Los trabajos colectivos como bienes comunes material/simbólicos

El sustrato de lo común son los trabajos colectivos, (minga, tequio o ayuda mutua), y no los llamados bienes comunes, concepto tributario del economicismo, o las comunidades como instituciones que son, en todo caso, producto del hacer colectivo de las personas. Estas prácticas no están confinadas sólo en remotas áreas rurales pobladas por indígenas y campesinos, sino también se registran en las ciudades por parte de sectores populares mestizos. Los trabajos colectivos son un mecanismo que funciona tanto en la producción como en la reproducción de la vida, tanto en la educación y en los cuidados de salud, como en el ámbito de la toma de decisiones y de la seguridad colectiva. El análisis se focaliza en experiencias urbanas con el objetivo de hacer visibles prácticas y modos de hacer que desbordan los estrechos marcos de la raza/etnia y de las comunidades/ instituciones para arraigar allí donde la vida está siendo violentada por la acumulación por despojo.



Los trabajos colectivos como bienes comunes material/simbólicos
Raúl Zibechi

Resumen

Este trabajo pretende mostrar que el sustrato de lo común son los trabajos colectivos, (minga, tequio o ayuda mutua), y no los llamados bienes comunes, concepto tributario del economicismo, o las comunidades como instituciones que son, en todo caso, producto del hacer colectivo de las personas. Estas prácticas no están confinadas sólo en remotas áreas rurales pobladas por indígenas y campesinos, sino también se registran en las ciudades por parte de sectores populares mestizos. Los trabajos colectivos son un mecanismo que funciona tanto en la producción como en la reproducción de la vida, tanto en la educación y en los cuidados de salud, como en el ámbito de la toma de decisiones y de la seguridad colectiva. El análisis se focaliza en experiencias urbanas con el objetivo de hacer visibles prácticas y modos de hacer que desbordan los estrechos marcos de la raza/etnia y de las comunidades/ instituciones para arraigar allí donde la vida está siendo violentada por la acumulación por despojo.

La comunidad no es, se hace. Cada día, a través del hacer colectivo de varones y mujeres, niñas, niños y ancianos, quienes al trabajar reunidos hacen comunidad, hacen lo común. Reducir la comunidad a institución, hecha de una vez para siempre, instituida, oculta que los trabajos colectivos son los que le dan vida, sentido, forma y fondo al hecho comunal. Optamos, entonces, por decir hacer comunidad en vez de ser comunidad. Lo común son los vínculos que construimos para seguir siendo, para hacer que la vida siga siendo vida; vínculos que no pueden ser acotados a institución ni a cosas (agua, tierra, natura). En este sentido, los llamados “bienes comunes” no son objetos, entes separados de las personas, sino esos lazos (comunes, comunitarios) que hacen posible que, por decir, agua y tierra sigan siendo en beneficio del común/ comunitario. Los “bienes comunes” son lo que hacemos para que sigan siendo bienes de uso del común. Las palabras, el modo de usarlas por lo menos en el castellano al uso, tienden a cosificar-objetivizar, como señalaba Carlos Lenkersdorf, y, de ese modo, ocultar y disolver las relaciones sociales que hacen posible que lo que es, siga siendo; o, si se prefiere, estar-siendo (Kusch, 1971). En este artículo intento mostrar cómo los trabajos colectivos (minga, tequio, gauchada, amingáta nendive, guelaguetza, y los mil modos de nombrarlos) no pueden reducirse a las formas de cooperación aceptadas/institucionalizadas en las comunidades indias; los encontramos en espacios urbanos y rurales, entre negros, indios y mestizos, y en los más diversos espacio-tiempos de la vida social, actual y pretérita, muchas veces de modo espontáneo/invisible. Y que son la sustancia de la vida social, que se expresa en maneras diversas, a veces transfiguradas, porque necesitaron camuflarse (en fiesta, rito o liturgia) para escapar de las fauces depredadoras de Estados y mercados.
Trabajos colectivos urbanos
Auzolan es la palabra con la que los pobladores de la ciudad vasca de Vitoria nombraban los trabajos comunitarios hacia el año 1400. Eran
trabajos “para la ejecución de tareas precisas para la buena marcha de la comunidad o para la creación o mantenimiento de infraestructuras o equipamientos comunes” (Egin Ayllu, 2014: 25). A través del trabajo colectivo resolvían las necesidades materiales de los vecinos, pero también vigorizaban el sentimiento colectivo de comunidad, ya que en la mayoría de las ocasiones los trabajos de auzolan culminaban con una celebración colectiva entre todos los participantes. La práctica del auzolan se denominaba, tradicionalmente, vereda, denominación que aún sobrevive allí donde estos modos se mantienen. Las responsabilidades que tenían que asumir los mayorales y sobremayorales eran tareas obligatorias y no retribuidas. La comunidad de vecinos los elegía en “concejos abiertos” o batzarre, y todos consideraban que ejercer esos cargos era un honor. Los cargos eran rotatorios y todos los vecinos debían acceder a ellos en algún momento de sus vidas. Los estudios que han reconstruido la historia de las vecindades de Vitoria, aseguran que ese modo de organizarse para resolver los problemas colectivos era “la traslación a las ciudades de una forma de organización que desde antiguo venía practicándose en los pueblos y aldeas (…) y que, por tanto, estaban acostumbradas a ella de ‘forma natural’ desde tiempos muy anteriores” (Egin Ayllu, 2014: 36). No existe constancia documental de cuándo comenzaron estas prácticas, aunque es seguro que existieron en varias ciudades y en barrios alejados de una misma ciudad durante la Edad Media, de modo que no existían normativas ni ordenamientos que las regularan pese a lo cual sus formas y modos de hacer eran similares. Las necesidades de cada población imponían el auzolan ante la inexistencia de Estado y las capacidades colectivas le daban forma al modo de resolverlas. Eran formas de organización y acción “espontáneas” (según el lenguaje actual) o “naturales” como señalaban los propios vecinos (Egin Ayllu, 2014). En 1483 se redactaron las “Ordenanzas de las Vecindades Vitorianas”, primera mención documentada sobre su existencia para poner orden al asamblearismo vecinal que era el modo de
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participación de la población en las decisiones de la ciudad a través del Concejo Abierto. Según las fuentes, la potencia de la acción vecinal o vecindades (comunidades de vecinos), estaba anclada en la “ayuda mutua”, práctica rutinaria de la vida cotidiana para resolver los problemas comunes. Pero a finales del siglo XV el matrimonio de los Reyes Católicos y la unificación de los reinos de Castilla y Aragón, dio inicio a un proceso de centralización de las formas de gobierno a través de medidas que reorganizaban la vida política, administrativa, territorial y social. En ese marco de fortalecimiento de un Estado central aparece la necesidad de regular las vecindades. De hecho, las Ordenanzas son aprobadas el 18 de septiembre de 1483 en la iglesia de Santa María donde sesionan el “Concejo Cerrado” y la Diputación, “cuatro días antes de la visita a Vitoria de la reina Isabel” (Egin Ayllu, 2014: 46). En ese mismo proceso son suprimidos los Concejos Abiertos y se crea el primer Ayuntamiento de Vitoria, un órgano de poder restringido a las elites de la ciudad, estrechamente vinculadas a la corona. Las comunidades vecinales salen de la oscuridad histórica recién cuando entran en conflicto con un Estado que pretende suprimirlas, aunque inicialmente acotaba sus poderes. La cuestión del orden público o seguridad, en realidad el monopolio del uso de la fuerza, ocupa un lugar destacado en este conflicto. Hasta ese momento, la seguridad vecinal descansaba en la capacidad de autodefensa de las familias, como parte del mismo sistema de ayuda mutua que se utilizaba tanto para la limpieza y el mantenimiento de las infraestructuras, como para asistir a las familias en problemas o para organizar las fiestas. En rigor, no existía un cuerpo de autodefensa separado de otras esferas de la vida colectiva. Un único mecanismo se aplicaba en cada caso asumiendo tareas parcialmente distintas, siempre bajo el control de la vecindad/comunidad. Desde fines del siglo XV las autoridades de la ciudad “desplegaron todo un arsenal de medidas tendentes a controlar a sus administrados, y las vecindades fueron uno de los puntales en los que se sustentó esa
política”. Un primer paso para controlarlos fue que “el Ayuntamiento pasaba a hacerse cargo del monopolio del uso de la fuerza, de la violencia, y por tanto, ya no era necesario que los vitorianos estuvieran armados en la calle” (Egin Ayllu, 2014: 52). Una política de este tipo conlleva, naturalmente, un control estricto de las conductas cotidianas y, por lo tanto, las Ordenanzas incluyen castigos severos a las mujeres, en particular “mujeres que tratan y hacen continua y públicamente pecado de fornicio y putería”, así como a “personas hechiceras y que se quieren decir adivinas”, según reza el capítulo 16 de la normativa. Aparecen las sanciones y multas, pero también la figura de la delación, amparada por las ordenanzas. De ese modo se acuña el concepto de delito como parte del disciplinamiento y control de la sociedad. El proceso de liquidación de las vecindades fue largo y tuvo su epílogo recién el siglo XIX cuando sus propiedades fueron arrebatadas. Primero fueron “reguladas” por disposiciones legales, luego se les fue vaciando su contenido al subordinarlas a las instituciones y, finalmente, se les incautaron sus bienes. La dinámica de las vecindades/comunidades urbanas resultaba intolerable desde la óptica de la centralización estatal y concentración de poder por parte de las clases dominantes. Sin embargo, más allá de la figura de la vecindad, de sus bienes y autoridades, o sea por debajo de la institución comunidad, existían un conjunto de prácticas, de modos de hacer, ordenados en torno al auzolan, que forman el corazón de las relaciones comunitarias. Fueron esas prácticas las que sostuvieron las vecindades y, a la vez, las que estuvieron en la lupa de las elites urbanas. Los modos de autoorganización (que por cierto no era un término de la época) y la cultura de lo colectivo, se fueron trasladando de las zonas rurales a las ciudades a la par de la emigración de los campesinos que reproducían en las ciudades la solidaridad que caracterizaba a las familias extensas que predominaban en el campo. Lo colectivo estaba por sobre lo individual. Pero esos modos de hacer no estaban estatuidos, eran “apenas” costumbre, sentido común que no necesitaba hacerse
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ley o reglamento. Más aún, la transfiguración del sentido común en regla escrita sólo podía ser el comienzo de su desaparición, de su neutralización, porque parte de la autonomía de esas comunidades consistía en que eran invisibles para las instituciones. Ninguna de esas comunidades tenía estatutos, vivían fuera de la ley y, probablemente, eso era una seña de identidad no consciente, que parecía ir de la mano de su independencia de criterios y en muy pocas ocasiones acuden a los tribunales. Se regían por usos y costumbres, o, en el lenguaje de la época, “no hay más ordenanzas que las costumbre antiguas” (Egin Ayllu, 2014: 68). La inexistencia de estatutos y reglas escritas no era, empero, un síntoma de debilidad. Por el contrario, las costumbres “ordenaban” que todo nuevo habitante de la ciudad debía contar con el visto bueno de la vecindad que lo acogía, había de aceptar las cargas y obligaciones necesarias para sostener la comunidad vecinal, entre las que destacaban acudir a las asambleas obligatorias, asumir cargos de responsabilidad e integrar “las rondas para prevenir los delitos” (Egin Ayllu, 2014: 72). Entre las normas nunca escritas, quizá por eso tan efectivas, estaba el apoyo y asistencia de la comunidad en nacimientos y bodas, enfermedades y muertes, porque era comunidad en el momento de compartir la alegría como de sobrellevar el dolor. Ese compartir a través del trabajo colectivo de ayuda mutua, el auzolan, gana especial visibilidad ante las tragedias colectivas, sean los frecuentes incendios o las temibles epidemias, siendo uno de los mejores medios para controlarlas “apoyarse en las vecindades y barrios”, los más capaces para mantener la higiene de los espacios públicos y asegurar el suministro de agua (Egin Ayllu, 2014: 79). Es evidente que las vecindades, como toda comunidad real, tenían mecanismos coercitivos para hacer cumplir las decisiones colectivas, existiendo un abanico de medidas que iban desde las multas en efectivo hasta la definitiva separación del infractor de la ciudad. Entre las sanciones monetarias, la más elevada (de 50 marevedís en 1483) estaba destinada a aquellos que se negaban a aceptar el cargo para
el que habían sido elegidos, ya que se consideraba que “servir” a la comunidad era aun deber. Con el fortalecimiento del poder municipal las cosas fueron cambiando para las comunidades de vecinos. Por un lado, las elites de la ciudad se afianzaban con apoyo de la corona española. El Reglamento de Vecindades de 1483 formaba parte de ese largo proceso que avanzó lentamente a lo largo de varios siglos. Recién en el siglo XVIII fueron siendo vaciadas de contenido para recibir el tiro de gracia hacia la segunda mitad del siglo XIX, cuando “les son arrebatadas tanto sus posesiones como sus bienes” (Egin Ayllu, 2014: 145). A partir de 1855 durante el “bienio progresista” se promulgó la Ley de Desamortización Civil que fue “uno de los principales instrumentos utilizados por la ‘corriente liberal’ en boga desde la Constitución de 1812 para intentar acabar con las colectividades y el régimen comunal” (Egin Ayllu, 2014: 146). La nueva ley permitía expropiar las propiedades de las vecindades y también de las cofradías y de las “obras pías”, buscando engordar las débiles arcas estatales. En el afán modernizador, los ayuntamientos se quedaron con los bienes de las vecindades bajo la forma de obras públicas, entre ellas la conducción y abastecimiento de agua, pero también les quitaron los censos, libros de actas y de ingresos. Los ayuntamientos comenzaron a concentrar los bienes y a cumplir los servicios que antes realizaban las comunidades vecinales, reduciéndolas a meras organizadoras de celebraciones eclesiásticas y de las fiestas anuales. Fue una victoria política doble. Las elites y el Estado destruyeron un poder paralelo, a la vez que fomentaron una nueva cultura política:
(…) en la medida que el Ayuntamiento fue arrebatando a las Vecindades su ser comunitario, vaciándolas de contenido hasta convertirlas en casi meros apéndices administrativos al servicio municipal, y el individualismo fue tomando carta de naturaleza en las relaciones vecinales, el ‘cargo’ de Mayoral fue adquiriendo popularmente una mayor consideración de ‘carga’, difícilmente asumible (Egin Ayllu, 2014: 131).
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Una cultura política no desaparece sin más. Pueden confiscarles edificios y propiedades, incluso destituir las formas organizativas en que se apoya, pero un modo de hacer, incrustado en las relaciones entre personas, se debilita pero no se evapora al perder las instituciones que lo cobijaban. El auzolan por ejemplo, el trabajo comunitario, consolida los lazos comunitarios, los sostiene, pero no los crea. Aún hoy, existen Concejos Abiertos, 319 en Alava y 348 en Navarra, sobrevivientes de las formas de tomar decisiones históricas en esas comunidades. El auzolan no es posible cuantificarlo. Se hace visible en la sociabilidad cotidiana en pueblos y barrios, en particular durante las fiestas vecinales, en las que cientos de jóvenes participan trabajando sin esperar ninguna remuneración más allá de la satisfacción de la solidaridad y el goce de la fiesta. Sobrevive a la modernidad y al consumismo en las “reuniones de portal”, donde los vecinos debaten problemas del edificio en que habitan. Pero es sobre todo en los momentos difíciles, crisis o tragedias, cuando el trabajo colectivo se muestra en toda su potencia. Durante las inundaciones que sufrió la ciudad de Bilbao, en agosto de 1983, que destruyeron barrios enteros y provocaron la muerte de 39 personas, resurgió con toda su potencia el auzolan, en lo que se denominaron “las inundaciones de la solidaridad”. Ante la inoperancia del Estado, miles de personas se volcaron en apoyo de las familias que perdieron sus viviendas, limpiaron y reconstruyeron las zonas más afectadas (Asociación de Familias de Rekaldeberri, 1983).
Acapatzingo: trabajos comunitarios en la mega ciudad1
La Comunidad Acapatzingo, así como otras comunidades urbanas que se organizaron para conseguir viviendas para sus integrantes,
1 Este apartado es una versión muy abreviada del texto “Challenges and Difficulties of Urban Territories in Resistance”, en Sthaler-Sholk, Richard; Vanden, Harry and Becker, Marc Rethinking Latin American Social Movements, Rowman, New York, 2014.
muestran que lo común puede nacer incluso en una mega ciudad como México D.F. Con la misma intención de destacar las prácticas colectivas como sustento de lo común/comunitario, analizo la experiencia de este colectivo urbano de más de 500 familias a lo largo de dos décadas. Acapatzingo forma parte del vasto movimiento popular urbano que nace en la década de 1970 al calor de la experiencia del movimiento estudiantil de 1968, que tuvo un fuerte crecimiento luego del terremoto de 1985, impulsado por los afectados por el sismo, inquilinos, colonos y solicitantes de crédito. El predio donde se levanta la comunidad Acapatzingo, La Polvorilla, en la delegación Iztapalapa, oriente de la ciudad de México, fue ocupado en 1994, en varias etapas luego de expulsar a los “intermediarios” que lucraban con los ocupantes. Lo compraron en 1998 y comenzaron la construcción de las viviendas en 2000 (Lao y Flavia, 2009; Zibechi, 2009). El grupo se fue armando gradualmente en base a familias que llegaron de otros proyectos. Primero levantaron construcciones temporales para las familias que no tenían dónde vivir y cuando fueron terminando las viviendas unifamiliares definitivas (120 metros cuadrados en dos niveles y 64 metros cuadrados en los departamentos), fueron siendo entregadas a las familias. Las viviendas de las familias que forman una brigada están pintadas en los mismos colores, que las distinguen de las otras brigadas, y ocupan espacios próximos formando un pequeño “barrio”. Las viejas viviendas precarias siguen en pie para albergar a otros miembros del movimiento que están en el proceso de ocupaciones y de construcción de nuevas comunidades. En este sentido, Acapatzingo es una gran escuela. A mediados de 2013 tenían dos viveros que producen alimentos, una radio comunitaria dirigida por adolescentes, espacios para niños, tercera edad y jóvenes que incluyen pista de patinaje y ciclismo, dos canchas de basquetball y teatro al aire libre; y están en las fases iniciales de la construcción de la clínica de salud y de las escuelas preescolar, primaria y secundaria. El ingreso al predio está
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regulado por la comisión de vigilancia, en la que participan de forma rotativa todas las familias, no se permite el ingreso de policías salvo casos especiales autorizados por la comunidad. La construcción de la comunidad fue un largo proceso en el que los aspectos culturales y subjetivos jugaron un papel más importante que las viviendas y el espacio físico, que fue radicalmente modificado desde un baldío abandonado a un hermoso barrio-comunidad. Los miembros del Frente Popular Francisco Villa Independiente-Unidad Nacional de Organizaciones Populares de Izquierda Independiente (FPFVI-UNOPII), relatan de este modo ese proceso:
Nos fuimos integrando poco a poco, como gotas de lluvia que confluyen en un río, caminamos, desde entonces, de la mano siempre tibia y solidaria de la lucha, enfrentamos y vencimos nuestros propios miedos para poder enfrentarnos a la burocracia, a la negligencia oficial, al Estado, fuimos desarrollando, entonces, nuestras armas, la movilización se hizo fundamental para alcanzar los objetivos, a la par que empezamos a construir nuestra propia cultura, la seguimos construyendo, una comunitaria, una cultura de vida y no de muerte y la fortalecimos con las guardias, las jornadas, con la radio y el proyecto de cultura (FPFVI-UNOPII, 2009b).
A partir de esta breve descripción, en la que destacan dos ideas centrales, la de comunidad y la de cultura, quiero reconstruir algunos aspectos que considero decisivos a la hora de crear este espacio comunitario, autónomo y en resistencia: el cambio de las subjetividades, la organización interna y los acuerdos que hacen posible la convivencia, o sea los reglamentos que han aprobado todas las familias que deciden convivir. Asumo que los tres aspectos están íntimamente ligados y sólo los separo para profundizar cada uno de ellos. Lo que intento responder es cómo crearon comunidad a partir de la sumatoria de individuos. Un cambio en la subjetividad se produce cuando empezaron a ser capaces de derrotar “nuestros propios miedos, combatir los traumas imbuidos en nosotros desde niños, romper con el egoísmo, romper con la apatía” (FPFVI-UNOPII, 2008). Ese trabajo interior es
individual en colectivo, o sea, no es ni lo uno ni lo otro, la polaridad individual-colectivo se rompe, se desvanece sin confundirse, sin que ambos términos desaparezcan; sólo se desvanecen como polaridad. ¿Cómo? En la toma de tierras y en los asentamientos convertidos en escuelas a cielo abierto, donde “las asambleas, la marcha, la guardia o las jornadas de trabajo se traducían en colectividad, en preocupación por el otro” (FPFVI-UNOPII, 2006). En suma, soy en la medida en que comparto con el otro y la otra; no soy en soledad, sino con los demás. Y es a través de los otros que mi individualidad puede crecer, afirmarse y ser. Este notable cambio en la subjetividad que observamos entre los integrantes del movimiento tiene una evidente raíz popular en las colonias mexicanas donde “naturalmente” existe una cultura comunitaria. Lo que el Frente ha hecho es rescatarla, evitar que se pierda en manos del mercado, de los partidos y del patriarcado. “El objetivo más importante es que el rescate y conservación de una cultura comunitaria se extienda y toque a las familias enteras, que los niños y jóvenes crezcan en un ambiente permeado por estos valores, subversivos per se, en una sociedad como la que vivimos” (FPFVIUNOPII, 2006). En segundo lugar, la organización del Frente está orientada a las tareas de rescatar y fortalecer comunidad. Por un lado está la estructura organizativa; por otro, lo que esa organización hace. La base es siempre la misma: las brigadas formadas por 25 familias, tanto en predios como Acapatzingo como en las ocupaciones y asentamientos. Cada brigada nombra responsables para las comisiones, en general cuatro: prensa, cultura, vigilancia y mantenimiento. En Acapatzingo son 28 brigadas y en los demás espacios es muy variable en función de la cantidad de familias. A su vez, las comisiones, cuyos integrantes son rotativos, nombran representantes para el consejo general de todo el asentamiento donde confluyen representantes de todas las brigadas. “La idea de las brigadas es que permiten generar núcleos donde la gente puede generar un vínculo y las comisiones son correas de
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trasmisión en dos sentidos, hacia la organización y hacia las familias, y eso permite mejorar el trabajo”, explica Enrique Reynoso, uno de los dirigentes del FPFVI-UNOPII y miembro de la Comunidad Acapatzingo (Zibechi, 2009). En las brigadas hay tiempo suficiente, y confianza interpersonal, como para profundizar todos los temas. Luego hay una asamblea general (mensual en Acapatzingo, semanal en otros predios) que es la máxima instancia en la toma de decisiones. Es importante ver más de cerca lo que sucede en las brigadas, ya que son la célula de la organización territorial y la base de toda la organización, pero también el núcleo de la comunidad. En las reuniones de brigada cada familia tiene un voto. En ellas debaten los temas más importantes, como los reglamentos del predio que fueron debatidos en cada una de las brigadas, y reformados hasta que todas estuvieron de acuerdo. Cuando se presenta un conflicto interviene la brigada, aunque sea un problema intrafamiliar, y dependiendo de la gravedad puede pedirse la intervención de la comisión de vigilancia y hasta del consejo general. Cada brigada se encarga una vez por mes de la seguridad del predio, pero el concepto de vigilancia no es el tradicional (control), sino que se basa en la autoprotección comunitaria y tiene, por lo tanto, un fuerte aspecto educativo. “La comisión de vigilancia no puede ser la policía del predio”, explica Reynoso, “porque estaríamos repitiendo el poder del Estado” (Zibechi, 2009). La comisión de vigilancia tiene también el papel de marcar y delimitar el adentro y el afuera, quién puede entrar y quién no debe hacerlo. Este es un aspecto central de la autonomía, quizá el más importante. La autonomía implica establecer un contorno físico y político que diferencia el espacio interior del exterior, que impide que el cuerpo autónomo se diluya en el entorno. Así funcionan los sistemas vivos, creando un perímetro que delimita el territorio en el que suceden las interacciones, haciendo viable que el conjunto funcione como una unidad (Maturana y Varela, 1995). Es lo que permite que dentro del perímetro se establezcan vínculos diferentes a los que suceden fuera, lo que le otorga al sistema sus características propias. Pero no es un sistema cerrado; tiene múltiples
vínculos hacia el exterior. La comunidad de Acapatzingo trabaja intensamente con el barrio en el que está enclavada: la comisión de vigilancia ha contribuido a crear comités de vecinos en el barrio con los que realizan cursos de seguridad barrial y cómo actuar en casos de desalojos, que el barrio retribuye con víveres. Han dado charlas en las escuelas sobre seguridad para jóvenes y a través de la radio establecieron vínculos con los comerciantes que se anuncian a través de la emisora comunitaria y algunos jóvenes del barrio participan en programas radiales. “Seguimos persiguiendo una utopía que no consiste en crear una isla sino un espacio abierto que pueda contaminar la sociedad”, explica Reynoso (Zibechi, 2009). En los demás predios, ubicados casi todos en la zona de Pantitlán, los colectivos del Frente se vinculan con el barrio sobre todo a través del carnaval y de otras fiestas que organizan junto a los vecinos. La tercera cuestión se relaciona con los reglamentos, que son el modo que encontraron de darle forma a las prácticas colectivas. El Reglamento General, muy similar en todos los asentamientos que integran este movimiento, tiene doce páginas y fue aprobado por todos los que habitan el espacio en las asambleas de brigadas. El movimiento, señala el texto, quiere brindar una alternativa de vivienda a las familias que no la tengan, pero que “acepten romper con los hábitos y las prácticas individualistas” para levantar un proyecto de vida colectivo y solidario que se propone “construir Poder Popular” (FPFVI-UNOPII, 2009a: 2). La asistencia a las asambleas es obligatoria y la inasistencia reiterada puede ser motivo de baja del asentamiento. La asamblea decidió crear cuatro comisiones: mantenimiento, que se encarga de los trabajos colectivos, vigilancia, cultura (cuyas características ya hemos visto) y salud, que trabaja en prevención de salud física y mental, seguimiento de los enfermos crónicos, coordinar campañas de vacunación y de alimentación sana. El reglamento regula la convivencia: prohíbe el maltrato físico y psicológico, escuchar música con volumen alto, y señala que los conflictos entre vecinos deben solucionarse a través del diálogo pero
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estipula que la comisión de vigilancia puede intervenir ante casos graves. Cuando se produce un acto de violencia física, “el agresor deberá cubrir los gastos de atención y curación del agredido” y se puede llegar a su expulsión del asentamiento, temporal o definitiva. Los robos suponen la baja definitiva independientemente del monto robado, con la posibilidad de expulsar a toda la familia si llega el caso (FPFVI-UNOPII, 2009a: 6-7). A los niños se les destinan espacios de juego y se propone celebrar asambleas de niños y crear comisiones con apoyo de los adultos. Las áreas comunes deben estar limpias y no se puede consumir drogas ni alcohol en ellas. Se reglamentan estrictamente los horarios y tareas de las guardias. Las jornadas de trabajo colectivo decididas por la asamblea o las comisiones son obligatorias. En varios asentamientos que he visitado pude observar que las personas más activas son las mujeres, que enseñan el predio al visitante con orgullo, los espacios de salud, la biblioteca que tienen todos los asentamientos, y explican en detalle el trabajo de las comisiones. Los niños, a partir de los diez años, se muestran dispuestos a participar en actividades colectivas. Cada asentamiento tiene un lugar para asambleas que a veces funciona como comedor. En todos los espacios que pude visitar pregunté qué hacen ante la violencia doméstica. En todos me respondieron lo mismo: el agresor debe retirarse del predio durante un tiempo que, en función de lo que decida la mujer, puede ser de semanas o hasta de tres meses, “para que piense”. Sólo puede regresar si la mujer lo acepta. La comunidad sostiene afectivamente a la familia. En algunos asentamientos hay carteles bien visibles con el nombre de la persona que tiene prohibido el ingreso al predio. En Acapatzingo aseguran que cuando se produce una agresión en el hogar los niños salen a la calle haciendo sonar el silbato, mecanismo que la comunidad utiliza ante cualquier emergencia. El ambiente interior es apacible, a tal punto que incluso en lugares muy poblados como Acapatzingo (unos 3.000 habitantes), es común ver a los niños
jugando solos con total tranquilidad en un espacio seguro y protegido por la comunidad. De las diversas prácticas colectivas mencionadas, creo que la identidad de brigada es clave porque es en ella en la que se vivencian los trabajos colectivos como práctica capaz de sostener/reproducir la comunidad. La actitud hacia los varones golpeadores revela la existencia de potentes lazos comunitarios asentados en trabajos colectivos. En este punto, y tratándose de un movimiento urbano en el que las familias suelen trabajar fuera del territorio común, debemos comprender que un aspecto central de los trabajos colectivos es la asamblea de brigada (además, claro, de las comisiones de vigilancia y otras tareas grupales). La reunión semanal de cada brigada, requiere tiempo y dedicación que se le restan a otros trabajos, al tiempo libre o a la familia. Las comisiones de vigilancia son el principal trabajo colectivo, ya que de ellas depende tanto el orden interior como la preservación del espacio/territorio de cualquier suceso externo. La vigilancia se mantiene las 24 horas y entre las normas decididas colectivamente, figura que en caso de que la policía deba ingresar al predio (por una situación grave como asesinato, por ejemplo) debe hacerlo sin armas. He podido observar que entre las personas que vigilan el ingreso a la comunidad, abundan las mujeres de todas las edades, quizá porque se trata de comisiones de contención, cuidado y autoeducación más que de control.
Cuidar la salud en comunidad: Cecosesola
Barquisimeto es una ciudad de 1,2 millones de habitantes, en el estado de Lara, en el occidente de Venezuela. Cecosesola (Central de Servicios Sociales del Estado de Lara) es una red de 50 cooperativas de producción agrícola, agroindustrias en pequeña escala, servicios de salud, transporte, funerarios, de ahorro y préstamo, distribución de alimentos y de artículos para el hogar. La red tiene algo más de 20 mil asociados de los cuales 1.300 son trabajadores. Las ferias
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de Cecosesola abastecen casi el 40% de los alimentos frescos que consume la ciudad, con casi 300 cajas donde acuden semanalmente unas 220 mil personas. Uno de esos emprendimientos es el Centro Integral Cooperativo de Salud (CICS) que atiende 180 mil personas cada año. El Centro está inspirado en principios comunitarios, como toda la red de cooperativas. Los miembros de Cecosesola rechazan la separación entre los que gestionan el proyecto y los que son meros usuarios. Su objetivo es la autogestión que se traduce en el autofinanciamiento y en la autodeterminación que comienza a superar las jerarquías y estructuras de mando por el consenso, el respeto entre trabajadores y asociados y la gestión en base a la confianza. En el aspecto curativo, conviven diferentes enfoques de salud, desde la medicina convencional (medicina general y especialidades) hasta las terapias (acupuntura, hidroterapia, masoterapia). Autogestionar comunitariamente un centro de atención masiva, supone encarar el desafío de superar dos aspectos establecidos en la cultura dominante: la rígida división y jerarquización al interior del colectivo de salud y las relaciones también jerárquicas entre especialistas (médicos) y pacientes. Eso pasa por construir una nueva cultura de carácter comunitario. Los miembros del CICS lo trabajan en todos los aspectos, desde la construcción del edificio que lo alberga hasta las relaciones humanas. El edificio del Centro de Salud es completamente distinto a cualquier hospital. Son tres pisos que combinan grandes ventanales y “paredes” con ladrillos huecos que permiten la ventilación y no obstaculizan la visión, de modo que puede decirse que es un espacio abierto. El diseño del edificio supuso tres años de debates entre los cooperativistas y los arquitectos y fue enteramente financiado por Cecosesola, pese que no tenía los fondos suficientes. La diferencia con el hospital tradicional está en los detalles. Hay dos grandes espacios a cielo abierto donde niños y niñas practican artes marciales chinas (wushu) acompañados de sus padres y una animadora, y los grandes
hacen tai chi, yoga y bailoterapia. El criterio es que en cada piso haya un espacio para actividades colectivas de los “pacientes” y sus familias. Mientras el diseño hospitalario tradicional consiste en pequeñas salas cerradas y tabicadas para aprovechar el espacio por criterios de rentabilidad, ellos han pensado en espacios abiertos, con ventilación, sol y aire, con habitaciones aireadas con grandes balcones en lo que definen como “una estructura ecológica”. Mientras las clínicas tienen aire acondicionado y los espacios miran hacia el interior con pequeñas ventanas, el centro de salud mira hacia las montañas y es un pequeño oasis de aire fresco en la ciudad calurosa. Las habitaciones se interconectan a través de balcones que las rodean, de modo que los internados pueden comunicarse entre ellos, algo que médicos y enfermeras alientan. Tienen 20 camas para internación, sala de operaciones, laboratorio, hacen ecografías y atienden 17 especialidades. Desde la creación del CICS los seis centros de salud están coordinados y atienden tanto a los socios como a los no socios, quienes pagan los servicios con tarifas muy bajas. Para reunir el dinero para la construcción buscaron implicar a la comunidad: vendieron rifas, los trabajadores asociados hicieron aportes semanales, pidieron dinero a los proveedores y a las organizaciones que integran la red, vendieron arroz con leche y quesillos en las ferias, organizaron jornadas de vacunación, odontología y laboratorio a precios económicos contando con el trabajo gratuito de enfermeras, médicos, dentistas y bio-analistas. Hicieron conciertos y viajes a la playa, colocaron 300 alcancías en las cajas de las ferias y en las cooperativas, los terapeutas hicieron masajes a voluntad, y recibieron aportes solidarios individuales de amigos de Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Pero no pidieron nada al Estado ni a la banca. De este modo el edificio fue apropiado por el colectivo de Cecosesola desde antes incluso de haber sido construido. Es un espacio que sienten propio y ese aspecto es decisivo ya que no autogestionan algo ajeno (la fábrica de un patrón, por ejemplo) sino algo que ellos han diseñado y financiado con recursos propios. La
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autogestión comunitaria tiene características distintas a la autogestión obrera y a las formas de autogestión que conocemos en los países desarrollados donde han surgido las principales teorizaciones sobre autonomía, entre otras razones porque no se referencia –ni siquiera para negarlos– en el capital ni en el Estado (Zibechi, 2015). Lo más impactante es el modo como gestionan el Centro: a través de la reunión semanal de los viernes en la que participan todos los trabajadores que desean hacerlo. En la reunión que participé estaban unas 55 personas sentadas en círculos concéntricos. Había personal de mantenimiento, limpieza, técnicos, enfermeras y médicos. El centro cuenta con 60 médicos y 50 trabajadores. Habitualmente participan en la asamblea casi todos los trabajadores y sólo dos o tres médicos, pero en la asamblea que participé había ocho médicos, lo que fue interpretado como un paso adelante. La reunión comenzó con una dinámica de grupo para abrir un debate sobre fallas y mejoras en los servicios. Una de las preguntas giraba en torno a si la cooperativa absorbe demasiado tiempo a los trabajadores al punto que desatienden las familias. Algunos dijeron que eso sólo puede solucionarse si las familias se involucran en la cooperativa. Luego hubo una larga explicación sobre gastos para el quirófano y una habitación para los desechos biológicos, con cuadros sobre gastos e ingresos expuestos en un papelógrafo. Se generó un largo intercambio con uno de los encargados de la caja (que antes se desempeñaba en mantenimiento), por un error que cometió al demorar el depósito de dinero, que perjudicó a la cooperativa aunque no fue un caso de corrupción sino un descuido. Se escucharon varias críticas frontales pero serenas, la autocrítica del trabajador y también intervenciones que destacaron su esfuerzo por superarse y el hecho de que llevar la caja es una tarea de alta responsabilidad que “no se le da bien a todos”. Entre los 50 trabajadores del centro de salud se permite y alienta la rotación de tareas: entre cocina, limpieza y otros servicios, y también con enfermería. La rotación complica algunas tareas porque cada cierto tiempo deben
aprender cosas nuevas, cuestión que es sumamente engorrosa para quienes no tienen experiencia en el trabajo intelectual, como en el caso mencionado. Una pediatra llevó a la asamblea la necesidad de resolver un problema en su área, ya que muchas veces los niños que esperan ser atendidos gritan, corretean, levantan las cortinas de las salas y se pierde la intimidad y la concentración de médicos y pacientes. La cuestión se debatió largo rato sin llegar a consensuar soluciones y se quedó en seguirlo debatiendo en sucesivas asambleas para encontrar alternativas adecuadas. La superación de la división jerárquica del trabajo en el área de la salud, es doblemente compleja ya que afecta al cuerpo médico, convertido en el capitalismo en un poder casi absoluto sobre los pacientes. En este punto conviene destacar que el poder médico está apoyado, por un lado, en la industria farmacéutica, una de las más poderosas corporaciones multinacionales en el capitalismo globalizado. Por otro lado, los médicos han sido elevados al rango de semi-dioses por la propia población que busca en ellos, y en sus medicinas, soluciones casi mágicas a los problemas de salud. Por lo tanto, hay una doble tarea: buscar terapias alternativas a las que ofrecen los monopolios farmacéuticos y trabajar la autoestima y el poder-hacer de los usuarios del sistema de salud. En este aspecto el diseño del edificio puede alentar el empoderamiento de los usuarios al contar con áreas para actividades fuera del control del poder médico. Ambas cosas suceden en el Centro Integral Cooperativo de Salud. Sin embargo, creo que uno de los aspectos más destacables es la gestión colectiva, en la que participan todos los trabajadores asociados a la red de cooperativas, y de modo incipiente también los médicos. La gestión es importante porque aunque lo servicios de salud se aparten de la lógica mercantil, el modo de administrar resulta decisivo ya que por esa vía se introduce la cultura dominante que hace posible que el mercado y el Estado recuperen el control sobre los emprendimientos que nacen en contra de esa lógica.
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Aunque en principio sean pocos, la participación de los médicos en las asambleas es un paso muy importante, ya que allí discuten de igual a igual con las personas que se encargan de la cocina y la limpieza, con las que trabajan en enfermería, en un espacio en el cual no cuentan los poderes derivados de la profesión. En paralelo, la participación de médicos como cajeros en las ferias (aún siendo muy pocos), juega también un papel simbólico muy importante. “Al promover la participación de los médicos en las reuniones se busca transformar la relación médico-paciente, y abrir un espacio de diálogo entre ciudadanos y profesionales de la salud, en un sector de actividad donde tradicionalmente el médico ocupa una posición dominante” (Richer y Alzuru, 2004: 119). Como en otros movimientos, la reunión/asamblea es el espacio más importante, al que dedican hasta 20 horas semanales, y forma parte de lo que habitualmente se entiende como “tiempo de trabajo”. Los trabajadores asociados cumplen 55 horas semanales de trabajo, de las cuales entre 15 y 20 horas son las reuniones que mantienen de lunes a miércoles. En las reuniones de las ferias de Barquisimeto participan semanalmente alrededor de 400 de los 600 trabajadores asociados, dos tercios del total. Habría que aclarar que no se trata de reuniones burocráticas sino espacios de encuentro dinámicos, que son el motor de Cecosesola, su alma, que no tienen otro objetivo que reproducir la organización. Las reuniones pueden ser de un grupo muy pequeño o de varios cientos. En total son unas 300 reuniones conjuntas a las que deben sumarse las que semanalmente realizan los grupos de cada emprendimiento, como la de los trabajadores del Centro de Salud. Hay seis áreas de reuniones conjuntas: productores y ferias, plan local, unidades de producción comunitaria, salud, bienes y servicios, y gestión cooperativa. Además de las áreas celebran reuniones de apoyo mutuo, convivencias entre diversas cooperativas y sus asociados y las asambleas generales de Cecosesola. Todos los testimonios coinciden en que las reuniones son fundamentales y que sin ellas la red no podría existir.
Toda la gestión pasa por la asamblea o por reuniones abiertas que no tienen orden del día previamente establecido. Las reuniones se convirtieron en espacios de encuentro y la convivencia empezó a cobrar más importancia que las decisiones, con lo cual las reuniones se centraron “en el intercambio de información, en la reflexión, en construir lazos de solidaridad y confianza, en internalizar una visión global integradora” (Cecosesola, 2009: 54). La energía que antes enterraban en la lucha por el control de la cooperativa, quedó liberada y pudo dedicarse a la creación de cosas nuevas y a mejorar lo que ya se hacía. La creatividad viene facilitada porque todos los socios pueden participar en cualquier espacio, en todas las reuniones que se realizan sin tener que pertenecer a un espacio u órgano determinado. Claro que la participación va de la mano de la responsabilidad. En este tipo de funcionamiento no hay estructura o, mejor, la estructura se adapta o subordina a las funciones. Las reuniones son prácticas comunitarias o trabajos colectivos, no están sólo dedicadas a la toma de decisiones (productividad capitalista), sino a compartir información, reflexionar colectivamente, construir confianza. Las convivencias o “encuentrones” en las que se comparten días enteros, comiendo juntos durante años, forman parte del hermanamiento que es uno de los ejes de lo común. El hecho de que las reuniones se superpongan y entrelacen unas con otras, por la participación de personas que han estado en otras reuniones, no sólo contribuye a fluir información sino que es un modo de crear un sentimiento de pertenencia comunitario. Cada uno de los trabajadores asociados participa en la reunión semanal de su cooperativa, unidad de producción o espacio concreto y en una o varias reuniones conjuntas por áreas y puede hacerlo en todos los espacios que lo desee. De esa manera cada persona teje parte de la red con su movimiento de reunión en reunión, formando un tejido que es mucho más que la suma de los asociados. Las reuniones son parte la formación ya que dejan de existir capacitadores y las necesidades de formación se resuelven entre todos “pensando junt@s” (Cecosesola, 2009: 32).
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Crear/reproducir comunidad
En América Latina existen infinidad de instituciones que reciben el nombre de “comunidad”, incluyendo un buen puñado de ejidos y de comunidades indígenas y negras, pero en ellas lo común son apenas unas hectáreas, algunos edificios y autoridades elegidas en reuniones burocráticas. Este tipo de comunidades no suelen sostenerse en base a trabajos colectivos y, cuando existen, no están al servicio de la comunidad sino de caciques o dirigentes corruptos. Los tres ejemplos anteriores, seleccionados por pertenecer a otras tantas experiencias alejadas temporal y espacialmente, muestran la importancia de las prácticas y trabajos colectivos como sustento de lo común y como condición de la existencia de comunidades vivas, que se mantengan diferentes al Estado y el mercado. Cuando se reflexiona o analiza la comunidad (en particular las comunidades indias), entre sus características se destaca la propiedad común de la tierra, la organización anclada en la asamblea, las autoridades elegidas por todos sus integrantes, la cultura y la cosmovisión compartidas, entre otros rasgos. Sin duda se trata de características muy importantes, intrínsecas al hecho de ser comunidad. Los bienes comunes, materiales e inmateriales son, en efecto, la base que permite la existencia de la comunidad; pero no son suficientes para su reproducción aunque sí para sostener la institución comunitaria. La comunidad se mantiene viva a través de los trabajos colectivos que son un hacer creativo, que re-crean y afirman la comunidad. En este sentido, la minga y el tequio no son actividades humanas negativas, contra el capital o contra el Estado, sino el modo como los comuneros y comuneras hacen comunidad. Son la expresión de relaciones sociales heterogéneas respecto a las hegemónicas, sin la presencia de las cuales es poco consistente decir comunidad.
Bibliografía
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