La ciencia, bien entendida, no es religión ni gobierno. Sí antídoto contra el opio de los pueblos. No se le debe endiosar, sino cuestionarla siempre. En eso consiste su potencia. Se opone al pensamiento fanático, la superstición, la pereza mental y la falsa magia. El verdadero pensamiento mágico es otra cosa, milenario, sagaz y respetable. En cuanto a la ignorancia, la hay de dos tipos: la inevitable de la indigencia, y la deliberada de los que deciden no saber, poniendo en duda lo que se sabe sin molestarse en entender. Así como muchos que podrían leer prefieren no hacerlo.
Llegados a nuestros días y años de riesgos de salud, ambientales y alimentarios, este asunto de la ignorancia y el conocimiento cobra interés. Viendo los acontecimientos reaccionarios en Estados Unidos, Brasil y Europa, adquiere una relevancia política sin precedente, ni siquiera en tiempos del fascismo histórico. ¿Estamos ante el huevo de la serpiente? La victoria cultural de Trump es innegable. Dio base masiva (70 millones de votos) a las ideas más delirantes, paranoicas, fundamentalistas e infundadas, les imprimió un sello de legitimidad alarmante tras cinco años de envilecer la verdad y la política, que miren que ya era vil antes de su resistible ascenso, como dijera Brecht.
El evento del Covid-19 sucede en la naturaleza, no depende de lo que pensemos, creamos o se nos antoje. Llegados al pico invernal de la pandemia que ha consumido el 2020, estamos más socráticos que nunca. La epidemia sigue, y con ella sus efectos, no por conocidos más controlables mediante recursos hospitalarios, paliativos y cuarentenas.
Hay distintas formas de leer el fenómeno. Unos sacan estadísticas y hacen proyecciones con seriedad. Otros buscan afanosa y millonariamente la santa vacuna. Para algunos es un invento de Bill Gates, o un ataque biológico de la pérfida China. O un anillo al dedo. Para otros más, un resultado esperable de la globalización y la industrialización brutal de lo que comemos, bebemos y respiramos; para éstos, el culpable de la pandemia es el capitalismo.
Nada de lo mencionado cambia el hecho de que se extiende por todo el planeta un virus muy contagioso y frecuentemente dañino para el cual no existe cura o vacuna, y se le combate en arduas escaramuzas farmacológicas desde sistemas de salud disfuncionales ante la magnitud del reto. Pero, típico del capitalismo, la pandemia resulta muy redituable para las farmacéuticas y los siempre ganones de la telecomunicación digital. Como documentara Naomi Klein, los desastres son un gran negocio. El terrible fin del hielo ártico, que avanza mientras usted lee estas líneas, pone en los cuernos de la luna los valores de mineras, petroleras, constructoras y armeras. La guerra seguirá siendo redituable. El hambre es negocio, y la obesidad también.
Que estamos insertos en un vasto experimento de control social, sí. Que nos atraparon nuevamente las despiadadas leyes de mercado, también. Que se abre una oportunidad para quienes reclaman autoritarismo y represión. Son efectos, no causas, y los vemos alimentar racismos, resentimientos, discriminación, alienación, fanatismo.
Una forma de egoísmo consumado lo ejercen cotidianamente quienes deciden
no cubrirse la boca. No se trata de una cortesía ni depende del libre albedrío; es la única forma empírica de detener al virus que flota entre nosotros. Quien acude desprotegido a un rave, una boda de postín o una playa atiborrada de bañistas se echa un volado, pero confía en ganarlo. Se ampara en su juventud, o en la certidumbre de ser inmune por regalo divino, o en que prefiere no pensarlo.
Lo que nos mata, a fin de cuentas, es el egoísmo que dictan el capitalismo y las creencias religiosas: sálvese quien pueda; mañana estaré con Alá en el Paraíso; en el Juicio Final estaré yo solo ante el tribunal de Dios; el mundo nos pertenece ahora y hay que exprimirlo, los que vienen después, que se las arreglen como puedan. Hay quien ve en la pandemia una limpieza social como les gustaban a los nazis. Eso, egoísmo.
En un sensato artículo (Pensamiento mágico
, La Jornada, 18/9/20), Carlos Martínez García pone en picota las creencias apocalípticas o irresponsables ante el conocimiento científico de la pandemia. Debe darnos qué pensar que los éxitos por mantener a raya la enfermedad que se adueñó del aire ocurren en comunidades organizadas (o bien los sistemas autoritarios y supercontroladores de Oriente). Van mejor las colectividades que se organizan, comparten cierta disciplina, cooperan y no compiten, hacen de lado filias y fobias. La pandemia no es un asunto de opinión o creencia.
Hoy se pronuncia con esperanza o por moda la palabra empatía
. La manera sana y posible de navegar las turbulencias es con cuidados, conocimientos compartidos, respeto a las reglas de convivencia que, comprobadamente, nos protegen bajo la noción de que los otros me importan. En la pandemia, el Yo no salva a nadie.