Responsabilizar a los desposeídos // Silvana Vignale
“Las penas son de nosotros
las vaquitas son ajenas”
Atahualpa Yupanqui
I.
En la semana que pasó, se visibilizó nuevamente un conflicto en torno a la ocupación de tierras y la posibilidad de su desalojo, en razón del aumento de tomas de terrenos, que son consecuencia del hacinamiento y la pobreza. Se pone otra vez en escena si se trata de un asunto de seguridad o de déficit habitacional, si se trata de infracción a la ley o de falta de garantía de derechos. Los dichos del Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, plantean el problema en términos de derechos que parecen ser de unos y no de todos los ciudadanos y ciudadanas: “Se pueden quedar tranquilos, que para su gobernador y su ministro los derechos sagrados inviolables son el derecho a la libertad, el derecho a la salud y el derecho a la propiedad privada”. Frente a esto, Juan Grabois, dirigente de Patria Grande y referente del Movimiento de Trabajadores Excluidos, en una nota de opinión en Página 12, el pasado sábado decía: “nunca se debe responsabilizar a los excluidos de sus propios padecimientos. Nunca se debe criminalizar una demanda social. El peronismo enseñó que donde hay una necesidad, nace un derecho… no un delito.”[1]
No buscaremos aquí dilucidar, desde el punto de vista del derecho, si las ocupaciones de la tierra son o no un delito, sino de problematizar más bien la noción de “delito” para quienes, en determinadas condiciones, ocupan las tierras. No se trata de una cuestión retórica, ni de una equivalencia de factores que no altere el producto, cuando parece que las penas son de unos y no de otros. Pues no hay que perder de contexto los ilegalismos: delitos son los de algunos. Por otra parte, la violencia y la expropiación de los medios de producción a los campesinos que dio lugar a la acumulación originaria del capital, es lo que se reedita como círculo vicioso para que el capitalismo se sostenga. En lo que sigue, buscaremos mostrar el encabalgamiento del registro biopolítico en relación a la responsabilización y pena de los desposeídos, en su relación con la garantía del derecho de la propiedad privada y la reedición de esa violencia.
Sobre la gestión de los ilegalismos Foucault dedicó varias páginas en Vigilar y castigar, donde se evidencia que los castigos, las penas, no están destinadas a suprimir las infracciones, sino más bien a distinguirlas, no tanto a volver dóciles a quienes transgreden las leyes, “sino a organizar la transgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos”.[2] En otras palabras: los castigos sirven para garantizar el libre accionar de unos, mientras se somete a otros. No se castiga el delito, se castiga a determinados delincuentes. El aspecto biopolítico se traza sobre a quiénes se considera delincuentes y a quiénes no, a quiénes se castiga y a quiénes no. En este punto no debiera llamarnos la atención observar quiénes componen la población en una cárcel: mayoritariamente pobres, desposeídos, que seguramente incurrieron en hechos delictivos. Ahora bien: ¿las cárceles están pobladas de delincuentes? No. Están pobladas de pobres que han delinquido.
La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos –dice Foucault–, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos y hacer presión a otros, de excluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquéllos. En suma, la penalidad no «reprimiría» pura y simplemente los ilegalismos; los «diferenciaría», aseguraría su «economía» general. Y si se puede hablar de una justicia de clase no es sólo porque la ley misma o la manera de aplicarla sirvan los intereses de una clase, es porque toda la gestión diferencial de los ilegalismos por mediación de la penalidad forma parte de esos mecanismos de dominación.[3]
Esa administración de los ilegalismos o de los delitos acaba –como en este caso– en la criminalización de una demanda, que redunda en culpabilizar a las víctimas de sus propios padecimientos: los pobres pagando con penas por su propia condición de pobres. Ahora bien, es interesante poner en perspectiva la cuestión del poder disciplinario y de las disciplinas como subsuelo de las libertades formales y jurídicas –donde aparece esta “justicia de clase”–, en relación al origen del capitalismo. O, dicho de otra forma: de mostrar una genealogía conjunta de las tecnologías disciplinarias de la pena y la acumulación originaria del capital. Dado que desde esta lógica perversa donde unos gozan de derechos inalienables, otros pagan con penas y castigos la imputación de delitos por su propia condición; son vidas que, desde el corte biopolítico de la gestión de las poblaciones y de la lógica de la meritocracia, son consideradas sin valor, abandonadas a su suerte. Por más de que se esfuercen, están a priori excluidas, arrojadas con anterioridad a la pobreza, a la locura, a la marginalidad: son los mendigos y vagabundos errantes que Karl Marx describe en el proceso de acumulación originaria del capital, a partir del cual se desnaturalizan los modos de producción capitalista, la propiedad privada y la penalización de determinadas conductas que atentan contra ella.
II.
En los Manuscritos Económicos-Filosóficos de 1844, Marx advierte esto último en el apartado dedicado al trabajo enajenado: la economía política tiene como supuesto la propiedad privada y la separación entre trabajo, capital y tierra: “parte de la propiedad privada como de un hecho elemental. No nos la explica. Concibe el proceso material de la propiedad privada –proceso que ella experimenta en la realidad– bajo fórmulas universales, abstractas que, para ella, poseen valor de leyes”.[4] Es decir, concibe la propiedad privada como si fuera un hecho “natural”, cuando en realidad es el producto, el resultado, la consecuencia necesaria, del trabajo enajenado. La propiedad privada tiene una historia. Y no es la historia de la libertad de los artesanos y de los comerciantes respecto del yugo feudal y medieval, como suele presentarse: la disolución del mundo feudal de producción gracias a la emancipación del trabajador obscurece la “transformación del modo feudal de explotación en el modo capitalista de explotación”.[5] No fue un proceso de “liberación” respecto del modelo feudal, sino un violento despojo de los campesinos de las tierras que cultivaban. El proceso hace referencia al siglo XVI, “en que se separa súbita y violentamente a grandes masas humanas de sus medios de subsistencia y de producción y se las arroja, en calidad de proletarios totalmente libres, al mercado del trabajo”.[6]
En el siglo XV la inmensa mayoría de la población eran campesinos libres que trabajaban para sí mismos cultivando sus tierras y disfrutaban de la tierra comunal. Pero a fines del siglo XV y comienzos del XVI una masa fue arrojada al mercado del trabajo. Mediante una serie de leyes, a lo largo de muchos años, se perpetró en escala colosal el robo de tierras fiscales, pasando, ni más ni menos que, de la propiedad comunal al robo por ley, con “decretos mediante los cuales los terratenientes se donan a sí mismos, como propiedad privada, las tierras del pueblo; decretos expropiadores del pueblo”;[7] expulsando a los campesinos que las trabajaban, y transformando las tierras de labor en praderas destinadas al ganado. Es así que aquellos arrojados, que se mantenían a sí mismos y a sus familias mediante el cultivo del suelo donde vivían, se encuentran obligados a trabajar para otros; se convierten en “trabajadores libres”, vendedores de lo único que poseen: su fuerza de trabajo. Desde esta perspectiva, se trata de un modo de gestión de la vida a favor del desarrollo del capitalismo: seres humanos disponibles para su explotación: live and let die.
Esa expulsión tiene como efecto una enorme fábrica de mendigos y vagabundos, pues como dice Marx, hubo quienes
no podían ser absorbidos por la naciente manufactura con la misma rapidez con que eran puestos en el mundo. Por otra parte, las personas súbitamente arrojadas de su órbita habitual de vida no podían adaptarse de manera tan súbita a la disciplina del nuevo estado. Se transformaron masivamente en mendigos, ladrones, vagabundos, en parte por inclinación, pero en los más de los casos forzados por las circunstancias.[8]
Se produce así en toda Europa una “legislación sanguinaria contra la vagancia”, persiguiendo y castigando a vagabundos e indigentes, que los trataba como “delincuentes voluntarios”, como todavía se piensa hoy de todos aquellos excluidos de la educación y del mundo del trabajo, culpabilizados de su propia situación. Como vemos, no es menor conocer cómo surge el capitalismo, la propiedad privada y los grandes terratenientes. Aquella violencia descrita por Marx en el Tomo I de El capital, con la que se expropia y pauperiza a los campesinos, se actualiza permanentemente en el capitalismo. Quien no trabaja, es “porque no quiere”, como los miles de vagabundos que quedaron errantes una vez que fueron arrojados del mundo que les permitía cultivar su propia tierra, despojados forzosamente de sus modos de vida, violentados, perseguidos, segregados, marginados. Violencia, marginación, persecución, segregación, que se reproducen desde hace siglos en cada una de las vidas sin los privilegios de los dueños de los medios de producción, pero también sin las condiciones forzosas del trabajo asalariado. Las vidas que el Estado no protege, las que formalmente incluye el derecho en su abstracción, pero que materialmente no gozan de la igualdad de quienes se encuentran dentro del círculo de la producción y del consumo, o que quedan despreciadas en enunciados donde el derecho a la propiedad privada vale más que el derecho a una vivienda digna, como se desprende de los dichos del Ministro Berni.
Las instituciones de encierro son la desembocadura del embudo histórico originado con la acumulación original del capital, para esa marea de vagabundos, mendigos y criminales que se rehusaron a los nuevos modos de producción y al trabajo asalariado. Ni nobles, ni burgueses son quienes habitan esos receptáculos que nacieron en el siglo XVIII para contener locos y criminales. Las instituciones y tecnologías de la pena surgen como subordinadas a la fábrica, como dispositivo de defensa de la producción capitalista. El encierro –la prisión– aparece, de este modo, como un modo de fijar la indeterminación geográfica de los cuerpos, la desterritorialización y movimientos de los vagabundos; de manera que no es posible comprender las lógicas del castigo y de la pena, sino es desde el entrelazamiento entre lo económico, lo jurídico y lo moral. El pasaje del feudalismo al capitalismo es posible gracias a la constitución posterior del criminal como “enemigo social”, como aquél que no se adapta a los nuevos modos de producción y rechaza el trabajo, al que se lo termina incluyendo en su confinamiento o reclusión.
III.
Por lo último dicho es relevante el análisis económico que realiza Foucault en su curso del año ´72-´73 La sociedad punitiva, a partir de los fisiócratas.[9] Los vagabundos no se vuelven una amenaza con respecto al consumo, sino en relación a la producción: se convierten en un flagelo para la economía no por sustraer una parte del consumo sin trabajar, sino porque su movimiento perpetuo produce escasez en la mano de obra, el alza de los salarios y la baja de la producción. La noción de “enemigo social”, que se configura en el siglo XVIII –y que en el análisis foucaulteano se encuentra en el marco del análisis de la penalidad en torno a la noción de “guerra civil”–, transforma la idea del crimen como una mera falta a algo que perjudica a la sociedad toda: “el castigo se instaura entonces a partir de una definición del criminal como la persona que hace la guerra a la sociedad”.[10] La vagancia se presenta como categoría fundamental de la delincuencia, por eso lo que fija la posición de la delincuencia es la relación no con el consumo, sino con respecto a la producción. Hay una relación directa entre la idea del criminal como enemigo social y la función anti-productiva:
el vagabundo y el señor feudal constituyen dos instancias de antiproducción, enemigas de la sociedad. Se opera aquí, entonces, una asimilación que será fundamental. En efecto, desde el momento en que la sociedad se define como el sistema de las relaciones de los individuos que hacen posible la producción, permitiendo maximizarla, se dispone de un criterio que autoriza a designar al enemigo de la sociedad: cualquier persona que sea hostil o contraria a la regla de maximización de la producción.[11]
En otras palabras, el capitalismo es posible mediante la criminalización de quien no produce. Nos interesa, a propósito de esto, la hipótesis “lúdica” con la que inicia Foucault este curso: clasificar a las sociedades respecto a la suerte que les reservan a los vivos “de quienes quieren deshacerse, y conforme a la manera como dominan a quienes procuran escapar al poder y como reaccionan ante quienes, de un modo u otro, saltan, violan o eluden las leyes”.[12] La sociedad punitiva es una sociedad que gestiona la ilegalidad. Y lo demuestra a partir de un análisis de archivo en el momento en el que se implementa el Código Penal francés, de 1810, donde puede verse la conciencia clara y perfectamente formulada en el discurso de la época de que “las leyes sociales son hechas por personas a quienes no están destinadas, pero para aplicarse a quienes no las han hecho. La ley penal, en el espíritu mismo de quienes la hacen o la discuten, solo tiene una aparente universalidad”.[13] El análisis muestra a la práctica judicial como declaración de guerra pública, pero no al de todos contra todos, sino la de los ricos contra los pobres, los propietarios contra los que no tienen nada, los propietarios contra los proletarios.
Estas referencias que entrelazan, de un modo esquemático, a Marx y Foucault, permiten ver el cruce de lo económico, lo jurídico y lo moral, y su actualización tal como aparece con el giro punitivo y el capitalismo en su fase actual, lo que puede abordarse tanto desde una ontología histórica de la pena, como desde su genealogía moral. Nos permiten comprender que se le sigue llamando “delito” a las acciones de quienes están desposeídos desde el comienzo por la desigualdad de condiciones, y no a la de quienes, por ejemplo, incendian humedales para el desarrollo inmobiliario privado. Y también una nueva escucha de aquellos versos de El arriero: “las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas”, en cuanto por lo expuesto hasta aquí, las penas no son solamente afectos de tristeza, como contraparte de la alegría, sino también castigo y condena, punitivismo; mientras las vaquitas son ajenas.
En lo que sigue, tendremos que tener más presente la pregunta por quiénes son criminalizados, qué personas serán tratadas como delincuentes, quiénes quedarán desprotegidos ante la ley, qué cuerpos y qué vidas serán castigadas y bajo qué parámetros. Quiénes serán privados de derechos y qué cuerpos y vidas quedan expuestas al sacrificio, que no aparecen como sujetos en el discurso hegemónico. Preguntas que nos permitan repensar el estatuto jurídico de la vida, para que ninguna vida humana (ni ninguna otra) se convierta en nuda vida.
[1] GRABOIS, Juan. “Odio las tomas”. Página 12. Sábado 5 de setiembre de 2020. https://www.pagina12.com.ar/289944-odio-las-tomas?fbclid=IwAR1umqp-ac1DN789O5O-l9WdKggVP9VZOweZF6naumT25gLWsdHclfjIx-Y
[2] FOUCAULT, Michel (2008). Vigilar y castigar; nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Siglo XXI, p. 316.
[3] FOUCAULT, Michel, Op. Cit., pp. 316-317.
[4] MARX, Karl (2010). Manuscritos Económicos-Filosóficos de 1844. Buenos Aires, Colihue, p. 104.
[5] MARX, Karl (2011). El capital; el proceso de producción del capital. Buenos Aires, Siglo XXI, p. 893.
[6] MARX, Karl (2011). Op. Cit., p. 895.
[7] MARX, Karl (2011). Op. Cit., p. 906.
[8] MARX, Karl (2011). Op. Cit., p. 918.
[9] El análisis versa sobre el texto de Le Trosne, Mémoire sur les vagabonds, de 1764.
[10] FOUCAULT, Michel (2016). La sociedad punitiva: curso en el Collège de France (1972-1973). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, p. 51.
[11] FOUCAULT, Michel (2016). Op. Cit., p. 72.
[12] FOUCAULT, Michel (2016). Op. Cit., p. 17.
[13] FOUCAULT, Michel (2016). Op. Cit., p. 40.