Sobre la libertad de expresión

La noción de libertad de expresión ha cambiado radicalmente. La expresión suprema de la libertad de expresión ha sido identificada con la manifestación de desprecio hacia una religión y una comunidad de creyentes.



Opinión
Sobre la libertad de expresión

 Jacques Rancière

El Salto
Traducido por Alfredo Sánchez Santiago.
10 dic 2020 06:52

 La noción de libertad de expresión ha cambiado radicalmente. La expresión suprema de la libertad de expresión ha sido identificada con la manifestación de desprecio hacia una religión y una comunidad de creyentes.

 El abominable atentado perpetrado por un criminal fanático contra Samuel Paty ha suscitado una indignación a la medida de su atrocidad. También ha dado lugar a un cierto número de comentarios y propuestas que ponen de manifiesto una temible confusión, especialmente con respecto a la noción de libertad de expresión y a sus manifestaciones.

La razón de esta confusión es que, desde hace ya algunos decenios, se ha desarrollado un discurso calificado como republicano que, sistemáticamente, ha transformado nociones jurídicas, destinadas a definir la relación entre el Estado y los ciudadanos, en virtudes morales que esos ciudadanos deben poseer y, por lo tanto, en criterios que permiten estigmatizar a quienes no las poseen.

La obligación laica se ha identificado así con la prohibición de una manera de vestir, una prohibición discriminatoria porque solo concierne a las mujeres y las niñas de una comunidad específica de creyentes

La operación comenzó con la noción de laicidad. Inscrita en los principios de nuestra constitución, la laicidad significa que el Estado no enseña ninguna religión y no permite a ninguna religión intervenir en la organización de la educación pública. Esta noción no está inscrita en una suerte de esencia de la república. La impuso la Tercera República para terminar con el control de la Iglesia Católica sobre la educación pública que había instaurado una ley… de la Segunda República. La impuso para exhortar igualmente a los profesores a no hacer nada que pudiera ofender las creencias de sus alumnos. Está claro, en efecto, que la laicidad que define la neutralidad del Estado en materia de religión no puede bastar para regular la relación entre creyentes y no creyentes, como tampoco entre miembros de diferentes religiones. Lo que sí puede hacerlo es una virtud susceptible de regir el comportamiento de los individuos: la tolerancia, que solo tiene sentido si es recíproca.

Los nuevos ideólogos de la laicidad han alterado por completo el sentido de la noción. Han hecho de ella una regla de conducta que el Estado debe imponer a los alumnos, a sus madres y finalmente a las mujeres en toda la sociedad. La obligación laica se ha identificado así con la prohibición de una manera de vestir, una prohibición discriminatoria porque solo concierne a las mujeres y las niñas de una comunidad específica de creyentes y establece una oposición frontal entre la virtud laica, ordenada por la ley republicana, y el conjunto de un modo de vida.

Hoy ocurre algo parecido con la noción de libertad de expresión. Esta libertad, establecida en la ley del 29 de julio de 1881, es la libertad de los periodistas en relación con el poder del Estado, ese poder que se expresaba mediante la censura o la obligación de solicitar una autorización previa. Esta libertad significa que los periodistas y otros actores de la opinión pública pueden difundir sus escritos sin el control de una autoridad superior, salvo en el caso de tener que responder ante la justicia por los crímenes o delitos que puedan cometer en el ejercicio de esta libertad, especialmente el delito de difamación. Significa que los escritos pueden circular sin el permiso del Estado, pero estos escritos no reciben por ello la virtud de encarnar la libertad de expresión ni esta libertad se convierte en el criterio que permite juzgarlos. Los escritos —y eventualmente los dibujos— que circulan con libertad no manifiestan sin embargo la libertad de expresión. Manifiestan únicamente las ideas e inclinaciones de sus autores, y estas son juzgadas por sus lectores de acuerdo con sus propias ideas e inclinaciones.

Si tomamos el caso de las caricaturas de Mahoma —e incluso dejando de lado el carácter difamatorio que algunos han podido ver en ellas—, estas caricaturas no expresan ninguna virtud inmanente de libertad. Y tampoco están destinadas a suscitar amor por esa misma libertad. Estas caricaturas expresan, entre otras cosas, el sentimiento de desprecio que algunas mentes que se consideran parte de una élite ilustrada experimentan y quieren compartir en relación con la religión de comunidades que juzgan atrasadas.

La glorificación de las caricaturas se ha convertido en un deber nacional. Políticos inconscientes o deliberadamente provocadores no han dudado en incitar a que estas caricaturas sean mostradas en todas las escuelas

Criminales fanáticos pretendieron vengarse de este desprecio con la monstruosa ejecución de los periodistas de Charlie-Hebdo. Desde ese momento se puso en marcha un mecanismo ideológico perverso. Como el horror padecido por estos periodistas los convertía en mártires de la libertad de expresión, las propias caricaturas se transformaron en la encarnación de esta libertad. La caricatura en general, que ha servido históricamente a las causas más diversas, incluyendo las más abyectas, se ha convertido en la expresión suprema de esta libertad, que a su vez ha sido asimilada a una virtud de libre palabra y de escarnio atribuida por derecho de nacimiento al pueblo francés. Y la expresión suprema de la libertad de expresión ha sido identificada finalmente con la manifestación de desprecio hacia una religión y una comunidad de creyentes considerados extranjeros a esta virtud francesa.

De este modo, la glorificación de las caricaturas se ha convertido en un deber nacional. Políticos inconscientes o deliberadamente provocadores no han dudado en incitar a que estas caricaturas sean mostradas en todas las escuelas. Esto equivale a pedir que se amplíe la brecha de separación entre comunidades, que se contribuya a la difusión de la intolerancia y que se proporcione a los asesinos nuevas ocasiones de actuar, a la vez que se garantiza un respaldo más amplio de sus crímenes en una comunidad cada vez más sensible a la ofensa.

Quizá sería el momento de decir, al contrario, que una caricatura solo es una caricatura, que estas son mediocres y expresan sentimientos mediocres y que ninguna merece que la vida de periodistas, profesores y todos aquellos que hacen un uso público de la palabra se vea expuesta a la locura de los asesinos. También sería un buen momento para devolver a la libertad, por la que tantos hombres y mujeres han sacrificado y sacrifican todavía su vida alrededor del mundo, símbolos un poco más dignos de su nombre.