Después de la segunda guerra mundial, el modelo de desarrollo capitalista cambia completamente.
- De una subutilización del sistema productivo que generaba un paro constante, se pasa a una situación de pleno empleo.
- Por otro lado, las industrias o sectores de mayor composición orgánica que eran los auténticos motores del desarrollo económico, son sustituidas por las industrias de producción de bienes de consumo (coches, electrodomésticos…).
Se pueden resumir brevemente las características del nuevo modelo en tres puntos:
- Producción planificada de masas en fábricas en las que se ha introducido el trabajo en cadena y los métodos tayloristas. Se genera un consumo masivo, que impulsa a su vez la producción de nuevas mercancías.
- El Estado se pone como mediación. Se puede hablar de un verdadero Estado-Plan que interviene uniendo los distintos momentos de la acumulación: producción-circulación-consumo y evitando desconexiones peligrosas para la estabilidad.
- El conflicto social se organiza bajo la forma dual de capital/trabajo. Los sindicatos de clase se encargan de su recomposición haciendo posible la planificación capitalista (planificación de la lucha obrera), verdadera clave de bóveda del sistema.
Si hubiera que condensar en un único concepto este modelo de desarrollo, sin dudar habría que recurrir al de centralidad obrera.
La identidad-trabajo se constituye en el auténtico punto de referencia, y la lucha obrera en el único criterio de intervención-verificación del análisis teórico.
La relación capital/trabajo es considerada esencialmente una relación de poder, y a partir de ella se comprende la realidad.
Tres escuelas diferentes que estudian la segmentación del mercado de trabajo (EEUU), la composición de clase (Italia) y la regulación (Francia) convergen en este punto.
Centralidad obrera quiere decir que la historia, la tecnología, la sociedad… adquieren un sentido concreto solamente desde este particular punto de vista. No se trata de que la identidad-trabajo esté sociológicamente privilegiada.
Centralidad política del proletariado significa que el estatuto teórico y práctico de la fábrica cambia. La fábrica no es la gran industria, sino que es un término científico con el cual se designa una
específica relación capital/trabajo, un determinado grado de desarrollo en el que las relaciones de producción se han extendido al territorio.
La escuela, el consumo, el tiempo libre, etc., todo es función de y para la fábrica. Por esto se habla de sociedad-fábrica y, más adelante, de fábrica difusa.
La clase trabajadora, principal referente en esta sociedadfábrica, presenta dos caras diferentes:
- motor del desarrollo capitalista y
- negación del sistema capitalista.
La clase obrera en tanto que fuerza de trabajo es la protagonista de la reproducción ampliada del proceso de valorización.
Además, su valor como mercancía determina la introducción de innovaciones tecnológicas. Más exactamente, la revolución científico-técnica debe leerse desde la articulación «obrera y salarial» del capital.
- Las transformaciones tecnológicas son una manera de reducir el contrapoder obrero, ganando beneficios y control político sobre la fuerza de trabajo.
- Contrariamente, la clase obrera actúa como negatividad cuando lucha por ampliar la esfera del no trabajo, por satisfacer sus necesidades, por afirmar su valor de uso frente a la reducción a trabajo necesario.
Esta relación capital/trabajo puede resumirse en el esquema:
- Es recomponiéndose a un nivel más elevado —introduciendo nueva tecnología— como el capital puede
- reabsorber la presión obrera. Se abre así un nuevo ciclo de acumulación.
- La clase trabajadora, o mejor, la lucha de los trabajadores, es utilizada directamente para el desarrollo del capital.
- Pues el capital en sí mismo no es productivo, ni factor de progreso; es la relación antagónica entre obreros y capital, entre trabajo vivo y trabajo muerto, lo que es verdaderamente productivo.
- La crisis no es catastrófica, sino un momento del proceso de valorización. Desde esta óptica la fábrica no es vista solamente como lugar de producción. La fábrica en el interior de esta ciencia obrera, como ya veíamos, es una relación social en la que se da de una manera netamente política el enfrentamiento entre capital y trabajo.
- Las relaciones de producción no son más que relaciones políticas o de poder, pues se identifica desarrollo tecnológico y desarrollo del poder capitalista. No existe, por tanto, un fraccionamiento en tres niveles de lucha (económica, ideológica y política) ni culminación en el último de ellos.
En la sociedad-fábrica tenemos frente a un capital que se ha hecho Plan, o sea, que es capaz de planificar incluso las mismas luchas obreras, a una clase obrera en concreto. Del mismo modo que el capital varía a lo largo de su historia, sin dejar de ser por ello una relación social sobredeterminada políticamente, la clase trabajadora también cambia, aunque manteniendo su identidad política antagónica. Para dar cuenta de este hecho,
La composición de clase en la sociedad-fábrica presenta una figura que juega un papel clave: el obrero masa.
El trabajador ligado a la producción en cadena no sólo es el auténtico protagonista del desarrollo económico, sino también del gran ciclo de luchas de los años 68-70 que se extiende por toda Europa y EEUU.
Con él pasan a un primer plano las luchas autónomas basadas en formas de autoorganización, al margen de, y muchas veces contra, los sindicatos.
- La mitificación del Mayo del ‘68, oculta el Otoño Caliente del ‘69 en Italia,
- los enfrentamientos del 70-71 en el Estado español…
y, en definitiva, esconde un ciclo de luchas generalizado que muestra la fuerza estructural y homogeneidad política alcanzada por este obrero-masa en los principales países occidentales.
Un ciclo que rompe, por primera vez después de más de veinte años, el Plan del capital, y que ataca directamente la estabilidad política del Estado.
El efecto combinado de este ciclo de luchas reivindicativas, centrado en la figura del obrero-masa, es aumentar tendencialmente el coste social de la reproducción de la fuerza de trabajo.
En otras palabras, disminuir la tasa de ganancia.
La clase obrera, mediante su resistencia, es capaz de bloquear los mecanismos que permitirían reemprender un nuevo proceso de acumulación basado en una sobreexplotación. Sin embargo, no se genera un creciente contrapoder, al contrario, se producen procesos productores de entropía social, miedo…El proletariado se presenta como antagónico, y este nivel de autonomía obrera es «demasiado» para ser integrado dentro del proceso de valorización capitalista, y es «poco» para constituir un poder obrero generalizado.
Ante el fracaso del keynesianismo, el capital opta por la crisis abierta y gestionada ya no por la socialdemocracia, sino por la derecha clásica. Así sucede en casi todos los países más importantes de Occidente.
En otras palabras. La respuesta política del capital ante el ciclo de lucha autónoma consistirá en destruir esta composición de clase que por su homogeneidad y comportamientos políticos ha erosionado el poder burgués.
Desde finales de la década de los setenta, se impulsará una compleja ingeniería social que marca el paso del Estado-Plan al Estado-Crisis:
inflación primero; crisis abierta después; y sobre todo, descentralización productiva, difusión del trabajo negro (a domicilio, sin contratos, etc.) y un largo etcétera cuyo resultado es fraccionar el proletariado en dos sectores básicamente:
- un sector central, formado por los obreros de las grandes empresas, sindicalizados, con el puesto de trabajo seguro;
- un sector marginal o periférico integrado por obreros con trabajo precario, parados…
Con todo este «instrumental», la crisis inicial de dominación política impuesta al capital es vuelta contra la clase trabajadora. A partir de este momento, se puede ya hablar de permanentización de la crisis contra el proletariado o, desde otro punto de vista, de adecuación del Estado social y democrático de Derecho a una
nueva etapa de acumulación.
El ataque al obrero-masa, a esta particular composición de clase, tiene unas consecuencias que van mucho más allá.
Porque el capital no se limita a disgregar la homogeneidad política del proletariado, sino que altera totalmente las condiciones del enfrentamiento de clase, anulando progresivamente la centralidad
obrera. Caída de la centralidad obrera significa:
- Reducción del número de obreros («de fábrica») en el conjunto de la fuerza de trabajo.
- Reducción del peso de la esfera productiva en el sistema general de valores, es decir, la fábrica deja de ser matriz productora de una cultura, de unos comportamientos colectivos…
- Crisis del proyecto de emancipación social.
El proceso de hundimiento de la sociedad-fábrica apunta a un nuevo escenario que denominamos la metrópoli.
Este paso supone, para unos, el fin de lo social, para otros, el tránsito de a una sociedad del ocio,o a una sociedad posmoderna.
- Las nuevas tecnologías forman el núcleo de prácticas adoptadas por el capital para afrontar su recomposición y dar respuesta a la crisis de forma que no se cuestione su hegemonía.
- La descentralización productiva, a su vez, conlleva el fin de la fábrica como «fortaleza obrera» y una nueva organización del espacio.
- El tiempo en la sociedad-fábrica era tiempo para la reproducción del capital. En cambio, en la metrópoli hay un uso del tiempo según caminos individualizantes, porquela integración ya no se hace en plan masivo y grosero, sino clasificando a los individuos, ligándoles a una identidad.
- Hay una táctica individualizante —lo que Foucault atribuía a un nuevo poder pastoral— y que coexiste con una nueva configuración mucho más represiva del Estado democrático.
La metrópoli aparece como un momento en la lucha de clases, y a la vez, como algo completamente nuevo que corta radicalmente con el pasado.
Esta dualidad que hace difícil un acercamiento a ella, permite, sin embargo, avanzar hacia nuevas categorías para el pensar. Si se descuida la novedad que comporta la metrópoli, se lee nuestra realidad próxima
exclusivamente como la narración de una derrota política.
La clase trabajadora ha perdido, una vez más, el tren de la Historia. Porque ésta es la cuestión crucial. ¿Qué ha pasado para que llegáramos a ver —aunque sólo sea por un momento— en el proletariado a una mera ilusión ontológica?
La metrópoli significa el ascenso del individualismo, de la incredulidad. Es el desierto donde las relaciones solidarias son ya sólo espejismos. El paso de la sociedad-fábrica a la metrópoli nos obliga a pensar, porque hace tambalear nuestras creencias más fuertes.
El análisis que hemos expuesto de la relación capital/ trabajo sería entonces un simple relato que nos contaríamos nosotros mismos, una de tantas historias que se inventan los perdedores para tratar de justificarse.
- ¿Y si la idea de una derrota fuera también una invención?
- ¿Y si no hubiera existido nunca un nosotros?
Sin darnos cuenta nos hemos desligado completamente de la memoria, y nos hemos dejado deslumbrar por la brillantez de lo nuevo. En la metrópoli reina el orden de los simulacros,todo es intercambiable porque todo vale.
Cuando se privilegia la novedad radical que lleva consigo la metrópoli se olvida que ésta es, en el fondo, el desenlace de un enfrentamiento y que el escenario llamado posmodernista no cae del cielo. Hay que estar abierto a lo nuevo, y a la vez, unido a la memoria. Pero la memoria no nos tiene que impedir vivir. Debe limitarse a repetirnos que no todo es igual, que no todo se reduce a juegos de lenguaje, que la vida está salpicada de conflictos, de muerte. Si somos capaces de situamos en este punto, donde la memoria se funde con lo nuevo, el proletariado deja de ser esa ilusión ontológica en la que inocentemente hemos creído, para convertirse en una representación, sí, pero privilegiada. Para adquirir un plus de ser. El proletariado fue verdaderamente un sujeto político, porque en un momento dado, se constituyó en organización de sentido capaz de explicar lo que pasaba. La apertura a lo nuevo hace caer antiguos mitos, pero su efecto disolvente
no debe arrastramos hasta hacernos olvidar que, efectivamente, hubo un Nosotros opuesto al poder.
El marxismo, filosofía de la historia predominante en los años sesenta, abría un horizonte que, a· golpe de fracasos y desilusiones, poco a poco fue cerrándose. De hecho no había por qué sorprenderse pues, si miramos unos años atrás,
- el hundimiento de las expectativas revolucionarias en Occidente,
- la burocratización de la revolución bolchevique,
- la integración de la clase trabajadora alemana en el nazismo…
se habían vivido también como el fin de una esperanza. El refugiarse de un Adomo, por ejemplo, en la teoría crítica, es una expresión de esta desesperación, es la reivindicación de la palabra como último refugio, frente a una realidad que no se pliega ante los embates de la razón.
Y ahora hemos llegado al primer proceso que queríamos destacar: la irrupción de la ausencia de futuro. En la sociedad postmoderna, en la que el mito del progreso científico se pone como solución de todos los males, se extiende, en cambio, la sensación de no futuro. Las manifestaciones de esta irrupción, sociológicamente hablando, abarcan desde el joven que se droga sin importarle su muerte, hasta el que
rechaza someterse de por vida a la disciplina laboral. Lo que tienen en común todos estos comportamientos, es un vivir al día, un jugar con la vida hasta sus últimas consecuencias.
El «no futuro», independientemente de su uso mercantil, es un grito de rechazo que surge de «lo social».
Evidentemente, no queremos decir, al ligar crisis del marxismo con «no futuro», que haya una relación de causa a efecto entre ellos. Este enfoque es demasiado simplista. La crisis del marxismo no produce directamente la ausencia de futuro, ya que este vivir al día nace de las determinaciones propias de la metrópoli, de la novedad radical a ella asociada, y la crisis del marxismo, en concreto, es únicamente una
de ellas. Pero sí es cierto que dicha crisis deja lugar al «no futuro» como emergencia de «lo social».
La sociedad postmoderna tiene la forma de un supermercado en el que hay múltiples posibilidades de elección. En este sentido el paradigma que con mayor precisión la describe es la moda. La moda constituye el mejor ejemplo de renovación permanente, de ofrecimiento continuo de infinitas posibilidades.
Pues bien, el «no futuro» niega esta mistificación, y afirma, por el contrario, que el campo de lo posible se ha agotado.
Para comprender lo anterior, en particular la aproximación que hacemos entre la ausencia de futuro y el agotamiento de lo posible, hay que analizar las transformaciones acontecidas en «lo político», o más exactamente, la crisis de «lo político ».
Caben dos enfoques diferentes, según se privilegie la sociedad-fábrica o bien la metrópoli.
- En el primer caso, se emplean todavía categorías marxianas (valor, fuerza de trabajo…) aunque completadas en ciertos autores, con nuevas aportaciones, especialmente de la teoría general de sistemas.
- En el segundo caso, hay una ruptura total con el marxismo, por lo que aparecen y predominan nuevas categorías sociológicas (código, masas…).
Desde la sociedad-fábrica, el análisis de «lo político» se centra en el estudio de los cambios experimentados por el Estado.
El Estado del tardocapitalismo tiene muy poco que ver con el Estado liberal.
El sistema representativo, la esfera política que se pretende lugar de libertad y de realización de la igualdad política, no es más que una articulación interna del sistema de producción. El sistema político y el sistema económico se complementan.
Hay «una relación de interconexión e interdependencia funcional entre Estado y proceso de acumulación» a través de una articulación capilar y plurifuncional (política fiscal, de créditos, educativa…).
Pero esta economización del Estado y paralela estatificación de la sociedad —que la era neoliberal en realidad no ha cambiado, a pesar de haber suprimido algunas de las ventajas sociales del Estado asistencial— ha tenido como consecuencia el surgimiento de un centro de poder administrativo- industrial cuya presencia ha puesto en un segundo plano a los organismos tradicionales de representación política. La
práctica parlamentaria se convierte así, cada vez más, en espectáculo de la política.
La representación devaluada no es una categoría política importante. Aparecen nuevos modos de legitimación, en los que los sujetos son subsumidos en roles situados en el interior de procesos formalizados. Es lo que Luhmann denomina «Legitimation durch Verfahren».
Este poder administrativo-industrial surgido tiene que hacer frente a la complejidad de la sociedad, y lo hace, no con una política general que es incapaz de impulsar, sino con una estrategia de mantenimiento y estabilización. La planificación política no puede responder y satisfacer simultaneamente la demanda de un capital diversificado (privado, monopolista, multinacional) y además las necesidades sociales.
Se avanza hacia un Estado-Sistema en el que se han redefinido términos tan esenciales como poder político, clase social, e incluso el propio Estado.
El uso de la teoría general de sistemas para describir esta evolución en su relación a la sociedad es asimismo explicativo de los cambios ocurridos.
Que el Estado se hace sistema significa,
- en primer lugar, que el Estado deja de ser un instrumento de clase en el sentido de la tradición marxista. Como dice Offe: Nuestra tesis es que el Estado es Estado de clase en tanto que garantiza la forma de la mercancía, y no porque, por ejemplo, anude alianzas específicas con partes específicas del capital, como sostiene en cambio la teoría del capitalismo monopolista de Estado.
- Se concibe así el poder político no ya como «representación de intereses particulares», sino como «intervenciones estabilizadoras del sistema».
- El Estado con su intervención «oportunista» ayuda a determinados sectores, grupos de intereses, ámbitos funcionales.
- La conflictividad deja de ser estrictamente un enfrentamiento entre dos clases, para, ampliándose, convertirse en un antagonismo contra un poder político general.
Sin embargo, el Estado dispone de unos mecanismos selectivos:
- selección negativa (exclusión sistemática de la actividad estatal a los intereses anticapitalistas);
- selección positiva (selección de la política capitalista más favorable a los intereses globales);
- y selección de encubrimiento (produce una apariencia de neutralidad).
Si estos mecanismos funcionan correctamente, no se puede demostrar empíricamente el carácter de clase del Estado, pero cuanto más concreta se hace una política, tantos más conflictos se producen.
El capitalista individual tiene un inequívoco criterio de racionalidad: maximizar su beneficio.
En cambio, el Estado que debe defender las condiciones generales de reproducción del modo de producción no dispone de él. El sistema de partidos es incapaz de filtrar los antagonismos, por eso la
administración se politiza dando lugar a este poder políticoadministrativo con el que reconducir los antagonismos, y cuya tarea es construir un consenso en la sociedad.
El Estado-Sistema persigue asegurar la estabilidad del todo social, de la sociedad como
«sistema de necesidades».
El vaciamiento de las instituciones políticas y la correspondiente politización de la administración, la crisis de «lo político» en definitiva, puede verse como una progresiva autonomización de «lo político» cuando lo que se busca es mantener el statu quo; o inversamente, como una afirmación de «lo social», una crisis de gobernabilidad, empleando un término de Foucault,cuando el punto de vista adoptado no es el conservador. Entonces la sociedad compleja se muestra irreductible, pues apropiándose activamente de la política, se confronta con el poder político.
Si el análisis realizado partiendo de la sociedad-fábrica resalta el carácter activo de la sociedad compleja en tanto que pluralidad de subjetividades irreductibles, el análisis elaborado desde la metrópoli destaca justamente el carácter contrario: la pasividad de las masas.
Nos apoyaremos sobre todo en Braudillard para desarrollar este punto de vista.
4.3. «Lo político»: análisis desde la metrópoli
Las transformaciones de «lo político» no son ahora vistas como crisis del Estado. Asistimos más bien a un eclipse de «lo político », lo que implica no sólo la no validez de esta instancia como «principio explicativo de lo social dado»,sino el tránsito, como dice Baudrillard, a la esfera de la transpolítica. Aquí la política no configura un espacio real.
- Es simplemente un modo de simulación cuyos actos reales son efectos del mismo.
- El proceso de producción material, la explotación de la fuerza de trabajo para arrancarle plusvalía, se ha transformado con el paso del mundo de la forma mercancía a la forma signo.
Hoy el código ocupa el lugar central.
El código como modelo represivo a imponer, como juego de simulación.
En este punto cabe hablar de rebelión, y Baudrillard lo hace.
Los expulsados a la periferia, los excluidos del juego: jóvenes, comunidades étnicas o ligüísticas… difícilmente son integrados.
Pero Baudrillard no se detiene aquí, y posteriormente lleva hasta sus últimas consecuencias el concepto de simulacro. Se habla entonces de una era del simulacro, en la que se han liquidado todos los referentes, en la que la realidad es suplantada por los signos.
Ya no cabe seguir hablando de excluidos porque el poder y el deseo se intercambian, el poder se relanza desde el antipoder.
Sólo quedan las masas, y éstas, a vez, son la sombra del poder.
Con las masas pasa a un primer plano el objeto. En un mundo de simulacros la posición del sujeto es indefendible, y nadie puede asumirla. «Sólo la posición del objeto es sostenible ».
El fin de «lo político» coincide con el desvanecimiento de «lo social» en las masas.
Las masas pensadas a la imagen del agujero negro teorizado por la física, tienen una «práctica» efectivamente transpolítica.
- Frente a la demanda de participación que les dirige el poder responden con el silencio.
- No son representables, y sólo dan cuenta de ellas los sondeos y las estadísticas.
- No tienen energía que liberar, ni deseo que cumplir, pero su mera presencia supone una crítica política
- radical.
- Las masas absorben todos los signos, el sentido… sin devolver nada.
- Y esta pasividad es un desafío político que reduce el poder a simulacro vacío.
Baudrillard, en última instancia, es consecuente. Radicalizando su pensamiento y llevando hasta el final su
noción de código-simulacro, llega a un concepto de masas en el que se borra toda diferencia. Las masas son indiferencia y fascinación.
Estan lejos de la explosión de «lo social» que huía del sistema político. En las masas hay silencio, en «lo
social» hay implosión.
Nos hallamos ante dos perspectivas aparentemente opuestas. Ambas parecen coincidir en subrayar las transformaciones ocurridas en «lo político», pero los respectivos análisis son contrapuestos.
- En un caso, concluyen en la explosión de «lo social»;
- en el otro, en la implosión de «lo social».
Y sin embargo, este resultado no es tan distinto. En los dos enfoques hay un vaciamiento de «lo político» causado por una fuerza exterior activa o pasiva.
El análisis realizado partiendo de la sociedad-fábrica gira, a pesar de incorporar la categoría de complejidad, en torno al sujeto. Es un sujeto social, entendido activamente, el que pone en crisis la esfera de «lo político». Incluso hay quienes han buscado una nueva figura para este antagonismo: el obrero social.Pero este análisis no tiene en cuenta que el fin de la centralidad obrera, el desplazamiento de la fábrica de su lugar hegemónico, supone la desaparición del sujeto político.
El ataque del capital va mucho más allá de la mera destrucción de una determinada composición de clase.
Ésta es justamente una de las novedades radicales de la metrópoli.
Por su parte, la otra orientación destaca correctamente la indiferencia generalizada, la apatía política, pero al comprimir toda la sociedad en las masas silenciosas, no puede comprender la existencia de una subjetividad. Hay una dicotomía: masas o terroristas, aunque en la práctica ambas opciones coincidan en su comportamiento ciego y desprovisto de sentido. Sin embargo, en esta división no cabe subjetividad
alguna. La subjetividad, que de ser pensada en el interior de este escenario sería evidentemente una subjetividad antagonista, ya que se constituiría al ponerse frente al poder, no es arrancada como diferencia de lo indiferenciado. Al borrar toda subjetividad, esta teoría no puede describir un fenómeno como el «no futuro» que, como veíamos, caracteriza a la metrópoli.
Uno y otro punto de vista son por tanto parciales e incompletos. Más que hablar de una crisis o del fin de «lo político», preferimos emplear el término bloqueo.
En la metrópoli hay un bloqueo de «lo político» que se manifiesta esencialmente en la interrupción del desarrollo político.
Tradicionalmente se ha visto a la clase obrera como impulsora del progreso económico. Anteriormente veíamos cuán precaria era la prosperidad capitalista, pues tenía que resistir una presión reivindicativa sin la cual, por otra parte, tampoco podía alcanzarse. El capital no es por sí mismo «progresista», y siempre
requiere el empuje de una fuerza antagónica. Si salimos del terreno de la producción y consideramos el sistema político, hay que admitir que también en esta esfera la clase trabajadora es un motor del desarrollo político.
El ejemplo más cercano es la transición postfranquista durante la cual el capital se autoimpone la reforma política por mediación de la lucha obrera. Reformismo del capital y reformismo obrero se encuentran, porque convergen en el mismo objetivo: destruir la autonomía de clase.
Con la progresiva y tendencial desarticulación de la clase trajabajadora en tanto que sujeto político, en la mayor parte de los países capitalistas avanzados, el ciclo político en el que están involucrados el Estado y el antagonismo social queda frenado.
El desarrollo político se detiene en la democracia. En cambio, el ciclo económico se redefine a causa de la introducción de la automatización, lo que altera el funcionamiento de la ley del valor. Pero este aspecto aquí no interesa.
La democracia representativa se pone a sí misma como límite, y a la vez, culminación del progreso político. No hay un más allá, o mejor, éste es necesariamente negativo. Incluso se teoriza que mucha participación democrática acarrea una fuerte inestabilidad,excepción en materia de orden público, justificándolo siempre por exigencias de seguridad, por ejemplo, la defensa de la democracia.
Las formas se conservan, pero cada vez son más transparentes las funciones reales de los aparatos de Estado cuya finalidad es la valorización del capital y la vigilancia y control de la fuerza de trabajo.
Con la destrucción paulatina del proletariado como sujeto político, desaparece la dinámica que empujaba más allá de la democracia representativa.
El bloqueo de «lo político» significa concretamente que el Estado cierra el paso al antagonismo no
mediable, que se borran espacios de libertad y de vida para así fortalecer el dominio. Agotamiento de lo posible es como hemos denominado a este proceso, y a la manera de vivirlo en la metrópoli, «no futuro».
Pero hay que dejar claro que esta ausencia de futuro, aunque esté estrechamente conectada con
el bloqueo de «lo político», es más que una mera disposición política pues desbordando este marco se presenta como una actitud vital.
Esta irrupción de «lo social» sólo puede entenderse si se contemplan los efectos del bloqueo de «lo político»
y, entonces, hay que hablar de agotamiento de lo posible.
4.5. El nihilismo no toca fondo
La cuestión que ahora se plantea es determinar si la metrópoli desconoce el nihilismo, o en cambio, lo lleva hasta su final.
De la descripción de la metrópoli no podemos inferir cuál es la esencia del nihilismo, tan sólo la precaución de no confundir manifestaciones, causas y esencia.
El término nihilismo no es unívoco.
Heidegger habla especificamente de ambigüedad: De ahí que el nombre de nihilismo siga siendo ambiguo porque por una parte designa la mera devaluación de los valores supremos anteriores, pero luego al mismo tiempo el absoluto contramovimiento respecto de la devaluación.
Es decir, la palabra nihilismo se aplica a dos procesos diferentes que, sin embargo, están interrelacionados.
Por esto Nietzsche puede pensar el nihilismo como «lógica intrínseca» de la Historia Occidental, o como lo que se vence a sí mismo.
a.Nihilismo (incompleto) es crisis de la razón, crisis de las categorías fin, unidad, ser,con las cuales hemos conferido un valor al mundo, un sentido al devenir. Con la muerte de Dios, hemos aprendido que estas categorías que organizaban nuestro habitar y lo hacían inteligible, se referían a un mundo puramente
inventado. Ahora este mundo suprasensible en el que estaban ausentes el cambio, el dolor y la muerte, y que habíamos levantado para, desde sus valores superiores (Dios, el Bien, la Verdad), despreciar y culpabilizar a la vida, nos aparece como lo que siempre había sido: una ficción.
El nihilismo es, pues, simplemente la devaluación de los valores supremos, pero esta reducción es vivida de tres maneras distintas:
- afirmando que «la verdad está fuera»;
- que «nada es verdad»;
- y, finalmente, que «nada tiene sentido».
Deleuze recoge estas tres figuras o etapas del nihilismo incompleto bajo el nombre de negativo, reactivo y pasivo-desengañado.
b.El nihilismo (consumado o clásico) es prolongación y a la vez ruptura con el nihilismo incompleto, y en comprender este doble carácter reside su secreto. Nietzsche no permanece en el absurdo, pues su movimiento de afirmación se hace desde una perspectiva de redención. Esta vía de salvación estrecha y selectiva tiene el nombre de eterno retorno. El eterno retorno es el puente entre el nihilismo y los nuevos valores, es lo que permite la reducción del nihilismo porque va mano a mano con él hasta el final.
Aunque el nihilismo está directamente relacionado con el eterno retorno —y uno sin el otro no pueden concebirse— nos limitaremos a considerar el nihilismo clásico en sí mismo, como el contramovimiento de transmutación de todos los valores como el querer dionisíaco, pero sabiendo en todo momento que éste es el principio que opera en el eterno retorno.
Heidegger ya se dio cuenta de que la transmutación de los valores, el sí dionisíaco, no era una afirmación sencilla:
El no frente a los valores anteriores proviene del sí a la nueva posición de valores. En opinión de Nietzsche, en ese sí no hay transacción ni arreglo alguno con los valores anteriores; por consiguiente, en el sí de la nueva posición de valores se encierra un no rotundo.
Que el sí implica un no, que la afirmación también niega, se desprende del análisis que Nietzsche hace en su libro Así habló Zaratustra bajo el título «De las tres transformaciones».
Deleuze ha sido quien ha clarificado en mayor medida esta relación crucial entre la negación y la afirmación.
Según él, la afirmación que se pretende dionisíaca, si no quiere ser el sí del asno, tiene que estar precedida y seguida de la negación. El rastro que deja el creador es la destrucción activa de todos los valores anteriores. El sí del niño debe ir precedido por el no del león.
Sería un error convertir el querer nietzscheano en una sustitución de la negación por la
afirmación, o en una reconciliación entre ambos.
No hay dialéctica alguna sino afirmación pura. ¿Cómo es posible imaginar una tal transmutación? Sólo puede hacerse considerando que la transvaloración es antes que nada un cambio
de cualidad en la voluntad de poder.
La voluntad de poder tiene dos caras: negativa y afirmativa.
- La primera nos es conocida por el resentimiento, la mala conciencia…, que son consecuencias de esta voluntad nihilista.
- La segunda es la que entra en juego con la transvaloración creadora.
Rota la alianza entre las fuerzas reactivas y la voluntad de la nada, ésta se convierte y pasa al lado de la afirmación. Lo negativo es transmutado.
El sí dionisíaco, al contrario (del sí del asno), es el que sabe decir no: es la pura afirmación, ha vencido al nihilismo y destituido a la negación de cualquier poder autónomo, pero esto porque ha puesto lo negativo al servicio de los poderes de afirmar.
En la transvaloración sólo subsiste el poder de afirmar, pues lo negativo, sin desaparecer, se convierte en un poder en beneficio de la afirmación. El nihilismo no es vencido desdefuera, sino desde sí mismo, y mediante su propia fuerza. La negación se ha hecho activa.
El nihilismo, en su doble versión, configura dos tipos de hombres: «el último hombre» y «el hombre que quiere perecer».
- «El último hombre» es el nihilista pasivo, incapaz de salir de su cansancio y, por otro lado, demasiado cobarde para extinguirse activamente.
- «El hombre que quiere perecer» es el nihilista activo, el que se hunde en su ocaso y es tránsito hacia el superhombre.
¿Cuál de ellos vive en la metrópoli?
Efectivamente, Lipovetsky, Baudrillard y demás tienen razón. En nuestra indagación no descubriremos jamás a ninguno de los dos tipos de hombres que Nietzsche imaginaba, pues no existen. Sin embargo, tampoco hallaremos al prototipo que dichos autores nos presentan como universal: el hombre que no cree en nada, pero que vive perfectamente tranquilo con su incredulidad.
Esa uniformización de «lo social» confiere rotundidad y elegancia al modelo propuesto, y aunque resalta
acertadamente que el nihilismo no toca fondo, se equivoca totalmente al maximizar y generalizar la incredulidad.
En el fondo, Nietzsche no iba tan errado cuando afirmaba: En qué medida el nihilismo consumado es la consecuencia necesaria de los ideales hasta ahora vigentes.
El nihilismo incompleto, sus formas. Vivimos en medio de él.
Los intentos de huir del nihilismo sin transmutar [umwerten] los valores anteriores: producen lo contrario, agudizan los problemas.
La crisis de las grandes máquinas productoras de sentido (el idealismo, el marxismo…)l09 no ha conducido al hombre a renuciar a todas sus convicciones. De la misma manera que el vivir acompañado de la ausencia de fundamento, enfrentado al problema de cómo escoger los valores, tampoco le ha empujado a la desesperación.
El nihilismo ciertamente no toca fondo, y ésta es una característica importante del tránsito
desde la sociedad-fábrica a la metrópoli.
Desplazado el obstáculo de la incredulidad generalizada, estamos ya en condiciones
de poder analizar las diferentes causas por las que el nihilismo no llega a su final, o lo que es igual, sus distintas manifestaciones en la metrópoli.
Siguiendo a Nietzsche, hay que decir que Dios no acaba nunca de morir. Aunque se consiga expulsarlo del mundo suprasensible, siempre queda un lugar vacío en el que el hombre vuelve a poner nuevos ídolos. En términos más modernos: hay un reciclado continuo del sentido. Cuando Dios, el rey… son arrinconados, aparecen nuevos puntos de referencia gracias a los cuales «lo social» se distancia de sí mismo y puede comprenderse.
Con la modernidad surgieron los dobles que progresivamente la caracterizarán:
- privado /público;
- individual/colectivo;
- economía/política…
- y que culminarían en sociedad política/sociedad civil.
El desdoblamiento actúa como una terapia cuya función principal es dotar de sentido a la realidad. Con la metrópoli este procedimiento de producción de objetos trascendentes no funciona adecuadamente.
Las vías clásicas de la trascendencia: sindicatos, partidos, Iglesia…
son cada vez menos creíbles.
Entramos en una era de vacío social en la cual la impotencia frente a lo real se expande como incredulidad ante todo cambio radical de la sociedad.
Nadie cree en la posibilidad de un proceso revolucionario en los países capitalistas avanzados.
No es porque Dios, Marx, el hombre o los profetas han muerto, por lo que la trascendencia está enferma. Es porque, en la cotidianidad, independientemente de toda gran religión, filosofía o teoría, no se percibe cómo se podría unir el destino de uno con el de los otros, y el de los otros con el de uno mismo, de una manera práctica, y no solamente de una manera hipostática o espiritual vacía.
La crisis de trascendencia se ha extendido, el desdoblamiento como forma moderna de darse una sociedad el sentido está paralizado. Incluso se asegura que la sociedad ha desaparecido, y sólo, quedan relaciones sociales. Pero que los mecanismos de producción de trascendencia no operen con el éxito de antes, no significa en absoluto que se haya dejado de creer, que no haya necesidad sentido. Al contrario,
el que se difunda un vacío social no se debe a una extensión de la incredulidad —que por otro lado existe
también— sino a la inexistencia de unos puntos de referencia mínimamente presentables.
Contra los que proclaman que no se cree en nada, hay que afirmar que es justamente a la inversa: hay una permanente necesidad de creer, pero no hay nada en que creer.
Hay una deserción de las masas respecto de las instituciones, de los grandes valores… pero no porque ya no creen, sino porque todavía creen demasiado en ellos. Sí tienen razón, en cambio, cuando sostienen que esta incredulidad no desemboca ni en el nihilismo activista, ni en el nihilismo decadente.El nihilismo no llega a su fin. El hombre huye despavorido de él, y no suelta en ningún momento la bolsa donde guarda sus creencias, aunque en ella sólo conserve aquélla que asegura la necesidad de creer. Podemos aplicarle la frase de Heidegger:
4.6. «Lo social» excede a la clase social
Hegel perseguía, mediante la conciliación universalizante de lo particular de la sociedad civil en el Estado, construir la unidad del todo social.
Con este objetivo señaló cuál era el peligro que debía ser conjurado para evitar la disolución de la sociedad: el populacho (der Pobel).
Pero si bien, por una parte, cada individuo existe por sí, por otra es miembro del sistema de la sociedad civil, y así como todo hombre tiene derecho a reclamar de ella su subsistencia, ella también debe protegerse contra ellos. No se trata sólo de que no reine el hambre, sino de que no surja el populacho (dass kein Pobel enstehen soll).
El Pobel es la negatividad no mediada, la parte irreductible de la sociedad cuya presencia resulta disgregadora para el conjunto, la opacidad que no se deja hacer transparente por la luz de la razón.
- El aviso de alarma dado por Hegel no impediría que poco más tarde, en la insurrección de 1848, este social insumiso y desafiante hiciera su entrada en la historia de Europa. Se trataba de una primera irrupción, que tuvo una conveniente respuesta por parte del poder: Por esto, tan pronto como los republicanos burgueses, que empuñaban el timón del gobierno, sintieron que pisaban terreno un poco más firme, su primera aspiración fue desarmar a los obreros… Después de cinco días de lucha heroica los obreros sucumbieron. Y se produjo un baño de sangre de prisioneros indefensos como jamás se había visto… Era la primera vez que la burguesía ponía de manifiesto a qué insensatas crueldades de venganza es capaz de acudir tan pronto como el proletariado se atreve a enfrentarse a ella, como clase aparte con intereses propios y propias reivindicaciones.
- Aunque durante la Comuna de París (1871) se desencadenó un movimiento de clase de mucha mayor envergadura, no es erróneo considerar el año 1848 como la fecha en la que puede empezar a hablarse de la cuestión social.
Como consecuencia de la revolución industrial cuyos efectos se dejaron sentir especialmente en el periodo 1830-1848,
- se desarrollaron las industrias,
- crecieron las ciudades,
- se proletarizó el artesanado,
- y las masas de trabajadores se concentraron y aumentaron en número.
De este social que se mostraba indómito y beligerante, se hicieron dos tratamientos teóricos —hoy diríamos, dos lecturas— completamente diferenciadas:
- el marxismo
- La perspectiva de su potencial conversión en un ser Otro es la línea que atraviesa toda la obra de Marx. Desde el uso de la rejilla alienación para dinamizar y dirigir la realidad descrita en los Manuscritos de 1844, hasta el análisis del proceso material de constitución política de una subjetividad antagónica que son los Grundrisse en todo momento existe un solo objetivo: pensar/construir esta tensión hacia un Otro opuesto al Mismo.
- Marx hace de «lo social» una negatividad contra el orden establecido.
- Un Otro a redimir.
- Para la sociología clásica, para Durkheim por ejemplo, «lo social» con poder disolvente, la anomia, es un Otro en tanto que debe ser reducido mediante una reglamentación. La integración social es precisamente esta reducción. Pero es un Otro vacío. Es falta de orden. «No es violación de un orden, sino ausencia de orden».Es rotura de los vínculos sociales, fragmentación, y en ningún instante se identifica con el proletariado. La clase obrera, en Durkheim, no alcanza jamás la categoría de Otro opuesto al poder. Tan sólo es un residuo —mezcla de la organización profesional naciente con la organización familiar preexistente— condenado a desaparecer junto con los conflictos.
- Durkheim concibe «lo social» como un vacío de orden.
- Un Otro a integrar.
En la metrópoli, esta representación de «lo social» como Otro entra en una crisis abierta.
«Lo social» que se ha hecho más espeso, combina equilibrio y conflictividad, silencio y grito. La crisis de dicha representación puede abordarse en un doble sentido.
1. «Lo social» ya no es legible a partir de un modelo dual del tipo Estado/proletariado, clase contra clase… Es decir, no puede encerrarse en la forma de negatividad, si todavía se pretende aprehenderlo en toda su variedad. Por esta razón, algunos han formulado la dinámica social no ya a partir de la negatividad, sino de la afirmación. Esta lectura de Marx —y en ciertas ocasiones apertura al pensamiento de Nietzsche— sigue concibiendo «lo social» como un Otro, pero en lugar de una emancipación cuyo motor es la negatividad, defiende una liberación basada en la afirmación de las necesidades, de los valores de uso, del
deseo o de la diferencia. Se pasa así a un modelo explicativo Poder/Deseo, Muerte/Vida… que se ajusta algo más a la realidad de «lo social», aunque se le escapen muchas de sus determinaciones.
La crisis de la identidad-trabajo se interpreta como la emergencia de nuevas subjetividades antagónicas, como una explosión de «lo social» y afirmación de la diferencia.
«Lo social» pensado como Otro, ya sea en la forma de negación, ya sea en la de diferencia, sigue siendo irreductible frente al Mismo. Se permanece en todo momento encerrado en lo que podríamos llamar el círculo metodológicopolítico, círculo que conduce, en definitiva,
Designamos como mito del Otro, siguiendo a F. Rella,este lugar completamente fuera del poder con capacidad de ponerse como alteridad absoluta. La crítica a esta concepción más moderna de lo
Otro como irreductible al Mismo, se ha llevado a cabo por varios autores y desde perspectivas muy distintas.
- Recordemos a Baudrillard, que denuncia la intercambiabilidad que existe entre el deseo y el poder
- o a Derrida al ocuparse de la Historia de la locura de Foucault:
- La desgracia de los locos, la desgracia interminable de su silencio, consiste en que sus mejores portavoces son los que mejor les traicionan; porque, cuando se quiere decir el silencio mismo, ya se ha pasado uno al enemigo y del lado del orden, incluso si en el interior del orden, uno se pelea contra el orden y lo pone en cuestión en su origen.
Sin embargo, estas críticas, al pretender superar el círculo metodológico-político, en el fondo, lo que hacen es cerrarlo con más fuerza y empujar a la impotencia. Nos dicen:
En este sentido, el interés que poseen es el de ser un reflejo de la dificultad de levantar una resistencia en la metrópoli. Es un hecho obvio cómo el poder se apropia y utiliza —cuando no produce directamente— los saberes que se quieren alternativos. Desde los estudios del lenguaje de los grupos marginales, que sirven para que la policía pueda infiltrarse para controlarlos, hasta la defensa ecológica de la naturaleza que acaba generando una industria de la descontaminación…
Ahora queremos concluir diciendo únicamente que, tanto el modelo interpretativo marxista clásico, como el renovado, desconocen «lo social» por encadenarlo a la forma del Otro. Pero «lo social» en la metrópoli es demasiado fluido para dejarse encerrar en el interior de una perspectiva única.
2. Por otro lado, hacer de «lo social» una anomia a reducir con el fin de estabilizar a la sociedad no es tampoco una mejor representación.
Crisis del Otro como representación significa ahora que «lo social» conflictivo no sólo no debe ser integrado, sino que, al contrario, debe ser considerado funcional al propio sistema. De otra manera. En la metrópoli no se puede encarar «lo social» como un Otro a someter, no se puede aceptar la concepción del conflicto de Durkheim, porque éste tiene un efecto unificante y no disgregador. El conflicto es el cemento que une la sociedad.
Fue G. Simmel quien primero comprendió este ambiguo estatuto de «lo social», y su famoso análisis de la lucha es prueba de ello. En la línea de la tradición dialéctica afirma:
- Un grupo absolutamente centrípeto y armónico, una pura unión, no sólo es empíricamente irreal, sino que en él no se daría ningún proceso vital propiamente dicho.
- Pero la dialéctica es sólo la expresión de la autosuperación de la vida, del conflicto entre fluidez y concreción.
- No hay ningún finalismo. La lucha, el antagonismo, tiene una función absolutamente positiva e integradora.
- El tránsito desde la sociedad-fábrica a la metrópoli libera a «lo social» de las estrechas perspectivas desde las cuales era contemplado.
- Cuando la representación de «lo social» como Otro entra en crisis, la redención y la integración aparecen
- como puntos de vista totalmente parciales.
- «Lo social» no es negatividad, ni diferencia, ni vacío. «Lo social» independizado de su representación como Otro se muestra como multiplicidad. En la metrópoli, no hay ni explosión ni implosión de «lo social». En la metrópoli, «lo social» excede a la clase social, y se pone como multiplicidad.
En la frase de Marx:
- se recogen los aspectos más importantes que caracterizan a las clases sociales:
- no se definen desde una posición económica estática;
- forman una dualidad dinámica en la que progresivamente se van construyendo.
Es decir, las clases sociales no preexisten a la lucha de clases, sino que es justamente a la inversa. Porque hay enfrentamiento de clase es por lo que existen las clases sociales.
La clase social, en la obra de Marx, es un concepto derivado, ligado directamente al de modo de producción.
Es posiblemente por esta razón por lo que no se encuentra en sus escritos una teoría específica sobre las clases. Si se asume la lucha de clases en sus diferentes niveles (económico, político, ideológico) como el criterio complejo que delimita la clase social, puede llegarse a una primera definición que recoge —aunque parcialmente— el estatuto teórico-práctico así establecido:
En este sentido, si bien la clase es un concepto, no designa una realidad que pueda ser situada en las estructuras: designa el efecto de un conjunto de estructuras dadas, conjunto que determina las relaciones sociales como relaciones de clase.
El defecto de esta definición reside, como es usual en el estructuralismo, en privilegiar el lado pasivo —la clase social como efecto— olvidando el aspecto activo o subjetivo.
Una definición más completa sería:
No interesa aquí tanto llegar a establecer una «correcta» definición de clase social, como sí resaltar, en cambio, la absoluta inconmensurabilidad que existe entre la estructura de clases y la estratigrafía social.
Aunque a veces se complete el análisis de clase con categorías como estrato social, aunque algunos tomen como sinónimos clase y estrato, se trata de términos que proceden de dos métodos —marxista y funcionalista— que son totalmente diferentes.
- El análisis funcionalista utiliza conceptos como individuo, rol, estatus, etc., y buscando el equilibrio social concibe el cambio únicamente como progreso y movilidad interna.
- El análisis marxista, en cambio, no pretende clasificar la realidad social, y si contempla al individuo es como componente de fuerzas sociales antagónicas que se disputan un excedente. El conflicto, a su vez, juega un papel central como expresión de la lucha de clases.
Cuando decimos que «lo social» excede a la clase social, no afirmamos de ninguna manera que la realidad nos obliga a pasar de un modelo de estructura de clases a otro de estratigrafía social, o que surge la necesidad de combinarlos para poder explicar las transformaciones ocurridas en la metrópoli.
Simplificando podríamos sostener que no se trata de una cuestión de sociología —crisis del término clase— sino de política.
- Exceder no significa en esta expresión la Aufhebung hegeliana porque hay una dislocación que modifica este superar abolirmanteniendo.
- Tampoco es una Uberwindung, un superar pasando simplemente más allá del obstáculo.
Exceder, según el diccionario, es
En este sentido, «lo social» excede el marco de la estructura de clases, «supera» el criterio de definición de la clase social a partir de la lucha de clases.
También se puede explicar en referencia al Otro entendido como representación.
La crisis de la idea de revolución es la crisis de un metalenguaje, de un diafragma ideológico que separa el sujeto de su propio lenguaje. Ningún metalenguaje más es posible.
Desaparece el metalenguaje de la revolución, que ofrecía un sentido a la construcción de la clase como proceso, pero además, el crecimiento del contrapoder obrero, que era un eje y una medida de este avance, queda en la metrópoli oscurecido detrás de una dispersión de lenguajes. Y lo común a este sistema de rácticas no es tanto que «sean expresión de movimientos económicos, sociales y culturales que lo Político no puede comprender pues volveríamos a caer en el mito del Otro, sino justamente que son lenguajes difícilmente traducibles recíprocamente.
Porque, en última instancia, el exceder de «lo social» es una manifestación o contrapartida inesperada de la desarticulación del sujeto político que ya hemos expuesto.
Necesitamos, por tanto, aplicar diferencias de potencial para que en la multiplicidad se formen distribuciones de densidad de carga distintas.
Este resultado se obtiene proyectando sobre la multiplicidad la tensión inherente a dos formas duales: Todo/Parte y Dentro/Fuera.
Gracias a esta proyección se generan las figuras principales de «lo social», que a su vez, dan lugar a otras muchas.
- El extranjero. Es una Parte contrapuesta al Todo. Está Dentro, pero se pone Fuera.
- El delincuente. Es una Parte contrapuesta al Todo. Está Fuera, pero se pone Dentro.
- El marginado. También es una Parte contrapuesta al Todo. Está Fuera y permanece Fuera.
- El individualista. Como las otras figuras es una Parte que se opone al Todo, aunque a veces, puede confundirse con él. Está Dentro y permanece Dentro.
La imposición activa de la norma configura el territorio en un Todo/Parte y en un Dentro/Fuera en relación a los cuales se definen las figuras de «lo social». Si lo anterior es cierto, habría que reconocer entonces que
- «lo social» huye ante nuestra mirada como la «cosa en sí».
- O de otra manera. Que para aprehender «lo social» debemos reducir su complejidad,
- o lo que es equivalente, tenemos que verlo desde el lugar que abre el poder.
Pensamos «lo social» para inevitablemente dominarlo, por eso lo encerramos en una identidad. Pero entonces habríamos avanzado muy poco, al pasar de la forma Otro a las figuras de «lo social», ya que simplemente habríamos sustituido una identidad única por otras cuatro.
No es cierto. Las cuatro figuras: el extranjero, el delincuente, el marginado y el individualista no son identidades cerradas y estancas.
Como hemos insinuado repetidas veces, todos somos potencialmente cualquiera de ellas, lo que quiere decir
que se intercomunican.
El extranjero puede perder su tensión interna y convertirse en un delincuente, éste a su vez… Que
exista comunicación entre ellas, que «lo social» sea, por tanto, fluido en todo momento, no significa, como hemos ya indicado, que exista una completa traducibilidad recíproca.
«Lo social» no habla un mismo lenguaje, ni hay en la metrópoli un metalenguaje que los unifique. Por eso «lo social» no es un Otro frente al Mismo.
No puede pensarse «lo social» desde la unificación. Y sin embargo, hay una estructura común que lo sustenta. Una estructura que engloba el pervivir, el sobrevivir, el revivir y el desvivirse. Esta estructura es el querer vivir.