Rita Segato: “El patriarcado funda todas las otras formas de la desigualdad”
Jorge Fontevecchia Cofundador de Editorial Perfil - CEO de Perfil Network.
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Por primera vez desde sus 23 años pasó tanto tiempo en una Buenos Aires casi “de ciencia ficción” por la pandemia. Considera que el virus puso en debate el Antropoceno, y nos abre a cuestionarnos cómo producimos y consumimos. Tilcara y Brasilia son sus otras dos ciudades. Desde allí, vivió de cerca y analizó la sabiduría de los pueblos originarios y la violencia de las cárceles. Y resignificó la importancia del feminismo para entender lo general y lo particular de los vínculos. Para ella, maternar y cuidar son hechos políticos.
—Al comienzo de la pandemia en un reportaje que usted hizo por zoom le dijo al periodista que la humanidad en algún momento puede desaparecer, lo que lo dejó un poco inquieto. ¿Qué cosas pudieron terminar con la pandemia y no terminaron y qué cosas sí terminaron?
—Vengo defendiendo el no saber. La posibilidad de decir “no sabemos”. El punto central de esta pandemia es la lección de incertidumbre. Justo llega en un momento de la historia de la humanidad en que se pretendía tener certezas. Era una fase apocalíptica del cartesianismo. Se creía que el mundo visto como cosa había sido completamente controlado y por lo tanto el tiempo estaba bajo control. Que la historia estaba encapsulada. Hace tiempo que empecé a pensar que la imprevisibilidad es la única utopía del presente, que la historia es un animal impredecible. En PERFIL usted tiene uno de los emblemas de esa imprevisibilidad, el Muro de Berlín. Gente absolutamente especializada en estudiar las relaciones internacionales, la política, miraba el Muro y nunca fue posible predecir en qué momento la historia le iba a pasar con un coletazo por encima. Es emblemático de lo que quiero decir sobre la pandemia. No sabemos, y hay gente que no acepta ese no saber. —Saber que no se sabe es mejor que creer que se sabe y no se sabe.
—Es mucho mejor, porque es mucho más verdadero. Ayuda a abrir la historia porque ¿quiénes desean tener un control sobre el futuro, sobre la historia? Los poderosos.
—Déjeme leerle un párrafo sobre el tiempo. Usted escribió textualmente en un artículo en la revista “Noticias” sobre “ese deseo del control de la temporalidad de la vida con su inherente descontrol y límite que se interpone al intento de administrarlo. El tiempo, que no es otra cosa que el tiempo de los organismos de la propia Tierra como gran organismo y de la propia especie como parte de ese gran útero terrestre, desafía la omnipotencia de Occidente, su obsesión por administrar los eventos, que lo consideramos como parte de la neurosis de control”. ¿Podríamos decir que el coronavirus vino a detener el tiempo y por momentos a eliminar la noción de futuro?
—No. No la elimina porque hay una gran percepción del tiempo. Al contrario, viene a instalarlo, viene a enseñarnos el respeto al tiempo en su calidad, en su naturaleza incierta. Es un respeto que habíamos perdido. Es muy difícil explicarlo porque no se ve. La gente de mi generación ha tenido dos vidas, una antes de que la computadora se hiciera un artefacto doméstico, antes de que apareciera la comunicación inalámbrica, fue una vida entera. Mi vida está partida en dos. Hasta un cierto día en que tenía unos 33 o 34 años vivía una vida en la que escribí una tesis de 600 páginas en una máquina de escribir, en la que no podía avisarle a mi mamá dónde estaba, qué estaba haciendo. Ese ser se terminó y se terminó bruscamente. Y ese ser no era capaz siquiera de tener una idea de cómo sería este otro ser que soy ahora y somos todos lo de mi generación ahora, que es un ser que puede comunicarse desde cualquier lugar prácticamente con todas las personas con que se relaciona. Somos dos vidas, y antes no podíamos tener una idea de cómo sería esta vida y no podemos recordar cómo era la otra.
—¿Y usted dice que no vamos a poder recordar cómo era la vida actual o prepandemia después de la pandemia?
—La pandemia parece algo de ciencia ficción. A principios de marzo estaba por tomar un avión a Bruselas para ir al Parlamento Europeo. De golpe, a los pocos días todo quedó en suspenso. Y eso en marzo.
—El coronavirus plantea una suerte de fin del futuro en el sentido de que ya no se puede programar.
—En ese sentido sí. Nos enseña a vivir en el presente, nos enseña a apreciar y a intentar entender, leer este presente. A estar en un tiempo menos cronometrado o más existencial. Mirarnos de otra forma y darnos cuenta de que estamos atravesando algo como de ciencia ficción. Ir por la calle y ver a toda la gente con barbijo o con una máscara de plástico. Si nos lo contaban el año pasado, hubiéramos dicho que era una película de ciencia ficción.
—Y esas metáforas bélicas que uno ve, “la guerra contra el virus”, toda la política que está montada sobre la presunción de la existencia de un enemigo común. Hay varios líderes europeos que dieron conferencias de prensa con los militares al lado. ¿Allí la metáfora se convierte en metonimia?
—Sí, mucha gente infelizmente usa la imagen de la guerra. Promueve una política del enemigo. Toda política del enemigo tiende en alguna forma subrepticia al fascismo. Los discursos sobre el enemigo del enemigo deben ser evitados.
—Una metonimia que también se ve en la confusión de suponer que las vacunas rusa o china son “comunistas”.
—Es la mochila de la Guerra Fría. Las personas no se dan cuenta de cuán lejos quedó el mundo hoy de la Guerra Fría. De nuevo, la política del enemigo, el discurso del antagonista al servicio de los intereses de algunos.
—Usted escribió lo siguiente en un artículo de la revista “Noticias”: “Veo el Covid-19 como Ernesto Laclau vio la figura de Perón en la política argentina: un significante vacío al que diversos proyectos políticos le tendieron su red discursiva”. ¿Podríamos decir que también el Covid-19 sirvió para que cada gobierno le coloque el significado?
—Cada uno le da un significado. Un ejemplo puede verse en la “pulsión de muchedumbre”. El deseo intenso de estar en la calle, el deseo de estar entre los demás. Ni siquiera estar con gente conocida. Es muy patente hoy. Pero hubo un secuestro de eso. Hay algunos sectores que hacen un secuestro de esa pulsión absolutamente humana. Hay un secuestro y se lo coloca en términos de un derecho. No es un derecho; es una pulsión. Por tanto, es necesario colocarle una razonabilidad. O una gestión. Las pulsiones se gestionan, se comprenden, se organizan. “Quien tiene el poder sobre los cuerpos de las mujeres también lo tiene sobre la nación.” —Se canalizan. —Hay gente que se aprovecha, porque es instintivo estar entre los otros. La humanidad tiene necesidad de compañía. Hay un mal uso de esta pulsión. Es un problema serio. La tarea es analizar, hablar, ponerles palabras a las cuestiones. Esa es la tarea de quien trabaja con un lápiz en la mano frente a una computadora. Quienes nos dedicamos a pensar somos donadores de palabra. Es necesario en este caso nombrar este deseo de muchedumbre y la apropiación de eso para sembrar la irracionalidad. Hay algo que llamé el carácter involutivo, porque una de las cosas que nos mostró la pandemia es la extraordinaria adaptabilidad del ser humano. La adaptación fue rapidísima. La característica suprema de nuestra especie es la maleabilidad extrema. La gente que no se adapta a las condiciones de la gestión de la salud tiene una desventaja evolutiva. No evolucionó lo suficiente como para comprender que es necesario modelar, tramitar, gestionar la pulsión de muchedumbre.
—Usted escribió también que “el virus hará posible derrumbar la ilusión neoliberal y abandonar la acumulación egoísta porque sin solidaridad y sin Estado proveedor no nos vamos a salvar”. ¿Sigue vigente esa idea o prima la idea de Giorgio Agamben de que puede terminar siendo algo peor como dictaduras, sistemas opresivos?
—Me molestan mucho, incluso en autores que respeto, la ansiedad y el apuro con el que se lanzaron a intentar decir cómo va a ser, qué va a pasar. No sabemos. Lo que sí podemos hacer es mirar alrededor. Nuestro país, al que volví por opción, tiene una reserva importante de colectivismo. Hay estructuras colectivas que curiosamente se han mantenido al rescoldo. No me refiero a partidos, a las estructuras colectivas que tienen que ver con propuestas partidarias y del Estado, que también están ahí. Me refiero a reservas de colectivismo en la propia gente, en la vida, en lo cotidiano. Uno va a comprar un botón y en ese mismo momento le cuenta un pedazo de su biografía a la persona que se lo vende. Eso es Argentina: una gran facilidad para hacer amistad, para intimar rápidamente. No es solamente una cordialidad superficial, como a veces sucede en Brasil. En Colombia hay una costumbre de cordialidad, de buenas maneras. No somos cordiales, pero intimamos fácil y somos vinculares. Muchas veces me pregunté de dónde vendría eso.
—¿Tenemos una ventaja evolutiva en ese sentido?
—No diría eso. No soy patriotera. Pero es raro. Quizás se origina en la gran cantidad de inmigrantes. Es misterioso. También hubo un gran quiebre en la sociedad y un renacimiento importante en 2001. Allí las reservas tocaron fondo y hubo una reestructuración de la sociedad. Nos salvó un cierto colectivismo. Con la pandemia, ese colectivismo volvió a resurgir. Lo veo en mis vecinas. Por un tiempo no pude salir a la calle por mi edad y por mi compañero, que tiene una vulnerabilidad específica. Allí apareció incluso gente con la que no conversaba previamente.
—¿Cómo encontró a la Argentina después de no vivir acá durante tantos años?
—Todavía la veo con un pie adentro y un pie afuera. Muchas veces tengo que disculparme porque hay cosas que no sé. Son 45 años de ausencia. Es un tiempo muy importante. Tuve que hacer un aprendizaje muy rápido. Es un libro entero para aprenderse de memoria en tan poco tiempo.
—Pero eso también le da una mirada de perspectiva.
—También. Encontré aquí personas muy nobles. Dentro de mi grupo de activismo, el feminismo, me encantó y me sorprendió ver la generosidad de las feministas de mi generación, las que tenemos alrededor de 70 años: Dora Barrancos, Diana Maffía y Ana Falú son mis amigas. Me recibieron con los brazos abiertos, no como alguien que viene a molestar, a ocupar el lugar de otra persona. Es emocionante esa generosidad en mis pares. No es así en todos los lugares. Eso fue hermoso. Desde los 23 años nunca había visto pasar las estaciones en el mismo lugar donde nací, fui a la primaria y a la secundaria. No había visto el ciclo del año, entonces ahí se abren los portales y aparece mi madre, mis padres, las figuras de mi infancia, el edificio. Mi mamá siempre decía: “¡Ay! Cuidado, este es un país de fanáticos”.
—En Brasil dicen eso de los argentinos.
—Encontré mucho fanatismo, que no me gusta porque impide pensar. “Los hombres son los subyugados al mandato de masculinidad.” —Usted escribió: “Estamos viviendo una época experimental”. ¿Para un antropólogo la pandemia es un experimento?
—La pandemia es un gran experimento, de maleabilidad, de capacidad adaptativa. Estar en casa, no poder salir, salir con barbijo, pensar en los otros en primer lugar. El barbijo no es por uno sino por los demás. Es un gran experimento. Algunos salen bien; otros salen muy mal.
—¿Y cómo definiría usted el pensamiento incómodo?
—No puse yo ese nombre. Para mí, mi pensamiento es obvio. El nombre lo puso un periodista muy conocido. Estaba cenando y me llamaron de la Unsam para preguntarme cómo se llamaría mi cátedra. No se me ocurría un nombre. Entonces muy amablemente Reinaldo Sietecase dijo: “Cátedra Rita Segato de pensamiento incómodo”. Porque cuando pensás, incomodás. No salió de mí.
—¿El pensamiento incomoda? —Quizás.
—¿El pensamiento puede ser un poco subversivo en determinadas circunstancias?
—Pero no es “proposital”. Al contrario. Me doy cuenta de que molesté después de hacerlo. Las consecuencias de molestar son tremendamente desagradables. Hay que tomarlo con un poco de humor.
—Se estrenó recién una temporada de una serie muy popular, “The Crown”, y allí aparece Margaret Thatcher diciéndole a la reina que no confíe en las mujeres porque son demasiado emocionales. Usted se preguntaba: “¿Solo es mujer quien lleva el cuerpo de mujer? Margaret Thatcher lleva un cuerpo de mujer y no existió mayor enemiga de las mujeres que esa primera ministra inglesa que cerró las empresas públicas y mandó a las mujeres a la casa”.
—Cerró las guarderías para que las mujeres dejaran de competir por el mercado de trabajo en una época de desempleo. No había trabajo. Mandó a las mujeres a la casa para reducir la oferta laboral. No hubo mayor enemiga de las mujeres que Margaret Thatcher.
—Ahora, usted fíjese que al mismo tiempo durante la pandemia aparecen como grandes administradoras las mujeres, las líderes mujeres. ¿Hay algo de la conducción femenina para la gestión que resulte un valor especial?
—Las mujeres somos las gestoras de lo comunal y de lo vincular. Y en la pandemia se nos despojó de nuestra politicidad anterior. Cuando entramos en el campo de la política se nos exigió el estilo burocrático, de la politicidad masculina, de una historia de la política de los hombres. Pero la casa, el espacio donde se gestiona la vida sobre todo y se protege la vida en tiempos de pandemia, es un espacio político también. Maternar es político. Es una habilidad que se puso muy de manifiesto en tiempos de pandemia.
—¿Y cuál es su evaluación del manejo de la pandemia del gobierno argentino?
—Confío en esa gestión. Le entregué mi confianza. Los argentinos tenemos que aprender a confiar. O sea, hemos salido de cuatro años de desvalijamiento de la nación. Le entregamos el voto a una persona; entreguémosle la confianza. Creo en la gestión de Alberto.
—¿Le llamó la atención el silencio de Cristina Kirchner?
—Es un trazo de su inteligencia y el fruto de un acuerdo. La idea de este par presidente/vicepresidenta es una idea de Cristina. Dejémoslo funcionar. Démosle una tregua. Si fuera Cristina también trataría de cumplir con mis obligaciones y mantener un bajo perfil.
—Usted dijo que la pandemia “habla de la importancia de aquello que nos hace falta y de aquello que no nos hace falta, de todo aquello que nos resulta superfluo y que aprendemos que es superfluo a partir de la pandemia”.
—La pandemia es como un gran escáner, una resonancia magnética que pasa alrededor de la realidad, alrededor del planeta, y muestra muchas cosas.
—Quién es quién.
—Claro. Muestra qué necesitamos y qué no. Pone entre paréntesis la cuestión del consumo. Se puede vivir con muchas menos cosas, sin esa imagen de que tenemos que ser una vitrina en la calle. Nos trae la posibilidad de experimentar. Es un laboratorio de otras formas de vivir. Nos trae la posibilidad de un reseteo de la realidad. Ahí habrá un forcejeo, una pulseada. Pulsearán diferentes intereses en una dirección y otros en la otra. La historia es una gran pulseada; el otro nunca desaparece. No hay posibilidad de nulificar la diferencia de posiciones, de pieles políticas, de sensibilidades éticas. Estarán siempre ahí. Lo importante es verlas con claridad y ser capaces de un análisis. “El punto central de esta pandemia es la lección de incertidumbre.”
—¿Y el reseteo también es personal?
—Yo creo que sí.
—Como una gran terapia de toda la humanidad.
—Una gran terapia colectiva. Y ahí estaremos dos tipos de personas: aquellas que entendemos que la vida es movimiento, y que es difícil eso, abandonar cosas y aceptar cosas nuevas, y otras personas apegadas, agarradas. Desean cancelar el tránsito del cambiar de idea, de entender lo que no habían entendido, de ver un horizonte que no habían percibido. Percibir que el horizonte está abierto, disponible.
—¿La desventaja evolutiva estaría en las personas demasiado melancólicas?
—Melancólicas no sé. No puedo decirlo porque soy melancólica. Hablo de personas que no aceptan la vida como movimiento, como transformación.
—¿Al mismo tiempo se puede aceptar y extrañarlo?
—Uno de los grandes secretos de la vida es la disponibilidad. Hay personas que se cierran, que no están disponibles. Es una pena. No saben lo que se pierden.
—¿Qué opinión tiene respecto de que el candidato de Evo Morales, Luis Arce, haya sacado muchos más votos que los del propio Evo?
—No me sorprendió. Es muy difícil pensar Bolivia desde Argentina.
—¿Como Brasil desde Argentina?
—Cada país piensa desde su ombligo. Ese es un problema serio de América Latina. El tema de las elecciones bolivianas es el recambio. En el mundo aimara propiamente dicho, que todavía existe con sus características, ser autoridad no es algo deseable. La autoridad tiene dos cabezas que no necesitan ser cónyuges, padre e hija, dos hermanos, pero sí necesitan estar pensando. Se percibe en la reunión de los mallkus, los dos sombreros, uno masculino y otro femenino. Están los dos principios pensando la política. Esas autoridades aimaras o mallkus, cuando son designadas autoridad, no quieren; porque la autoridad pierde: tiene que abandonar su parcela, no puede continuar con los cultivos, su producción, durante ese período.
—Es un servicio.
—Es un servicio a la comunidad y trae pérdidas.
—¿El problema que tuvo Evo es la necesidad de recambio?
—Lo dijo Arce. El discurso de David Choquehuanca. Los discursos de asunción del mando son dos perlas. Nunca escuché discursos de asunción. El del vicepresidente en un momento dice: “El poder es como la sangre: tiene que circular”. “El poder hay que compartirlo”. Casi hacia el final están esas dos frases textuales. Es pura salud. No hay nada del otro mundo en eso. Es real. Tengo una gran admiración por David Choquehuanca. Hay algo que quiero decir en el libro La nación y sus otros, que fue publicado en 2007. En la introducción digo “Bolivia ahora es la proa de América”. Cuando se instala como ministro de Relaciones Exteriores, Choquehuanca manda a editar, a investigar y a publicar seis volúmenes preciosos sobre cómo es gobernar desde una perspectiva aimara. En el centro está un análisis profundo del buen vivir, del Sumak Kawsay, que después fue transformado en una especie de autoayuda. Son seis volúmenes donde se analiza cómo es la idea del buen vivir orientando una gestión de Estado. En fin, es un tema para analizar, ver si es posible o no. Los enseñé en mis seminarios de antropología y derechos humanos.
—Ahora, usted especialmente puso foco tanto en Bolivia como en Ecuador. Dijo: “En Ecuador, por ejemplo, los sindicatos y partidos de izquierda no consiguieron hacer lo que lograron los indios, defender al pueblo del Fondo Monetario Internacional”. Y en este mismo reportaje de la semana pasada, el filósofo francés Jacques Rancière dijo que había una fuerza emancipatoria que no llega a ser interpretada ni canalizada por la izquierda clásica en América Latina. ¿Coincide con esa visión?
—Totalmente. Es mi posición.
—¿Y cómo la podría describir?
—¡Uy! Hay muchos autores hoy en día intentando entender. Si uno abre el mapa de América Latina, quizás el mundial también, donde todavía queda algo es donde están los pueblos.
—¿Los pueblos originarios?
—Claro. No existiría capitalismo sin Potosí, lo dice Karl Marx: sin el extractivismo en el nuevo mundo y la acumulación primitiva no hay capital. No hay el camino hacia el proyecto histórico del capital en mi vocabulario. Por algo menos de un siglo fue la ciudad más rica del mundo. No quedó nada. Es pobrísimo. Quedó un cerro lleno de agujeros. Estudiemos otra cosa, si la historia no es para aprender. ¿Para qué dar exámenes de Historia, para qué tantas horas de los profesores de Historia?
—¿Y qué enseñanza cree que deja esa mirada distinta de los pueblos originarios respecto de la emancipación? ¿Qué se les enseña a los sindicatos, a la Iglesia?
—Este es un continente de desertores. En el momento en que se hizo un conteo sobre la sangre de los argentinos, muy contrariamente a lo que pensamos, se descubrió que no venimos de los barcos. El 56% de la sangre argentina, incluso de algunas personas que son muy blancas, es indígena. Y si midiéramos la sangre africana quedaríamos perplejos. Con ese ojo extranjero de persona que vivió en Venezuela, en los Estados Unidos, en el Reino Unido, en Brasil, fui a Santiago del Estero. Nunca había pasado en Santiago del Estero más que un día de paso hacia Jujuy en la adolescencia. Me quedé unos diez días en Santiago del Estero para dar un seminario. Es una provincia mulata, una provincia negra. En Argentina no lo vemos, porque no tenemos un ojo lector del componente africano que existe en nuestra población, y es muy fuerte. Y sobre todo en las provincias del noroeste, Santiago del Estero, Tucumán, La Rioja, Catamarca, el componente afrodescendiente es muy grande. Bombo, malambo, samba, son palabras bantú, son palabras de Angola. Palabras africanas. No nos lo han contado. No lo vemos. La sangre argentina no bajó enteramente de los barcos. Es un gran mito y es una gran ficción. Y además de no haber bajado solamente de los barcos, también los paisajes que habitamos están impregnados de la presencia ranquel, mapuche, diaguita. Los otros días estaba comiendo en un lugar en el que había gente indígena y le pregunté a un joven que estaba adelante mío, con mis ojos de extranjera, de dónde era. Me contestó que era diaguita. En el colegio me habían enseñado que los diaguitas estaban todos muertos hace mucho tiempo. Es falso. Los huarpes están vivos, no están muertos desde hace 200 años como contó Domingo Faustino Sarmiento. Es falso. Los pueblos entraron en una larguísima clandestinidad de 200 años. Protegen todo, porque tienen una relación con el paisaje muy distinta de la del hombre blanco occidental. No es predadora, no es cosificadora. La colonización, el Occidente, la blancura nos enseñó a ver la naturaleza como una cosa, como un recurso humano. Algo que también podemos pensar en relación con la pandemia. La pandemia nos mostró que estamos dentro de la naturaleza y expuestos a sus procesos y ciclos de la vida y la muerte como no los habíamos pensado.
—La filósofa afroamericana y profesora de la Universidad de California Angela Davis escribió muchas veces sobre cómo se entrecruzaba feminismo con lucha política, especialmente en el caso de los afroamericanos en Estados Unidos. ¿Cómo es su dialéctica entre el feminismo y las pertenencias políticas y las luchas de emancipación?
—Es algo que cambió con el tiempo. Percibí cosas que antes no. Me fui dando cuenta de lo fundamental que es la lucha antipatriarcal. El patriarcado funda todas las otras formas de desigualdad.
—Finalmente es una lucha con el poder.
—El feminismo no es una lucha de mujeres contra hombres. Se lo digo a las mujeres. Es una lucha contra la primera forma de poder, que es el patriarcado. La primera forma de adueñamiento, de dueñidad, de colonialidad, es el patriarcado. Muchos piensan que es un problema secundario, pero no. Es falso. Cuando vemos la existencia de la opresión patriarcal, tan frecuente en un político por ejemplo, estamos viendo una señal de deseo, de omnipotencia, de adueñamiento, de dueñidad, de dominación. Es un síntoma que permite diagnosticar qué personas son.
—Sobre el tema del aborto, usted escribió textualmente: “La cuestión que está en juego es esa negación del Estado. En el fondo no es una discusión sobre el aborto sino sobre quién escribe la ley. Lo que está dicho ahí, esas mujeres que saquen el cuerpo, que se dejen de joder, porque no son ellas las que escriben las leyes. La ley no tiene eficacia material porque todo el mundo sabe, es una falsa ley, nadie se ha dejado de hacer un aborto aun con riesgo de morir. En todo caso, habla de otra cosa, que no se va a dejar a un montón de muchachitas libres, felices, festivas, bailando en la calle, que ellas escriban las leyes. Ese es el tema de la discusión del aborto en el Congreso, quién tiene el poder sobre la nación, quién tiene la lapicera para escribir las leyes”.
—Ahí está. Quien tiene el poder sobre los cuerpos de las mujeres, tiene el poder sobre la nación. Hay un síntoma muy preciso. El problema de la criminalización del aborto es un problema de violencia de género. La peor de todas las violencias. Obligar a una mujer a tener adentro un pedazo de carne, un conjunto de células que no desea, como experiencia física es igual a una violación. La criminalización del aborto es una violación del Estado. Recibí la medalla de plata de San Ignacio de Loyola. Es una historia sorprendente, porque acababa de dar un seminario en la Universidad Iberoamericana de México, la universidad jesuítica más grande que existe en el continente. Es riquísima, tiene un campus maravilloso, una serie de proyectos de programas de inclusión maravillosos, y ahora me dieron el doctorado honoris causa. Cuando terminé de dictar mi seminario, para el cual fui convocada por el programa de doctorado en Teología Feminista, yo había dicho esto. Termino y entra el rector. Viene la ceremonia en que me agradece y me condecora. Un jesuita. Me quedé inhibida, porque acababa de decir algo bestial. Le dije: “Muchísimas gracias, honorable rector. Muy agradecida por esta medalla que me honra, pero, ¿usted está seguro de lo que está haciendo?”. ¿Y sabe lo que me contestó? “Sí, estoy seguro de lo que estoy haciendo, porque nosotros en esta universidad queremos apoyar las posiciones del papa Francisco”.
—¿Cuál es su mirada del papa Francisco?
—Bueno, me han hecho esa pregunta en determinado momento cuando recién asumió; un querido amigo filósofo nos preguntó a un teólogo, a un periodista y a mí qué opinábamos sobre el papa Francisco. Trabajé mucho tiempo en la cárcel de Brasilia y entrevisté a violadores en la cárcel. Pensé que todo ser humano está en constante proceso de transformación y debe ser reconocido en esa capacidad e, incluso, de salvarse. ¿Por qué no se lo voy a reconocer al Papa? Si se los reconocí a los presos en la penitenciaria, ¿por qué no reconocerle al Papa la posibilidad de estar en la historia y ser hoy mejor de lo que fue en el pasado?
—Usted se quejó del feminismo por Twitter y en determinado momento criticó la glamurización de la violencia sexual en el caso de Thelma Fardin. ¿Cómo deberíamos actuar los medios ante situaciones como esa?
—Es necesario denunciar. El caso de Thelma Fardin estuvo bien porque llevó un tiempo de preparación la denuncia. Mi posición es contraria a los linchamientos sumarios. Es una pena lo que fueron verdaderos juicios populares, que fueron los tiempos de las leyes de la impunidad. El Estado deja de juzgar a los genocidas, entonces la gente toma los juicios por su cuenta y pasa a realizar lo que se llama, en términos de mi disciplina antropológica, en términos de pluralismo jurídico, un juicio popular. Los juicios no son solo de Estado. Otras sociedades, sociedades tribales, tienen justicia, tienen sus propios sistemas de justo proceso. Hay justos procesos que no son los estatales. Es un error pensar que solo el Estado es capaz del justo proceso. Los escraches, infelizmente se llamaron escraches; no deberían haber recibido tal nombre, deberían haber sido llamados justos procesos en juicios populares. ¿Por qué? Porque llevaron tiempo, no son sumarios, no son linchamientos. Son juicios que llevaron mucho tiempo entrevistando a los testigos, a los vecinos, a las vecinas, y deliberando hasta tener absoluta certeza de lo que había pasado. Es un justo proceso. Nos lo enseña el pluralismo jurídico, que es el campo más deslumbrante dentro de la antropología. Cuando el Estado no nos da los fallos que necesitamos, las mujeres juzgamos. Pero no puede ser un linchamiento sumario, porque el margen de error es enorme. Debe ser un justo proceso, tiene que haber tiempo, derecho a la deliberación, al contradictorio, a la defensa y a la duda. El feminismo está en un momento de grandes victorias. Estamos presentes en todos los espacios discursivos, en series de televisión, películas, programas periodísticos, la política. Nos hemos hecho presentes en todas las parcelas del campo discursivo. No podemos permitirnos cometer errores, porque quizás estamos a un paso de un cambio histórico importante. La prehistoria patriarcal de la humanidad puede estar en sus días finales.
—¿Qué le sugiere la palabra “feminazi”?
—Me cuesta creer el odio explícito contenido y expresado de una manera indirecta hacia las mujeres que estamos dentro del campo feminista, que luchamos por un mundo mejor en el que será indispensable el derrumbe de la estructura patriarcal. También el desmoronamiento y la desobediencia masiva de los hombres hacia el mandato de masculinidad. Para mí, uno de los rumbos, una de las brújulas de la historia posible si la humanidad va a tener futuro, es el desmonte del mandato de masculinidad, la desobediencia masculina. Por mucho tiempo pensamos solamente en las mujeres.
—¿Cómo sería ese nuevo modelo de masculinidad que surgiría?
—Es un problema de los hombres. Muchas veces preguntan: cómo podemos los hombres ayudar a las mujeres. Y no: somos las mujeres quienes estamos ayudando a los hombres a que se desmarquen, desobedezcan, que dejen de curvarse hacia algo que les hace daño, que los hace sufrir desde chiquititos, que los obliga a hacer cosas que no desean. Los subyugan de una forma que a nosotros no. Los hombres son los subyugados al mandato de masculinidad. Hay gran cantidad de niños en nuestro continente, en América Central, en Colombia, que han tenido que matar a los 12, a los 14 años, para ser más hombres. En países como El Salvador, donde la violencia es tan grande, uno ve niños que sacrifican su vida, que están dispuestos a morir para ser hombres. Los hombres entraron en un gran engaño.
—Usted dijo que “hay que demostrar a los hombres que expresar la potencia a través de la violencia es una señal de debilidad”.
—Es lo que pienso. También la exigencia de poder en la demostración de la capacidad de poder sobre la vida cosa, como la llamo cuando hablo de la pedagogía de la crueldad. La pedagogía de la crueldad nos enseña a ver la vida como cosa apropiable. Los hombres tienen que espectacularizar, exhibir su capacidad de adueñamiento sobre la vida cosa y sobre los cuerpos. En algunos lugares solo pueden hacerlo por la violencia. Para muchos hombres, la violencia es la forma de poder espectacularizar su masculinidad.
—¿Qué siente cuando escucha a Jair Bolsonaro decir que tenemos que dejar de ser maricones como una forma de enfrentar a la pandemia? —Como Donald Trump, es demasiado complejo como para poder analizarlo tan rápidamente. Es una verdad que aflora y debemos considerarla como una verdad que ha aflorado, porque tiene una cantidad de gente que se siente identificada.
—¿Será la reacción final a esa etapa de cambio de época que usted está imaginando en la historia de la humanidad?
—Esa verdad tiene que mostrarse para que podamos verla, porque hemos vivido demasiado tiempo frente a un espejismo, frente a una apariencia..
—¿Es ese extremismo un síntoma de su final?
—Puede ser considerado un síntoma. Es la ruptura de una ficción en la que creíamos las clases ilustradas. Hoy el poder económico no es burgués. Hay una crisis de representación severa, de hegemonía. Así surgen unos discursos viscerales basados en la política del enemigo. Hay que crucificar a alguien y así arrebañamos. Elegimos a alguien para colocarle el estigma. En el caso de Bolsonaro, los poco hombres son los derrotados. Es una técnica simple de arrebañamiento que causa mucho daño, pero siempre al final se destruye, muestra su carácter extremamente destructivo.
—Antes del reportaje compartíamos la dificultad de poder traducir Brasil a la Argentina y viceversa. Las dificultades de comunicación enormes que tenemos siendo dos vecinos obligados a tener una relación no solamente geográfica, económica, el primer socio el uno del otro, los dos compartiendo el Atlántico con particularidades, incluso hasta podríamos decir geopolíticas y en determinados momentos hasta de construcción de la población en relación con la menor proporción de pueblos precolombinos.
—Argentina tiene más población indígena en términos proporcionales si se compara con la población total que Brasil.
—Claro.
—En el caso de Brasil es la variedad de sociedades, de lenguas.
—Y además, en el caso de Brasil, el porcentaje africano es indiscutible. ¿Cómo explicar esos equívocos políticos? Jair Bolsonaro no es Mauricio Macri y Lula no es Cristina.
—Puede haber alianzas, pero cuidado con la manera en que construimos identificaciones. Con las identificaciones nos engañamos. El caso de Brasil y Argentina es un diálogo de sordos. Es impresionante. Los dos países tienen una gran proyección sobre el otro. A veces incluso una fascinación, pero sin comprenderlo. Tom Jobim tiene una frase que repito siempre: “Brasil no es para principiantes”. No se lee a primera vista. Quizás nosotros tampoco. Es muy difícil de entender Brasil. Por ejemplo, tenemos el prejuicio de la “alegría brasileña”, pero quien se ha dedicado a pasar una tarde escuchando lo que se llama MPB, música popular brasileña, se va a dar cuenta de que es la música más triste del mundo. Es más triste que el tango. Es de una melancolía profunda. Brasil es un país que construyó una tarjeta postal, una imagen para afuera. Como Estados Unidos, eso tienen en común. Donald Trump melló esa imagen de los Estados Unidos hacia afuera, que fue un propósito a lo largo de la historia de mostrar al mundo la superioridad moral de ese país, los derechos civiles.
—El sueño americano, la idea de progreso…
—Sí, pero mostrado hacia afuera. La tarjeta postal, la tarjeta de visita. Brasil también tiene eso. Construyó esa tarjeta hacia afuera con mucho cuidado. Pero los intestinos del Brasil son otra cosa. San Pablo, por ejemplo, y su relación con el resto del país. El colonialismo interno. Es una especie de factoría de Europa en Brasil. Un puerto intermediario entre el Brasil real y Europa. Son problemas muy serios de Brasil.
—¿Cómo explicaría el fenómeno de Lula en la Argentina? El obrero al que le falta un dedo, que era prácticamente analfabeto, que no terminó el colegio y llega a presidente, un gran presidente, y que logra el éxito que sus predecesores no consiguieron.
—¿Y cómo se explicaría una pareja presidencial que ha marcado la historia de nuestro país a lo largo de décadas formada por dos hijos ilegítimos? Eva y Juan Perón. Perón nació en un rancho y Eva también, nació de una modista. Es lo mismo. Hay personajes que son más representativos de la gente. Y que encuentran su camino por talento y también por circunstancias históricas.
—Creemos que la historia es predecible, pero nos sorprende continuamente.
—Lo más maravilloso de la historia es que sorprende siempre.
Producción: Pablo Helman, Debora Waizbrot y Adriana Lobalzo