La Nueva Edad Media
Por Hoenir Sarthou
Hoenir Sarthou Voces 18 nov 2020
“… las instituciones que crearon y expandieron los conocimientos
necesarios muy pronto condujeron a una nueva forma de inmadurez.
Hoy se acepta el veredicto de científicos y otros expertos con la misma
reverencia propia de débiles mentales que se reservaba ante a obispos
y cardenales…”.
(Paul Feyerabend. “Adiós a la razón”)
¿Cuántos de nosotros hemos constatado directamente la forma del Sistema Solar y su ubicación en la Vía Láctea, o la estructura atómica de la materia, o la vida microscópica de nuestras propias células? ¿Qué certeza personal tenemos de que haya existido Gengis Khan, o Sócrates, o el Sacro Imperio Romano Germánico?
Sin embargo, la mayoría de nosotros cree sin vacilar en esas cosas. De hecho, ni siquiera usamos el término “creer” para referirnos a ellas. Estamos convencidos de “saber” que son, o fueron, tal como nos las representamos, aunque ninguna investigación o experiencia personal hayamos hecho o tenido sobre ellas.
¿De dónde proviene esa certeza? O, en otras palabras, ¿por qué creemos en lo que creemos?
Quizá, antes de respondernos, debamos acordar el significado de un par de palabras. A los solos efectos de este artículo, sin meterme en honduras filosóficas, propongo distinguir entre “información” y “conocimiento” (reservaría incluso un tercer nivel, el de “saber” o “sabiduría”, para un grado de relación mucho más profundo con la realidad, al que no voy a referirme aquí).
Sobre ciertas cosas –pocas, en general- tenemos conocimiento directo. Es decir, nuestra noción sobre ellas no proviene exclusivamente de relatos ajenos sino que tenemos además experiencia propia, vivencial. Por ejemplo, desde muy niños, todos experimentamos la ley de gravedad. Antes de tener ninguna información teórica, descubrimos que las cosas y nuestros cuerpos caen si no tienen un punto de apoyo. Luego se nos enseña la teoría, pero ésta queda indisolublemente ligada a nuestra experiencia previa. Lo mismo ocurre con lo que aprendemos en nuestro ámbito de trabajo o actividad. Es información teórica confirmada por nuestra experiencia y comprobación vivencial.
Sobre la mayor parte de las cosas, lo que tenemos es sólo información, relatos y datos ajenos, que provienen de la tradición, del sistema de enseñanza, de la ciencia, de la historiografía, de la literatura, del cine, de la publicidad, y, cada vez más abrumadoramente, de la prensa y de las redes sociales.
Para ilustrar la idea, una anécdota: yo leí dos libros titulados “El Quijote de La Mancha”. Uno en el liceo, mediado por la interpretación de una profesora de literatura, que a su vez había leído la interpretación de no sé cuántos analistas de Cervantes. Fue enriquecedor. Entre otras cosas, ella me explicó qué eran una “venta” y una “moza del partido”, y por qué Cervantes decía “fermosa” y no “hermosa”, además de informarme sobre cierto sentido alegórico de la obra, que para ella era evidente.
Muchos años después, se me ocurrió leer nuevamente El Quijote. Descubrí otro libro, escrito por un pícaro con mucha “calle” y “boliche”, a la vez culto y resentido, que era además un gran y fino humorista y un ácido crítico de la vida cultural de su época. La cosa tiene una triple vuelta. Porque El Quijote es un relato sobre la realidad (el relato de Cervantes), yo lo recibí transformado por el relato de una profesora, y finalmente lo re- conocí leyéndolo a solas. Reitero: lo que conocí fue el relato de Cervantes, no la España, ni la caballería, ni la literatura de su época, sobre las que sólo recibí información.
La cantidad de conocimiento avalado por la experiencia que logra acumular cada uno de nosotros ha aumentado bastante a lo largo de la historia, con las nuevas técnicas, los nuevos oficios, las grandes urbes y los viajes. Pero ese aumento del conocimiento es incomparable con el que ha experimentado la simple información que recibe un habitante promedio del mundo en este Siglo XXI.
Terremotos, profecías, guerras, campeonatos de fútbol, resultados electorales, golpes de Estado, romances de artistas, descubrimientos científicos, crímenes, teorías filosóficas, epidemias, fiestas y hambrunas nos llegan de inmediato a través de la prensa y las redes. Pero, claro, lo que nos llega es información sobre esas cosas, relatos mediados por la interpretación de los medios y los intereses involucrados, ya que usualmente no tenemos contacto directo con los hechos ni con sus protagonistas.
Un campesino o un aldeano de la Edad Media tenía en la mente infinitamente menos información sobre la realidad que nosotros, pero, comparativamente, su conocimiento empírico de esa realidad era mayor. Conocía a su amo y a sus vecinos, sabía cómo crecían las semillas y se criaban los animales. Respecto a lo demás, analfabeto y con muy escasa información sobre lo que pasaba fuera de su entorno, los relatos más relevantes que recibía eran los del cura, que, bajo la autoridad intelectual de los Padres y Doctores de la Iglesia, le informaba sobre el Bien y el Mal, Dios, el Diablo, el pecado y la salvación o la perdición de su alma. Supongo que la fe, ayudada por el miedo al Infierno y la siempre factible mortificación del espíritu y de la carne, harían el resto.
Vuelvo a la pregunta inicial: ¿de dónde extraemos la certeza sobre el cúmulo de información que sustenta nuestra noción del mundo?
Ya sé, Ilustración mediante, me dirán que confiamos en la ciencia, en la historiografía, en la prensa y en las distintas técnicas que facilitan y orientan nuestras vidas.
Lo interesante es que, en la medida en que la mayoría de nosotros carecemos de elementos para juzgar si una teoría científica, una versión histórica, una opinión técnica, una propuesta político-económica o una noticia mediática son ciertas, en lo que confiamos en realidad es en los científicos, los historiadores, los técnicos, los políticos y los periodistas. Se trata del viejo argumento de autoridad: “Lo creo porque lo dice Fulano, que sabe mucho de esto”. Aunque seamos incapaces de verificar ese conocimiento. En definitiva, la mayor parte de nuestras convicciones sobre el mundo y el universo siguen siendo un acto de fe. Y, cuanto mayor es la complejidad de la realidad, mayor es la dosis de fe que necesitamos.
No nos extrañemos por esa recurrencia de la fe, encubierta bajo una apariencia de racionalidad científico-técnica. Nos sorprendería saber la cantidad de científicos que sostienen convicciones religiosas aparentemente incompatibles con las bases de su disciplina. O la de personas con formación terciaria que creen en los espíritus y en la posibilidad de convocarlos. Después de todo, la ciencia no puede probar la existencia ni la inexistencia de Dios, o de los espíritus. Todo lo que puede decir es “no hay evidencia de una u otra cosa”. Por eso tampoco puede validarse a sí misma como único saber confiable, salvo que se autoasuma como una nueva forma de fe, que es lo que suele hacer.
¿Qué ocurre en un mundo de creciente complejidad, en el que la gente deposita ciegamente su fe en las posibilidades de una ciencia y de una técnica que no comprende?
Tenemos a una población educada para creer y someterse a lo que se le presente como “verdad científica”. Y unos medios de comunicación capaces de simplificar y difundir ilimitadamente las “verdades científicas”.
La consecuencia es obvia: quien controle a las verdades científicas y a los medios de comunicación, controlará al mundo. Le costará poco trabajo que los gobiernos se plieguen a sus propósitos. La mala noticia es que ya hay quien controla, a la vez, a las verdades científicas y a los medios de comunicación. Y les doy un indicio: la palabra clave es “financiación”.
Lo que quiero decir es que el fenómeno pandémico tiene estructura religiosa. Hay en él un principio del mal (el virus), un pecado (la imprudencia; quienes padecen el mal son culpables o victimas de imprudencia), un infierno (CTIs desbordados y sin respiradores), una Iglesia y sacerdotes (la OMS y sus científicos y expertos), un libro sagrado (los protocolos sanitarios), y finalmente una esperanza y un paraíso (la vacuna). Claro que hay científicos herejes, pero son combatidos con censura y represalias, como otros herejes lo fueron con el fuego y con la espada.
Sólo me quedan dos palabras por decir: “sentido común”. Ese infrecuente sentido que nos lleva a detectar falacias e inconsecuencias, a confrontar pretendidas verdades con la experiencia de lo que realmente ocurre. El que puede salvarnos de la ingenuidad propia y dela manipulación ajena.