuerza de trabajo (salarios, pensiones, salud y educación) como problemas que se deben priorizar frente al derecho de propiedad, junto a otras aristas del sistema de dominación, como la catástrofe ecológica, el cruce de opresiones étnicas, raciales, de clase y sexualidad.
Ha habido intermediación de los trabajadores organizados, especialmente considerando que organizaciones como la Coordinadora Nacional de Trabajadoras y Trabajadores No más AFP han venido politizando la atmósfera desde al menos 2016, con grandes movilizaciones, o que los trabajadores de la plataforma Unidad Social, que agrupa a múltiples organizaciones sindicales y sociales, hicieron efectiva la gran huelga del 12 de noviembre de 2019, ante la cual el gobierno se apresuró a recuperar iniciativa política. Pero las nacientes coordinaciones del mundo del trabajo no han llevado las riendas en el encausamiento colectivo que se desplegó en Chile. Tampoco los desacreditados partidos políticos.
Con todo, la voluntad de una sociedad distinta que aparece en la revuelta se resiste al mal vivir y late desde el trabajo. La impugnación del sistema de pensiones ha sido transversal y ha obligado al gobierno a ensayar alternativas de reforma (aunque no ha ido más allá de integrar un “mini” componente de reparto). Y hasta el surgimiento de la pandemia, la coyuntura estuvo marcada por la discusión sobre una nueva constitución. La larga factura de a lo menos 30 años de gobiernos está en la palestra y parece clara. El grueso de ella, como se viene planteando, apunta al sostenimiento de la vida. Sin embargo, todavía no se constituye una fuerza social sólida de ascendencia trabajadora que articule un proyecto político certero con relación al sistema productivo, los dispositivos de representación colectiva (Plan Laboral de 1979) y la olla de oro de la concentración económica, las AFP, como ingrediente fundamental. Allí radica un desafío.
Karina Narbona Tapia es antropóloga social, investigadora de Fundación SOL. Estudiante de doctorado por la Universidad de Colonia (Alemania), becaria Conicyt-DAAD. Áreas de investigación: transformaciones económicas, institucionales y subjetivas del trabajo. Correo de contacto: karina.narbona@fundacionsol.cl