Simone Weil: En los límites de la política
Se suele decir que Simone Weil es una pensadora de la experiencia, movida no solo por el deseo de experimentar, sino por la decisión de estar en el centro de los acontecimientos, en el “corazón de la historia”, “latiendo con el universo entero”, según la expresión de Simone de Beauvoir, decidida, como también se ha dicho, a “someterse a la prueba de lo real”. Pero es también, y sobre todo, una pensadora de la experiencia porque parece dotada de una singular capacidad para acogerla, en virtud de la actitud, intelectual y personal, que desde el comienzo adopta, una actitud de espera (attente) que es, ante todo, atención, rasgo de una postura intelectual que caracteriza la totalidad de su obra e indica el modo de situarse en la realidad, teniendo, como dirá de los griegos comentando la Ilíada, “el valor de no mentirse”.
Esta actitud, que corresponde al modo de proceder de la filosofía, hace de su pensar “algo en acto y práctica”, como leemos en las notas personales de sus Cuadernos, y abre su reflexión a una doble esfera –al orden de la necesidad y al del bien, al de la gravedad y al de la gracia, al peso de lo real y a la atención a lo sagrado–, doble esfera en la que se inscribe su compromiso político y su experiencia religiosa, como dos facetas íntimamente trabadas en la elaboración de un pensamiento dotado de una, en ocasiones incómoda, dimensión biográfica, que, sin embargo, ha sido capaz de sobrevivir a las leyendas que se tejieron en torno a su figura y de seguir alimentando las discusiones actuales.
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Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, por el lugar que ocupa en su trayecto teórico y por la importancia que se le concede, neutraliza las lecturas de quienes consideraron más interesante su vida que su obra, dada la profunda conexión entre ambas. Su sólida formación humanística y la enseñanza de Émile-Auguste Chartier (mejor conocido como Alain), del que aprende a amar a los clásicos y sus grandes obras porque “alimentan” y “guían”, del que aprende a escribir como método para pensar, y, también, la fidelidad a sí misma y la libertad de pensamiento, confluyen en esta obra con las enseñanzas obtenidas de su participación en círculos de acción política y sindical, con su interés por el trabajo físico, con el contacto con el “mundo real” que para ella supone el viaje a Berlín en el verano de 1932, donde percibe los efectos de la invasión de la vida privada por la situación política.
A partir de aquí, sus Reflexiones se inician con un diagnóstico de la situación actual, caracterizada por la falta de futuro y esperanza cuya causa encuentra en el hecho de que la estructura de la sociedad ha dañado el principio de actividad, propio de los seres humanos, dejándonos sin recursos. Las conclusiones a las que llega son una llamada a humanizar la historia, un “sombrío juego de fuerzas ciegas” que “trituran a los hombres”, mediante el desarrollo de la capacidad, esencialmente individual, de pensar y actuar, apoyándose en los gérmenes de liberación que, escondidos, encierra nuestra civilización. En síntesis, la obra es un análisis de la “opresión”, como situación de sometimiento o vulnerabilidad a la fuerza y a los mecanismos de poder que define la condición humana; este análisis lo presenta como base para una ciencia de la sociedad en la que podría apoyarse una revolución eficaz. El desarrollo argumentativo se articula en torno a dos grandes núcleos teóricos: la crítica al marxismo, del que valora positivamente su materialismo y la explicación que proporciona del mecanismo de la opresión, aunque, a su juicio, no explica satisfactoriamente cómo dejará de darse, y la formulación de un ideal de libertad, que hemos de concebir en lugar de seguir soñando.
Las nociones clave de los análisis weilianos son “fuerza”, raíz de la opresión, y “poder”, como capacidad de manejar la fuerza en un medio social. La hipótesis de la que parte sería que la fuerza, transferida a la sociedad, genera mecanismos análogos a los de la naturaleza, aunque más complejos. Entre las múltiples referencias que tiene en cuenta en sus reflexiones quizá resulte especialmente relevante su consideración de los procedimientos de “racionalización” y mecanización del trabajo que, como el taylorismo y el fordismo, ejemplifican la sumisión de los que ejecutan a los que coordinan. De hecho, aquí radica su cuestionamiento de la tesis marxista que sitúa el origen de la opresión en el régimen de propiedad, cuando estaría en la división del trabajo y el modo de producción, esto es, en la estructura social.
Esta obra fue especialmente valorada por Alain, que, en una carta recogida en la “Nota del editor” de Opresión y libertad, elogia su esfuerzo crítico y anima a su continuación, dirigida a la reformulación del análisis social, alejada de polémicas partidistas. En este sentido, Opresión y libertad recoge, por ejemplo, la reseña weiliana de Materialismo y empiriocriticismo de Lenin, donde rechaza el procedimiento del autor al estar orientado por un “espíritu de partido” que niega y anula la libertad. Por otra parte, la doctrina del trabajo que elabora en su tratamiento de la opresión está preludiada por escritos que matizan y complementan sus reflexiones, entre los que destaca el artículo de 1933 “Perspectivas. ¿Vamos hacia la revolución proletaria?”, en el que formula una crítica al estalinismo, al que considera un sistema de opresión y no una etapa *de transición al socialismo, coincidente con el fascismo; este artículo, que acaba con una llamada a “comprender la fuerza que nos aplasta” porque “nada puede impedirnos ser lúcidos”, da lugar a su distanciamiento del activismo político para dedicarse, sin embargo, a una actividad esencialmente política, si bien al margen y en los límites de la pertenencia a colectivos ideológicamente definidos.
Los escritos recogidos en este volumen, publicados e inéditos, encuentran un eco y un desarrollo en la elaboración de Reflexiones, obra que, en buena medida, representa para la autora un límite: al que ha llegado en su lectura crítica del marxismo, el que encuentra en su intento de esbozar una estructura social que garantice las condiciones de un modo de producción realmente libre. De hecho, tras su finalización obtiene un permiso como docente para poder trabajar en una fábrica, por motivos de investigación. Inicia así la etapa en la que nuevas experiencias –del trabajo, de la guerra, de la belleza, de lo sagrado– cambiarán su “perspectiva total de las cosas”.
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Para Simone Weil “todo esfuerzo de pensamiento consiste en pensar la experiencia”; esta idea se podría tomar como expresión del trabajo que emprende en condición de testigo y protagonista de algunos de los más destacados y decisivos acontecimientos de la primera mitad del pasado siglo. Las experiencias –que obtiene de sus lecturas, del trabajo físico en las fábricas y en el campo, de la vida política y sindical, de la guerra, y también de Dios– jalonan su existencia y, aunque marcan secuencias diferenciadas, se articulan en dos grandes ejes biográficos y teóricos –la vida política y la religión– que se cruzan. Es este cruce el aspecto posiblemente más personal y representativo de su aportación, aunque también el más problemático, poniendo en juego su sentido, así como la coherencia y el alcance de su intervención.
Este asunto nos coloca en el punto de intersección de dos tipos y ámbitos de experiencia difícilmente conciliables: la cuestión política constituye una preocupación continua en su trayectoria, bajo distintas formas y en permanente estado de reelaboración. Su actividad en este campo responde a la decisión de estar en el centro de los acontecimientos y de intervenir, aunque de esta participación deriven imprevisibles consecuencias que van forjando paulatinamente su concepción de la realidad, del ser humano y de la vida social; estas experiencias, por tanto, vienen a ser el medio del que recaba la base de su reflexión y al que dirige su trabajo. La experiencia religiosa, sin embargo, será originaria y prioritariamente una experiencia mística y, como tal, puntual e inefable, de carácter excepcional; su incorporación propicia, sin embargo, en el pensamiento de la autora un cambio de plano radical, de tal manera que, a partir de un momento muy determinado, su proyecto político adquiere sentido “a la luz de lo sagrado”, como elemento que integra y articula en su descripción de lo que es y en su proyecto de lo que debería ser.
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Nada en su biografía es ajeno a la decisión teórica de adherirse a lo real y al compromiso ético y político de transformarlo; pero el contacto con la realidad va fraguando en ella una idea de la misma que, con rasgos de evidencia, le hace ver las exigencias que esta impone. De su formación intelectual y de la experiencia política que adquiere ya desde sus años de estudiante y de actividad sindicalista obtiene una imagen precisa de la dinámica que rige el mundo humano, análoga a la del mundo natural y regida por la ley de la fuerza; la experiencia del trabajo en las fábricas, decisiva en el replanteamiento de sus perspectivas políticas, corroborará este convencimiento; y en la guerra encontrará un escenario privilegiado en el que observar las condiciones de existencia, por la fidelidad con la que ahí se representan la presencia de la ley de la fuerza y sus efectos en los seres humanos, siempre sometidos al riesgo de cosificación, a la seducción de la mentira y el sueño, que vela la posibilidad misma de ver. Sobre este fondo, la experiencia mística supondrá la incorporación de un elemento supranatural al mecanismo de la realidad, que quedaría así en suspenso; se trata de una experiencia de lo que es absolutamente otro, e implica una esencial apertura a lo no controlable, preludiada por el reconocimiento de la vulnerabilidad y el abandono de la autosuficiencia que se apoya en la engañosa ficción del poder, desmentida por la experiencia que enseña, como la Ilíada, que “no hay un solo hombre que no se vea, en algún momento, obligado a doblegarse bajo la fuerza”.
El programa de renovación radical de la estructura social y de la acción política que culmina en sus últimas obras, y va paulatinamente desarrollando, es siempre una apelación al núcleo de la propia identidad y remite a la posibilidad, personal e irrenunciable, de establecer relaciones reales con lo real, sustrayéndose a la idolatría de lo social. De hecho, uno de los motivos weilianos que hoy continúa llamando poderosamente nuestra atención y adquiere una especial significación por sus implicaciones es el modo en el que a la inmersión en lo colectivo y al dominio de la propaganda y las consignas, característico de nuestra actualidad, opone la revitalización de vínculos de pertenencia y participación en la realidad, mediante un proyecto político que parte de una interpelación, esencialmente no individualista, al individuo. Su requerimiento de poner en juego la capacidad de discernir y decidir, de ver y consentir, remite al “pacto del espíritu con el universo” al que alude al final de Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social como forma de resistencia a la inmersión en lo colectivo, característica de los totalitarismos de todo signo: “Solo los fanáticos pueden conceder valor a su propia existencia en la medida solamente en que sirve a una causa colectiva; reaccionar contra la subordinación del individuo a la colectividad implica comenzar por rechazar la subordinación del propio destino al curso de la historia. Para decidirse a semejante esfuerzo de análisis crítico basta con comprender que permitiría a quien lo emprendiese escapar al contagio de la locura y el vértigo colectivo, renovando por su cuenta, por encima del ídolo social, el pacto original del espíritu con el universo.”