Entre la gubernamentalización y la crítica: el pensamiento estratégico de Michel Foucault
En los primeros años de la década de 1980, con motivo de la publicación del Dictionnaire des philosophes en Francia, se le solicitó a Francois Ewald, asistente personal de Michel Foucault en el Collège de France, redactar un artículo con indicaciones generales sobre la filosofía del pensador francés. Enterado Foucault de este pedido, accedió a conceder un texto de su propia mano –originalmente pensado para la introducción del segundo tomo de su Historia de la sexualidad– para que formara gran parte del artículo final, complementado por una breve introducción y una bibliografía. En el texto, uno puede encontrar la siguiente oración (de autoría compartida con su asistente): “Si cabe inscribir a Foucault en la tradición filosófica, es en la tradición crítica de Kant y podría denominarse su empresa Historia crítica del pensamiento” (Estética, ética y hermenéutica, Paidós, 1994).
No obstante, las evocaciones que propone Foucault respecto a su obra y a la del filósofo alemán presentan una doble cara que, antes que señalar alguna ambigüedad, constituyen la riqueza de los planteamientos del pensador francés. Si recordamos la propuesta kantiana en torno al conocimiento, se caracteriza principalmente por evaluar los límites y posibilidades de la razón humana, sentando las bases para aquello que luego conoceremos con el nombre de “epistemología”. La crítica que Kant efectúa a la metafísica consiste en hallar las condiciones de posibilidad de la razón y sus objetividades a partir del ámbito de la experiencia y de la ciencia de su época (fuertemente influenciada por la física de Newton), de tal forma que todo discurso que exceda aquel ámbito queda expuesto, si no al fracaso, a la incertidumbre o al error. Sea como fuese, podríamos caracterizar en líneas generales la empresa kantiana como una puesta en duda de los discursos de la tradición metafísica a partir de las condiciones internas de posibilidad del discurso racional humano.
Las intenciones de Foucault, a pesar de estar dirigidas en el mismo sentido, presentan diferencias en absoluto soslayables. Si bien Foucault también se propone dirigirse hacia las condiciones de posibilidad de los discursos –aunque de un modo bastante peculiar y original, como veremos–, el ámbito en el que se mueve no apuesta por una razón válida y acorde con lo trascendental del ser humano. De hecho, Foucault se sitúa a la distancia suficiente como para desarticular todo discurso naturalizado tanto en el ámbito de los saberes como en el de los cuerpos, tanto en el plano de la ciencia como en el de la vida cotidiana, a partir de un análisis exhaustivo de las distintas redes de poder y saber que se tejen como condiciones de aceptabilidad de tales discursos.
Una empresa como tal esta requiere, en primera instancia, una subversión de la relación tradicional del conocimiento, es decir, la que se forma a partir del sujeto cognoscente y del objeto conocido. No se trata ya de considerar a ambos en una interacción pura que abra el paso a todo conocimiento posible, sino de especificar y detallar las condiciones y requisitos por los cuales alguien puede devenir sujeto e insertarse así como interlocutor “válido” frente a lo real. En otras palabras, se trata de renunciar a la postulación de subjetividades para describir los diversos procesos de subjetivación que conforman y constituyen a los interlocutores.
Por otro lado, el ámbito del objeto atraviesa igualmente una serie de cuestionamientos con el fin de hallar ese campo de posibilidades que permite su aparición como cuerpo válido de saber. Estas distintas objetivaciones, elementos esenciales en los análisis arqueológicos de Foucault, no se despliegan en direcciones separadas o paralelas a las de la subjetivaciones; antes bien, es en la correlación de ambos donde se efectúan los “juegos de verdad” o, como lo denomina acertadamente el filósofo francés, el dispositivo de las veridicciones, es decir, aquellos límites clausurantes de las redes del poder/saber que permiten hablar de lo verdadero y lo falso en una situación histórica determinada.
En este sentido, las aproximaciones del investigador ante las formaciones discursivas no pueden darse mediante la presuposición de una lógica inherente al saber occidental (solidaria con la metafísica del conocimiento que Foucault critica), sino a través de estrategias que en cada caso se formulan y adecúan al objeto a describir. Aquí reside precisamente el giro que efectúa Foucault a la idea de crítica postulada por Kant: en vez de apelar a categorías trascendentales fundantes de la experiencia, lo que se plantea es un retorno a la historia y sus efectos tras la búsqueda de a prioris históricos, aquellos presupuestos que organizan y establecen los mecanismos de producción discursiva.
No debemos olvidar, recuerda Foucault, que la crítica aparece también en un contexto de agitaciones y replanteamientos en la esfera de la filosofía política. El mismo Kant no fue ajeno a ello, y de alguna manera hay una cierta contigüidad necesaria entre la crítica en el ámbito del conocimiento (como rechazo a la autoridad) y la crítica a los mecanismos de coerción política. Así, como señaló Foucault en una conferencia de 1978 titulada “¿Qué es la crítica?” (en español contamos con la traducción de Javier De la Higuera, publicada en la revista Daimon), podríamos definir la crítica como el contramovimiento a los diversos dispositivos de gubernamentalización, sea en el campo de los conocimientos o en la esfera política; en otras palabras, frente al arte de gobernar, la crítica se define como “el arte de no ser gobernado”.
Sin embargo, atravesar el umbral que separa el cuerpo de los conocimientos para dirigirse hacia la esfera del poder (un acto escandaloso para muchos) supone desde ya una redefinición de ambos conceptos. En lo concerniente al saber, la estrategia foucaulteana consiste en la restitución del campo de conocimientos válidos al campo inmanente de los acontecimientos discursivos, es decir, como hemos señalado anteriormente, en un análisis no sólo interno de los conocimientos (que puede dar la apariencia de un progreso acumulativo del mismo) sino a partir de las exterioridades que lo hacen posible, sean jurídicos, institucionales, etc. De esta forma, ya no se tiene frente a sí al Saber, sino a distintos saberes que surgen desde y por su propia singularidad.
Finalmente, y quizá sea uno de los legados más fecundos del pensamiento de Foucault, la interpretación del poder parte de un rechazo a toda visión sustancialista o esencialista que lo defina. El poder no se comprende desde el Estado, la Ley, la Soberanía, etc., es decir, desde un origen, un principio o una fuente, sino que con tal término no se apunta sino a la red ontológica en la que siempre y cada vez estamos inmersos, a partir de la cual la acción humana puede tener eficacia. De ahí que, en la misma época en que se fechan los textos citados, Foucault desarrolle la noción de biopolítica, es decir, las distintas tecnologías gubernamentales que antes que ejercerse sobre la consciencia de los individuos, se dirige hacia los ámbitos aparentemente menos politizados, como la familia, los hospitales, las preferencias poblacionales, etc.
Que saber y poder se encuentren dentro de una misma red, entonces, se deduce de la restitución que se elabora de ambos conceptos hacia los ámbitos preteóricos: sea en el campo de los conocimientos o en el plano de la vida cotidiana, tanto el saber recurre a mecanismos de imposición como el poder a esquemas ideológicos para lograr una mayor aceptabilidad en el medio que se despliega. En este sentido, la tarea que Foucault deja para la crítica, y con ello para la filosofía social, consiste en volver la mirada a aquello que diariamente se nos presenta recurrentemente y, a partir de ahí, esclarecer, problematizar y cuestionar todas aquellas articulaciones que sostienen lo que estamos habituados a considerar como natural.