Un mundo común

La perspectiva de un mundo común como base de la verdad permite salir de la pregunta «¿qué nos une?» y de sus incansables aporías, para aventurarnos en su formulación contraria «¿qué nos separa?» y reelaborar, desde ahí, los desafíos que la herencia revolucionaria de esa misma política moderna occidental ha dejado abiertos



UN MUNDO COMÚN

MARINA GARCÉS

 

Índice

Prólogo.

La necesidad de una idea, 11

PRIMERA PARTE

El problema del nosotros

Interdependencia global, 21

El universalismo individualista, 24

Nosotros ¿quién?, 28

El contrato social: ficción calculada, 31

La escisión del sujeto antagonista, 35

La excepcionalidad de lo político, 40

El reconocimiento, entre la indiferencia y la guerra, 44

Pensar desde la coimplicación, 47

Yo me rebelo, nosotros existimos, 51

La revolución, una verdad por hacer, 56

 

SEGUNDAPARTE

Encarnar la crítica

Renovar el compromiso, 63

Poner el cuerpo, 66

La politización del arte, 68

Interrumpir el sentido del mundo, 72

Más allá de la crítica cultural, 77

Desapropiar la cultura, 81

Educación y emacipación, ¿de nuevo?, 85

Dar que pensar, 90

Aprender: un mapa de tentativas, 93

El combate del pensamiento, 98

Espectadores del mundo, 103

Los ojos sacrificados, 107

Mirar un mundo común, 111

 

TERCERAPARTE

Dimensión común

Ser-con, 117

La comunidad en el vacío, 122

El falso problema de la intersubjetividad, 127

La intercorporeidad, 131

Aprender el anonimato, 136

La ontología del inacabamiento,

trama de lo común, 145

Epílogo.

Esta vida es mía, 149

 

 

Prólogo

La necesidad de una idea

 

Hoy en día es difícil justificar la publicación de un libro. Se han mul-tiplicado los ámbitos de la escritura y el mercado editorial, además, se halla saturado de novedades cada vez más fugaces y perecederas. Si a eso se añade el poco valor que tienen actualmente los libros en los currícula académicos, ¿para qué empeñarse, entonces, en escribir y publicar libros y, aún más, un libro de ensayo filosófico como éste? ¿Para qué perpetuar la forma libro con todas las servidumbres que arrastra, tanto en los dictados de su contenido como en las necesida-des físicas y económicas de su producción y difusión? Mi respuesta, en este caso, es bien simple: he escrito este libro porque lo he necesi-tado. Tras años de acumular escritos de diversa índole, escritos que han formado parte de contextos y necesidades diversos, una idea se iba gestando que necesitaba tomar cuerpo en un libro para poder aca-bar de ser pensada. Esto ha significado, en este caso, reunir, romper, montar, desechar y reescribir los materiales acumulados en este tiem-po para pensarlos, ya no en sus respectivos contextos, sino por sí mis-mos, en sus relaciones internas y en su referencia constante y crecien-te a una sola idea: la de un mundo común. La colección de breves capítulos que integran este libro, que pueden ser leídos de forma rela-tivamente autónoma, componen en su conjunto la elaboración de esta idea y de sus implicaciones políticas, críticas y ontológicas.Habrá quien piense que la necesidad de elaborar una idea a tra-vés de la composición de un libro es una rémora del pasado, que las ideas pueden vivir y crecer en otros espacios en los que la escritura puede ganar en flexibilidad, inmediatez y comunicabilidad. No voy a negarlo. Pero la necesidad del libro, y su fuerza, tienen que ver, preci-

12Un mundo comúnsamente, con los condicionantes que impone su forma, tanto material como inmaterial: un libro es una determinada propuesta de articula-ción que, asumiendo su contingencia y su inacabamiento, afirma su consistencia propia. La idea que le da su razón de ser es, si el libro está medianamente logrado, este umbral de consistencia. Un libro no sólo contiene una idea, su existencia misma es parte de ella.La consistencia de una idea no se restringe al ámbito de lo lógi-co, de lo teórico, ni siquiera al puro ámbito del significado. Incorpora las situaciones que le dan sentido, las vivencias que, explícitamente o no, le están asociadas, los interlocutores que la acompañan, los rit-mos y tonalidades en los que se expresa, los idiomas de que se nutre y los usos que, quizá, ha empezado ya a tener. La escritura inicial-mente fragmentaria y dispersa de este libro hay que situarla en años de mucha práctica, años en los que la escritura misma ha ido directa-mente asociada a la acción en diferentes ámbitos: a la actividad aca-démica y docente; al activismo antagonista y asambleario de la ciu-dad de Barcelona; a la experimentación con el pensamiento y la creación desde distintos proyectos colectivos, y a la experiencia, qui-zá la más intensa, de la maternidad. Esto ha supuesto, para mí, aban-donar el problema conceptual de la impotencia, del que me había ocupado en la tesis doctoral En las prisiones de lo posible,1 para ex-perimentar de forma directa y concreta lo que yo llamaría la potencia de la situación, de cada situación como una conjunción concreta de cuerpos, sentidos, silencios, alianzas, quehaceres, rutinas, interrup-ciones, etc. que dibujan un determinado relieve y no otro. La poten-cia de la situación no es un mapa de posibilidades pero tampoco una potencia en sí, ilimitadamente abierta. Como relieve, es más bien una determinada relación entre fuerzas, entre consistencias e inconsisten-cias, puntos altos y bajos, movimientos, perspectivas, luces y som-bras. La potencia de una situación se levanta como una exigencia que nos hace pensar, que nos pone en una situación que necesita ser pen-sada. Pensar no sólo es elaborar teorías. Pensar es respirar, vivir vi-viendo, ser siendo. Para ello hay que dejar de contemplar el mundo para reaprender a verlo.1. Edicions Bellaterra, Barcelona, 2002.

La necesidad de una idea 13Reaprender a ver el mundo es tomar una posición para la que ya no es válida la perspectiva del observador, ya sea el observador con-templativo, ya sea el observador que pretende diseñar y programar la transformación de la realidad. Simplemente, desde la potencia de la situación el mundo deja de ser un objeto. Así es como lo tratamos, habitualmente, bajo múltiples puntos de vista: como objeto cosmo-lógico (estudiado en su orden), objeto científico (analizado en su fun-cionamiento), objeto lógico (pensado en su función de verdad), objeto político (diseñado en vistas a la sociedad futura), objeto de la pro-ducción (explotado en su riqueza), objeto estético (admirado en su belleza o repudiado en su fealdad), objeto místico (pensado desde sus límites)… En todos los casos, lo que está funcionando es el concepto de mundo como totalidad de los hechos, según la expresión de Witt-genstein.Frente a esta concepción totalizadora de la realidad, que toma cuerpo hoy en las distintas visiones que se nos ofrecen del mundo globalizado, la idea de mundo común destituye el poder sobre el obje-to-mundo. No nos presenta ni una definición ni una imagen de la tota-lidad, sino que nos inscribe en la continuidad de los seres inacabados y hace de ella nuestra situación. El mundo no es la medida que resulta de una suma, magnitud incomparable en la que reúnen todas las cosas, sino que es, más bien, la medida de su continuidad: medida variable e interna, como el latido de un corazón. El estatuto de la idea de mundo común no es fácil de establecer. Para mí, se deriva de pensar a fondo una frase de Merleau-Ponty que me ha acompañado, sin agotar su sen-tido, a lo largo de todos estos años: «La certeza injustificable en un mundo que nos sea común es para nosotros la base de la verdad».2 En esta afirmación, el mundo no funciona como un objeto del pensamien-to sino como su trasfondo o su condición. Este desplazamiento es el que realizó la fenomenología frente a la idea de la totalidad de lo pen-sable con la que se debatió la filosofía moderna, de Kant a Wittgens-tein. Pero el de la fenomenología no es un gesto nuevo. Conecta con el arranque mismo de la posibilidad de la filosofía y de la política: **«Que para los que están despiertos hay un mundo u ordenación único y co-mún o público, mientras que de los que están durmiendo cada uno se 2. M. Merleau-Ponty, Le visible et l’invisible, Gallimard, París, 1964, p. 27.

14Un mundo comúndesvía a uno privado y propio suyo».3 Es un conocido fragmento de Heráclito. El pensamiento sólo puede despertar sobre la base de un mundo común o viceversa: el despertar del pensamiento pasa por una transformación íntima del sujeto, por su desplazamiento de lo propio y privado al territorio de lo común, de una razón común. Del «yo pienso» y el «yo veo» que organiza el reino de la opinión, a un pensary un ver impersonales, impropios y abiertos sin dejar por ello de ser singulares.De ahí también que la certeza injustificable en un mundo común sea la base de la política, entendida como esa dimensión del quehacer humano que asume que la vida es un problema común. Los sistemas políticos, sus instituciones y sus clases dirigentes tienden a conjurar este problema haciendo de lo común un monopolio o su proyecto par-ticular. En la medida en el que la vida en el planeta ha ido estrechando sus vínculos de interdependencia, la lucha por este monopolio se ha recrudecido, hasta el punto de que actualmente la trama de la relacio-nes que componen la vida social es percibida, directamente, como una trampa. Vivimos atrapados en un mundo que no se nos ofrece como un cosmos acogedor, sino como una cárcel amenazante. Por eso la tendencia hoy es construir nichos de seguridad, ya sea en forma de privilegios, ya sea en forma de ideologías e identidades bien estable-cidas y cerradas. Pero es obvio que la búsqueda de seguridad alimenta la guerra y siembra minas en el campo de batalla en que se ha conver-tido la realidad mundial. Frente a ello, recuperar la idea de mundo común no es una forma de escapismo utópico. Todo lo contrario. Es asumir el compromiso con una realidad que no puede ser el proyecto particular de nadie y en la que, queramos o no, estamos ya siempre implicados.En el libro, este compromiso es abordado desde tres aproximaciones, que corresponden a los tres bloques en los que se divide. El primero pone en el centro la pregunta por el nosotros. Analiza cómo ha sido formulada en nuestra tradición filosófica y las causas por las que este pronombre ha sido el epicentro de muchas de las dificultades, peligros 3. Heráclito, frg. 5 (DK. 89), traducción de A. García Calvo.

La necesidad de una idea 15y promesas incumplidas de la política moderna occidental. La pers-pectiva de un mundo común como base de la verdad permite salir de la pregunta «¿qué nos une?» y de sus incansables aporías, para aven-turarnos en su formulación contraria «¿qué nos separa?» y reelaborar, desde ahí, los desafíos que la herencia revolucionaria de esa misma política moderna occidental ha dejado abiertos.El segundo bloque presenta una aproximación a las cuestiones clave del pensamiento crítico desde la perspectiva de un cuerpo invo-lucrado en un mundo común. La crítica se generalizó a partir del si-glo XVIII como la virtud más importante de un sujeto que se emancipa-ba separándose de la comunidad natural, religiosa y política de la que forzosamente formaba parte. Era un arte de los límites y de la distan-cia a través del cual este sujeto construyó su conciencia y se adueñó de ella. La ruina de ese sujeto y de sus pretensiones ha sido amplia-mente elaborada por la filosofía, el arte y las ciencias humanas con-temporáneas. Pero con su ruina se arruinó también el pensamiento crítico. Los capítulos de la segunda parte del libro exploran los relie-ves de un arte de la crítica que se situaría ya no frente al mundo sino entre las cosas y entre nosotros. Una crítica que ya no opone la distan-cia a la proximidad ni la conciencia al cuerpo. Una crítica que asume, por tanto, que la visión no puede aspirar a la transparencia ni la educa-ción a la construcción de un hombre nuevo; que no hay páginas en blanco sino páginas densamente saturadas y que en ellas es donde se libra hoy el combate del pensamiento.Entrar en combate es lo que hace una ontología que asume, como tarea propia del pensamiento, entrar en contacto con el ser. El ser no es una dimensión estable y trascendente que espera ser con-templada. Es lo que se nos abre, lo que nos acoge y nos agrede, cuan-do nos dejamos caer, cuando nos dejamos comprometer. Desde esta perspectiva involucrada en un mundo común, la ontología no es un espacio de poder sino de vulnerabilidad. Este espacio es el que reco-rren los escritos del tercer bloque, urdidos en un largo diálogo con Merleau-Ponty. En él se delinean algunos de los conceptos clave de esta ontología: lo anónimo, lo inacabado, la intercorporalidad, la di-mensión común. Es una ontología que ha dejado atrás dos viejos pre-supuestos: en primer lugar, el ideal de la metafísica, que consistía en formalizar en el lenguaje la identidad ser-pensar y del que son deudo-ras tanto la idea misma de mundo, entendido como totalidad de los

16Un mundo comúnhechos y las cosas, como la idea de comunidad, entendida como reu-nión de la humanidad consigo misma. Aparece entonces la necesidad de pensar el ser como inacabamiento, el anonimato como condición ontológica de su continuidad y el mundo como la medida interna y variable su dimensión común. En segundo lugar, cuestiona también los dos modos que han monopolizado nuestra relación con las cosas: la representación y la acción. Aparecen también así otros modos de estar en las cosas y con los otros, de los que aquí se exploran básica-mente dos: la atención y el trato. Por un lado, ¿cómo atender a lo que nos rodea? ¿A qué prestar atención? ¿Qué nos requiere? La atención no es unidireccional ni dispone de códigos previos: nos es requerida y debe ser prestada a un mismo tiempo. Abre, así, un campo de rela-ciones que, porque está y no está en poder de uno, nos sitúa en el te-rreno concreto de nuestra interdependencia. Demasiadas reflexiones filosóficas y políticas terminan con la pregunta ¿qué hacer?, tras la cual pocas veces surgen respuestas interesantes. Bajo el dictado de la acción, entendida como aplicación, propuesta o programa, el pen-samiento, en el mejor de los casos, enmudece y, en el peor, se refugia en su condición meramente teórica. Pero hay una salida a esta falsa alternativa: preguntarnos cómo tratar con las cosas, cómo tratar al mundo y a nosotros mismos. El trato no es un programa de acción sino un modo de relación a la vez activa y receptiva, que contempla precisamente la necesidad de atender a la potencia, nunca del todo previsible, de cada situación.El recorrido del libro se inicia con la pregunta por el nosotros y termina con la declaración de una voz en singular: esta vida es mía. No es una contradicción. Liberarse del yo es la condición para con-quistar la propia vida. Sería demasiado simple, sin embargo, proponer por enésima vez un viaje del yo al nosotros, de lo particular a lo uni-versal, de la parte al todo. Lo que se explora en este libro es la trans-formación de un yo que está aprendiendo el anonimato. Un yo que aprende el anonimato no es un yo que se borra, se mimetiza o se con-funde. No es un yo pasivo, condenado a la indiferencia y a la insigni-ficancia. Es el yo que descubre la excentricidad inapropiable, y en este sentido anónima, de la vida compartida. Su voz es entonces plena-mente suya porque ya no puede ser solamente suya. Su voz es máxi-mamente singular e irreductible porque ya no es privada ni particular. «Ser uno es no tener nada», escribió en un verso Juan Gelman. La ló-

La necesidad de una idea 17gica que nos ata, como individuos, a la ley de la identidad y de la propiedad ha sido saboteada.Este libro es la declaración de un compromiso. ¿Tiene sentido hacerlo a través de la filosofía? Es una pregunta en la que me he perdido du-rante mucho tiempo y para la que no tengo una respuesta concluyente ni general. Quizá sólo puede ser contestada con el tiempo y con la propia vida. Estudié filosofía en los años 90, cuando todo se finiquita-ba: era el fin de la historia, moría la filosofía, el hombre y el sujeto ya se habían borrado, el sentido había estallado, etc. Los estudiantes de entonces, convirtiéndonos en algo así como zombies de la filosofía, tuvimos que aprender a hablar, pensar y escribir desde el después de todo. Para ello, algunos aprendieron el arte forense de diseccionar ca-dáveres con precisión científica y milimétrica, otros sofisticaron la retórica hasta grados inusitados para poder hablar de todo aquello que nuestro lenguaje no puede ya decir, otros seguían insistiendo en poner preguntas impertinentes con cara de pedir perdón por la molestia. La mayoría encontramos otros territorios (la sociología, el arte, el activis-mo, la teoría política, la filología, etc.) desde donde mantener viva esa pasión secreta por lo que declaraban muerto. Reescribir los materiales que componen la materia prima de este libro me ha devuelto, ya sin vergüenza, la relación con la filosofía. Quizá estamos en el después del después, en el que una renovada simplicidad se hace necesaria.En un pasaje de El Banquete, Alcibíades cuenta cómo las pala-bras de Sócrates producen en él un efecto irreversible: no es admira-ción ni aprobación, es una mezcla de dolor y de deseo producido por la certeza de que su vida ha cambiado irremediablemente, de un estado de esclavitud que no había percibido hasta entonces, a un situación nueva para el que no tiene nombres ni recetas. Sócrates no le ha dicho cómo vivir, pero tras el encuentro con él su vida no volverá a ser la misma. Ha quedado expuesta a un compromiso y a una exigencia de la que hasta entonces había estado protegido. Ésta es la simplicidad irreducti-ble e indisciplinada de la filosofía, a la que no deberíamos renunciar.Las páginas de este libro están humildemente escritas desde ahí, desde el pulso acelerado de Alcibíades ante la irreversibilidad de su descubrimiento. La vida no volverá a ser la misma, porque la certeza injustificable en un mundo común es ahora, para mí, para nosotros, la

18Un mundo comúnbase para la verdad. Digo «para mí, para nosotros», porque este descu-brimiento es individual y colectivo: es irreductiblemente propio y, a la vez, concierne a otros. Se da en una relación paradójica entre la felici-dad del encuentro y la radical soledad, entre la aparición de preocupa-ciones compartidas y la necesidad de asumir sus consecuencias des-de la propia vida. Yo no sé decir dónde empieza mi voz y acaba la de otros. No quiero saberlo. Es mi forma de agradecer la presencia, en mí, de lo que no es mío. En los años que ha durado la elaboración de los materiales que componen la escritura de este libro, muchas voces, presencias, afectos y desafíos compartidos han alimentado mi voz y le han dado sentido. Son tantas y tan necesarias que a veces me siento como una araña minúscula que se sostiene sobre una infinidad de hi-los invisibles, siempre a punto de romperse y de precipitarme en el vacío. Para no entrar en una lista imposible y siempre injusta de agra-decimientos, quisiera solamente nombrar la importancia que para mí ha tenido en estos años la dedicación a Espai en Blanc, centro vacío, remolino de una gran cantidad de gente, amigos, que de manera fugaz o permanente hemos intentado compartir un modo de estar, de atender y de tratar, con nuestras palabras e ideas, un mundo que queremos nuestro. Pero en la soledad ingrata de la escritura, quiero agradecer especialmente la presencia incierta de Santi, quien sigue estando ahí, con nosotros.

 

PRIMERAPARTE

EL PROBLEMA DEL NOSOTROS

 

Interdependencia global

La imagen de un mundo unificado ha dominado los sueños de progre-so, desarrollo y pacificación del mundo occidental. De la universitasantigua al tecnoglobalismo actual, la idea de una humanidad unida, reunida y reconciliada ha sido el horizonte que ha dado forma al ima-ginario de nuestra civilización, tanto en su expansión cultural y reli-giosa como en su desarrollo técnico, científico y económico. Hoy el mundo ya se ha hecho uno. La humanidad ha dejado de ser una abs-tracción ideal y lo universal ha dejado de estar proyectado hacia un horizonte histórico, trascendente o utópico. La experiencia de la unión planetaria es, en realidad, la de la interdependencia real y peligrosa de los aspectos fundamentales de la vida humana: su reproducción, su comunicación y su supervivencia.Esta experiencia directa de la interdependencia a escala planeta-ria no ha traído consigo una nueva idea del nosotros. Dependemos unos de otros, más que nunca, y sin embargo no sabemos decir «noso-tros». Entre el yo y el todo no sabemos dónde situar nuestros vínculos, nuestras complicidades, nuestras alianzas y solidaridades. A pesar de que se haya hecho uno, el mundo global aparece a nuestros ojos como un mundo fragmentado, enzarzado en una guerra y en un conflicto permanentes: entre culturas, entre la legalidad y la ilegalidad, entre expectativas de vida, entre amenazas para la misma vida. Ya tenemos un mundo único, la humanidad se ha reunido consigo misma en el es-pejo de la red y en la maraña de las comunicaciones y los transportes instantáneos. Pero este mundo es un mundo minado en el que todos estamos en guerra contra todos.Desde este universal real que es el mundo globalizado, se replan-

22El problema del nosotrostea el sentido de la unidad conquistada del mundo. ¿Es la encarnación de la «utopía planetaria» que había guiado el imaginario de occidente? ¿Entronca, por tanto, con el ideal universalista de la modernidad? Para responder a estas preguntas, es necesario analizar sin prejuicios la ar-ticulación histórica y conceptual de ese mismo ideal universalista. Asumiendo las denuncias que el pensamiento postmoderno y postco-lonial le han dirigido, pero yendo más allá, hay que afirmar que el universalismo es la forma abstracta que toma el estar-juntos en la era del individuo. Partiendo de la irreductibilidad del individuo como dogma de la filosofía del sujeto y de su desarrollo liberal, la pregunta de la que parte el ideario universalista es: ¿cómo podemos estar jun-tos? ¿Cuál es el horizonte más amplio de nuestra coexistencia? Estas cuestiones han sido el motor de una de las tradiciones emancipadoras de la modernidad, la que ha entendido la emancipación del hombre como emancipación del individuo. Pero hay otra tradición emancipa-dora que atraviesa la modernidad: la que asocia la emancipación con la transformación libre y colectiva del mundo que compartimos. Libe-rarse no sería, desde esta segunda tradición, sustraer los propios bie-nes (la propia libertad, la propia voluntad, la propia razón, la propia inteligencia, la propia riqueza…) al dominio de la comunidad y sus formas de vinculación (religión, tradición, nacimiento, etc.). Liberarse consistiría en poder crear y transformar colectivamente nuestras con-diciones de existencia.Desde ahí, la emancipación no pasa por la conquista de la sobe-ranía individual sino por la capacidad de coimplicarse en un mundo común. La pregunta no es entonces ¿cómo o por qué coexistimos, en función de qué valores universales? sino ¿qué nos separa? Nos sepa-ran las religiones, nos separan las comunidades de nacimiento, nos separa el miedo, nos separa de nosotros mismos el modo de produc-ción capitalista… Luchar contra lo que nos separa ha sido el motor de la otra tradición emancipadora de la modernidad, la que hasta hoy he-mos podido llamar la tradición revolucionaria.La diferencia entre una tradición y otra es nítida: la primera tiene como pieza fundamental el individuo y su mirada crítica es normativa. La segunda tiene como pieza fundamental el mundo como dimensión común y su mirada crítica es antagonista. No representan la tensión entre la sociedad abierta y la comunidad cerrada, sino dos maneras de abordar el estar-juntos de un «todos» que en el primer caso se postula

Interdependencia global 23en abstracto y que en el segundo se pone en obra desde la experiencia autónoma y antagónica del nosotros.¿Qué nos separa? Con esta pregunta, los problemas de nuestra globalidad fracturada y en guerra pueden ser abordados desde la con-creción de unas luchas necesariamente múltiples en las que se expresa el deseo común de hacer mundo. Desde esta pregunta se pueden ana-lizar, también, las falacias de una propuesta, la universalista, que pre-supone y deja intacta nuestra relación individualizada con la sociedad y con el mundo.

 

El universalismo individualista

El universalismo contemporáneo ha sido propuesto como una res-puesta ética y política a los desafíos que plantea el mundo global: la inmigración como realidad estructural de todas las sociedades desa-rrolladas, la formación de entidades políticas transnacionales, la proli-feración y agudización de los conflictos culturales, religiosos y de valores, el desgobierno producido por la violencia del capitalismo neoliberal y, en el fondo de todos estos fenómenos, la desagregación profunda y creciente de la vida social. Autores como U. Beck, Z. Bau-man, J. Habermas, D. Held y tantos otros han visto en la restauración del cosmopolitismo universal, más o menos matizado respecto a su tradición moderna y kantiana, la posibilidad de dar un cauce y una salida a los problemas mencionados. Pero, buscando una salida, lo que hacen precisamente es no atacar su raíz: el hecho de que nuestra exis-tencia ha sido privatizada con una agresividad y una intensidad hasta hoy desconocidas.El largo proceso histórico según el cual el individualismo ha llegado a ser «la configuración ideológica moderna»,1 culmina en el diseño de un mundo sin otro horizonte que la propia experiencia pri-vada. Es un mundo sin dimensión común, que sólo se nos aparece desde nuestros universos fragmentados, puestos en régimen de co-aislamiento,2 y como superficie de nuestras relaciones de intercambio. El jurista italiano Pietro Barcellona habla de la globalización como 1. L. Dumont, Essais sur l’individualisme, Seuil, París, 1983, p. 22.2. P. Sloterdijk, Esferas III, Siruela, Madrid, 2006.

El universalismo individualista 25«triunfo de lo privado»,3 un escenario con dos características comple-mentarias: por un lado el individuo ha llegado a culminar la fantasía omnipotente de la modernidad, que se resume en el ideal de llegar a ser hijo de sí mismo. Por otro lado, «se configura la locura de una to-talidad-sistema que asume en su interior a cada individuo de manera totalmente autónoma».4 Paradójicamente, el individuo de la época global se encuentra destinado, a la vez, a su autosuficiencia más radi-cal y a su impotencia más absoluta. Es el nodo sin densidad que sólo puede vivir su vida y autoconsumir sus propias experiencias en un mundo que no comparte con nadie, en el que no quiere rozarse con nadie. En esta misma línea, Roberto Esposito precisa el carácter de esta privatización de la existencia a través de un análisis de la inmuni-zación como lógica de la modernización.5 La modernidad, como pro-ceso, sería el progresivo triunfo del paradigma inmunitario, que hace de la autoconservación individual el presupuesto de todas las catego-rías políticas y la fuente de legitimidad universal. En este sentido, el individuo moderno nace liberándose no sólo del corsé autoritario de la tradición y la comunidad, sino también, y más radicalmente, de la deu-da que nos vincula como seres que estamos juntos en el mundo. Entre la afirmación ilimitada de sí y la inseguridad de su autoconservación defensiva y atomizada, el yo se ha hecho hoy global a la vez que ve cómo sus condiciones de vida se fragilizan. Así, las particiones que estructuraban el espacio político moderno han saltado por los aires: lo particular es hoy de alcance universal y lo privado es hoy lo que ar-ticu la el espacio público.Frente a ello, refugiarse en propuestas universalistas obvia una cuestión fundamental: que el universalismo y el individualismo son las dos caras inseparables del proceso de modernización que acaba-mos de describir. En este sentido, es imprescindible poner en relación los trabajos de Pietro Barcellona con los del antropólogo francés Louis Dumont. Son dos aportaciones que, desde los márgenes de la filosofía, proyectan una luz reveladora sobre la gran tradición filosófi-ca universalista. Dumont argumenta con contundencia que el origen 3. P. Barcellona, Strategie dell’anima, Città Aperta, Troina, 2003.4. P. Barcellona, op. cit., p. 15.5. R. Esposito, Inmunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires, 2006; Bios. Biopolitica e filosofia, Einaudi, Torino, 2004.

26El problema del nosotrosdel individualismo moderno occidental está en la potencia con la que el cristianismo acomete su operación más radical: universalizar la re-lación del individuo con Dios. El cristianismo establece una relación de doble dirección entre lo individual y lo universal: por un lado, todo ser humano pasa a ser considerado un individuo hecho a imagen y semejanza de Dios; por otro lado, la universalidad de la humanidad sólo es pensable desde esta relación individualizada que cada uno mantiene con la divinidad. Dicho de otra manera: el universalismo cristiano depende de la constitución del cristiano como individuo.Esta relación de cada uno con el todo es la matriz del universa-lismo moderno y secularizado. En el mundo moderno, la relación de cada individuo con la esfera abstracta del derecho garantiza la articu-lación de la sociedad. Los trabajos de P. Barcellona6 sobre la sociedad jurídica moderna complementan esta idea: la subjetividad abstracta del orden jurídico, igualitario y universal, es lo que permite pensar la sociedad asumiendo como premisa una noción de individuo liberado de cualquier vínculo comunitario. ¿Cómo hacerlo si no? ¿Cómo pa-sar de la desagregación agresiva y terrorífica de los individuos libra-dos a sí mismos a la constitución de una sociedad? El contrato o la asociación de valor universal es la única mediación entre el desorden y el orden, entre la individualidad concreta, sujeta a necesidades y al deseo ilimitado de posesión, y la subjetividad abstracta, depositaria de valores como la igualdad y la universalidad. Es precisamente la abs-tracción de esta subjetividad, en tanto que depositaria de la igualdad y la universalidad, lo que permite mantener la relación y cooperación concreta de los hombres en términos de indiferencia recíproca. Así, el universalismo jurídico se rige por la reducción de las relaciones in-terpersonales a relaciones económicas. «Es el universalismo de los comerciantes»,7 dice P. Barcellona de forma clara. Es el modo de estar juntos que necesita el capitalismo para desarrollarse y funcionar. Po-dríamos añadir: juntos en lo abstracto, diversos y desvinculados en lo concreto. Cuando hoy se contrapone el cosmopolitismo democrático, de carácter jurídico, a la marcha desbocada de la globalización econó-mica, se está olvidando esta relación fundamental entre el universalis-6. P. Barcellona, El individualismo propietario, Trotta, Madrid, 1996.7. P. Barcellona, Postmodernidad y comunidad, Trotta, Madrid, 1992, p. 113.

El universalismo individualista 27mo jurídico y la economía monetaria. No son fuerzas antagónicas. Son los poderosos aliados que han llevado el régimen de explotación capitalista a su grado de intensidad actual. Una última cita de Barce-llona en este sentido: «El derecho esconde y hace imposible a la socie-dad reapropiarse de su poder fundativo, en el sentido de tomar deci-siones sobre lo que es común y lo que es divisible (…) Construye la intersubjetividad sobre la base de la relación yo-tú y elimina el nosotros».88. P. Barcellona, El individualismo propietario, Trotta, Madrid, 1996, p. 154.

 

Nosotros, ¿quién?

En las sociedades occidentales modernas la palabra «nosotros» no nombra una realidad sino un problema. Es el problema sobre el que se ha edificado toda nuestra historia de construcción y de destrucción. Incluso podríamos decir que la modernidad occidental, hasta hoy, es la historia ambiciosa y sangrante del problema del nosotros.En el mundo global simbólicamente nacido en 1989, tras la caída del muro de Berlín, el problema del nosotros adquiere rasgos propios que se han complicado tras la otra fecha fundadora de nuestra contem-poraneidad: el 11 de septiembre de 2001. En el cruce de caminos entre estas dos temporalidades, vivimos en un mundo en el que triunfan a la vez una privatización extrema de la existencia individual y un recru-decimiento de los enfrentamientos aparentemente culturales, religio-sos y étnicos, articulados sobre la dualidad nosotros/ellos. Por un lado, el nosotros ha perdido los nombres que habían sido conquistados para poder nombrar la fuerza emancipadora y abierta de lo colectivo. Por otro lado, el nosotros ha reconquistado su fuerza de separación, de agregación defensiva y de confrontación. Así, el espacio del nosotros se nos ofrece hoy como un refugio o como una trinchera, pero no como un sujeto emancipador. En el mundo global, no sólo el yo sino también el nosotros ha sido privatizado, encerrado en las lógicas del valor, la competencia y la identidad.Los rasgos de novedad del mundo global tienen una historia: la de unas sociedades que se han construido a partir de la desvincula-ción de sus individuos respecto a cualquier dimensión compartida de la vida. La irreductibilidad del individuo, como unidad básica del mun-do moderno, tanto político como científico, moral, económico y artís-

Nosotros, ¿quién? 29tico está en la base de una dinámica social para la cual el nosotros sólo puede ser pensado como un artificio, como un resultado nunca garan-tizado. ¿Cómo construir una sociedad a partir de las voluntades indi-viduales? ¿Qué tenemos en común? Son las preguntas con las que en torno al siglo XVII va tomando forma expresa y reconocible nuestro mundo actual. Son preguntas que parten de una abstracción: la prima-cía del individuo, como unidad desgajada de su vida en común. Ha-blar de «vida en común» no es sinónimo de identidad cultural o políti-ca, así como tampoco de la sumisión de la singularidad al uno, a la homogeneidad del todo. «Vida en común» es algo mucho más básico: el conjunto de relaciones tanto materiales como simbólicas que hacen posible una vida humana. Una vida humana, única e irreductible, sin embargo no se basta nunca a sí misma. Es imposible ser sólo un indi-viduo. Lo dice nuestro cuerpo, su hambre, su frío, la marca de su om-bligo, vacío presente que sutura el lazo perdido. Lo dice nuestra voz, con todos los acentos y tonalidades de nuestros mundos lingüísticos y afectivos incorporados. Lo dice nuestra imaginación, capaz de compo-nerse con realidades conocidas y desconocidas para crear otros senti-dos y otras realidades.El ser humano es algo más que un ser social, su condición es re-lacional en un sentido que va mucho más allá de lo circunstancial: el ser humano no puede decir yo sin que resuene, al mismo tiempo, un nosotros. Nuestra historia moderna se ha construido sobre la negación de este principio tan simple. Por eso, el «nosotros» funciona en nues-tras lenguas sólo como el plural de la primera persona. Como pronom-bre personal, «nosotros» no se sostiene por sí mismo: como desarrolló Benveniste en su famoso ensayo sobre los pronombres, «en nosotros siempre predomina yo porque no hay nosotros sino a partir del yo y este yo se sujeta al elemento no-yo por su cualidad trascendente. La presencia del yo es constitutiva del nosotros».1 En otras palabras, el nosotros, como pronombre personal, es un yo dilatado y difuso, una primera persona amplificada.Como yo dilatado, como persona amplificada, el nosotros nom-bra la puesta en plural de la conciencia individual y arrastra consigo todas las aporías de esta operación: solipsismo, comunicación, empa-1. E. Benveniste, Problèmes de linguistique génerale, Gallimard, París, 1966, p. 233.

30El problema del nosotrostía, acción común… En la escena de la intersubjetividad, el nosotros siempre resulta ser el lugar de una imposibilidad, de una utopía, de un fracaso. ¿Y si ésta escena misma, como presupuesto del nosotros, fue-ra ya la causa de su imposibilidad? ¿Y si nosotros no somos unos y otros, puestos frente a frente, sino la dimensión del mundo mismo que compartimos? Así, el nosotros no sería un sujeto en plural, sino el sentido del mundo entendido como las coordenadas de nuestra activi-dad común, necesariamente compartida.Este desplazamiento es el que abre la vía a un pensamiento de lo común capaz de sustraerse a las aporías de nuestra herencia individua-lista. Sobre esta otra vía, el problema del nosotros no se plantea como un problema de la conciencia basado en el drama irresoluble de la in-tersubjetividad, sino como un problema del cuerpo inscrito en un mundo común. El nosotros, en tanto que horizonte cívico y revolucio-nario, ha sido entendido en nuestra cultura, de raíz cristiana, como una conciencia colectiva, reconciliada, que puede surgir de la superación de los cuerpos separados. Pero ¿y si los cuerpos no están ni juntos ni separados sino que nos sitúan en otra lógica relacional que no hemos sabido pensar? Más allá de la dualidad unión/separación, los cuerpos se continúan. No sólo porque se reproducen, sino porque son finitos. Donde no llega mi mano, llega la de otro. Lo que no sabe mi cerebro, lo sabe el de otro. Lo que no veo a mi espalda alguien lo percibe desde otro ángulo… La finitud como condición no de la separación sino de la continuación es la base para otra concepción del nosotros, basada en la alianza y la solidaridad de los cuerpos singulares, sus lenguajes y sus mentes.

 

El contrato social: ficción calculada

La sociedad occidental, tal como la conocemos, nace de una ficción calculada: el contrato social. A partir del siglo XVII, esta ficción sustenta el marco de comprensión y de legitimidad para el uso político de la pala-bra «nosotros». Si acudimos a los textos del contractualismo moderno, especialmente a Hobbes, ¿quién suscribe el contrato, cómo y para qué? Quien suscribe el contrato es cada uno de los individuos propietarios. Como propietarios de su propia persona,1 transfieren su poder y su vo-luntad al soberano para neutralizar la guerra entre sí. El contrato es, así, un ejercicio de sumisión y de obligación hacia el soberano, hacia la ley, que garantiza la igualdad y la libertad de los propietarios y protege el intercambio entre sí. El contrato, en tanto que operación entre individuos disociados, se da sobre la base del temor. Lo repetirá Hegel dos siglos después, aunque buscando otra salida: el drama de la intersubjetividad es el miedo a la muerte frente al otro. Neutralizando el miedo, el contrato lo consagra, porque el miedo es la base ineludible de los intercambios entre individuos posesivos y la razón de ser de la obligación política, de la construcción artificial de un nosotros abstracto y transcendente.Desde ahí, el contrato, como expresión de la obligación política sobre la que se asienta la sociedad, tiene tres consecuencias funda-mentales: la privatización de la existencia, la concepción del orden como inmunidad individual y la idea un nosotros articulado a partir de la relación de cada uno con el todo.1. Sigo, en esta idea, el libro de C. B. Mcpherson, La teoría política del individuo posesivo, Libros de Confrontación, Barcelona, 1979

 

32El problema del nosotrosLa privatización de la existencia no nace de la derrota del Estado y de lo público frente a la fuerza privatizadora del mercado, como se argumenta habitualmente, sino que hunde sus raíces en la construcción misma del Estado moderno. El Estado nace como comunidad de propietarios voluntariamente asociados. Por eso en él pueden convivir hasta hoy, aunque sea con tensiones, el liberalismo y el contractualis-mo en sus diversas versiones históricas. En realidad, se apoyan sobre un mismo fenómeno de privatización de la existencia, de la que Locke había dado su primera formulación: el individuo es un propietario, tanto de sus bienes como de su persona, de su conciencia y de sus re-laciones. A partir de esta condición fundamental, se estructuran sus obligaciones y sus derechos y se dibuja el juego de distancias y de proximidades que articulan su inscripción en el mundo social. El Esta-do moderno, nacido de este contrato entre individuos autónomos, pro-yecta la vida del hombre hacia dos dimensiones fundamentales: la di-mensión pública, en la que se alían la sumisión y el derecho como las dos caras de la ley, y la dimensión privada, en la que se preserva la libertad como atributo individual, ya sea la libertad del intercambio mercantil, ya sea la libertad de conciencia.Tanto la dimensión pública como la dimensión privada que com-ponen al individuo son el fruto de una misma abstracción privatizado-ra, que se da sobre una negación más profunda: la negación de los vínculos que enlazan cada vida singular con el mundo y con los de-más. El individuo, definido a partir de esta negación, deja las relacio-nes de interdependencia debidamente encerradas en el oscuro espacio del hogar o tras los muros de instituciones específicamente diseñadas para su invisibilización, como el hospital u otras instituciones terapéu-ticas. Las relaciones de interdependencia no articulan lo privado sino lo doméstico y lo terapéutico. La verdadera contradicción de la vida moderna no se da, por tanto, entre la cara pública y la cara privada del individuo-ciudadano sino entre su autosuficiencia y su dependencia. El individuo propietario nace de la negación de su dependencia. Pro-piedad y libertad, bajo esta concepción del individuo, se refuerzan mutuamente. Y el contrato social, como obligación política asumida por voluntad propia, es la garantía de esta libertad.De ahí surge, también, una concepción del orden común basado en la protección de cada una de nuestras propiedades: de nuestros bie-nes, de nuestras vidas, de nuestras cuotas individuales de libertad. Los

El contrato social: ficción calculada 33individuos disociados se temen. Los individuos separados necesitan más y más seguridad. El urbanismo actual lo refleja sin lugar a dudas. Pero también nuestra concepción de la salud, de las relaciones perso-nales, de la información, de la alimentación… La sociedad moderna no nace solamente del miedo a la agresión, a poder morir en manos de otro. Nace del miedo a ser tocados, del olvido de que hemos nacido y crecido en manos de otros, o más bien, de otras; y del horror a pensar que envejeceremos también en manos de otro, de otras. Mientras tan-to, aseguramos nuestro espacio vital como un pequeño reino en el que la libertad se afirma como un atributo individual contra o sin los de-más. Pero este reino es frágil porque es una invención, es el cálculo de una ficción que ha negado sus variables fundamentales. No dejamos nunca de vivir en manos de los demás. La interdependencia es forzo-sa. Desde esta afirmación, Judith Butler ha abordado en sus escritos de los últimos años, tras el atentado del 11-S en Nueva York,2 la nece-sidad de pensar el vínculo obligatorio entre los cuerpos como la con-dición para repensar hoy la comunidad. Se trata de sacar la interde-pendencia de la oscuridad de las casas, de la condena de lo doméstico, y ponerla como suelo de nuestra vida común, de nuestra mutua protec-ción y de nuestra experiencia del nosotros.Por todo lo que hemos visto, el contrato, como ficción fundadora de la sociedad, no crea ningún nosotros. Por eso el liberalismo es el verdadero corazón, la verdad más transparente, de la sociedad moder-na. El contrato sólo crea un espacio de relación regulada de cada uno con el todo que, o bien asegura al yo o bien acaba afirmando el todo. Pero sin propiedad, el individuo no puede hacer valer su libertad, esto nos lo había enseñado la teoría del contrato social. Quizá por eso ac-tualmente entran de nuevo en escena las dos contrafiguras de la socie-dad moderna: el individuo asocial, amenazante y peligroso (desde el terrorista enloquecido al especulador insaciable) y la comunidad de pertenencia cerrada, construida como un refugio defensivo y ofensivo sobre la dualidad nosotros/ellos. A partir de estas dos figuras, se está gestando una nueva «geografía de la furia»,3 que con la crisis econó-mica iniciada en 2008 se extiende y se intensifica en lugares que pare-2. Me refiero, principalmente, a los libros ensayos recogidos en Vida precaria, Paidós, 2006, y Marcos de guerra, Paidós, 2010.3. A. Appadurai, Geografía de la furia, Tusquets, Barcelona, 2008.

34El problema del nosotroscían blindados, «inmunes» al peligro de este tipo de contagios. Pero al mismo tiempo se empieza a dibujar también el mapa de un nuevo tipo de relaciones basadas en la fuerza de la desposesión, un mapa trazado, por tanto, por la fuerza de la solidaridad, de la alianza entre iguales y por el desafío común hacia un poder cada vez más aislado. El indivi-duo propietario está dejando de existir. Ha sido siempre una ficción, pero una ficción calculada, con duros y crueles efectos de realidad.Hoy está claro que más que propietarios, todos somos inverso-res, pobres o ricos, pero inversores. La deuda es lo que nos une, pero es una deuda secuestrada. Unos viven de ella, otros mueren a causa de ella. No es lo que nos debemos unos a otros en nuestra vida en común, en nuestra finitud y continuidad, sino la deuda que cada uno ha con-traído con el todo, la hipoteca global, el nuevo universalismo. El sen-tido en el que resuelva esta crisis económica, política y existencial que se ha abierto en nuestras vidas entorno a la deuda marcará el rumbo de la humanidad en los próximos años y establecerá unos nuevos los lí-mites de lo vivible, quizá más allá de lo que nunca hubiéramos podido imaginar.

 

La escisión del sujeto antagonista

Que el individuo propietario no es un universal intemporal sino una figura social e histórica del mundo moderno burgués destinada a no sostenerse por mucho tiempo es algo que ya sabía la clase obrera des-de mediados del siglo XIX. La sociedad tenía otra dinámica que la que aparentaba tener según la doctrina del contrato y Marx, bajo el influjo cruzado de Hegel y de Darwin, supo darle un nombre y un horizonte: la lucha de clases, bajo el horizonte de la revolución proletaria. Las revoluciones europeas del siglo XIX supieron, así, desnaturalizar el an-tagonismo, insertarlo en lo social y darle un sentido histórico y eman-cipador. Para ello tuvieron que dar un sentido nuevo al «nosotros».La afirmación de Marx de que la sociedad se funda en la oposi-ción de clases y de que toda la historia hasta hoy es una historia de lucha de clases rompe el espejismo de la neutralización de los antago-nismos en el artificio del contrato social. El antagonismo no es el afuera (natural) de la sociedad. Es su fundamento y su motor. ¿Cuán-do deja de ser un todos contra todos? Cuando el antagonismo toma la forma de la lucha de clases, cuando un nosotros más o menos cons-ciente emerge de la propia lucha de una clase oprimida contra una clase opresora. Sin caer en las trampas del liberalismo, que ve el mun-do social como un conflicto de intereses, Marx muestra bien el sentido revolucionario, radicalmente transformador, del concepto de clase que surge de las luchas proletarias. Lo hace por medio de un doble despla-zamiento que rompe la evidencia burguesa que unía los conceptos de libertad y de propiedad. Por un lado, Marx invierte la idea burguesa de libertad, cuando afirma que quienes son libres, en el capitalismo, no son los propietarios sino quienes no tienen nada (más que sus cade-

36El problema del nosotrosnas…). «El proletariado carece de bienes (…) Los proletarios no tie-nen nada propio que asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y seguridades privadas de los demás».1 El proletariado es libre porque no teniendo nada puede luchar, puede cooperar, puede transformar el mundo colectivamente. Éste es el sentido revolucionario de la liber-tad: un sentido de la autonomía que no pasa por la defensa y protec-ción del individuo sino por su desarrollo como ser social: «los indivi-duos adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación».2 La idea de libertad se vincula así, de manera inse-parable, a la de una igualdad de principio, que es potencialidad abier-ta, y se universaliza a través del horizonte de una sociedad sin clases. Por otro lado, Marx desenmascara que detrás de la idea de propiedad como bien individual hay siempre un proceso de expropiación: el ca-pital no es ninguna «cosa» que se pueda poseer individualmente sino que es ya, por definición, un «producto colectivo que no puede poner-se en marcha más que por la cooperación de muchos individuos y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patri-monio personal sino una potencia social».3 La propiedad no es un atri-buto del yo, sino que es riqueza social. Su relación con la libertad pasa por la necesidad de reapropiarse de esta riqueza; pasa, por tanto, por la revolución.El nosotros proletario es esta relación dialéctica entre el no tener nada o ser sin propiedad («eigentumlos») y el ser productividad, crea-tividad, potencia colectiva; entre el principio vacío de la igualdad y el principio lleno y múltiple de la riqueza colectiva. Por eso es a la vez un nosotros universal y un nosotros concreto, una potencia y una rea-lidad. Y por eso su existencia misma es ya un ataque a la propiedad privada como captura de la libertad y de la riqueza social.Estos dos principios, afirmativo y negativo, que Marx mantiene unidos en su dialéctica de corte historicista, tenderán a separarse en la filosofía heredera del marxismo en la segunda mitad del siglo XX. Con la derrota histórica de las grandes revoluciones del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, el movimiento de la historia queda descabezado de 1. Marx, Manifiesto comunista, Los libros de la frontera, Barcelona, 1996, p. 50.2. Marx, La ideología alemana, L’eina ed., Barcelona, 1988, p. 65.3. Marx, Manifiesto comunista, p. 56.

La escisión del sujeto antagonista 37teleología. Sin promesa de reconciliación final, la dialéctica se desar-ticula y sus dimensiones afirmativa y negativa se desacoplan.Esto significa, en primer lugar, que el signo de los acontecimientos se po-lariza: o bien son afirmativos (creación de redes, de relaciones, de es-pacios, lenguajes y diferencias…) o bien son negativos (rechazo, des-afecto, sabotaje, silencio). Se hace difícil establecer el tránsito entre unos y otros. La dimensión negativa de la interrupción del orden y la dimensión afirmativa de la creatividad social se experimentan hoy como dos opciones políticas, como dos maneras de pensar el nosotros que ya no se implican mutuamente sino que se ofrecen como momen-tos separados, intermitentes, paradójicos, incluso excluyentes. Entre las propuestas filosóficas crecientes, los dos exponentes más eviden-tes de esta doble dirección del nosotros antagonista son, por un lado, la política del «desacuerdo» o «litigio» de Jacques Rancière y, por otro, la política de la multitud de Antonio Negri.Jacques Rancière parte de la idea marxiana de que el proletaria-do es la clase de la sociedad que no es una clase, la clase de los que no tienen nada propio, para desarrollar a partir de ahí una experiencia de la igualdad como potencia de desclasificación. La política es un acci-dente, un intervalo, una interrupción que suspende un determinado reparto de lo común a causa de la irrupción de una palabra que no cabe en ella, que no puede ser escuchada en ese mundo. Es la palabra de los sin-parte, es decir, la palabra de un nosotros sin atributos, sin título para hablar ni capacidad que le sea propia. Los sin-parte, los que no tienen nada reconocible, ningún interés propio que defender, sólo pueden apropiarse de lo que es común: la igualdad de las inteligencias como potencias aún incumplidas y no codificadas. El nosotros que nace del antagonismo, como expresión de este desacuerdo que sus-pende el mundo conocido, es entonces un nosotros que se construye por desidentificación, por sustracción a la naturalidad del lugar y a la adjudicación de roles, bienes, recursos o capacidades. La política que corresponde a este sentido del nosotros litigante, desclasificador, sólo puede ser una política como intervalo, un «entre» abierto entre dos identidades que interrumpe el tiempo de la dominación. El nosotros de la igualdad es así un nosotros insostenible, una práctica democrática accidental, utópica y atópica a la vez. Quizá por eso Rancière ha dedi-cado cada vez más atención al mundo del arte, donde estas interrup-ciones son pensables como intervenciones artísticas, como desviacio-

38El problema del nosotrosnes siempre inacabadas de las formas de representar y de reconocer la realidad.Antonio Negri, por su parte, lleva la otra cara del nosotros mar-xiano hasta sus últimas consecuencias. La multitud es la creatividad ex-pansiva del trabajo vivo. Desde ahí, Negri borra toda negatividad (ni ruptura ni carencia) en el nosotros, que sólo puede ser expresión de la multidireccionalidad siempre singular del ser productivo. La multitud es así un sujeto absoluto pero nunca totalizable, una fuerza de expro-piación no negativa sino excesiva, «el nombre ontológico de lo lleno contra lo vacío».4 El nosotros son los muchos no reconducibles a lo uno, ni al uno del individuo, ni al uno del pueblo totalizado bajo una sola voluntad. Su vínculo esencial ya no es el contrato sino la coope-ración: «La cooperación es en efecto la pulsación viviente y productiva de la multitudo. La cooperación es la articulación en la cual el infinito número de las singularidades se compone como esencia productiva de lo nuevo».5 Para el nosotros de la multitud, enfrentarse al poder, ejer-cer su antagonismo de clase, es trabajar, producir, crear cooperando. No hay distinción ni contradicción entre la actividad productiva del capital y la de la multitud. Una, que funciona como captura, construye el poder del Imperio; la otra, que se da siempre en éxodo, construye el poder de lo común. La multitud vive atrapada en la paradoja de la producción: cuanto más trabaja más se libera, cuanto más se libera, más se esclaviza, sin poder salir de este círculo sin fin, sin poder de-terminar dónde acaba la explotación y dónde empieza la autoexplota-ción. Quizá por eso Negri ha tenido que ampliar el círculo de la pro-ductividad laboral hacia la productividad ontológica del amor como potencia de colaboración social presuntamente ajena a la parasitación capitalista de las relaciones subjetivas.Desde estas dos posiciones paradigmáticas y aún hoy interpela-doras, el nosotros se constituye, por tanto, a través de su potencia de interrupción o de desviación: en negativo, en la interrupción abierta por la fuerza de su palabra inescuchable, por su presencia impresenta-ble, por su igualdad descalificadora de todos los atributos; en positivo, en la sustracción del trabajo y de la creatividad colectivos a la captura 4. A. Negri, «Pour une définition ontologique de la multitude», Multitudes n.º 9 ma-yo-junio 2002.5. A. Negri, El poder constituyente, Libertarias-Prodhufi, Madrid, 1994, p. 398.

La escisión del sujeto antagonista 39por parte del poder. En la interrupción, puede hacerse experiencia de la igualdad del cualquiera, incluso hacerla más densa en la amistad efímera de la revuelta. En la sustracción, puede hacerse experiencia de la cooperación abierta y liberar espacio-tiempos en los que producir y compartir la riqueza.En un caso y en otro, ya sea en clave negativa o afirmativa, ya no estamos ante un nosotros abstracto o artificial, pero sí ante un noso-tros improbable y excepcional. En la postmodernidad, la excepciona-lidad revolucionaria se ha fractalizado, se ha infiltrado en la vida mis-ma del capitalismo y de la democracia liberal burguesa, pero no deja de ser excepcional y la experiencia del nosotros queda encerrada en su milagrosa rareza. Por eso, el nosotros antagonista no aguanta el paso del tiempo, no puede durar. Queda atrapado en el tiempo del milagro, de lo raro, de la fiesta, del intervalo, del éxodo… Y en el día a día se-guimos viviendo «sin nosotros», sin poder hacer experiencia alguna del nosotros. La experiencia del 15M, tal como se ha vivido en las ciudades de España a partir de mayo de 2011, se ha planteado como un intento de ir más allá de esta dicotomía: entre la toma de plazas y las asambleas de barrio, entre el «no nos representan» y el trabajo concreto de las comisiones, entre el sí y el no, entre la acción directa (cortes de calles, ocupación de casas, hospitales, etc.) y la elaboración de nuevas prácticas de cooperación social se intenta hilvanar una ten-sión viva, aunque muy frágil, entre lo excepcional y lo cotidiano, lo afirmativo y lo negativo, lo visible y lo invisible.

 

La excepcionalidad de lo político

Nuestro presente se balancea entre el estancamiento y el accidente, la normalidad y la excepcionalidad. Es un presente sin narración ni di-rección, siempre amenazado por la idea inminente de ruptura, de ca-tástrofe, de interrupción. Con la crisis, esta amenaza se ha vuelto nor-malidad. Esto vale para lo micro y para lo macro, para una historia de pareja, para un contrato laboral o para la seguridad nuclear de un país cualquiera. Siempre estamos a punto de romper, a punto de ser rotos, sosteniendo un presente que no sabemos exactamente cómo funciona ni si realmente lo hace.En este marco temporal se inscribe uno de los desplazamientos más fuertes de la teoría y la práctica políticas contemporáneas: la idea de que lo político no es una dimensión estructural de la sociedad, sino un acontecimeinto excepcional y discontinuo. Esto significa que, mientras que la gestión y la economía gobiernan la normalidad, lo político tiene unos tiempos, espacios y lenguajes que interrumpen to-dos los demás. Ya sea entendido como creación o como puesta en suspensión, como novedad radical o como disenso, lo político —pala-bra o acción— es concebido como corte o como desvío, como algo irreductiblemente otro respecto a los modos de funcionar de lo social. Es una idea que en lo cotidiano recogemos en la expresión «esto ya no es política», es decir, esto sólo es gestión, gobernabilidad, sociabili-dad, o vida íntima o, simplemente, un problema concreto (medioam-biental, económico, gremial, jurídico, psicológico, etc.) que necesita de una solución específica o experta. Concebido entonces como acti-vidad lingüística sin obra, como acción separada de sus efectos o como gesto radical, el momento de lo político se aísla en su pureza

La excepcionalidad de lo político 41delimitando sus tiempos, sus lugares privilegiados y la irreductibili-dad de su propia lógica.Este desplazamiento, por el cual el momento de lo político aca-bará encerrado en la pureza de su excepcionalidad y la autosuficien-cia, tiene que ver con el descabezamiento de toda teleología política al que ya hemos aludido: es decir, es el efecto perverso de haber li-berado a la política moderna de su sumisión a la idea de fin.La dia-léctica marxiana incorporaba la excepcionalidad revolucionaria, el momento del corte, de la desviación, de la interrupción o del aconte-cimiento, en la continuidad de la lucha de clases. Para Hegel, la ne-gatividad era el movimiento del desarrollo del espíritu absoluto en sus formas concretas. Kant veía en la insociabilidad y en la guerra los mecanismos de una dinámica moral de la historia hacia el pro-greso. Continuidad de la lucha de clases, desarrollo del espíritu ab-soluto, historia moral hacia el progreso: objetiva o subjetiva, la te-leología heredada de la escatología cristiana y de la filosofía de la Ilustración era la forma convergente que aseguraba el desarrollo de la emancipación como proceso a la vez continuo y discontinuo, des-tructor y constructor, afirmativo y negativo, como proceso que, aun-que fuera a saltos, debía guiar a los hombres en el camino de la ne-cesidad a la libertad.La historia real de las revoluciones pone esta idea en entredi-cho, además de volverla cada vez más incómoda. Entre el recurso a la utopía y el refugio en el derrotismo, se abre a lo largo del siglo XXotro camino, un nuevo aliento revolucionario que libera la emancipa-ción de su imperativo teleológico. Emancipada de su fin final, la idea de emancipación prolifera, estalla, se disemina como una bomba ra-cimo en una multiplicidad de tiempos y de lugares discontinuos e irreductibles. Todo se hace potencialmente político, pero no se sabe cómo ni cuándo puede acontecer. Por eso mismo, la narración basada en fines y consecuencias se clausura. Con ella, también la idea de resultado y de futuro. La emancipación se conjuga en presente, en un presente discontinuo y autosuficiente, aquí y ahora. Se abre así un cam-po y unos tiempos nuevos para la experimentación política, para la transformación de ámbitos de la vida que habían quedado a la sombra de la gran política y de sus promesas de futuro. Se proponen nuevas gramáticas, se dibujan nuevas cartografías, aparecen nuevos sujetos portadores de prácticas y lenguajes que tiñen el ámbito de lo político y lo contagian de expectativas nuevas que sitúan lo político en un impasse.1En este impasse se abren múltiples líneas de pensamiento, a me-nudo entrecruzadas, en las que se exploran y ensayan conceptualmen-te los territorios y las prácticas de otras políticas.De la política del deseo a la política de la amistad, de la resistencia como creación a la resistencia como inoperancia o como potencia de no hacer, de la co-munidad como afecto a la comunidad como impropiedad, del lenguaje como consigna al lenguaje como indecibilidad… Entre esas dos coor-denadas vemos proliferar múltiples propuestas, desplazamientos y elaboraciones. Pero básicamente se juegan dos opciones: una ontolo-gía del ser productivo y pleno, hinchado de virtualidades y afirmativo en su mismo modo de ser, o la suspensión de toda ontología en el en-tre, en el intervalo, en la indecidibilidad, en la irrepresentabilidad, en la imposibilidad. Para la primera opción, el signo de lo político es la novedad. Para el segundo, la alteridad que puede hacer su aparición en ese entre.Para la primera, por tanto, hacer política es crear nuevas posibilidades de vida como forma de resistencia al presente. Para la segunda, se trata abrir intervalos tanto en la realidad como en el len-guaje en los que esa alteridad irreductible pueda irrumpir y ser acogi-da en su capacidad de distorsión de lo dado.Si la excepcionalidad es la lógica de ambas opciones, ¿qué senti-do puede tomar la idea de compromiso en una y otra? ¿Cómo es reco-gida esa idea fundamental de la tradición revolucionaria en filosofías que se han liberado de la idea de fin final para abrirse a la experiencia imprevisible de la novedad y de la alteridad? Lo que nos compromete, para las primeras, es la novedad misma del acontecimiento. Hay que efectuarlo, dirá Deleuze. Hay que serle fiel, dirá Badiou. La irrupción misma de una novedad absoluta que desencaja todos los lugares y re-presentaciones conocidas nos sitúa en la necesidad de responderle. Podemos hacerlo o no, podemos sostener o cancelar la novedad intro-ducida por el acontecimiento, pero en todo caso su interpelación ha tenido lugar. Para las segundas, el sentido del compromiso es bastante parecido: la presencia intempestiva del otro, en su alteridad irreducti

 

  1. Ver, en esta línea, la publicación de Espai en Blanc, n.º 9-11, El impasse de lo político, Edicions Bellaterra, Barcelona, 2011

ble, en su inconmensurabilidad, nos expone más allá de nuestra volun-tad de mostrarnos y nos pone en situación de acoger, sin reserva, su llegada. Así, tenemos que exponernos, dirán con distintos matices fi-lósofos como Derrida, Nancy o Agamben. En ambos casos, el com-promiso se entiende como una respuesta a algo —novedad o alteri-dad— que viene a interrumpir el orden en el que nos encontrábamos, la normalidad que nos representaba, la realidad más o menos fija, más o menos estática en la que nos encontrábamos aprisionados.La realidad que hoy nos aprisiona no es fija ni estática ni normal. Es a la vez fija y catastrófica, normal y excepcional, estática y verti-ginosa. Es una realidad compuesta de posibles.2 Por eso no hay una continuidad para la irrupción del acontecimiento ni un mismo para la llegada disruptiva del otro. Nos cuesta detectarlos, ante cada aconteci-miento dudamos de si es o no decisivo, ante cada otro sospechamos que hay en él mucho de lo mismo… No es que nos hayamos vuelto relativistas, es que en una realidad que se ha puesto en crisis a sí mis-ma, ya no sabemos distinguir entre buenos y males cortes, entre ruptu-ras prometedoras y rupturas amenazadoras, entre vacíos que permiten respirar y vacíos que nos lanzan al abismo. ¿Qué es nuevo cuando todo se cae? ¿Qué es otro cuando todo cambia tan rápidamente? Para-fraseando a Foucault, ¿cómo acertar a situar el bisturí de la crítica entre lo que estamos siendo y lo que estamos dejando de ser?Ante estas dificultades, hay una tendencia al repliegue hacia lo conocido, a esquivar el no-saber que movilizaba estas posiciones filo-sóficas, a darlas por juveniles y juguetonas, a querer madurar buscan-do apoyo en filosofías políticas más clásicas. Un buen ejemplo de ello son las filosofías que abordan el problema del nosotros desde la teoría hegeliana del reconocimiento, situada en el escenario de una contem-poraneidad multicultural y específicamente marcada por la experien-cia de la diversidad.2. Es lo que analicé detalladamente en mi libro En las prisiones de lo posible, Edi-cions Bellaterra, Barcelona, 2002.

 

El reconocimiento, entre la indiferencia y la guerra

En el convulso siglo XIX, en el movimiento abismal en el que se des-encadenaron tanto las revoluciones políticas como la revolución in-dustrial, Hegel propuso pensar el reconocimiento como un acto me-diante el cual los individuos disociados y enfrentados caminaban en su formación hacia la intersubjetividad plena, hacia la comunidad re-conciliada del Espíritu, en la que el yo es un nosotros y el nosotros es un yo. El reconocimiento, tal como lo analiza Hegel en la Fenomeno-logía del espíritu, rompe el espejismo de la primacía del individuo sobre la comunidad. Sólo en la comunidad reconciliada, en la que los individuos en lucha se han entregado, se han perdonado y han acogido la diferencia absoluta, puede el individuo ser uno mismo plenamente. La intersubjetividad es la verdad contenida en la pluralidad de las con-ciencias que el camino del Espíritu va a desplegar. Sólo es posterior desde el punto de vista de la historia, pero no desde el punto de vista del concepto. Desde ahí, cada uno es él mismo y ya es otro y ningún individuo se termina en su entidad, en su propia piel. Cada uno está enlazado con el que está a su lado en el seno de la universalidad. El re-conocimiento propone una experiencia del nosotros como una expe-riencia dialéctica, hoy diríamos dialógica,1 de la identidad.Dos siglos después, la idea de reconocimiento ha adquirido una gran relevancia ética y política, porque ofrece un lugar desde donde responder a una doble insuficiencia: en primer lugar, a la insuficiencia 1. Recojo el término de Ch.Taylor, tal como define el «self» en Fuentes del yo, Paidós, Barcelona, 2006.

El reconocimiento, entre la indiferencia y la guerra 45del «yo desencarnado» del ciudadano-consumidor entronizado tanto por el contractualismo como por el liberalismo. La abstracción que da carta de existencia universal al ciudadano-consumidor pasa por rele-gar todas las determinaciones culturales, de raza, de género, etc. a me-ros complementos circunstanciales, a meros adornos particulares. Pero ¿qué pasa cuando estas circunstancias son el campo de batalla de conflictos y de nuevas formas de exclusión? Cada una de estas deter-minaciones vuelve bajo la forma de un nosotros que afirma su identi-dad. En segundo lugar, la lucha por el reconocimiento es también una respuesta a la insuficiencia del proletariado como sujeto colectivo, portador de un nosotros emancipado. La centralidad del obrero indus-trial, blanco y masculino en la concepción marxista de la explotación y de su superación deja en la sombra muchas otras experiencias de la opresión: mujeres, negros, homosexuales, minorías étnicas y cultura-les, etc. que encuentran en la reivindicación del reconocimiento de su identidad un espacio para la lucha bajo un horizonte ampliado de la justicia social. A ellos habría que añadir las múltiples formas que hoy toma la explotación por el trabajo y que ya no componen una clase homogénea ni capaz, por tanto, de una autoconciencia: la precariza-ción de las relaciones laborales y la expulsión de múltiples formas de vida de la esfera misma del trabajo (parados sin retorno posible, inmi-grantes irregulares, mayores, jóvenes que ni siquiera pueden empezar a trabajar, etc.).Ante estos retos, la lógica del reconocimiento ofrece un espacio para pensar la relación yo-otro, nosotros-ellos, es decir, para hacer experiencia de la intersubjetividad y de la comunidad a partir del en-frentamiento, como esencia fundamental del ser humano. Hegel con-taba con la perspectiva teológica del perdón y la reconciliación como realización final del reconocimiento. Desde nuestra perspectiva post-moderna, no hay reconciliación, sino un espacio cada vez más vio-lento para la afirmación y la negación de las identidades. La recipro-cidad se encalla en la guerra. El reconocimiento se establece sobre el escenario de una lucha, también lo dejó escrito Hegel. Una lucha que se basa, principalmente, en el deseo de aniquilar al otro. Nuestro mundo difícilmente consigue ir más allá de la repetición cada vez más cruenta de esa escena de la Fenomenología, sin llegar, sin em-bargo, a su solución final. La lucha por el reconocimiento sin teleolo-gía conduce, o bien a la guerra permanente, o bien a su neutralización

46El problema del nosotrosmediante el respeto y la tolerancia como formas socializadas de la indiferencia.La lógica del reconocimiento tiene la virtud de entender la igual-dad desde la pluralidad y de incorporar el nosotros al yo. Pero para ello necesita hacer de la identidad la clave de «interpretación que hace una persona de quién es y de sus características definitorias funda-mentales como ser humano».2 La interdependencia, de la que ya habla-ba Hegel, es reconducida a la idea de intersubjetividad y la intersubjeti-vidad al diálogo, más o menos violento, más o menos indiferente, entre identidades.Pero lo que está claro, hoy más que nunca en el mundo global, es que nuestra interdependencia no se da únicamente en el plano de la construcción dialógica de nuestras identidades. Se da a un nivel mu-cho más básico, mucho más continuo, mucho menos consciente: se da al nivel de nuestros cuerpos. Hoy ya no es posible hacer ver que no vivimos en manos de los otros, ya no es posible encerrar las relaciones de dependencia en el espacio opaco de la domesticidad. Si la concien-cia puede entrar en relaciones dialógicas de reconocimiento, el cuer-po, en virtud de su finitud, está ya siempre inscrito en relaciones de continuidad. No le hace falta hacer presente al otro, frente a frente, para reconocerle. En la vida corporal, el otro está ya siempre inscrito en mi mismo mundo.2. Ch. Taylor, El multiculturalismo y la «políticas del reconocimiento», Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1993.

 

Pensar desde la coimplicación

Si la ideología neoliberal de la primera globalización proclamó sin sonrojo la realización de la utopía planetaria, entrado ya el siglo XXI la globalización feliz ha mostrado su violencia y se nos ofrece ahora como un mundo en guerra, un sistema en crisis y un planeta perma-nentemente al borde de la catástrofe medioambiental. El mundo se ha hecho demasiado pequeño para vivir todos en él y demasiado grande para cambiarlo. Bajo estas condiciones, la interdependencia se mues-tra a la luz del día, pero su evidencia es la de de una imposición, la de una situación común impuesta y peligrosa. «We are the world», decía la canción. El mundo somos nosotros. Y «no tenemos más sentido porque somos nosotros mismos el sentido, enteramente, sin reserva, infinitamente, sin otro sentido que nosotros», añadiría J. L.Nancy.1Este nosotros desnudo en su interdependencia forzosa, sin más sentido que ésta, es el punto de partida para poder experimentar de nuevo, en el mundo occidental, la posibilidad de decir nosotros y de hacerlo, aunque parezca contradictorio, con una fuerza emancipadora capaz de retomar el ideal igualitario de la modernidad desde un nuevo concepto de libertad. Para ello es necesario ir más allá de la ficción del contrato, más allá de la excepcionalidad del antagonismo y más allá del juego recursivo de las identidades. Más allá quizá quiera decir más acá: hun-dirnos en la experiencia de la guerra, de la crisis, de la destrucción del planeta y repensar desde ahí qué significa ser un nosotros.Es lo que hace Judith Butler tras el 11-S y la consiguiente res-1. J. L. Nancy, Ser singular plural, Arena Libros, Madrid, 2006, p. 17.

48El problema del nosotrospuesta bélica de Estados Unidos sobre Afganistán e Irak. La guerra, directa o indirecta, vivida de cerca o de lejos, divide el nosotros entre aquellas vidas que pueden ser lloradas, las de los nuestros, y las que no. Éste es el punto de partida de la reflexión de Butler y de su bús-queda de una concepción del nosotros que nos permita ir más allá. Ante el argumento de la guerra como estrategia de supervivencia, la respuesta de Butler es clara: «nuestra supervivencia depende no de la vigilancia y defensa de una frontera, sino de reconocer nuestra es-trecha relación con los demás».2 La permeabilidad de la frontera, in-cluso su abandono si fuera necesario, es la garantía tanto de la super-vivencia como de la identidad. Esta afirmación se apoya en una ontología del cuerpo: el cuerpo no es una forma, la demarcación de un límite, un organismo o una unidad, sino que el cuerpo «está fuera de sí mismo, en el mundo de los demás, en un espacio tiempo que no con-trola, y no sólo existe como vector de estas relaciones, sino también como tal vector. En este sentido, el cuerpo no se pertenece a sí mismo».3Todos vivimos en la precariedad generalizada porque esta precariedad es la condición misma del cuerpo que somos. No hay defensa posible ante tal precariedad, sino únicamente construir en ella una vida co-mún. En este sentido, todos somos unas vidas precarias.4 Pero preca-rias significa precisamente insuficientes en el sentido de que no se bastan a sí mismas, que se necesitan unas a otras, «que el sujeto que yo soy está ligado al sujeto que no soy».5 Ésta es la verdad del cuerpo, de su vida inacabada, ilimitable, expuesta: «Esta disposición del noso-tros por fuera de nosotros parece ser una consecuencia de la vida del cuerpo, de su vulnerabilidad y de su exposición».6En el contexto histórico de otra guerra, llamada entonces «mun-dial» pero también global, Merleau-Ponty puso las bases de esta onto-logía del cuerpo como ontología del nosotros. Desde la propuesta de un nuevo cogito para la filosofía, la afirmación «soy un cuerpo» vino a desterrar las aporías de la filosofía de la conciencia a la hora de pen-2. J. Butler, Marcos de guerra. Vidas lloradas, Paidós, Barcelona, 2009, p. 82.3. J. Butler, ibid.4. Santiago López Petit ha analizado el «ser precario» en La movilización global, Traficantes de sueños, Madrid, 2009.5. J. Butler, op. cit., p. 71.6. J. Butler, Vida precaria, Paidós, Barcelona, 2007, p. 51.

Pensar desde la coimplicación 49sar la relación con el otro y la experiencia fundamental del nosotros. Merleau-Ponty aborda la tesis hegeliana y fenomenológica de que la subjetividad es ya intersubjetiva y muestra cómo tanto la dialéctica (Hegel y Sartre) como la filosofía trascendental (Husserl y Heidegger) son en realidad una vía muerta. La filosofía no podrá explicar nunca la existencia del «otro ante mí». Ésta es la ficción que, queriendo salva-guardar la unidad y la autosuficiencia del sujeto, lo ha encerrado en su soledad. Para Merleau-Ponty no se trata de la soledad epistemológica del solipsismo, sino de la imposibilidad de explicar la «situación» y la «acción común».7 Desde el sujeto que es un cuerpo, es decir, no una conciencia separada sino un nudo de significaciones vivas enlazado a cierto mundo, no se trata de explicar mi acceso al otro sino nuestra coimplicación en un mundo común. No se trata, por tanto, de explicar la relación entre individuos, sino la imposibilidad de ser sólo un indi-viduo. Ésta es la condición para poder descubrirse en situación, es decir, para reaprender a ver el mundo ya no desde la mirada frontal y focalizada del individuo sino desde la excentricidad inapropiable, anónima, de la vida compartida. Ésta es, para Merleau-Ponty, la mira-da revolucionaria de un nosotros que ya no se piensa como un sujeto colectivo sino como la dimensión común de los hombres y mujeres singulares en el mundo y con el mundo. Desde ahí, «nosotros» no es un pronombre personal, sino un sentido de lo común que va más allá de la relación entre personas recortadas sobre el fondo negado de sus vínculos con el mundo, con las cosas, con los sentidos impersonales, anónimos, inapropiables que componen nuestra vida material y sim-bólica. Por eso el sentido de «nosotros» no es tampoco el de un simple sujeto plural, computable en una suma de «yoes»: poner el yo en plu-ral nos hace entrar en el mundo, o hace entrar el mundo en nosotros. Del yo al nosotros no hay una suma, sino una operación de coimplica-ción.La violencia del mundo global actual no parece prometer nada bueno. Vivimos el nosotros bajo el signo de la catástrofe. Por eso aumenta el deseo de inmunidad, de separación, el miedo al otro y al contagio. El miedo a ser tocados del que ya hablaba Elias Canetti en Masa y poder. Pero por otra parte, no es posible escapar del nosotros. 7. Merleau-Ponty, Les aventures de la dialectique, Gallimard, París, 1955, p. 216.

50El problema del nosotrosLa interdependencia forzada de nuestros cuerpos de la que habla But-ler, nos invita a reaprendernos en tanto que nosotros. Nuestra libertad, la irreductibilidad que anida en cada unos de nosotros, depende hoy de que sepamos conquistar, juntos, la vulnerabilidad de nuestros cuerpos expuestos, la precariedad generalizada de nuestras vidas. No queda espacio para la ficción omnipotente de la autosuficiencia, para la li-bertad autoadjudicada y expropiadora del individuo propietario. Como ya había visto Kropotkin en sus exploraciones en el desierto siberanio, los seres capaces de cooperar, de ayudarse mutuamente, de embarcar-se en una lucha en común por la existencia, son los más aptos. «Las hormigas y las termitas repudiaron de este modo la “guerra hobbesia-na” y salieron ganando».8 Estas palabras no son, hoy, una expresión utópica o de buena fe. Expresan un deseo y una necesidad urgentes que muchas voces en el planeta ya han hecho suyas, renovando el es-píritu y el lenguaje de un anarquismo cooperativo que no necesita ser ideologizado. El repudio a la guerra hobbesiana se expresa en el gran «No» que alienta muchas de las revueltas, grandes o pequeñas, efíme-ras o duraderas, que emergen hoy en día en múltiples e inesperadas partes del mundo. Pero este mismo repudio se expresa también en las innumerables prácticas colaborativas que sostienen la vida, el trabajo y la creación de un número creciente de personas tanto en los países más pobres como, de manera más novedosa, en las sociedades desa-rrolladas. Lo que en términos filosóficos analizábamos como el fin de fantasía omnipotente, se vive de forma concreta en la puesta en prác-tica, cada vez más extendida, de formas de cooperación social que encarnan esta imposibilidad de ser sólo un individuo. La experimenta-ción con nuevas (o viejas) formas de colaboración y la reivindicación de conceptos marginados como el de procomún o «commons» expre-sa de forma inequívoca los límites de la identificación violenta entre individuo, propiedad y libertad. No son límites conceptuales: plantean una nueva valoración de los límites de lo vivible y dan cuerpo a nue-vos modos de ensancharlos.8. Kropotkin, El apoyo mutuo, Ediciones Madre Tierra, Madrid, 1970.

Yo me rebelo, nosotros existimos

Bloqueos de las cumbres gubernamentales internacionales (1999-2009), manifestaciones masivas contra la guerra (2004), barrios y co-ches en llamas en París (2005), en Grecia (2008) y en Londres (2011), plazas tomadas en las dos orillas del Mediterráneo y en otras partes del mundo (2010-2011)… Se ha pensado, durante años, que en las sociedades occidentales actuales hay poca resistencia y poca capaci-dad de organización, pero una gran ola de rechazo se está alzando desde los contextos sociales y políticos más diversos. A este rechazo no lo une el consenso ni un discurso común. En un mundo dominado por técnicos, consultores y expertos, vendedores de recetas y de solu-ciones a corto plazo, la expresión pura y simple de rechazo se vive como algo insuficiente o deficitario, lastrado por todo lo que «le fal-ta»: respuestas, alternativas, programa, futuro, en definitiva, política. Los mitos del izquierdismo contribuyen a teñir de más desaliento aún la fuerza propia de este rechazo: la continuidad del compromiso, el poder de la organización, la claridad de las alternativas, la incuestio-nabilidad de la utopía, etc. proyectan su luz cegadora desde un pasado inalcanzable, desde una experiencia mítica de la que es difícil estar a la altura. Quizá por eso en las calles de Atenas en llamas, en invierno de 2008, alguien pintó con rabia: «Fuck May 68. Fight now!».Maurice Blanchot escribió una serie de textos políticos, concre-tamente, entre 1958 y 1968, cuya lectura resulta un antídoto contra este acoso ideológico a la fuerza colectiva del rechazo. Entre el retor-no de De Gaulle al poder, tras la crisis de Argelia, y la revuelta estu-diantil y obrera de Mayo, se abre una década que Blanchot describe en diversas octavillas, artículos y documentos de trabajo como de «muerte política». La muerte política se instala y paraliza nuestras vidas cuando el poder se transforma en potencia de salvación. Así volvió De Gaulle al poder en el 58. El espacio del antagonismo y del disenso políticos quedaron cancelados ante la inminencia de una amenaza que se convertía en permanente: la guerra. Las guerras coloniales de los años 50 se han diseminado hoy en una multiplicidad de frentes: la amenaza terrorista, la amenaza ambiental, la crisis económica y, en lo más íntimo, la amenaza del desequilibrio psíquico individual. La polí-tica ha intensificado su misión salvífica y penetra, mortífera, en todos los resquicios, incluso los más personales, de nuestra existencia.Frente a este poder salvador-cuidador que despolitiza todas las relaciones y se presenta, por tanto, como incuestionable, Blanchot in-voca la fuerza común y anónima del rechazo, la fuerza amistosa del No. Este «No» no es la expresión de un juicio o de una prohibición desde la distancia, sino que es la efectuación de una ruptura. Romper es el movimiento común imprescindible para unos hombres y mujeres que aún no están juntos pero que ya están unidos por «la amistad de este No certero, inquebrantable, riguroso que los une y los vuelve solidarios».1 Cuando Blanchot, escribe estas palabras, está refiriéndo-se a un rechazo literal: el de los hombres franceses que se declararon insumisos ante el llamamiento del ejército de la República a la guerra de Argelia.El apoyo a la insumisión de 1958 hace emerger un nuevo poder de los intelectuales al que Blanchot llama la «comunidad anónima de nombres». Es un poder que, gracias a su radicalidad crítica, pone en cuestión la individualidad misma del intelectual. Su firma pasa a ser un trazo, junto a otros, de la fuerza impersonal que ha nacido del re-chazo. El rechazo, la afirmación de la ruptura es, por tanto, el descu-brimiento de que la fuerza de lo común es anónima y de que su pala-bra es infinita. Esta palabra no puede poseerse a sí misma. Está en ruina permanente. Contra toda tentación dogmática, dice Blanchot: «no tenemos que perder el derecho a denunciar nuestra destrucción, aunque sea por medio de palabras ya destruidas».2Unos años antes, en 1951, Albert Camus había escrito El hombre 1. M. Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, Lignes & Manifestes, París, 2003, p. 11.2. M. Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, p. 110.

Yo me rebelo, nosotros existimos 53rebelde. Era una invitación a ir más allá del absurdo como pasión in-dividual y a hacer de la revuelta colectiva un nuevo cogito. Emulando a Descartes, formula un principio que debe permitirnos hacer tabula rasa, dejar atrás las opiniones heredadas que nos impiden pensar para volver a empezar: «Yo me rebelo, por tanto nosotros existimos». Es-cribe Camus que la revuelta, como el «No certero» de Blanchot, es el principio que arranca al hombre de su soledad. Es el enlace vivo entre el yo y el nosotros, un enlace que no necesita pasar por la mediación del contrato social ni por la fundación del Estado moderno. Al contra-rio: en la revuelta, el nosotros es experimentado como deseo de auto-nomía. Desde mi rebelión personal, desde el rechazo absoluto que me empuja a decir «no», me sitúo en el plano horizontal de un nosotros. Un hombre que dice «no» es un hombre que rechaza pero que no re-nuncia, escribe Camus en las primeras líneas de la introducción. Y no renuncia porque descubre, con su «no», que no está solo. El contenido de este «no», más allá de todo juicio, es la emergencia de un todo o nada que, aunque nace del individuo, pone en cuestión la noción mis-ma de individuo. Con la revuelta, «el mal sufrido por un solo hombre se convierte en peste colectiva».3 Esta peste tiene un extraño nom-bre: dignidad. En la revuelta, algo levanta al individuo en defensa de una dignidad común a todos los hombres. Ésta es la fuerza anónima del rechazo de la que Blanchot hace experiencia pocos años después: «El movimiento mismo de rechazar no se cumple en nosotros mismos, ni sólo en nuestro nombre, sino a partir de un comienzo muy pobre que pertenece antes que nada a quienes no pueden hablar».4La relación entre rechazo y revuelta pasa por la percepción de un límite: «toma partido por un límite en el que se establece la comuni-dad de los hombres».5 Contra toda idea de libertad absoluta y de la acción pura, por un lado, y contra el liberalismo de la libertad indivi-dual consensuada, por otro, Camus apunta a la lucha por la dignidad común, del hombre y del mundo, como pensamiento de la medida. La medida, para Camus, nacida de la revuelta misma, no es el resultado de ningún cálculo. Es la tensión que pone a la vista los límites de una vida humana digna. Con la revuelta emerge ese límite no dicho, ese 3. A. Camus, L’homme révolté, Gallimard, París, 1951, p. 38.4. M. Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, p. 11.5. A. Camus, op. cit., p. 362.

54El problema del nosotroslímite inmanente a cada situación, más allá del cual la vida no merece ser vivida. Este límite da la común medida, anónima porque nadie puede hacerla únicamente suya. En ese umbral abierto por la fuerza de un «no» compartido, ya no entran en consideración las circunstancias de cada uno. Desde ahí se conquista un nuevo individualismo en el que cada uno se ha convertido en un arco tendido que soporta, luchan-do, una dignidad que nunca será sólo suya pero que depende de cada uno de nosotros. Muchos años después, Deleuze también escribirá de la emergencia perturbadora de ese límite no dicho y cotidianamente no experimentado. La «visión de lo intolerable» es el acontecimiento a través del cual nace en nosotros otra sensibilidad. Pero en Deleuze no queda claro el estatuto de esta irrupción, de esta suspensión de la manera cotidiana y normal de ver el mundo. Al no aceptar el momento negativo de la revuelta, la visión de lo intolerable es para Deleuze algo que acontece y a lo que se puede responder o no, estar o no a su altura. Apela a una vergüenza que no acabamos de saber dónde anida-ba y a raíz de qué desplazamiento de los umbrales de la sensibilidad puede despertar. En cambio, la revuelta, es más que una respuesta, porque ella misma impone el límite. Como pensamiento de la medida común, rompe la alternativa entre el decisionismo y el pensamiento del acontecimiento. En la revuelta somos un sujeto colectivo enfrenta-do al mundo, pero ese enfrentamiento no se sustenta en una pura deci-sión de la voluntad, sino en el descubrimiento de un límite que toma sentido, incluso el sentido absoluto de un todo o nada, porque es com-partido. Por eso la revuelta no depende de «querer rebelarse». Cuántas veces querríamos rebelarnos y no podemos. Sólo conseguimos indig-narnos. La revuelta es un sentido que a la vez depende de nosotros y nos traspasa: es la fuerza anónima del rechazo.Quizá hoy, desde un mundo que intensifica día a día el asedio y agresión sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y sobre el medio físi-co en el que vivimos, sea para nosotros necesario reencontrar la fuerza anónima del rechazo. Encontrarnos, sin estar juntos aún, en la amistad de un «no certero» que nos lleve hasta nuestros límites, fuera de sí, para exponernos. Para exponernos ¿a qué? Decíamos que nuestra ac-tualidad está atravesada por la irrupción intermitente de la expresión colectiva y anónima de estos rechazos. Son revueltas efímeras que apenas logran modular su voz y cuyo rechazo sólo deja marcas invisi-bles sobre la piel del mundo. El mundo global, instalado en una nueva

Yo me rebelo, nosotros existimos 55«muerte política», nos declara incapaces de hacer nada que sobrepase el ámbito de la gestión de nuestra vida personal ni de aportar ninguna solución al mundo. Con sus amenazas permanentes (de guerra, de cri-sis, de enfermedades, de contaminaciones…) nos invita a protegernos, a asegurarnos, a aislarnos en la indiferencia hacia todo y en la distan-cia de unas comunicaciones inmateriales y personalizables. Desde ahí, ¿qué sentido puede tener hoy exponerse?¿Qué encuentra el yo que en el rechazo, la revuelta o la visión de lo intolerable es arrancado de su soledad? Lo que encuentra es el mun-do, que deja de ser un objeto de contemplación y de manipulación del sujeto, para ser experimentado como una actividad compartida. Lo que encuentra, por tanto, no es una comunidad sino un mundo común.

La revolución, una verdad por hacerA lo largo del invierno y primavera de 2011 la revolución ha dejado de ser un tema histórico o un sueño utópico para volver a llenar titulares, mapas, cronologías y consignas a un lado y otro del Mediterráneo. Así, la revolución súbitamente ha dejado de ser una posibilidad perdida o una posibilidad imposible. Sin que nadie pueda predecir ni programar el futuro, la idea de revolución se levanta extrañamente de nuevo como una posibilidad que nos obliga a pensar contra los posibles que conoce-mos, contra los posibles de que disponemos y que nos aprisionan.Las derrotas históricas y los callejones sin salida del siglo XX nos acostumbraron a pensar la revolución como una realidad histórica-mente clausurada, ajena a nuestro presente. Así, la revolución parecía convertirse en un asunto propio de estudiosos o de soñadores. Pero la revolución no es sólo un acontecimiento histórico. Es un problema del pensamiento, es una idea que se impone como necesaria cuando se entreabre su mera posibilidad. Kant analizaba en estos términos las consecuencias de la revolución francesa: más allá de sus éxitos o fra-casos históricos, la revolución, como posibilidad real, cambia la per-cepción que la humanidad tiene de sí misma. Este cambio de percep-ción es una interpelación hacia el progreso moral, para Kant. Nosotros podríamos decir que es una interpelación hacia la afirmación, aquí y ahora, de una vida digna que nos concierne a todos, más allá incluso de toda idea de desarrollo histórico o teleológico. En este sentido, la idea de revolución no apela a una utopía sino que es un problema del pensamiento que se encarna en las posibilidades de vida concretas de cada uno de nosotros, cuando no se aceptan como dadas.Pero, ¿qué es lo que la idea de revolución pone en juego y en qué

La revolución, una verdad por hacer 57sentido afecta a cada una de nuestras vidas concretas? Dice Marx en La ideología alemana: [la revolución consiste en] «la apropiación de la totalidad de las fuerzas productivas por parte de los individuos asocia-dos» (…) «que adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación».1Por tanto, según Marx la revolución es la aparición de un nosotros (los «individuos asociados») que se apropia de sus fuerzas productivas. Para Marx, las fuerzas productivas no son sólo las máquinas y la dirección de las fábricas sino básicamente las capacidades expropiadas de cada uno de los trabajadores, de cada uno de los hombres y las mujeres que, viviendo y trabajando, construyen y transforman su propio mundo. Es decir: la revolución tiene que ver con un nosotros que se reapropia de su capacidad de hacer y de cambiar el mundo. Un nosotros, por tanto, que toma el poder entendido como un poder hacer («las capacidades»); un nosotros que se apodera así de sus posibilidades, de su situación y de su libertad, y que entiende que esta apropiación es inseparable del destino y de la dignidad de los otros («los individuos adquieren la libertad asociándose»).De aquí se desprenden dos ideas importantes: la primera, es que toda revolución apunta a un nosotros que no estaba disponible previa-mente sino que emerge con ella. Lo decía Camus en El hombre rebel-de: hasta en la revuelta más solitaria hay la instancia de un nosotros. La segunda idea es que si la revolución abre los posibles y anuncia un mundo distinto es porque presupone un mundo común que el poder niega, separa, destruye y privatiza. Éste es el verdadero sentido de la idea de «otro mundo». El nosotros revolucionario es el que puede de-cir «no» al poder que lo oprime desde el descubrimiento de su coim-plicación con los otros y con las realidades naturales y artificiales que compartimos. El punto de arranque de la verdad revolucionaria no es un ideal de futuro, descontextualizado y abstracto, sino esa certeza previa de la que partíamos: «La certeza injustificable en un mundo que nos sea común es para nosotros la base de la verdad».2Por tanto, lo que está en juego en la idea de revolución, no en su ideal, es la posibilidad de un nosotros como poder hacer que se en-frenta al poder sobre. Este nosotros es la «verdad por hacer» de la re-1. K. Marx, La ideología alemana, L’eina editorial, Barcelona, 1988, p. 77 y p. 65.2. M. Merleau-Ponty, Le visible et l’invisible, Gallimard, París, 1964, p. 27.

58El problema del nosotrosvolución. «Por hacer» no indica un futuro, sino una exigencia, un pro-blema no resuelto, una tensión revolucionaria que no ha dejado de formar parte de nuestra historia y que nos interpela cada día desde cada una de las situaciones concretas que nuestras vidas soportan.Esta exigencia revolucionaria es interna a la modernidad y a la vez la desborda y la cuestiona. La modernidad es revolucionaria por-que abre esta posibilidad cuando hace saltar el orden sagrado y el lina-je natural que aseguraban el orden del mundo y de las comunidades humanas. Pero a la vez, la modernidad es contrarrevolucionaria por-que cierra esta posibilidad reinventando el orden social desde la figura del individuo propietario (propietario de sus bienes, de su identidad, de su privacidad de su libertad). Este individuo propietario es el que está capacitado para asumir libremente un pacto social, un contrato que lo inscribe y a la vez lo somete a la sociedad. Hay que tener en cuenta, en este sentido, la interpretación que hace Antonio Negri de las dos modernidades: la modernidad de la singularidad, lo común y la revolución frente a la modernidad que se construye entorno a las no-ciones de identidad, propiedad y soberanía.Estas dos lógicas de la modernidad, revolucionaria y contrarre-volucionaria, están en continua batalla y nos proyectan más allá de la modernidad misma como espacio político. Nuestra actualidad es, se-guramente, uno de los momentos álgidos de la contrarrevolución: un desierto violento en el que toda experiencia del nosotros que atente contra los posibles previstos y legitimados se encuentra radicalmente desubicada, puesta fuera de lugar o directamente destruida. Por eso es también, quizá, el momento en el que reaparece con fuerza la idea de revolución y su necesidad, que es la necesidad de reinventarla. Rein-ventarla significa atreverse a ir más allá de toda domesticación litera-ria y académica de la idea de revolución. La exigencia de pensar con-tra, fuera o al margen de los posibles que conocemos y que organizan nuestro mundo exige que seamos también capaces de hacerlo con ho-nestidad histórica y personal. Es muy posible que la idea de revolu-ción nos conduzca hoy a tener que pensarnos y vivirnos desde prácti-cas individuales y colectivas que poco tengan que ver con las que la tradición revolucionaria ha conocido. El peso y la complejidad de nuestro mundo común exige que así sea.Hay que asumir con humildad y con radicalidad la dificultad de pensar hoy lo posible contra lo posible. Estamos en un impasse marcado

La revolución, una verdad por hacer 59por la inquietud. No tenemos a la vista un gran movimiento revoluciona-rio, pero sí estamos experimentando con nuevas formas de expresión y de organización que desplazan y ensanchan los límites de lo vivible. A pesar del dictado férreo de los mercados, que actualmente puede pasar incluso por encima de las formas más asentadas de la soberanía política, el triunfo de la violencia capitalista sobre nuestras vidas nunca es total porque tiene que afirmarse, una y otra vez, contra cada uno nosotros, o bien convirtiéndonos en sus cómplices o bien destruyéndonos y margi-nalizándonos. El sistema no funciona, triunfa porque se impone. Por eso la actual crisis no es una disfunción ni una excepción. Es la ofensiva de un sistema de poder que para afirmarse no puede dejar de combatirnos.Vivimos, decíamos, en un mundo en guerra, en un sistema en crisis y en un planeta al borde de la devastación. En un mundo así, experimentamos con temor el hecho de tener la vida en manos de los demás. Por eso crece la histeria defensiva, tanto en el plano individual como en el colectivo. La involución contrarrevolucionaria actual está alimentada por el miedo que nos inoculan todas estas amenazas. Pero como en mayo de 2011 gritaron las plazas de toda España, «hemos perdido el miedo». Lo estamos perdiendo todo, todo lo que creíamos tener, pero con ello también perdemos el miedo. La voz de un noso-tros se abre paso, presintiendo esa posibilidad revolucionaria que alte-ra los posibles conocidos.Pero no tenemos traducción política para este presentimiento. Toda traducción en forma de propuesta parece pequeña, insuficiente, anclada aún en el terreno de lo conocido y ya inservible. Tenemos un problema de escala. Aquí está una de las grandes dificultades que hoy debemos enfrentar: dar un nuevo sentido a lo político en un escenario del que no tenemos las medidas. Necesitamos romper sus premisas y sus obviedades, desvincular la idea de revolución de los conceptos que han articulado el espacio moderno de la política, basados en la teleología histórica, la soberanía, la figura del ciudadano y su partici-pación democrática en el espacio público. Esto implica exponernos a lo que no sabemos, atravesar una dolorosa crisis de palabras,3 que

  1. Retomo la expresión de Daniel Blanchard, «crise de mots», que da título a un conjunto de ensayos sobre el tratamiento de la experiencia revolucionaria (Crisis de palabras, Acuarela, Madrid, 2008) y que ha dado pie al trabajo colectivo de Espai en Blanc, recogido en El combate del pensamiento, Edicions Bellaterra, Barcelona, 2010.

hoy se impone como necesaria. Esta crisis de palabras ha abierto una grieta tremenda en el ámbito del pensamiento crítico y en sus distintos medios y lenguajes. La creciente productividad académica y cultural, que ha amparado y alimentado a los «teóricos críticos» de las últimas décadas, nos oculta las dimensiones de esta grieta y nos permite olvi-darla. Pero el abismo es profundo y sin agarraderos fáciles. No dispo-nemos de instancias críticas que nos sostengan y que nos sitúen fácil-mente. Hoy nos es difícil, quizá por suerte, jugar al Quién es quién de las politizaciones. Pero lo que estamos descubriendo y ensayando en los últimos tiempos es que no por ello tenemos menos convicción. La convicción es íntima y personal pero nos conecta con un nosotros que no necesita de identidades, un nosotros compuesto de múltiples anoni-matos, de palabras que no siempre dicen lo que queremos y de cuer-pos que hacen cosas que no sabemos decir. La crítica, hoy, rehuye la trampa de las ideologías. Se encarna en un magma irreductible de vi-das que no se resignan, que saben «que la vida sea sólo eso, no puede ser».44. Frase central de la película El taxista ful (Jo Sol, 2005), largometraje colectivo realizado en Barcelona por parte de mucha gente que participó de los movimientos antagonistas de la ciudad en ese período, en especial, los amigos que estábamos en Dinero Gratis y su protagonista, Pepe Rovira.

 

SEGUNDAPARTE

ENCARNAR LA CRÍTICA

 

Renovar el compromiso

El impasse de lo político nos sitúa en un escenario, a la vez revolucio-nario y contrarrevolucionario, con el que no sabemos muy bien cómo relacionarnos. Aún hoy asociamos la idea de compromiso político con el acto de voluntad de un intelectual, un artista o un militante a favor de una causa o de una idea. El compromiso sería así el acto sobera-no de una conciencia clara que tiene la capacidad de vincularse, por decisión propia, a una realidad que le es exterior. Pero en realidad, en ese acto de voluntad el intelectual, artista o militante refuerza la dis-tancia de su nombre, la inmunidad de su conciencia y su lejanía res-pecto al mundo. Nada más lejos del verdadero compromiso.El compromiso es la disposición a dejarse comprometer, a ser puestos en un compromiso por un problema no previsto que nos asalta y nos interpela. El compromiso, así, es a la vez activo y pasivo, deci-dido y receptivo, libre y coaccionado. No se resuelve en una declara-ción de intenciones sino que pone en marcha un proceso difícil de asumir. El compromiso, cuando nos asalta, rompe las barreras de nuestra inmunidad, nuestra libertad clientelar de entrar y salir, de estar o no estar, de tomar o dejar tanto cosas, como personas, como situa-ciones. Así, nos arranca de lo que somos o de lo que creíamos ser. Nos incorpora a un espacio que no controlamos del todo. Cuando nos ve-mos comprometidos, ya no somos una conciencia soberana ni una vo-luntad autosuficiente. Nos encontramos implicados en una situación que nos excede y que nos exige, finalmente, que tomemos una posi-ción. Tomar una posición no es sólo tomar partido (a favor o en con-tra) ni emitir un juicio (me gusta, no me gusta). Es tener que inventar una respuesta que no tenemos y que, sea cuál sea, no nos dejará igua-

64Encarnar la críticales. Todo compromiso es una transformación necesaria de la que no tenemos el resultado final garantizado. Lo dicho hasta aquí no se aleja tanto de la llamada a ser fiel o a efectuar el acontecimiento o a la invi-tación exponerse a la relación inconmensurable del ser-con-otro, a las que apuntan, respectivamente, Deleuze, Badiou o Nancy. El límite de estas miradas filosóficas es haber restringido el sentido del problema que nos asalta a su radical novedad o a su irreductible alteridad. Pero si no son ni la novedad ni la alteridad, ¿qué es lo que tiene la fuerza de comprometernos?Una anécdota personal puede ser útil para responder a esta pre-gunta: un día de primavera se me acercó un hombre, a media mañana por la calle principal de mi barrio. Hacía sol y yo caminaba con mis hijos con un pastel en la mano. Era domingo. Me dijo, sin que yo me lo esperara: «tengo hambre». El hombre tenía un aspecto corriente, hablaba un catalán corriente, era un día corriente. Le di la bolsa de palitos de mis hijos. Me volvió a repetir: «te he dicho que tengo ham-bre». Su segundo «tengo hambre» bloqueó toda la cadena de sentidos que me permitían circular, pasear, ir a comer. Y yo no supe o no quise tomar una posición. Entre su agresión y mi compasión se abrió un abismo. Pasé de largo. Pero mi silencio final, desconcertado, ya no era de indiferencia. Era de rabia y de impotencia. Contra mí, contra él, contra el mundo.¿Por qué es ésta la historia mínima de un compromiso, aunque fuera la de un compromiso fallido, defraudado? ¿En qué sentido hay en esta situación un problema capaz de asaltar los muros de mi inmu-nidad, de agujerear los diques de una vida, como tantas, moldeada con grandes dosis de miedo y de mediocridad? Evidentemente, en la apa-rición de ese hombre con su hambre no estuvieron en juego ni la nove-dad radical ni la alteridad irreductible. Todo lo contrario. Era una si-tuación predecible en tiempos de crisis y su presencia se insertaba en la cotidianidad de un barrio cualquiera de una ciudad, como Barcelo-na, en la que hay mucha gente que está entrando a gran velocidad en la miseria. Si me puso en un compromiso fue por otra razón: la digni-dad con la que proclamó su hambre, con la que bloqueó mi primer gesto fácil de caridad, puso al descubierto los límites de lo vivible sobre los que normalmente transitamos y que no queremos ver. Con la dignidad de su interpelación abrió una brecha por la que pudo emerger una vieja pregunta, la que La Boétie dejó escrita en el siglo XVI en su

Renovar el compromiso 65Discurso de la servidumbre voluntaria: «¿Es esto vivir?». Esta pre-gunta, por un momento, fue suya y mía, desde nuestros respectivos silencios y en nuestro desencuentro final. Me puso en un compromiso porque la desnudez de su frase, dos veces repetida, tenía la fuerza del hambre que nos moviliza a todos, el mismo hambre que nos hace tran-sigir con vidas hipócritas y atenuadas, que nos permite vivir a resguar-do mientras miles de vidas se hunden en el mar o en la pobreza. Me puso en un compromiso porque su problema, su problema particular, en un instante quedó convertido en un problema común: escapar de lo invivible. En su caso afrontándolo, en mi caso, rehuyéndolo.Todo compromiso tiene que ver hoy con este problema. Por eso hay tantos compromisos que no lo son en realidad y que se nos mues-tran como obligaciones arbitrarias o innecesarias a los pocos días. Nuestros compromisos no pueden sostenerse hoy en la mera voluntad ni desprenderse de un deseo o de una conciencia de algo distinto, por-que lo que hoy nos pone en un serio compromiso es que la vida se ha convertido en un problema común. Es un problema que está ahí, abier-to e impuesto en cada una de nuestras vidas, en cada uno de nuestros cuerpos, a escala planetaria. Que la vida sea vivible o no lo sea incum-be hoy a la humanidad entera, es un problema que ha corporeizado nuestra condición de humanos. Por eso, sin quererlo y aunque intente-mos negarlo en cada uno de nuestros ridículos gestos de autosuficien-cia, vivimos hoy totalmente comprometidos: por lo que hacen los de-más, por lo que comen los demás, por lo que respiran los demás, por lo que ensucian los demás, por lo que roban los demás. No hay mar-gen. No hay escapatoria. No hay afuera. Para bien y para mal, vivimos en manos de los otros, atrapados en las manos de los otros, en los re-siduos de los otros. De eso es de lo que estamos escapando cada día.

 

Poner el cuerpo

Las llamadas «revoluciones Facebook», en el arranque de la llamada «Primavera árabe», empezaron con un cuerpo ardiendo en Túnez. ¿Qué vínculos de complicidad desató ese gesto unilateral? Su radical individualidad, su anatomía finita y destruida se hizo cuerpo común que irrigó de pólvora y de deseo de vivir las calles físicas y virtuales de una amplia parte del mundo. No es la primera vez que un gesto in-dividual desata una tormenta colectiva, pero sí son novedosos algunos de sus rasgos: ese cuerpo ardiendo era un cuerpo sin identidad políti-ca, sin identidad de clase. No actuó en nombre de ningún movimiento, de ninguna consigna. No representaba nada ni era vanguardia de na-die. No asumió explícitamente ningún compromiso. Era un cuerpo sin futuro. Eso es lo que todo el mundo entendió. Eso es lo que todo el mundo encarnó: cuerpos jóvenes sin futuro que empiezan a arder. Con él, tras él, hemos visto cuerpos que desafían a las balas en el Magreb y en Oriente Medio, cuerpos que despiertan en las plazas de España, de Italia, de Grecia, de Israel o de Estados Unidos, cuerpos que esta-llan de ira en los barrios de Londres…La autoinmolación de Bouazizi, en Túnez, es un ejemplo que po-ne sobre la mesa algunos de los elementos fundamentales de lo que podríamos llamar nueva politización de la corporalidad, en la que el compromiso no se decide sino que se supone: anonimato, unilaterali-dad, imprevisibilidad, desconexión entre el discurso y la acción, ex-plicitación de los límites de lo invivible… Es un politización que no canta las promesas de un cuerpo liberado, capaz de hacerse y reinven-tarse a sí mismo, como había invocado desde distintos movimientos políticos, sociales y culturales a lo largo de la segunda mitad del si-

Poner el cuerpo 67glo XX. Es más bien un cuerpo que expresa su preocupación y su que-rer vivir en un mundo que está estrechando los límites a la vida de cada uno de nosotros, en sus aspectos más básicos: límites económi-cos, psíquicos, simbólicos… Límites energéticos, climatológicos, económicos, emocionales, culturales…En esta nueva experiencia del límite cambia de signo el proble-ma moderno de la emancipación, que había estado abanderado por la apuesta por la autonomía: autonomía de la razón, autonomía de la po-lítica, autonomía del cuerpo, autonomía del individuo, autonomía del deseo. Pero hoy el mundo nos impone la vida como un problema co-mún que nos obliga a tener en cuenta a todos los demás. Nuestros cuerpos, como cuerpos pensantes y deseantes, están imbricados en una red de interdependencias a múltiples escalas. Para cambiar la vida, o para cambiar el mundo, no nos sirven entonces los horizontes emancipatorios y revolucionarios en los términos en los que los he-mos heredado. Por eso los cuerpos se desencajan de los discursos y empiezan a hacer lo que sus palabras no saben decir. En la crisis de palabras en la que nos encontramos, ensordecida por el rumor ince-sante de la comunicación, poner el cuerpo se convierte en la condi-ción imprescindible, primera, para empezar a pensar. No se trata de que todos empecemos a arder. O sí…En el contexto desde el que escribo, de vidas precariamente aco-modadas, de políticas nocturnas y paseos soleados de domingo, ¿qué puede significar poner el cuerpo? No podemos saberlo, cada situación requerirá de una respuesta, de una toma de posición determinada, y todo cambia rápidamente hacia umbrales que nos cuesta imaginar, pero antes que nada significará poner el cuerpo en nuestras palabras. Hemos alimentado demasiadas palabras sin cuerpo, palabras dirigidas a las nubes o a los fantasmas. Palabras contra palabras, decía Marx. Son ellas las que no logran comprometernos, son ellas las que con su radicalidad de papel rehuyen el compromiso de nuestros estómagos. Poner el cuerpo en nuestras palabras significa decir lo que somos ca-paces de vivir o, a la inversa, hacernos capaces de decir lo que verda-deramente queremos vivir. Sólo palabras que asuman ese desafío ten-drán la fuerza de comprometernos, de ponernos en un compromiso que haga estallar todas las obligaciones con las que cargamos en estas vidas de libre obediencia, de servidumbre voluntaria.

 

La politización del arte

El arte es uno de los ámbitos desde los que más se ha insistido, en los últimos años, en la necesidad de una repolitización de la vida. Sus te-mas, volcados hacia lo real, sus procesos, cada vez más colectivos, y sus lugares, abiertos al espacio público, parecen atestiguarlo. Pero es-tas transformaciones no necesariamente son garantía de un reencuen-tro entre la creación y lo político. Estamos viendo cómo fácilmente reproducen nuevas formas de banalidad y nuevos espacios para el auto consumo y el reconocimiento. Que las obras artísticas traten de temas políticos no implica que ese arte trate honestamente con lo real. La honestidad con lo real es la virtud que define la fuerza material de un arte implicado en su tiempo. La honestidad con lo real no se define por sus temas, por sus procesos ni por sus lugares, sino por la fuerza de su implicación y por sus anhelos.Tanto en el arte, como más allá de él, la interrogación del Occi-dente moderno acerca de la realidad se ha articulado básicamente a través de dos preguntas: cómo pensarla y cómo transformarla, es de-cir, la cuestión, respectivamente, de la representación y de la interven-ción. La repolitización de la creación contemporánea también se mue-ve en el marco de estas dos cuestiones. De ahí que el documentalismo haya devuelto lo real al centro de la representación y que el activismo esté marcando el ritmo de las prácticas creativas.La perspectiva de la honestidad introduce una nueva pregunta: ¿cómo tratamos la realidad y con la realidad? Hay modos de represen-tar, modos de intervenir y modos de tratar. En el trato no se juega simplemente la acción de un sujeto sobre un objeto, medible a partir de una causa y unos efectos. En el trato hay un modo de estar, de per-

La politización del arte 69cibir, de sostener, de tener entre manos, de situarse uno mismo… El trato no se decide en la acción, incluso puede no haberla. El trato es un posicionamiento y a la vez una entrega que modifica todas las partes en juego. Hay una política que tiene que ver con esta tercera dimen-sión de nuestra relación con lo real. Esta política tiene sus propias virtudes y sus propios horizontes.La «honestidad con lo real» es la perspectiva con la que la teolo-gía de la liberación inscribe su mirada en un mundo a la vez de sufri-miento y de lucha,1 en el que las víctimas son la clave de lectura y el índice de verdad de una realidad que construye su poder de domina-ción sobre su olvido y su inexistencia. Tratar honestamente con lo real sería, por tanto, conjurar este olvido para combatir el poder. Esto no implica hablar de las víctimas, hacer de ellas un tema, sino tratar con lo real de tal manera que incluya su posición y su clamor. No se trata de añadir la visión de las víctimas a la imagen del mundo, sino de al-terar de raíz nuestra forma de mirarlo y de comprenderlo. Esta altera-ción sólo puede conducir necesariamente al combate contra las formas de poder que causan tanto sufrimiento.Desde ahí, la honestidad no es la virtud de un código moral que un sujeto ajeno al mundo puede aplicarse a sí mismo sin atender a lo que le rodea. Desde ahí, no hay «un hombre honesto» capaz de convi-vir, más allá de su honestidad, con la hipocresía y con la barbarie de su entorno. La honestidad es a la vez una afección y una fuerza que atraviesan cuerpo y conciencia para inscribirlos, bajo una posición, en la realidad. Por eso la honradez, de alguna manera, siempre es violenta y ejerce una violencia. Esta violencia circula en una doble dirección: hacia uno mismo y hacia lo real. Hacia uno mismo, porque implica dejarse afectar y hacia lo real porque implica entrar en escena.Dejarse afectar no tiene nada que ver con cuestiones de interés, puede ir incluso en contra del propio interés. No hay nada más doloro-so e irritante que escuchar a un artista o a un académico presentando sus «temas», siempre con la apostilla: «me interesa…» «estoy intere-sado en…» los suburbios, por ejemplo. ¿Cómo le pueden interesar a uno los suburbios? O le conciernen o no le conciernen, o le afectan o 1. Véase por ejemplo Jon Sobrino, Terremoto, terrorismo, barbarie y utopía, Trotta, Madrid, 2002. Agradezco al amigo Ricardo Barba el acercamiento a estas vidas y pers-pectivas.

70Encarnar la críticano le afectan. Ser afectado es aprender a escuchar acogiendo y trans-formándose, rompiendo algo de uno mismo y recomponiéndose con alianzas nuevas. Para ello hacen falta entereza, humildad y gratitud. Aprender a escuchar, de esta manera, es acoger el clamor de la reali-dad, en su doble sentido, o en sus innumerables sentidos: clamor que es sufrimiento y clamor que es riqueza incodificable de voces, de ex-presiones, de desafíos, de formas de vida. Tanto uno como el otro, tanto el sufrimiento como la riqueza del mundo son lo que el poder no puede soportar sin quebrarse, sin perder su dominio sobre lo real, ba-sado en la separación de las fuerzas, en la identificación de las formas, en la privatización de los recursos y de los mundos. Por eso el poder contemporáneo es un poder inmunizador. No sólo es inmunizador en un sentido securitario sino también en un sentido anestesiante. Por un lado protege nuestras vidas (nos hace vivir) y por otro las atenúa neu-tralizándolas y volviéndolas ajenas a los otros y al mundo. Esto es a lo que Tiqqun llama el liberalismo existencial: «vivir como si no estu-viésemos en el mundo».2 La primera violencia de la honestidad con lo real es, por tanto, la que debemos hacernos a nosotros mismos rom-piendo nuestro cerco de inmunidad y de neutralización. Esto exige dejar de mirar el mundo un campo intereses, como un tablero de juego puesto enfrente de nosotros, y convertirlo en un campo de batalla en el que nosotros mismos, con nuestra identidad y nuestras seguridades, resultaremos los primeros afectados.Por eso tratar con la realidad honestamente significa también en-trar en escena. Lo decía un dibujante: «No soy objetivo, sólo pretendo ser honesto. Por eso entro en escena…»3 La imagen es literal, puesto que él mismo se incluye en sus viñetas. No son lo que sus ojos ven, son fragmentos del mundo en el que él mismo está implicado. Ser honesto con lo real, por tanto, no es mantenerse fiel a los propios prin-cipios. Es exponerse e implicarse. Exponerse e implicarse son formas de violentar la realidad que los cauces democráticos de la participa-ción y la libertad de elección neutralizan constantemente en todos los ámbitos de la vida social. En el campo de la política es evidente. Par-ticipar es no implicarse. Ésta es la base sobre la que está organizado el

  1. Ver Llamamiento y otros fogonazos, Acuarela, Madrid, 2009.3. Joe Sacco, en El País, 25/10/2009.

La politización del arte 71

sistema de representación política. Pero lo mismo ocurre, de manera más sutil y engañosa, en la esfera cultural, desde el ocio masivo hasta las formas más elitistas, alternativas y minoritarias de creación artísti-ca. En muchos casos, se nos ofrecen tiempos y espacios para la elec-ción y la participación que anulan nuestra posibilidad de implicación y que nos ofrecen un lugar a cada uno que no altere el mapa general de la realidad. Como electores, como consumidores, como público inclu-so interactivo… la creatividad (social, artística, etc.) es lo que se mues-tra, se exhibe y se vende, no lo que se propone. Lo que se nos ofrece así es un mapa de opciones, no de posiciones. Un mapa de posibles con las coordenadas ya fijadas. Tratar lo real con honestidad significa entrar en escena no para participar de ella y escoger alguno de sus posibles, sino para tomar posición y violentar, junto a otros, la validez de sus coordenadas.

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Continuará dentro de pocos minutos