Análisis del Manifiesto Convivencial de Iván Illich

Según Illich, el modo industrial de producción fue plenamente racionalizado, por primera vez en el siglo XVII, en ocasión de la fabricación de un nuevo bien de servicio: “la educación”. Aparentemente, el servicio de educación y la institución escolar se justifican mutuamente. “El sistema escolar me ha parecido el ejemplo-tipo de un escenario que se repite en otros campos del complejo industrial”, decía Illich, “se trata de producir un servicio, llamado de utilidad pública, para satisfacer una necesidad llamada elemental”.



miércoles, 12 de febrero de 2020

 

EL MANIFIESTO CONVIVENCIAL DE IVÁN ILLICH (1973)

por Hernando Calla*

https://umbrales2.blogspot.com/2020/02/el-manifiesto-convivencial-de-ivan.html

A principios de 1976, llegó a mis manos un libro delgadito para los parámetros de la época titulado “La Convivencialidad” cuyo autor era apenas conocido por alguna gente interesada en el debate sobre la educación. En efecto, Iván Illich había difundido en años anteriores una demoledora crítica de la educación escolar a través de panfletos muy difundidos como “En América Latina: ¿Para qué sirve la escuela?”,[1] y era conocido a nivel internacional haciendo dupla con Paolo Freire, el autor carioca de la “Pedagogía del Oprimido”, en un cuestionamiento de los resultados perversos de la educación escolar y de las certidumbres consagradas en las instituciones educativas de cualquier país en vías de modernización. Illich había sido incluso invitado a Bolivia por Mariano Baptista, por entonces Ministro de Educación del gobierno del General Ovando (1969-70), para dar un par de conferencias ante auditorios sorprendidos de universitarios y profesores que tuvieron que escuchar palabras poco complacientes del autor iconoclasta para con la supuesta vocación revolucionaria de los primeros o la sacrificada labor de los segundos, estos últimos intentando infructuosamente poner en vereda cada año a escolares y colegiales poco dispuestos a dejarse educar.[2]

 

El librito con “el manifiesto de la convivencialidad” me provocó una sensación de estar frente a un texto fundacional que develaba los profundos problemas y desequilibrios de la modernidad industrial capitalista y proponía alternativas y acciones concretas para superarla; por ello mismo, me parecía destinado a replantear los términos del cambio revolucionario que supuestamente exigían nuestras sociedades, un debate que hasta entonces estaba prácticamente monopolizado por las corrientes marxistas, en toda la gama de su diversidad.

 

De cualquier modo, mi visión crítica del capitalismo se agudizó con la lectura de “La Convivencialidad”, el manifiesto elaborado por Iván Illich y discutido con otros pensadores latinoamericanos que se habían dado cita en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) que dirigía Valentina Borremans en Cuernavaca (México). En mi opinión, el manifiesto profundizaba la crítica de la sociedad contemporánea al cuestionar no solamente el modo capitalista de apropiación del excedente sino el mismo modo industrial de producción de bienes y servicios modernos.

 

Cuando leí el manifiesto, me quedé fascinado por la capacidad del autor para resumir los principales desequilibrios de la época moderna en un marco conceptual que parecía más apropiado a nuestra época que el marxismo. Una muestra del diagnóstico de Illich en el manifiesto, con sus resonancias aun más actuales a más de 40 años de su publicación original,[3] podría quizás justificarme:

 

“En la etapa avanzada de la producción en masa, una sociedad produce su propia destrucción. Se desnaturaliza la naturaleza: el hombre, desarraigado, castrado en su creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad pasa a regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías produce una aceleración del cambio que destruye el recurso al precedente como guía de la acción. El monopolio del modo de producción industrial convierte a los hombres en materia prima de [o sobre la que] la herramienta [trabaja]. Y esto ya es insoportable. Poco importa que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la destrucción de los lazos sociales y la desintegración del hombre nunca podrán servir al pueblo”. (p. 11)

 

A continuación, Illich se distanciaba de algunos de sus compañeros de viaje que habían impulsado un acercamiento de los sectores progresistas de las iglesias cristianas a los conceptos e ideologías marxistas perfilando así la que fuera conocida desde entonces como “teología de la liberación”. Decía Illich:

 

“Las ideologías imperantes sacan a luz las contradicciones de la sociedad capitalista. No presentan un cuadro que permita analizar la crisis del modo de producción industrial. Yo espero que algún día, con suficiente vigor y rigor, se formule una teoría general de la industrialización, para que enfrente el asalto de la crítica (…)”. (p. 11)

 

Por su parte, en La Convivencialidad Illich ya anticipaba algunos conceptos de dicha teoría general que parece ser aun más urgente en la actualidad, si bien su objeto seguramente sería no sólo la industrialización o, como se plantea para el caso de nuestros países poco industrializados, el “neoextractivismo” (de recursos naturales primarios) sino la llamada “globalización económica” o el “sistema económico global”.

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Uno de estos conceptos, utilizado en varios de sus análisis de la década de 1970, es la “contraproductividad” de las instituciones de la sociedad industrial moderna. Se la puede expresar en términos sencillos: cuando estas instituciones trasponen ciertos umbrales y límites críticos empiezan a generar resultados contrarios a los esperados: la educación escolar ya no suscita la cultura sino la confusión y una atrofia de la sensibilidad; los hospitales dejan de tratar las enfermedades curables y los médicos de aliviar el dolor y empiezan a aplicar tratamientos contraindicados que merman la salud o resultan fatales; el tráfico vehicular no significa más un ahorro de tiempo sino una movilidad entrabada y la permanente frustración de los usuarios.

 

Posteriormente, en los años 1980 Illich introdujo otro concepto clave, “el desvalor” que, en retrospectiva, parece ser aun más importante que la “contraproductividad” para el análisis del sistema económico contemporáneo. Se trata de un concepto que apunta al resultado de los mecanismos institucionales de nivelación de las culturas mediante los cuales el mercado moderno amplía su poder al haberse destruido previamente la autonomía de la gente: el desvalor, que no es un simple despojo de bienes o territorios sino una desvalorización previa de sus dueños legítimos.[4] En consecuencia, instituciones modernas como la educación, al contrario de lo que se supone, más que capacitar a las personas tendrían la función de desvalorizar a la gente para que esta pueda ser más fácilmente absorbida por la economía. Pero volvamos al análisis todavía presentado en La Convivencialidad.

 

 

La industrialización de las necesidades

 

Según Illich, el modo industrial de producción fue plenamente racionalizado, por primera vez en el siglo XVII, en ocasión de la fabricación de un nuevo bien de servicio: “la educación”. Aparentemente, el servicio de educación y la institución escolar se justifican mutuamente. “El sistema escolar me ha parecido el ejemplo-tipo de un escenario que se repite en otros campos del complejo industrial”, decía Illich, “se trata de producir un servicio, llamado de utilidad pública, para satisfacer una necesidad llamada elemental”.

 

Pero después de intentar durante varias generaciones que este servicio promueva una mayor igualdad en el acceso a las oportunidades, se descubrió que al rebasarse ciertos límites en el impacto social que tiene el someter a la población a dosis cada vez más mayores de escolaridad, se subvierten los pretendidos propósitos de la educación como ser la iluminación de las mentes infantiles o la realización plena de las facultades humanas y se obtienen, por el contrario, sujetos escolarizados poco imaginativos o creativos aunque muy conscientes de “su valor”, es decir, aquel que les viene asignado por el nivel que alcanzaron en la pirámide educativa.

 

Al respecto, conviene escuchar a Illich en sus propios términos:

 

“La redefinición del proceso de adquisición del saber, en términos de escolarización, no solo ha justificado a la escuela, al darle apariencia de necesidad, sino que también, simultáneamente, ha creado una nueva especie de pobres, los no escolarizados, y una nueva clase de segregación social, la discriminación de los que carecen de educación por parte de los orgullosos de haberla recibido. El individuo escolarizado sabe exactamente el nivel que ha alcanzado en la pirámide jerárquica del saber, y conoce con precisión lo que le falta para alcanzar la cúspide. Una vez que él acepta dejarse definir por una administración, según su grado de conocimientos, acepta después, sin dudar, que los burócratas determinen sus necesidades de salud, que los tecnócratas definan su falta de movilidad. Una vez moldeado en la mentalidad de consumidor-usuario, ya no puede ver la perversión de los medios en fines, inherente a la estructura misma de la producción industrial tanto de lo necesario como de lo suntuario (…) (p. 38-9)

 

“El servicio educación y la institución escuela se justifican mutuamente. La colectividad sólo tiene una manera de salir de ese círculo vicioso, y es tomando conciencia de que la institución ha llegado a fijar ella misma los fines: la institución presenta valores abstractos, luego los materializa encadenando al hombre a mecanismos implacables. ¿Cómo romper el círculo? (…)”. (p. 39)

 

 

El equilibrio múltiple y las herramientas convivenciales

 

Al momento de publicar La Convivencialidad, él consideraba todavía posible analizar a las instituciones modernas como si fuesen otras tantas “herramientas” inventadas por el hombre para alcanzar sus fines.

 

“Anticipo aquí el concepto de ‘equilibrio multidimensional’ de la vida humana. Dentro del espacio que traza este concepto, podremos analizar la relación del hombre con su herramienta… Cuando una labor con herramientas sobrepasa un umbral definido por la escala ad hoc, se vuelve contra su fin, amenazando luego destruir el cuerpo social total. Es menester determinar con precisión estas escalas y los umbrales que permitan circunscribir el campo de la supervivencia humana”. (p. 11)

 

El “análisis dimensional” que propuso pretendía poner en evidencia el impacto ocasionado por el crecimiento institucional en varias dimensiones en las que se verifica el ‘desequilibrio múltiple’ de la vida humana en la sociedad industrial, a saber: la degradación ambiental de consecuencias ecológicas imprevisibles; la concentración del poder en las elites profesionales y la marcada polarización social en un mundo de violencia descontrolada; el crecimiento desproporcionado del conocimiento programado y know-how técnico respecto al saber vernáculo y espontáneo de los individuos arraigados en sus comunidades; la creciente impotencia e ineptitud de la gente para moldear su entorno como consecuencia del ‘monopolio radical’ ejercido por las instituciones dominantes y, en una quinta dimensión, la obsolescencia planificada por las industrias globalizadas que atenta contra el derecho de los seres humanos a sus tradiciones productivas y culturales (o la posibilidad de su recurso al precedente).

 

Como alternativa al desequilibrio múltiple de la sociedad industrial, Illich proponía una reinstrumentación de la sociedad con herramientas “convivenciales” que el hombre pueda efectivamente controlar. En la acepción que le dio al término, “convivencial” (o convivial) es la herramienta, no el hombre; el hombre que encuentra su equilibrio en el manejo preferente de herramientas convivenciales sería un hombre “austero”. La herramienta convivencial sería aquella que, al ampliar el radio de acción del individuo, no degrada su autonomía personal. Se trata de una instrumentación orientada a la generación de valores de uso y no a la producción económica de valores de cambio (es decir, productos industriales o servicios profesionales destinados al mercado global); una instrumentación que saque el mejor partido de la energía e imaginación personales, no una tecnología que avasalle y programe a las personas.

 

Para explicar su diferenciación entre herramientas manipulables y convivenciales, daba algunos ejemplos concretos:

 

“Ciertas instituciones son, estructuralmente, herramientas convivenciales y ello independientemente de su nivel tecnológico. El teléfono puede servir de ejemplo. Bajo la única condición de disponer de las monedas necesarias para su funcionamiento, cualquiera puede llamar a la persona que quiera para decirle lo que quiera: informaciones bursátiles, injurias o palabras de amor. Ningún burócrata podrá fijar de antemano el contenido de una comunicación telefónica – si acaso, podrá violar el secreto, pero asimismo puede protegerlo –… Cuando una población entera se deja intoxicar por el uso abusivo del teléfono y pierde así la costumbre de intercambiar cartas o visitas, este error conduce al recurso inmoderado a una herramienta que es convivencial por esencia, pero cuya función se desnaturaliza por haber recibido su campo de acción una extensión errónea”. (p. 43)

 

En otros términos, la sociedad convivencial sería aquella en que la herramienta moderna está al servicio de la persona políticamente integrada a la colectividad y no al servicio de los profesionales. Convivencial es la sociedad en la que el hombre controla la herramienta.

 

El monopolio radical y la desprofesionalización

 

Es difícil imaginar lo que Illich propone como alternativa a los servicios profesionales. Nuestra visión de lo posible está de tal manera moldeada por las expectativas modernas que cualquier alternativa a los servicios profesionales suena como un retorno a los remedios caseros de la abuela, a la charlatanería de los pajpakus o a la falta de calificación y capacitación de los empíricos.

 

Pero Illich creía que la aplicación de la tecnología moderna y los conocimientos científicos podía orientarse en dos direcciones radicalmente distintas: una de ellas – la que finalmente han adoptado todas las sociedades modernas o en proceso de modernización – ejemplificada por la creciente institucionalización de los valores, la especialización de las funciones y la centralización del poder, y la otra – hoy casi inimaginable debido al monopolio radical que ejercen las profesiones sobre el imaginario social – orientada hacia una sociedad ‘desprofesionalizada’ que limita estas tendencias para dar cabida a un rango más amplio de la competencia, control e iniciativa propias de cada persona, con la sola condición de no coartar esa misma posibilidad a los demás.

 

Para graficar su propuesta de una desprofesionalización de la sociedad, Illich sugería, por ejemplo, romper el monopolio radical de los médicos sobre el tratamiento de las enfermedades y la atención de la salud:

 

“A semejanza de lo que hizo la Reforma, al arrancar el monopolio de la escritura a los clérigos, podemos nosotros arrancar el enfermo a los médicos. No es necesario ser muy sabio para aplicar los descubrimientos fundamentales de la medicina moderna, reconocer y atender la mayoría de los males curables, para aliviar el sufrimiento del otro y acompañarle cuando se aproxima la muerte. Nos es difícil creerlo, porque, complicado a sabiendas, el ritual médico nos encubre la simplicidad de los actos. Conozco una niña norteamericana de diecisiete años que fue procesada por haber atendido la sífilis primaria de ciento treinta camaradas de escuela. Un detalle de orden técnico, señalado por un experto, le valió el indulto: los resultados obtenidos fueron, estadísticamente, mejores que los del Servicio de Salud. Seis semanas después del tratamiento ella logró exámenes de control satisfactorios de todos sus pacientes, sin excepción. Se trata de saber si el progreso debe significar independencia progresiva o progresiva dependencia”. (p. 58)

 

La sobreprogramación

 

La progresiva dependencia de los productos industriales y los servicios profesionales que caracteriza a las sociedades modernas, significa una creciente desproporción en la ingestión programada de conocimientos a través de medios formales e informales en desmedro del saber espontáneo de los individuos, el mismo que se encuentra cada vez menos informado por las tradiciones de las culturas humanas. Reflexionando sobre este creciente desequilibrio del saber, Illich se preguntaba:

 

“¿Dentro de qué ambiente nace el niño de las ciudades? Dentro de un conjunto complejo de sistemas que significan una cosa para quienes los conciben y otra para quienes los emplean. Colocado en contacto con miles de sistemas, colocado en sus terminales, el hombre de las ciudades sabe servirse del teléfono y de la televisión, pero no sabe cómo funcionan. La adquisición espontánea del saber está confinada a los mecanismos de ajuste a un saber masificado. El hombre de las ciudades cada vez tiene menos posibilidad de hacer las cosas a su antojo. Hacer la corte, la comida y el amor se convierte en materia docente. Desviado por y hacia la educación, el equilibrio del saber se degrada. La gente aprende lo que se le ha enseñado, pero ya no sabe por sí misma. Siente la necesidad de ser educada. El saber es pues un bien, y como todo bien puesto en el mercado, está sujeto a la escasez (…)”. (p. 83)

 

En la actualidad, se ha incrementado exponencialmente la información acumulada en las bases de datos virtuales y el saber cosificado que se inyecta en las cabezas de los expertos y, en dosis menores, en el conjunto de la población conectada con las terminales de los sistemas; como contraparte, se multiplican los sujetos desencarnados convertidos en subsistemas administrables o, por último, desechables del sistema global.

 

Con qué razón advertía Illich sobre la amenaza al equilibrio múltiple de la vida humana en la etapa de la sociedad industrial avanzada o, con mayor razón, en la actual fase de la gerencia sistémica global:

 

“Sustituir el despertar del saber por el de la educación es ahogar el poeta en el hombre, es congelar su poder de dar sentido al mundo. Por poco que se le arranque de la naturaleza, que se lo prive de trabajo creativo, que se mutile su curiosidad, el hombre es desarraigado, maniatado, secado. Sobredeterminar el medio físico es hacerlo fisiológicamente hostil. Ahogar al hombre en el bienestar es encadenarlo al monopolio radical. Desbaratar el equilibrio del saber es hacer del hombre una marioneta de sus herramientas. Empantanado en su felicidad climatizada, el hombre es un gato castrado: no le queda sino la rabia que le hace matar o matarse. (p. 85)

 

¿Será todavía posible que el hombre pueda reaccionar a aquella amenaza que hace tiempo empezó a convertirse en una espantosa pesadilla? No lo sabemos; como tampoco sabemos si la pregunta que el teórico de la convivencialidad se hacía a continuación tendrá una respuesta afirmativa:

 

“Siempre ha habido poetas y bufones para alzarse contra el aplastamiento del pensamiento creativo por el dogma. Metaforizando, denuncian el literal vacío cerebral. El humor apoya su demostración: lo serio es insensato. Ellos abren los ojos a lo maravilloso, disuelven lo cierto, destierran el temor y desatan los cuerpos. El profeta denuncia las creencias, desnuda las supersticiones, despierta a la gente, saca afuera la fuerza y la llama. Las intimidaciones que lanzan la poesía, la intuición y la teoría, al avance blindado del dogma sobre el espíritu, ¿serán capaces de lograr una revolución del despertar? …”. (p. 86)

 

La polarización social

 

En el manifiesto convivencial, Illich sentenciaba: “(…) Bajo el empuje de la mega-máquina en expansión, el poder de decisión sobre el destino de todos se concentra en las manos de algunos (…)”. Esta centralización del poder debe diferenciarse de la cuestión más visible de la concentración de la riqueza. La concentración de la riqueza en manos de las elites ha sido un rasgo constante de las sociedades tradicionales; sin embargo, al empuje de la globalización que Illich anticipaba con otros nombres, la pobreza resultante se moderniza multiplicando exponencialmente las categorías de pobres. Escribía Illich:

 

“La pobreza se moderniza: su umbral monetario se eleva porque nuevos productos industriales se presentan como bienes de primera necesidad, manteniéndose totalmente fuera del alcance económico de la gran mayoría. En el tercer mundo, el granjero pobre es expulsado de sus tierras por la revolución verde. Gana más como asalariado agrícola, pero sus hijos no comen como antes. El ciudadano norteamericano que gana diez veces más que el asalariado agrícola es, también, desesperadamente pobre. Los dos pagan cada vez más cara la creciente falta de bienestar” (p. 96)

 

Posteriormente, la crítica a la modernización de la pobreza fue profundizada por otros analistas atentos a las nuevas tendencias del desarrollo como ser el llamado “desarrollo humano” o el “desarrollo sostenible”, quienes se ocuparon de señalar cómo, a partir de estas modas, se materializaban en la conciencia social nuevos niveles de pobreza anteriormente impensables. En un artículo publicado a fines de los noventa que resumía los análisis publicados en “El Diccionario del Desarrollo (Lima, PRATEC, 1996) decíamos: “Por ello mismo, la noción del ‘desarrollo humano’ parece ser un instrumento mucho más poderoso que la del mero ‘desarrollo económico’ como arma de doble filo para modernizar la pobreza y convertir a pueblos enteros que todavía conservan su riqueza cultural en conglomerados de sujetos no solamente ‘subdesarrollados’ sino miserables, por el solo hecho de encontrarse por debajo de una imaginaria línea de pobreza crítica y absoluta. Lo peor de todo es que, una vez que estos sujetos han internalizado la imagen de sí mismos como ‘necesitados’, estarán siempre condenados a sentir necesidades que nunca podrán satisfacer en una economía cuya tendencia es generar siempre mayor escasez que los servicios que puede producir”.[5]

 

Para Illich, no obstante, era tanto más importante distinguir el desequilibrio registrado en la dimensión del poder:

 

“(…) Pero la angustia que nos oprime no debe, bajo ningún precio, impedirnos comprender bien la estructura del reparto del poder, pues ésta es la cuarta dimensión por donde el sobrecrecimiento ejerce sus efectos destructores. La industrialización sin freno fabrica la pobreza moderna. Es cierto que los pobres con ello disponen de un poco más de dinero, pero pueden hacer menos con sus pocos pesos. La modernización de la pobreza camina de la mano con la concentración del poder: … el distanciamiento entre ricos y pobres se acentúa, porque el control de la producción se centraliza con miras a producir siempre más para mayor número. Mientras que el alza de los umbrales de la pobreza es efecto de la estructura del producto industrial, el crecimiento del distanciamiento entre inermes y poderosos es consecuencia de la estructura de la herramienta… Nunca antes la herramienta había sido tan poderosa. Y jamás había llegado a ser acaparada hasta ese punto por una elite. El derecho divino robaba menos en favor de los reyes de antaño de lo que el crecimiento de los servicios, al socaire del interés superior de la producción, roba hoy a los cuadros populares (…)” (pp. 96, 98)

 

Veinte años antes que el término “globalización” se volviera un término clave de la jerga contemporánea, Illich advertía cómo una misma estructura se extendía por todo el mundo provocando la moderna polarización social cuya característica decisiva era esa centralización del “control de la producción” señalada. Al mismo tiempo, advertía cómo esta polarización de las sociedades a nivel profundo podía quedar oculta por los aspectos más impactantes de la competencia entre monopolios transnacionales:

 

“Este monopolio, que ejerce un solo modo de producción sobre todas las relaciones productivas, es más insidioso y más peligroso que la competencia entre firmas, pero menos visible. Es fácil conocer al ganador en la competencia abierta: es la fábrica que utiliza el capital en forma intensiva; es el negocio mejor organizado; la rama industrial más esclavista y mejor protegida; la empresa que malgasta con la mayor discreción o que fabrica más armamentos. A gran escala, este curso toma la forma de una competencia entre firmas multinacionales y naciones en vías de industrialización. Pero este juego mortal entre titanes distrae la atención de su propia función ritual. A medida que se extiende el campo de la competencia, una misma estructura industrial se desarrolla a través del mundo, y polariza la sociedad (…)”. (p. 120-1)

 

Quien sabe hoy hubiera escrito “… a medida en que se intensifica la competencia, un mismo sistema económico global se expande por el mundo, instrumentalizando y polarizando a todas las sociedades…”, pero lo importante es subrayar la intención original de Illich de analizar la estructura profunda de la herramienta industrial. En las siguientes décadas, cambió su enfoque para dedicarse a poner al descubierto los supuestos básicos del sistema económico contemporáneo, entre ellos, la idea de la escasez postulada como una certeza autoevidente de la ciencia contemporánea y un hecho irrefutable de la condición humana. A partir de dicha premisa incorporada en las tendencias centrales del pensamiento contemporáneo, la polarización social resultante de la expansión del sistema económico sería una consecuencia inevitable del “necesario” crecimiento económico; aunque, por otro lado, la mayoría de los análisis eviten ver la estructura profunda de la discriminación social contemporánea y la consecuente polarización de niveles insospechados en las sociedades modernas.

 

¿Herramientas o sistemas?

 

Podríamos aún revisar otras dimensiones del equilibrio múltiple en las que Illich consideraba que también se habían rebasado los límites (en una quinta dimensión, la “obsolescencia programada” amenaza nuestro “recurso al precedente”) que circunscriben la supervivencia humana; sin embargo, nos parece más importante preguntarnos sobre la relevancia del enfoque adoptado por Illich al momento de escribir el manifiesto.

 

La primera vez que leímos “La convivencialidad”, tuvimos dificultad para aceptar su utilización en sentido amplio del significado de la palabra herramienta hasta abarcar incluso a aquellas organizaciones como las empresas transnacionales o los organismos multilaterales; lo cierto es que cuesta concebir a estas mega-organizaciones como “herramientas” en el sentido utilizado por Illich:

 

“Claramente, yo empleo el término ‘herramienta’ en el sentido más amplio posible, como instrumento o como medio, independiente de ser producto de la actividad fabricadora, organizadora o racionalizante del hombre o, como es el caso del sílex prehistórico, simplemente apropiado por la mano del hombre para realizar una tarea específica, es decir, para ser puesto al servicio de una intencionalidad” (p. 41)

 

Pero incluso antes de nuestra época de transnacionales, en los inicios de la modernidad, ya existía otro tipo de instrumentos – las máquinas” – dotados de un halo de ambigüedad que impedía verlos sin más como otras tantas herramientas de las que se sirvió el hombre milenario. En este caso, la invención de instrumentos cada vez más poderosos dio alas a aquel sueño atávico del hombre occidental en el que la máquina sustituiría al esclavo. Fue justamente en ese sentido que Illich utilizó el término máquina, como sinónimo de herramienta en la primera parte de “La convivencialidad”, al plantear su hipótesis sobre la actual crisis planetaria:

 

“Los síntomas de una progresivamente acelerada crisis planetaria son manifiestos. Por todos lados se ha buscado el por qué. Anticipo, por mi parte, la siguiente explicación: la crisis se arraiga en el fracaso de la empresa moderna, a saber, la sustitución del hombre por la máquina. El gran proyecto se ha metamorfoseado en un implacable proceso de servidumbre para el productor, y de intoxicación para el consumidor.

 

“El señorío del hombre sobre la herramienta fue reemplazado por el señorío de la herramienta sobre el hombre. Es aquí donde es preciso saber reconocer el fracaso. Hace ya un centenar de años que tratamos de hacer trabajar a la máquina para el hombre y de educar al hombre para servir a la máquina. Ahora se descubre que la máquina no “marcha”, y que el hombre no podría conformarse a sus exigencias, convirtiéndose de por vida en su servidor. Durante un siglo, la humanidad se entregó a una experiencia fundada sobre la siguiente hipótesis: la herramienta puede sustituir al esclavo. Ahora bien, se ha puesto de manifiesto que, aplicada a estos propósitos, es la herramienta la que hace al hombre su esclavo”. (p. 25)

 

La pregunta que podría hacerse al cabo de 40 años del manifiesto es: ¿se puede seguir considerando a las instituciones modernas, sean éstas servicios básicos (educación, salud, transporte, etc.) u organizaciones transnacionales (BM, FMI, Microsoft, etc.), como herramientas originalmente creadas para servir a la sociedad?

 

Una respuesta posible es que, precisamente, al rebasar los umbrales analizados por Illich, las instituciones modernas dejan de ser herramientas sociales controlables en función de los fines deseados por las colectividades humanas y se convierten en sistemas autónomos en que los individuos se encuentran incorporados ya no como sujetos independientes sino como meros operarios y usuarios.

 

En una conferencia sobre ‘la filosofía de los artefactos’, Illich planteaba dicha posibilidad en los siguientes términos:

 

“Las cosas actuales con consecuencias decididamente nuevas son los sistemas, ya que ellos están hechos de tal modo que capturan e integran las manos, oídos y ojos del que los utiliza. El objeto ha perdido su distalidad [distancia] al volverse sistémico. Nadie puede romper fácilmente los lazos creados por años de involucramiento con la televisión y la educación curricular, los cuales han convertido a los ojos y oídos en componentes de sistemas”.[6]

 

Si uno analiza, por ejemplo, un dispositivo moderno como el teléfono celular móvil habría que considerar que éste forma parte de complejos sistemas tecnológicos y económicos sin los cuales simplemente no podría funcionar. Es dudoso que Illich siguiera analizando este tipo de instrumento como una herramienta convivencial cuando se lo utiliza para la comunicación individual (y no sólo corporativa); la dificultad estriba en que es cada vez más difícil considerar a los celulares como meras herramientas y pareciera más apropiado verlos como componentes de sistemas que, a su vez, convierten a los hombres en meros usuarios de los servicios de telecomunicación. Pareciera que estos “servicios” sólo se sirven a sí mismos, no solamente debido a que son propiedad de empresas privadas o transnacionales sino porque redundan, en última instancia, en la integración de los individuos a un sistema productivo global. Este sistema global conspira anteladamente contra la sociabilidad natural de los hombres convertidos en usuarios de los sistemas de comunicación al destruir inexorablemente los ámbitos comunes donde antes se podían encontrar mutuamente en los lugares tradicionales.

 

Otra respuesta posible, también sugerida por Illich en las últimas décadas de su vida, es que las instituciones modernas tengan su origen en lo que describió a menudo con el vocablo latino corruptio optimi qua est pessima (“la corrupción de lo mejor es lo peor”), es decir, la “institucionalización de la caridad” que promovieron las iglesias a partir del tercer siglo de nuestra era podría considerarse como la corrupción de la revelación cristiana acerca de la libertad del hombre para amar a su prójimo.[7]

 

Con este antecedente en el cristianismo, las instituciones modernas se habrían desarrollado como instancias seculares de aquella primera institucionalización eclesiástica y podrían concebirse como una suplantación de los dones gratuitos de la condición humana, por ejemplo, la suplantación por el trasporte motorizado de la capacidad innata que tienen los hombres para movilizarse por sus propios pies. Por lo mismo, sería totalmente inapropiado considerarlas como “herramientas”; se podría verlas más bien como una anomalía misteriosa que, una vez desenmascarada, estaría condenada a desaparecer cuando se restituya al hombre la dignidad y libertad que le son propias.

 

Con todo, el concepto de herramienta se podía alargar también en el sentido opuesto para incluir cosas tan tradicionales como el lenguaje ordinario, la política y el derecho. El análisis de las condiciones para la inversión política de la crisis a partir de estas “herramientas” de la tradición las expuso Illich en la segunda parte de “La convivencialidad”.

 

Las herramientas de la tradición

 

Frente a la pretensión de la ciencia de proporcionar un mejor saber, Illich proponía recuperar la confianza en la palabra y en las reglas del sentido común. La ciencia se habría convertido en una empresa mistificadora que impide la creación del sentido por parte del individuo o el ciudadano. Pero escuchemos cómo lo planteaba en el manifiesto:

 

“Por encima de todo, el debate político está congelado por un engaño respecto a la ciencia. La palabra ha venido a significar una empresa institucional en vez de una actividad personal; la solución de un rompecabezas en vez del despliegue imprevisible de la creatividad humana. La ciencia es actualmente una agencia de servicios fantasma y omnipresente, que produce mejor saber, igual que la medicina produce mejor salud. El daño causado por ese contrasentido en la naturaleza del saber es aún más radical que el mal hecho por la mercantilización de la educación, de la salud y de la movilidad. La falsedad de la mejor salud corrompe el cuerpo social, pues cada uno se preocupa cada vez menos de la calidad del ambiente, de la higiene, de su modo de vida o de su propia capacidad de cuidar a los demás. La institucionalización del saber conduce a una degradación global más profunda, pues determina la estructura común de los otros productos. En una sociedad que se define por el consumo del saber, la creatividad es mutilada y la imaginación se atrofia”. (p. 116)

 

Además, Illich señalaba que el mismo lenguaje ordinario había sido degradado por el monopolio creciente del modo de producción industrial:

 

“Extendida por el mundo entero, esta industrialización del hombre lleva consigo la degradación de todos los lenguajes, y se hace muy difícil encontrar las palabras que hablarían de un mundo opuesto al que las ha engendrado. El lenguaje refleja el monopolio que el modo industrial de producción ejerce sobre la percepción y la motivación. En las naciones industriales, cuando el hombre habla de sus obras, las palabras que emplea designan los productos de la industria. El lenguaje refleja la materialización de la conciencia. Cuando el hombre aprende algo por la lectura dice que ha adquirido educación. El deslizamiento funcional del verbo hacia el sustantivo subraya el empobrecimiento de la imaginación social. La práctica nominalista del lenguaje sirve para marcar las relaciones de propiedad: la gente habla del trabajo que tiene. En toda América Latina, sólo los que tienen un empleo dice que tienen trabajo. Los campesinos (que son la gran mayoría) dicen que lo hacen: “se va a trabajar, pero no se tiene trabajo”. Los trabajadores modernos y sindicalizados no sólo esperan que la industria produzca más bienes y servicios, sino también más trabajo para más gente. No solamente el hacer es sustantivo, sino también el querer. La habitación es más un bien que una actividad; el abrigo se convierte en bien que uno se procura, o que reivindica al verse privado del poder de abrigarse por sí mismo. Se adquiere el saber, la movilidad, y aún la sensibilidad o la salud. Se tiene trabajo o salud, como se tiene placer”. (p. 121)

 

El análisis de esta degradación del lenguaje se profundizaría posteriormente cuando Illich y sus colegas percibieron la proliferación de lo que denominaron “palabras clave” (key words), los cuales amplían indefinidamente su campo semántico y, por lo mismo, se prestan a ser utilizados para significar cualquier cosa.[8] Además, se vio que el lenguaje cotidiano era susceptible a la contaminación por parte de los desechos de los lenguajes especializados de las ciencias, las profesiones y la política, desechos que denominaron también “términos plásticos” (plastic words) y cuya característica consistía nuevamente en estar vaciados de sentido. El mismo Illich descubrió más tarde que sus análisis podían ser cooptados por las profesiones, sobre todo cuando había utilizado la terminología de la cibernética y el análisis sistémico.

 

En el manifiesto de 1973, él subrayaba la necesidad de recuperar el lenguaje cotidiano como una herramienta convivencial indispensable para la inversión política hacia una sociedad post-industrial:

 

“El código operatorio de la instrumentación industrial se incardina en el habla cotidiana. La palabra del hombre que vive como poeta es apenas tolerada como protesta marginal y siempre que no perturbe a la muchedumbre que hace cola frente al aparato distribuidor de productos. Si no accedemos a un nuevo grado de conciencia que nos permita reencontrar la función convivencial del lenguaje, no llegaremos jamás a invertir ese proceso de industrialización del hombre. Pero si cada uno se sirve del lenguaje para reivindicar su derecho a la acción social más que al consumo, el lenguaje se convertirá en el medio para restituir a la relación del hombre con la herramienta su transparencia”. (p. 123)

 

No obstante, la sola reivindicación del lenguaje ordinario no bastaba. Illich planteó también la necesidad de recuperar la política y el Derecho. Contra toda la evidencia que desde siempre apunta a que no solo la policía, sino también los órganos legislativos y los tribunales han sido requisados para servir de instrumentos de los ricos y los poderosos y sobre todo para proteger la propiedad privada, Illich consideró estas evidencias como sintomáticas de una perversión de la estructura profunda que subyace al Derecho. Decía Illich:

 

“Los hombres han perdido la confianza en los procedimientos disponibles, no porque éstos hayan sido pervertidos en sí mismos, sino por el uso abusivo que constantemente se hace de ellos. Son utilizados para atiborrar a la gente con argumentos éticos, políticos o legales. Se han convertido en engranajes de la producción ilimitada. Las iglesias predican la humildad, la caridad y la pobreza, y financian programas de desarrollo industrial. Los socialistas se han convertido en defensores sin escrúpulos del monopolio industrial. La burocracia del Derecho se ha aliado a las burocracias de la ideología del bienestar general, para defender el crecimiento de la herramienta. Pronto será el computador el que decida ideas, leyes y técnicas indispensables al crecimiento. (p.125)

 

A pesar de todo, él pensaba que era necesario recuperar aquellos procedimientos tradicionales. Planteó el paradigma del Derecho anglosajón como un procedimiento formalmente contradictorio y, por lo mismo, útil para zanjar las disputas entre las partes en conflicto; en nuestro caso, como una estructura potencialmente eficaz para la limitación de las instituciones industriales que permita la reconstrucción social.

 

“Si no nos ponemos de acuerdo sobre un procedimiento eficaz, duradero y convivencial, con el fin de controlar la instrumentación social, la inversión de la estructura institucional existente no se podrá iniciar y menos mantener. Siempre habrá administradores que quieran aumentar la productividad de la institución, y tribunos que prometan la luna a las multitudes ávidas”. (p. 125)

 

La encarnación del verbo en la historia

 

El último capítulo de “La convivencialidad” derrama elocuencia en favor de la recuperación del Derecho y la política como alternativas a la administración tecnoburocrática de la crisis global. Dejemos hablar al manifiesto en sus propios términos:

 

“Si en un futuro próximo la humanidad no limita el impacto de su instrumentación sobre el ambiente y no pone en obra un control eficaz de nacimientos, nuestros descendientes conocerán el espantoso apocalipsis anticipado por muchos ecólogos. La sociedad puede aislar su supervivencia dentro de los límites fijados y reforzados por una dictadura burocrática, o bien reaccionar políticamente a la amenaza, recurriendo a los procedimientos jurídico y político. La falsificación ideológica del pasado nos vela la existencia y la necesidad de esta elección (…).

 

“La instalación del fascismo tecnoburocrático no está escrita en las estrellas. Existe otra posibilidad: un proceso político que permita a la población determinar el máximo que cada uno puede exigir, en un mundo de recursos manifiestamente limitados; un proceso consensual destinado a fijar y mantener límites al crecimiento de la instrumentación; un proceso de estímulo a la investigación radical, de manera que un número creciente de gente pueda hacer cada vez más con cada vez menos. Un programa así puede aún parecer utópico a la hora actual; si sigue agravándose la crisis, pronto revelará un realismo extremo”. (p. 133-4)

 

Illich conjeturaba sobre la agravación de la crisis global y la eventualidad de que, obnubiladas las elites y los partidos tradicionales a consecuencia de una catástrofe planetaria, surjan fuerzas sociales que sean capaces de recuperar el lenguaje ordinario y las herramientas jurídica y política a fin de lograr la reinstrumentación convivencial de la sociedad.

 

“Los procedimientos político y jurídico van encajados estructuralmente el uno en el otro. Ambos conforman y expresan la estructura de la libertad dentro de la historia. Reconociendo esto, el procedimiento formal puede ser la mejor herramienta teatral, simbólica y convivencial de la acción política. El concepto del Derecho conserva toda su fuerza, aun cuando la sociedad reserve a los privilegiados el acceso a la maquinaria jurídica, aun cuando, sistemáticamente, escarnezca a la justicia y vista al despotismo con el manto de simulacros de tribunales. Cuando un hombre defiende el recurso al lenguaje ordinario y al procedimiento formal, mientras sus compañeros de revolución le arrastran al banquillo de los acusados, este recurso a la estructura formal, inscrito en la historia de un pueblo, sigue siendo la herramienta más poderosa para decir la verdad, para denunciar la hipertrofia cancerosa y la dominación del modo de producción industrial como la última forma de idolatría. La angustia me aprisiona cuando veo que nuestra única posibilidad para detener la marejada mortal está en la palabra, más exactamente en el verbo, que ha llegado a nosotros y se encuentra en nuestra historia. Sólo dentro de su fragilidad, el verbo puede reunir a la multitud de los hombres para que el alud de la violencia se transforme en reconstrucción convivencial”. (p. 144-45)

 

En la última alusión, Illich no se refería a los intelectuales, supuestamente responsables de utilizar el verbo o la palabra para la crítica y la denuncia, sino a los hombres y mujeres que han recuperado la confianza en el poder de la palabra convivencial (o convivial) – actualmente humillada por el lenguaje de los especialistas o los ideólogos que bloquean la comprensión profunda de la crisis – para decir la verdad y convocar a los demás a oponerse conjuntamente al proceso de desintegración del mundo en el sistema global.

 

La Paz - Bolivia, 9 de diciembre, 2011 (revisado el 12 Feb. 2020 en ocasión del lanzamiento de Segundo Manifiesto Convivialista. Ver: http://convivialisme.org)

 

* El autor es traductor/editor independiente (Contacto: + 591-2-70136985, hernando_calla@yahoo.com)

[1] Illich, Ivan, «The futility of schooling in Latin America», Saturday Review, April 20, 1968. Saturday Review Magazine Co., New York. Ed. española: En América Latina ¿Para qué sirve la Escuela?; ed. Búsqueda, Buenos Aires, 1973 

[2] Illich, Iván, «Bolivia y la revolución cultural», Nuevos caminos, Ministerio de Educación, La Paz, 1970.

[3] Ivan Illich, Tools for Conviviality. Calder & Boyars, London. 1973. Edición española: La Convivencialidad. Barcelona: Barral Editores, 1974 (los números de página de cada párrafo citado corresponden a esta última)

[4] Ver I. Illich “El desvalor y la creación social del desecho”. Tecno-política. Doc. 87-03; o también “Desvalor” en “IVÁN ILLICH: OBRAS REUNIDAS II”. México: FCE, 2008, pp. 477-488.

[5] Hernando Calla, 50 Años de Discurso del Desarrollo. Artículo publicado en “El Malpensante” de La Razón. La Paz, enero 23, 1999

[6] Ivan Illich, Philosophy… Artifacts… Friendship. Ponencia leída en la reunión anual de The American Catholic Philosophical Association en Los Angeles, California, Marzo 23, 1996.

[7] Iván Illich, Los ríos al norte del futuro. Conversaciones con David Cayley. México: Aliosventos Ediciones, 2019.

[8] Ivan Illich, “El Género Vernáculo”. En: OBRAS REUNIDAS II”. México: FCE, 2008, pp. 186-187.