Ecosocialismo y/o decrecimiento

El ecosocialismo y el movimiento por el decrecimiento figuran entre las corrientes más importantes de la izquierda ecologista. Los ecosocialistas admiten que es necesario cierto grado de decrecimiento de la producción y el consumo a fin de evitar el colapso medioambiental.
No obstante, mantienen una actitud crítica hacia las teorías del decrecimiento porque: a) el concepto de decrecimiento es insuficiente para definir un programa alternativo; b) no aclara si el decrecimiento puede lograrse en el marco del capitalismo o no; c) no distingue entre actividades que es preciso reducir y las que hace falta desarrollar.



Ecosocialismo y/o decrecimiento

Michael Löwy

El ecosocialismo y el movimiento por el decrecimiento figuran entre las corrientes más importantes de la izquierda ecologista. Los ecosocialistas admiten que es necesario cierto grado de decrecimiento de la producción y el consumo a fin de evitar el colapso medioambiental.

No obstante, mantienen una actitud crítica hacia las teorías del decrecimiento porque: a) el concepto de decrecimiento es insuficiente para definir un programa alternativo; b) no aclara si el decrecimiento puede lograrse en el marco del capitalismo o no; c) no distingue entre actividades que es preciso reducir y las que hace falta desarrollar.

Es importante tener en cuenta que la corriente decrecentista, que es particularmente influyente en Francia, no es homogénea: inspirada por críticos de la sociedad de consumo –Henri Lefebvre, Guy Debord, Jean Baudrillard– y del sistema técnico –Jacques Ellul–, comprende diferentes perspectivas políticas. Existen por lo menos dos polos que son bastante distantes, por no decir opuestos: por un lado, críticos de la cultura occidental tentados por el relativismo cultural (Serge Latouche) y, por otro, ecologistas de izquierda universalistas (Vincent Cheynet, Paul Ariés).

Serge Latouche, conocido en todo el mundo, es uno de los teóricos del decrecimiento franceses más controvertidos. Claro que algunos de sus argumentos son legítimos: desmitificación del desarrollo sostenible, crítica de la religión del crecimiento y el progreso, llamamiento a una revolución cultural. Sin embargo, su rechazo global del humanismo occidental, de la Ilustración y de la democracia representativa, así como su alabanza sin remilgos de la Edad de Piedra, son elementos claramente criticables. Pero esto no es todo. Su crítica de las propuestas de desarrollo ecosocialistas para países del Sur Global –más agua limpia, escuelas y hospitales– por considerarlas “etnocéntricas”, “oocidentalizantes” y “destructivas de los modos de vida locales”, es bastante insufrible. Sin olvidar que su argumento de que no hace falta hablar del capitalismo, puesto que esta crítica “ya ha sido realizada, y bien, por Marx”, no es serio: es como decir que no hace falta denunciar la destrucción productivista del planeta porque esto ya se ha hecho, y bien, por André Gorz (o Rachel Carson).

Más cerca de la izquierda se halla la corriente universalista, representada en Francia por el periódico La Décroissance, por mucho que se pueda criticar el republicanismo francés de algunos de sus teóricos (Vincent Cheynet, Paul Ariès). A diferencia del primero, este segundo polo del movimiento decrecentista tiene muchos puntos de convergencia –a pesar de las polémicas ocasionales– con los movimientos por la justicia global (ATTAC), los ecosocialistas y los partidos de la izquierda radical: ampliación de la gratuidad [bienes, servicios o instalaciones que se ofrecen gratuitamente], la preponderancia del valor de uso sobre el valor de cambio, la reducción de la jornada de trabajo, la lucha contra las desigualdades sociales, el desarrollo de actividades no mercantiles, la reorganización de la producción de acuerdo con las necesidades sociales y la protección del medio ambiente.

Muchos teóricos del decrecimiento parecen creer que la única alternativa al productivismo pasa por detener todo crecimiento, o sustituirlo por un crecimiento negativo, es decir, mermar drásticamente el excesivo nivel de consumo por parte de la población reduciendo a la mitad el gasto energético, renunciando a las viviendas unifamiliares, a la calefacción central, a las lavadoras, etc. Puesto que estas medidas de austeridad draconiana y otras similares pueden resultar bastante impopulares, algunas de ellas –incluido un autor tan importante como Hans Jonas, en su El principio de responsabilidad– juegan con la idea de una “especie de dictadura ecológica”.

Frente a esta visión pesimista, los socialistas optimistas creen que el progreso técnico y el uso de fuentes de energía renovables permitirán un crecimiento ilimitado y una sociedad de la abundancia, en la que cada persona pueda recibir según sus necesidades.

Creo que estas dos escuelas comparten una concepción puramente cuantitativa del crecimiento –positivo o negativo–, o del desarrollo de las fuerzas productivas. Hay una tercera posición, que me parece más apropiada: una transformación cualitativa del desarrollo. Esto supone poner fin al monstruoso despilfarro de recursos, propio del capitalismo, basado en la producción a gran escala de productos inútiles y/o dañinos: la industria de armamentos es un buen ejemplo, pero gran parte de los bienes producidos en el capitalismo, con su obsolescencia intrínseca, no tienen otra utilidad que generar beneficios para las grandes empresas.

El problema no es el consumo excesivo en abstracto, sino el tipo de consumo que prevalece, basado como está en la adquisición ostentativa, los desperdicios masivos, la alienación mercantil, la acumulación obsesiva de bienes y la compra compulsiva de supuestas novedades impuestas por la moda. Una sociedad de nuevo tipo orientaría la producción a la satisfacción de las verdaderas necesidades, empezando por las que podrían calificarse de bíblicas –agua, alimentos, ropa, viviendas–, pero incluyendo asimismo los servicios básicos: salud, educación, transporte, cultura.

¿Cómo distinguir lo auténtico de las necesidades artificiales, ficticias (creadas artificialmente) e improvisadas? Estas últimas se inducen a través de la manipulación mental, es decir, la publicidad. El sistema publicitario ha invadido todas las esferas de la vida humana en las sociedades capitalistas modernas: no solo los alimentos y la ropa, sino también el deporte, la cultura, la religión y la política se configuran de conformidad con sus reglas. Ha invadido nuestras calles, buzones, pantallas de televisión, periódicos y paisajes de una manera permanente, agresiva e insidiosa, y contribuye decisivamente a la creación de hábitos de consumo ostentativo y compulsivo. Además, malgasta cantidades enormes de petróleo, electricidad, tiempo de trabajo, papel, productos químicos y otras materias primas –todo ello pagado por los consumidores– en un sector productivo que no solo es inútil desde un punto de vista humano, sino que está directamente en contradicción con las necesidades sociales reales.

Mientras que la publicidad es una dimensión indispensable de la economía de mercado capitalista, no tendría razón de ser en una sociedad de transición al socialismo, donde sería reemplazada por la información sobre bienes y servicios facilitada por asociaciones de consumo. El criterio para diferenciar una necesidad genuina de otra artificial es su persistencia tras la supresión de la publicidad (¡Coca-Cola!). Por supuesto, durante algunos años persistirían los viejos hábitos de consumo, y nadie tiene derecho a decir a la gente cuáles son sus necesidades. El cambio de los patrones de consumo es un proceso histórico, así como un reto educacional.

Algunas mercancías, como el automóvil individual, plantean problemas más complejos. Los vehículos privados constituyen un estorbo público, matan y mutilan a cientos de miles de personas todos los años en el mundo entero, contaminan la atmósfera en las grandes ciudades con consecuencias funestas para la salud de niñas y niños y de las personas mayores y contribuyen significativamente al cambio climático. Sin embargo, responden a una necesidad real al transportar a las personas a su lugar de trabajo, a su casa o a sus espacios de ocio. Experiencias locales en algunas ciudades europeas que tienen administraciones con sensibilidad ecológica demuestran que es posible limitar progresivamente, con la aprobación de la mayoría de la población, la proporción de vehículos individuales en circulación a favor de los autobuses y tranvías.

En un proceso de transición al ecosocialismo, donde el transporte público, de superficie o subterráneo, se extendería ampliamente y sería gratuito para las usuarias y usuarios, y donde peatones y ciclistas contarían con calzadas protegidas, el coche particular desempeñaría un papel mucho menos importante que en la sociedad burguesa, en la que se ha convertido en una mercancía fetiche, promovida por una publicidad insistente y agresiva, en un símbolo de prestigio y un signo de identidad. En EE UU, el permiso de conducir constituye el documento de identidad reconocido y el centro de la vida personal, social o erótica. Será mucho más fácil, en la transición a una nueva sociedad, reducir drásticamente el transporte de mercancías por carretera –causante de terribles accidentes y altos niveles de contaminación– y sustituirlo por el ferrocarril, o por lo que en Francia se llama ferroutage (camiones transportados por trenes de una ciudad a otra): tan solo la lógica absurda de la competitividad capitalista explica el peligroso crecimiento del transporte por carretera.

Sí, responderán los pesimistas, pero las personas tienen aspiraciones y deseos infinitos, que hay que controlar, comprobar, contener y, si es preciso, reprimir, y puede que esto requiera ciertas limitaciones de la democracia. Ahora bien, el ecosocialismo se basa en una apuesta, que ya fue la de Marx: el predominio, en una sociedad sin clases y liberada de la alienación capitalista, del ser sobre el tener, es decir, del tiempo libre para la realización personal mediante actividades culturales, deportivas, lúdicas, científicas, eróticas, artísticas y políticas, por encima del deseo de posesión infinita de productos.

La compra compulsiva bien inducida por el fetichismo de las mercancías inherente al sistema capitalista, por la ideología dominante y por la publicidad: nada demuestra que forme parte de una eterna naturaleza humana, como pretende que creamos el discurso reaccionario. Ya lo señaló Ernest Mandel: “La continua acumulación de más y más bienes (con menguante utilidad marginal) no constituye de ningún modo un rasgo universal o siquiera predominante del comportamiento humano. El desarrollo de talentos e inclinaciones como un fin en sí mismas; la protección de la salud y de la vida; el cuidado de niños y niñas; el desarrollo de relaciones sociales enriquecedoras… todas estas se convierten en motivaciones importantes una vez se han satisfecho las necesidades materiales básicas.”

Esto no significa que no vayan a surgir conflictos, especialmente durante el proceso de transición, entre las exigencias de la protección medioambiental y las necesidades sociales, entre los imperativos ecológicos y la necesidad de desarrollar las infraestructuras básicas, particularmente en los países pobres, entre los hábitos de consumo populares y la escasez de recursos. Estas contradicciones son inevitables: resolverlas será la misión de la planificación democrática, con una perspectiva ecosocialista, liberada de los imperativos del capital y de la generación de beneficios, mediante un debate pluralista y abierto previo a la toma de decisiones por la propia sociedad. Esta democracia de base y participativa es la única manera, no de evitar equivocaciones, sino de permitir la autocorrección colectiva por parte de la sociedad de sus propios errores.

¿Cuáles podrían ser las relaciones entre el ecosocialismo y el movimiento decrecentista? ¿Puede haber una alianza, a pesar de los desacuerdos, en torno a objetivos comunes? En un libro publicado hace algunos años, La décroissance est-elle souhaitable? (¿Es deseable el decrecimiento?), el ecologista francés Stéphane Lavignotte propone dicha alianza. Reconoce que existen muchas cuestiones controvertidas entre ambos puntos de vista. ¿Habría que destacar las relaciones entre clases sociales y la lucha contra las desigualdades o bien la denuncia del crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas? ¿Qué es más importante, las iniciativas individuales, las experiencias locales, la sencillez voluntaria, o bien el cambio del aparato productivo y la megamáquina capitalista?

Lavignotte se niega a escoger y propone asociar estas dos prácticas complementarias. El reto consiste, afirma, en combinar la lucha por el interés de clase ecológico de la mayoría, es decir, de quienes no poseen capital, con la política de minorías activas a favor de una transformación cultural radical. En otras palabras, establecer, sin ocultar los desacuerdos inevitables, un “compromiso político” de quienes han comprendido que la supervivencia de la vida en el planeta, y de la humanidad en particular, está en contradicción con el capitalismo y el productivismo y buscan por tanto la manera de salir de este sistema destructivo e inhumano.

Como ecosocialista y miembro de la Cuarta Internacional, comparto este punto de vista. La confluencia de todas las variantes de la ecología anticapitalista constituye un importante paso en el cumplimiento de la tarea urgente y necesaria de detener la dinámica suicida de la civilización actual, antes de que sea demasiado tarde…

Texto original en francés: https://www.letusrise.ie/rupture-articles/2wl71srdonxrbgxal9v6bv78njr2fb

Michael Löwy es profesor, autor y activista francobrasileño. Junto con Joel Kovel es coautor del Manifiesto ecosocialista.