El Desacuerdo

¿Existe la filosofía política? Una pregunta semejante parece incongruente por dos razones. La primera es que la reflexión sobre la comunidad y su fin, sobre la ley y su fundamento, está presente en el origen de nuestra tradi­ción filosófica y no ha dejado de animarla. La segunda es que, desde hace algún tiempo, la filosofía política afirma ruidosamente su retorno y su nueva vitalidad. Obstruida durante mucho tiempo por el marxismo, que hacía de la política la expresión o la máscara de las relaciones socia­les, sometida a las intrusiones de lo social y las ciencias sociales, encontraría hoy, en el hundimiento de los mar­xismos de Estado y el fin de las utopías, su pureza de reflexión sobre los principios y las formas de una política también devuelta a su pureza por el retroceso de lo social y de sus ambigüedades.



Jacques Rancière

 

EL DESACUERDO

 

Título del original en francés:

La mésentente. Politique et philosophie

 

“De qué hay igualdad y de qué desigualdad: la cosa conduce a una aporía y a la filosofía política”

Aristóteles, Política, 1282 b 21

 

¿Existe la filosofía política? Una pregunta semejante parece incongruente por dos razones. La primera es que la reflexión sobre la comunidad y su fin, sobre la ley y su fundamento, está presente en el origen de nuestra tradi­ción filosófica y no ha dejado de animarla. La segunda es que, desde hace algún tiempo, la filosofía política afirma ruidosamente su retorno y su nueva vitalidad. Obstruida durante mucho tiempo por el marxismo, que hacía de la política la expresión o la máscara de las relaciones socia­les, sometida a las intrusiones de lo social y las ciencias sociales, encontraría hoy, en el hundimiento de los mar­xismos de Estado y el fin de las utopías, su pureza de reflexión sobre los principios y las formas de una política también devuelta a su pureza por el retroceso de lo social y de sus ambigüedades.

Este retorno, sin embargo, plantea algunos problemas. Cuando no se limita a comentar determinados textos, ilustres u olvidados, de su propia historia, la filosofía política restaurada apenas parece impulsar su reflexión más allá de lo que los administradores del Estado pueden argumentar sobre la democracia y la ley, sobre el derecho y el estado de derecho. En síntesis, parece asegurar, sobre todo, la comunicación entre las grandes doctrinas clásicas y las formas de legitimación ordinarias de los estados llamados de democracia liberal. Pero también carece de evidencia la supuesta concordancia entre el retorno de la filosofía política y el de su objeto, la política. En la época en que la política era impugnada en nombre de lo social, del movimiento social o de la ciencia social, se manifesta­ba sin embargo en una multiplicidad de modos y lugares, de la calle a la fábrica o la universidad. Su restauración se enuncia hoy en la discreción de esos modos o en el abando­no de esos lugares. Podrá decirse que, precisamente, la política purificada reencontró los lugares propios de la deliberación y la decisión sobre el bien común, las asam­bleas donde se discute y legisla, las esferas del Estado donde se decide, las jurisdicciones supremas que verifi­can la conformidad de las deliberaciones y las decisiones con las leyes fundamentales de la comunidad. La desgracia es que, en esos mismos lugares, se expande la opinión desencantada de que hay poco para deliberar y que las decisiones se imponen por sí mismas, al no ser el trabajo propio de la política otra cosa que la adaptación puntual a las exigencias del mercado mundial y el reparto equita­tivo de los costos y los beneficios de esta adaptación. La restauración de la filosofía política se declara, así, al mismo tiempo que el abandono de la política por sus representantes autorizados.

 

Esta concordancia singular obliga a volver sobre la evidencia primera de la filosofía política. Que (casi) siem­pre haya habido política en la filosofía no prueba en modo alguno que la filosofía política sea una ramificación natu­ral del árbol-filosofía. En Descartes, precisamente, la política no es mencionada entre las ramas del árbol, ya que la medicina y la moral, aparentemente, cubren todoel campo donde otras filosofías se encontraban con ella. Y el primero que la conoció en nuestra tradición, Platón, no lo hizo sino bajo la forma de la excepcionalidad radical. Sócrates no es un filósofo que reflexiona sobre la política de Atenas. Es el único ateniense que “hace las cosas de la política”,[1] que hace la política de verdad que se opone a todo lo que se hace en Atenas con el nombre de política. El encuentro primero de la política y la filosofía es el de una alternativa: o la política de los políticos o la de los filósofos. La brutalidad de la disyunción platónica ilumina en­tonces lo que deja entrever la relación ambigua entre la seguridad de nuestra filosofía política y la discreción de nuestra política. No hay evidencias de que la filosofía política sea una división natural de la filosofía, que acompaña a la política con su reflexión, aunque sea crítica. No hay evidencias, en primer lugar, de la figura­ción de una filosofía que venga a duplicar con su reflexión o a fundar con su legislación toda gran forma del obrar humano, científico, artístico, político o cualquier otro. La filosofía no tiene divisiones que se tomen en préstamo, ya sea a su concepto propio, ya a los dominios que toca con su reflexión o su legislación. Tiene objetos singulares, nudos de pensamiento nacidos de tal encuentro con la política, el arte, la ciencia o cualquier otra actividad del pensamien­to, bajo el signo de una paradoja, de un conflicto, de una aporía específica. Aristóteles nos lo indica en una frase que es uno de los primeros encuentros entre el sustantivo “filosofía” y el adjetivo “política”: “De qué hay igualdad y de qué desigualdad: la cosa conduce a una aporía y a la filosofía política”.[2] La filosofía se convierte en “política” cuando acoge la aporía o la confusión propia de la política. La política -volveremos a ello- es la actividad que tiene por principio la igualdad, y el principio de la igualdadsetransforma en distribución de las partes de la comunidad en el modo de un aprieto: ¿de qué cosas hay y no hay igualdad entre cuáles y cuáles? ¿Qué son esas “qué”, quiénes son esas “cuáles”? ¿Cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad? Tal es el aprieto propio de la política por el cual ésta se convierte en un aprieto para la filosofía, un objeto de la filosofía. No entendamos por ello la piadosa visión según la cual la filosofía viene a socorrer al practicante de la política, la ciencia o el arte explicándole el motivo de su aprieto a través de la revelación del principio de su práctica. La filosofía no socorre a nadie y nadie le pide auxilio, aun cuando las reglas de conveniencia de la demanda social hayan instituido la costumbre de que políticos, juristas, médicos o cualquier otra corporación, cuando se reúnen para reflexionar, invitan al filósofo como especialista de la reflexión en general. Para que la invitación produzca algún efecto de pensamiento, es preciso que el encuentro halle su punto de desacuerdo.

 

Por desacuerdo se entenderá un tipo determinado de situación de habla: aquella en la que uno de los interlocu­tores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro. El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco yquien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura. La generalidad de la fórmula exige, natural­mente, algunas precisiones y obliga a algunas distinciones. El desacuerdo no es el desconocimiento. El concepto de desconocimiento supone que uno u otro de los interlo­cutores, o ambos -por el efecto de una simple ignorancia, de un disimulo concertado o de una ilusión constitutiva-, no saben lo que dicen o lo que dice el otro. Tampoco es el malentendido que descansa en la imprecisión de las palabras. Una antigua cordura hoy particularmente esti­mada deplora que se entienda mal porque las palabras intercambiadas son equívocas. Y reclama que, al menos allí donde estén en juego lo verdadero, el bien y lo justo, se trate de atribuir a cada palabra un sentido biendefinido que la separe de las demás, abandonando las que no designan ninguna propiedad definida o las que no pueden escapar a la confusión homonímica. Puede suce­der que esta cordura tome el nombre de filosofía y brinde esta regla de economía lingüística para el ejercicio privi­legiado de la filosofía. Puede suceder, a la inversa, que denuncie en ésta la proveedora misma de las palabras vacías y los homónimos irreductibles, y proponga a cada actividad humana que por fin se entienda a sí misma, depurando su léxico y su conceptualidad de todas las intrusiones de la filosofía.

Tanto el argumento del desconocimiento como el del malentendido exigen así dos medicinas del lenguaje que consisten, de manera semejante, en aprender qué quiere decir hablar. Pueden verse fácilmente sus límites. La primera debe presuponer constantemente ese desconoci­miento, el saber reservado, cuyo reverso es. La segunda afecta a demasiados dominios con una prohibición de racionalidad. Numerosas situaciones de habla donde está en acción la razón pueden pensarse en una estructura específica de desacuerdo que no es ni desconocimiento que exige un complemento de saber ni malentendido que supone un enrarecimiento de las palabras: Los casos de desacuerdo son aquellos en los que la discusión sobre lo que quiere decir hablar constituye la racionalidad misma de la situación de habla. En ellos, los interlocutores entienden y no entienden lo mismo en las mismas palabras. Hay toda clase de motivos para que un x entienda y a la vez no entienda a un Y: porque al mismo tiempo que entiende claramente lo que le dice el otro, no ve el objeto del que el otro le habla; o, aun, porque entiende y debe entender,  ve y quiere hacer ver otro objeto bajo la misma palabra, otra razón en el mismo argumento. Así, en la República, la “filosofía política” comienza su existencia por el largo protocolo del desacuerdo sobre un argumento acerca del cual todos están de acuerdo: que consiste en dar a cada uno lo que se le debe. Sin duda, sería cómodo que, para decir lo que entiende por justicia, el filósofo dispusiera de palabras enteramente diferentes a las del poeta, el comerciante, el orador y el político. La divinidad, al parecer, no las previó, y el enamorado de los lenguajes propios sólo las reemplazaría al precio de no ser entendido en absoluto. Allí donde la filosofía coincide con la poesía, la política y la prudencia de los comerciantes honrados, le resulta preciso tomar las palabras de los demás para decir que dice una cosa completamente dis­tinta. Es en ello donde hay desacuerdo y no únicamente malentendido, que depende de una simple explicación de lo que dice la frase del otro y el otro no sabe.

 

Lo cual significa también decir que el desacuerdo no se refiere solamente a las palabras. En general se refiere a la situación misma de quienes hablan. En ello, el des­acuerdo se distingue de lo que Jean-François Lyotard conceptualizó con el nombre de diferendo.[3] El desacuerdo no concierne a la cuestión de la heterogeneidad de los regímenes de frases y de la presencia o ausencia de una regla para juzgar sobre los géneros de discurso heterogé­neos. Concierne menos a la argumentación que a lo argumentable, la presencia o la ausencia de un objeto común entre un x y un y. Se refiere a la presentación sensible de ese carácter común, la calidad misma de los interlocutores al presentarlo. La situación extrema de desacuerdo es aquella en la que x no ve el objeto común que le presenta Y porque no entiende que los sonidos emitidos por éste componen palabras y ordenamientos de palabras similares a los suyos. Como lo veremos, esta situación extrema concierne, fundamentalmente, a la política. Allí donde la filosofía encuentra al mismo tiempo a la política y la poesía, el desacuerdo se refiere a lo que es ser un ser que se sirve de la palabra para discutir. Las estructuras del desacuerdo son aquellas en las que la discusión de un argumento remite al litigio sobre el objeto de la discusión y sobre la calidad de quienes hacen de él un objeto.

Las páginas que siguen intentarán, por lo tanto, defi­nir algunos puntos de referencia para un entendimiento del desacuerdo según el cual la aporía de la política resulta aceptada en concepto de objeto filosófico. Se pondrá a prueba la siguiente hipótesis: lo que se denomina filosofía política” bien podría ser el conjunto de las operaciones del pensamiento mediante las cuales la filosofía trata de terminar con la política,, de suprimir un escándalo del pensamiento propio del ejercicio de la polí­tica. En sí mismo, este escándalo teórico no es más que la racionalidad del desacuerdo. Lo que hace de la política un objeto escandaloso es que se trata de la actividad que tiene como racionalidad propia la racionalidad del des­acuerdo. El desacuerdo de la política por la filosofía tiene por principio, entonces, la reducción misma de la raciona­lidad del desacuerdo. Esta operación por la cual la filoso­fía expulsa de sí el desacuerdo se identifica entonces naturalmente con el proyecto de hacer “verdaderamente” política, de realizar la verdadera esencia de aquello de que habla la política. La filosofía no se convierte en “política” porque la política es algo importante que nece­sita su intervención. Lo hace porque zanjar la situación de racionalidad de la política es una condición para definir lo propio de la filosofía.

 

Así se determina el orden de esta obra. Partirá de las líneas a las que se supone fundadoras, donde Aristóteles define el logos propio de la política. Se intentará poner en evidencia, en el animal lógico-político, el punto donde el logos se divide, haciendo aparecer lo propio de la política que la filosofía rechaza con Platón y trata de apropiarse con Aristóteles. Así, pues, a partir del texto de Aristóteles y lo que indica más acá de sí mismo, se procurará respon­der a la pregunta: ¿qué de específico puede pensarse con el nombre de política? Pensar esta especificidad obligará a separarla de lo que por lo común se pone bajo ese nombre y para lo cual propongo reservar el de “policía” [“police”]. A partir de esta distinción, intentará definirse en primer lugar la lógica del desacuerdo propia de la racionalidad política, luego el principio y las grandes formas de la “filosofía política” comprendida como cobertura específi­ca de la distinción. Tratará entonces de pensarse el efecto de rebote de la “filosofía política” en el campo de la práctica política. Se deducirán de allí algunos puntos de referencia de pensamiento, propuestos para distinguir lo que puede entenderse con el nombre de democracia y su diferencia con las prácticas y las legitimaciones del siste­ma consensual, para apreciar lo que se practica y se dice como fin de la política o su retorno, lo que se exalta como humanidad sin fronteras y lo que se deplora como reino de lo inhumano.

El autor debe confesar aquí una doble deuda: en primer lugar con quienes, al invitarlo generosamente a hablar sobre las cuestiones de la política, la democracia y la justicia, terminaron por convencerlo de que tenía algo específico que decir acerca de ello; también con aquellos con los cuales el diálogo público, privado o a veces silencio­so alentó su esfuerzo para intentar definir esa especifici­dad. Cada uno de ellos reconocerá la parte que le corres­ponde de este agradecimiento anónimo.

 

EL COMIENZO DE LA POLÍTICA

 

 

 

 

Comencemos entonces por el comienzo, es decir las frases ilustres que en el Libro I de la Políticade Aristóteles definen el carácter eminentemente político del animal humano y, al mismo tiempo, asientan los fundamentos de la ciudad.

“Sólo el hombre, entre todos los animales, posee la palabra. La voz es, sin duda, el medio de indicar el dolor y el placer. Por ello es dada a los otros animales. Su naturaleza llega únicamente hasta allí: poseen el sentimiento del dolor y del placer y pueden señalárselo unos a otros. Pero la palabra está presente para manifestar lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. Esto es lo propio de los hombres con respecto a los otros animales: el hombre es el único que posee el sentimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Ahora bien, es la comunidad de estas cosas la que hace la familia y la ciudad”[4].

Así se resume la idea de una naturaleza política del hombre: quimera de los antiguos, según Hobbes, que pretende sustituirla por una ciencia exacta de los resor­tes de la naturaleza humana; o, a la inversa, principio eterno de una política del bien común y de la educación ciudadana que Leo Strauss opone al hundimiento utilita­rista moderno de las exigencias de la comunidad. Pero antes de impugnar o exaltar esta naturaleza, conviene penetrar un poco más en la singularidad de su deducción. El destino supremamente político del hombre queda atesti­guado por un indicio: la posesión del logos, es decir de la palabra, que manifiesta, en tanto la voz simplemente indi­ca. Lo que manifiesta la palabra, lo que hace evidente para una comunidad de sujetos que la escuchan, es lo útil y lo nocivo y, en consecuencia, lo justo y lo injusto. La posesión de este órgano de manifestación marca la separación entre dos clases de animales como diferencia de dos maneras de tener parte en lo sensible: la del placer y el sufrimiento, común a todos los animales dotados de voz; y la del bien y el mal, propia únicamente de los hombres y presente ya en la percepción de lo útil y lo nocivo. Por ello se funda, no la exclusividad de la politicidad, sino una politicidad de un tipo superior que se lleva a cabo en la familia y la ciudad.

 

En esta clara demostración, varios puntos quedan oscuros. No hay duda de que todo lector de Platón com­prende que la objetividad del bien se separa de la relati­vidad de lo agradable. Pero la división de su esthesisno es tan evidente: ¿dónde se sitúa exactamente el límite entre la sensación desagradable de un golpe recibido y la sensa­ción del “perjuicio” sufrido a causa de ese mismo golpe? Se dirá que la diferencia se marca precisamente en el logos que separa la articulación discursiva de una queja de la articulación fónica de un gemido. Aún falta, sin embargo, que se experimente la diferencia entre el desagrado y el perjuicio, y que se la experimente como comunicable, como definidora de una esfera de comunidad del bien y el mal. El indicio que se extrae de la posesión del órgano -el lenguaje articulado— es una cosa. La manera en que este órgano ejerce su función, en que el lenguaje manifiesta una esthesis compartida, es otra. El razonamiento teleológico implica que el telos del bien común es inmanente a la sen­sación y a la expresión como “perjuicio” del dolor infligido por otro. Pero, ¿cómo comprender exactamente la conse­cuencia entre lo “útil” y lo “nocivo” así manifestados y el orden propiamente político de la justicia? A primera vista, el avergonzado utilitarista podría hacer notar al noble partidario de los “clásicos” que ese pasaje de lo útil y lo nocivo a la justicia comunitaria no está tan alejado de su propia deducción de una utilidad común hecha de la optimización de las utilidades respectivas y de la reducción de las nocivi­dades. La línea de división entre la comunidad del Bien y el contrato utilitarista parece aquí muy difícil de trazar.

Concedámoslo, sin embargo, a los partidarios de los “clásicos”: esta línea puede y debe trazarse. El inconve­niente es que su trazado pasa por algunos desfiladeros donde corren el riesgo de perderse no sólo el supuesto “utilitarista” denunciado por Leo Strauss sino también el que él mismo comparte con los utilitaristas: el que asimila el logos que manifiesta lo justo a la deliberación por la cual las particularidades de los individuos resultan subsumidas en la universalidad del Estado. El problema aquí no es ennoblecer la acepción de lo útil para acercarlo a la idealidad de lo justo que es su fin. Es, antes bien, ver que el pasaje del primero al segundo no se hace sino por la mediación de sus contrarios, y que es en el juego de estos contrarios, en la relación oscura de lo “nocivo” y lo injusto, donde se encuentra el corazón del problema político, del problema que la política plantea al pensamiento filosófico de la comunidad. Entre lo útil y lo justo, en efecto, la consecuencia es contrariada por dos heterogeneidades. En primer lugar, la que separa los términos falsamente puestos en equilibrio por los términos de lo “útil” y lo “nocivo”. Puesto que el uso griego no establece ninguna oposición clara de este tipo entre los términos aristotélicos sympheron y blaberon. Blaberon tiene, en realidad, dos acepciones: en un sentido, es la parte de desagrado que toca a un individuo por cualquier razón, ya sea catástrofe natural o acción humana. En otro, es la conse­cuencia negativa que un individuo recibe de su acto o, las más de las veces, de la acción de otro. Así, blabe designa corrientemente el perjuicio en el sentido judicial del término, el daño objetivamente determinable hecho por un individuo a otro. La noción, por lo tanto, implica comúnmente la idea de una relación entre dos partes. Sympheron, en cambio, designa en lo esencial una rela­ción consigo mismo, la ventaja que un individuo o una comunidad obtienen o cuentan con obtener de una acción. Así, pues, el sympheron no implica la relación con otro. Los dos términos son, de este modo, falsos opuestos. En el uso griego corriente, lo que se opone habitualmente al blaberon como daño sufrido es ophelimon, el auxilio que se recibe. En la Etica a Nicómaco, lo que el mismo Aristóteles opone al blaberon como mala parte es aireton, la parte buena que debe tomarse. Pero del sympheron, de la ventaja obtenida por un individuo, no se deduce en modo alguno el perjuicio que sufre otro. Esta falsa conclu­sión no es más que la de Trasímaco cuando, en el Libro I de la República, traduce en términos de pérdidas y ganan­cias su enigmática y polisémica fórmula: la justicia es la ventaja del superior (to sympheron tou kreittonos). Digá­moslo al pasar: traducirla como suele hacerse por el “interés del más fuerte” significa encerrarse de entrada en la posición en que Platón encierra a Trasímaco, es mutilar toda la demostración platónica, que juega con la polisemia de la fórmula para efectuar una doble disyun­ción: la “ganancia” de uno no sólo no es el “perjuicio” del otro sino que, además, la superioridad exactamente en­tendida nunca tiene sino un beneficiario, el “inferior” sobre el cual se ejerce. En esta demostración desaparece un término, el de distorsión. Lo que anticipa la refutación de Trasímaco es una ciudad sin distorsión, una ciudad donde la superioridad ejercida según el orden natural produce la reciprocidad de los servicios entre los guardianes protectores y los artesa­nos que aseguran la subsistencia[5].

 

Puesto que allí están el segundo problema y la segunda heterogeneidad: tanto para Platón como para Aristóteles, que en este asunto es fiel a su maestro, lo justo de la ciudad es fundamentalmente un estado en que el sympheron no tiene por correlato ningún blaberon. La buena distribu­ción de las “ventajas” supone la eliminación previa de cierta distorsión, de cierto régimen de la distorsión. “¿Qué daño [tort] me hiciste, qué daño [tort] te hice?” es allí, según el Teeteto, palabra de abogado, experto en transac­ciones y tribunales, es decir definitivamente ignorante de la justicia que funda la ciudad. Ésta no comienza más que allí donde dejan de repartirse utilidades, de equilibrarse ganancias y pérdidas. La justicia como principio de comu­nidad no existe aún donde la única ocupación es impedir que los individuos que viven juntos se provoquen daños [torts] recíprocos y restablecer, donde se los causen, el equilibrio de las ganancias y los perjuicios. Sólo comienza donde el quid es lo que los ciudadanos poseen en común y donde éstos se interesan en la manera en que son repartidas las formas de ejercicio y control del ejercicio de ese poder común. Por una parte, la justicia como virtud no es el mero equilibrio de los intereses entre los individuos o la reparación de los perjuicios que unos hacen a otros. Es la elección de la medida misma según la cual cada parte sólo toma lo que le corresponde. Por la otra, la justicia política no es simplemente el orden que mantiene unidas las relaciones medidas entre los individuos y los bienes. Es el orden que determina la distribución de lo común. Ahora bien, en este orden, la deducción de lo útil en lo justo no se hace de la misma manera que en el orden de los individuos. Para éstos, todavía puede resolverse sen­cillamente el problema del pasaje entre el orden de lo útil y el de lo justo. El Libro V de la Ética a Nicómaco, en efecto, brinda una solución a nuestro problema: la justicia con­siste en no tomar más de lo que corresponde de las cosas ventajosas ni menos de las desventajosas. Siempre que se reduzca el blaberon a lo “nocivo” y se identifiquen como sympheron esas cosas “ventajosas”, es posible dar un sentido preciso al pasaje del orden de lo útil al de lo justo: lo ventajoso y lo desventajoso son entonces la materia sobre la cual se ejerce la virtud de justicia que consiste en tomar la parte conveniente, la parte media de unas y otras.

 

El problema, naturalmente, es que con ello no queda definido todavía ningún orden político. La política comienza precisamente allí donde dejan de equilibrarse pérdidas y ganancias, donde la tarea consiste en repartir las partes de lo común,en armonizar según la proporción geométrica las partes de comunidad y los títulos para obtener esas partes, las axiai [títulos, valores] que dan derecho a lo común. Para que la comunidad política sea más que un contrato entre personas que intercambian bienes o servi­cios, es preciso que la igualdad que reina en ella sea radicalmente diferente a aquella según la cual se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios. Pero el partidario de los “clásicos” se alegraría demasiado pronto si reconociera allí la superioridad del bien común, cuyo telos [fin] lleva en su seno la naturaleza humana, sobre el regateo de los intereses individuales. Puesto que entonces se manifiesta el fondo del problema: para los fundadores de la “filosofía política”, esta sumisión de la lógica del intercambio al bien común se expresa de una manera bien determinada: es la sumisión de la igualdad aritmética que preside los intercambios mercantiles y las penas  judiciales, a la igualdad geométrica que, en pro de la  armonía común, establece la proporción de las partes de la cosa común poseídas por cada parte de la comunidad según la cuota que ésta aporta al bien común. Pero este pasaje de la aritmética vulgar a la geometría ideal implica en sí mismo un extraño compromiso con el empirismo, un singular cómputo de las “partes” de la comunidad. Para que la ciudad esté ordenada según el bien, es preciso que las cuotas de comunidad sean estrictamente proporciona­les a la axia [título, valor] de cada parte de la comunidad: al valor que aporta a la comunidad y al derecho que este valor le da de poseer una parte del poder común. Detrás de la oposición problemática de sympheron y blaberon se esconde la cues­tión política esencial. Para que exista la filosofía política es preciso que el orden de las idealidades políticas se ligue a un arreglo de las “partes” de la ciudad, a un cómputo cuyas complejidades ocultan tal vez una cuenta errónea fundamental, una cuenta errónea que podría ser el blaberon, la distorsión constitutiva de la política misma. Lo que los “clásicos” nos enseñan es en primer lugar esto: la política no es asunto de vínculos entre los individuos y de relaciones entre éstos y la comunidad; compete a una cuenta de las “partes” de la comunidad, la cual es siempre una falsa cuenta, una doble cuenta o una cuenta errónea. Veamos de más cerca, en efecto, estas axiai, estos títulos de comunidad. Aristóteles enumera tres: la rique­za de los pocos (los oligoi); la virtud o la excelencia (areté) que da su nombre a los mejores (aristoi); y la libertad (la eleutheria) que pertenece al pueblo (demos). Concebido unilateralmente, cada uno de estos títulos da un régimen particular, amenazado por la sedición de los otros: la oligarquía de los ricos, la aristocracia de la gente de bien o la democracia del pueblo. En cambio, la exacta combina­ción de sus títulos de comunidad procura el bien común. Un desequilibrio secreto, empero, perturba esta bella construcción. Es posible sin duda medir la contribución respectiva de las competencias oligárquicas y aristocráti­cas y del control popular a la búsqueda del bien común. El Libro III de la Políticase esfuerza por concretar este cálculo, por definir las cantidades de capacidad política que posee la minoría de los hombres de “mérito” y la mayoría de los hombres comunes. La metáfora de la mezcla permite representar una comunidad alimentada por la suma proporcional de las cualidades respectivas “de la misma manera, dice Aristóteles, que un alimento impuro mezclado con uno puro hace al conjunto más aprovechable que la pequeña cantidad inicial”[6]. – Lo puro y lo impuro pueden mezclar sus efectos. ¿Pero cómo pueden medirse uno a otro en su principio? ¿Cuál es exactamente el título poseído por cada una de esas partes? En la bella armonía de las axiai, sólo un título se deja reconocer con facilidad: la riqueza de los oligoi. Pero es también el que depende únicamente de la aritmética de los intercambios. Así, pues, ¿qué es en cambio la libertad aportada por la gente del pueblo a la comunidad? ¿Y en qué les es propia? Es aquí donde se revela la cuenta errónea fundamental. En primer lugar, la libertad del demos no es ninguna propiedad determinable sino una pura facticidad: detrás de la “autoctonía”, mito de origen reivindicado por el demos ateniense, se impone el hecho en bruto que hace de la democracia un objeto escandaloso para el pensamiento: por el mero hecho de haber nacido en tal ciudad, y muy en especial en la ciudad ateniense, después de que en ésta hubiera sido abolida la esclavitud por deudas, cualquiera de esos cuerpos parlantes conde­nados al anonimato del trabajo y la reproducción, de esos cuerpos parlantes que no tienen más valor que los escla­vos -y aun menos, puesto que, dice Aristóteles, el esclavo recibe su virtud de la virtud de su amo-, cualquier artesano o tendero se cuenta en esa parte de la ciudad que se denomina pueblo, como participantes en los asuntos comunes en tanto tales. La mera imposibilidad de que los oligoi redujeran a la esclavitud a sus deudores se trans­formó en la apariencia de una libertad que sería la propiedad positiva del pueblo como parte de la comu­nidad.

 

Algunos atribuyeron esta promoción del pueblo y su libertad a la sabiduría del buen legislador, cuyo arquetipo proporciona Solón. Otros la adjudicaron a la “demagogia” de ciertos nobles, que se apoyaban en el populacho para apartar a sus rivales. Cada una de estas explicaciones supone ya una cierta idea de la política. Por lo tanto, en vez de inclinarse por una o por otra, más vale detenerse en lo que las motiva: el nudo originario del hecho y el derecho y la relación singular que establece entre dos palabras clave de la política, la igualdad y la libertad. La sabiduría “liberal” nos describe complacientemente los efectos per­versos de una igualdad artificial que viene a contrariar la libertad natural de emprender e intercambiar. En cuanto a los clásicos, encuentran en el origen de la política un fenómeno de una profundidad completamente distinta: es la libertad, como propiedad vacía, la que viene a poner un límite a los cálculos de la igualdad mercantil, a los efectos de la simple ley del debe y el haber. La libertad, en suma, viene a separar a la oligarquía de sí misma, a impedirle gobernar por el mero juego aritmético de las ganancias y las deudas. La ley de la oligarquía consiste, en efecto, en que la igualdad “aritmética” rija sin trabas, que la riqueza sea inmediatamente idéntica a la dominación. Podrá decirse que los pobres de Atenas estaban sometidos al poder de los nobles, no al de los comerciantes. Pero, precisamente, la libertad del pueblo de Atenas reduce la dominación natural de los nobles, fundada sobre el carác­ter ilustre y antiguo de su linaje, a su mera dominación como ricos propietarios y acaparadores de la propiedad común. Reduce a los nobles a su condición de ricos y transforma su derecho absoluto, rebajado al poder de los ricos, en una axia particular.

Pero la cuenta errónea no se detiene allí. Lo “propio” del demos, que es la libertad, no sólo no se deja determinar por ninguna propiedad positiva, sino que ni siquiera le es propio en absoluto. El pueblo no es otra cosa que la masa indiferenciada de quienes no tienen ningún título positivo -ni riqueza, ni virtud- pero que, no obstante, ven que se les reconoce la misma libertad que a quienes los poseen. Las gentes del pueblo, en efecto, son simplemente libres como los otros. Ahora bien, hacen un título específico de esta simple identidad con quienes, por otra parte, son en todo superiores a ellas. El demos se atribuye como parte propia la libertad que pertenece a todos los ciudadanos. Y, a la vez, esta parte que no lo es identifica su propiedad impropia con el principio exclusivo de la comunidad, y su nombre -el nombre de la masa indistinta de los hombres sin cualidades- con el nombre mismo de la comunidad. Puesto que la libertad -que es simplemente la cualidad de quienes no tienen ninguna otra: ni mérito, ni riqueza- se cuenta al mismo tiempo como la virtud común. Permite al demos -es decir, al agrupamiento fáctico de los hombres sin cualidades, de esos hombres que, nos dice Aristóteles, “no tenían parte en nada”[7] identificarse por homonimia con el todo de la comunidad. Tal es la distorsión funda­mental, el nudo original del blaberon y del adikon cuya “manifestación” va a cortar toda deducción de lo útil en lo justo: el pueblo se apropia la cualidad común como cuali­dad propia. Lo que aporta a la comunidad es verdadera­mente el litigio. Esto es preciso entenderlo en un doble sentido: el título que aporta es una propiedad litigiosa ya que estrictamente no le pertenece. Pero esta propiedad litigiosa no es en verdad más que la institución de un común-litigioso. La masa de los hombres sin propiedades se identifica con la comunidad en nombre del daño [tort] que no dejan de hacerle aquellos cuya cualidad o cuya propiedad tienen por efecto natural empujarla a la inexis­tencia de quienes no tienen “parte en nada”. Es en nombre del daño [tort] que las otras partes le infligen que el pueblo se identifica con el todo de la comunidad. Lo que no tiene parte -los pobres antiguos, el tercer estado o el proletariado moderno no puede, en efecto, tener otra parte que la nada o el todo. Pero también es a través de la existencia de esta parte de los sin parte, de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política es decir dividida por un litigio fundamental, por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus “derechos”. El pueblo no es una clase entre otras. Es la clase de la distorsión que perjudica a la comunidad y la instituye como “comunidad” de lo justo y de lo injusto.

 

Es así como, para gran escándalo de la gente de bien, el demos, el revoltijo de la gente sin nada, se convierte en el pueblo, la comunidad política de los atenienses libres, la que habla, se cuenta y decide en la Asamblea, tras lo cual los logógrafos escriben: ha complacido al pueblo, el pueblo ha decidido. Para el inventor de nuestra filosofía política, Platón, esta fórmu­la se deja traducir fácilmente en la equivalencia de dos términos, demos y doxa: ha complacido a aquellos que no conocen sino esas ilusiones del más y del menos que se llaman placer y pena; hubo doxa, “apariencia” para el pueblo, apariencia de pueblo. Pueblo no es más que la apariencia producida por las sensaciones de placer y de pena manejadas por retóricos y sofistas para acariciar o espantar al gran animal, la masa indistinta de la gente sin nada reunida en la asamblea.

Digámoslo de entrada: el odio resuelto del antidemó­crata Platón ve más justamente en los fundamentos de la política y la democracia que los tibios amores de esos apologistas cansados que nos aseguran que conviene amar “razonablemente”, vale decir “moderadamente”, a la democracia. Aquél ve, en efecto, lo que éstos han olvidado: la cuenta errónea de la democracia que, en última instancia, no es más que la cuenta errónea fundadora de la política. Hay política -y no simplemente dominación— porque hay un cómputo erróneo en las partes del todo. Es esta imposible ecuación la que resume la fórmula prestada por Herodoto al persa Otanes: έν γαρ τω πολλω ενι τά πάντα: el todo está en lo múltiple.[8] El demos es lo múltiple idéntico al todo: lo múltiple como uno, la parte como todo. La diferencia cualitativa inexis­tente de la libertad produce esta ecuación imposible que no se deja comprender en la partición de la igualdad aritmética que rige la compensación de las ganancias y las pérdidas y la igualdad geométrica que debe asociar una cualidad a un rango. El pueblo, al mismo tiempo, siempre es más o menos que sí mismo. La gente de bien se divierte o se aflige con todas las manifestaciones de lo que para ella es fraude y usurpación: el demos es la mayoría en lugar de la asamblea, la asamblea en lugar de la comunidad, los pobres en nombre de la ciudad, los aplausos a modo de aceptación, las piedras contadas en lugar de una decisión tomada. Pero todas estas manifes­taciones de desigualdad del pueblo consigo mismo no son más que las monedas sueltas de una cuenta errónea fundamental: esa imposible igualdad de lo múltiple y el todo que produce la apropiación de la libertad como propia del pueblo. Esta imposible igualdad arruina en cadena toda la deducción de las partes y los títulos que constitu­yen la ciudad. A continuación de esta singular propiedad del demos, está la de los aristoi, la virtud, que se presenta como el lugar de un extraño equívoco. ¿Quiénes son exactamente estas gentes de bien o de excelencia que aportan la virtud al crisol común, así como el pueblo aporta una libertad que no es suya? Si no son el sueño del filósofo, la cuenta de su sueño de proporción transforma­do en parte del todo, bien podrían no ser otra cosa que el otro nombre de los oligoi, es decir lisa y llanamente los ricos. El mismo Aristóteles que en la Etica a Nicómaco o en el Libro III de la Políticase empeña por dar consistencia a las tres partes y a los tres títulos, nos lo confiesa sin hacer un misterio en el Libro IV o bien en la Constitución de Atenas: a decir verdad, la ciudad no tiene más que dos partes, los ricos y los pobres. “Prácticamente en todos lados, son las personas acomodadas quienes parecen hacer las veces de la gente de bien.”[9] Así, pues, es a los arreglos que distribuyen los poderes o las apariencias de poder entre estas dos únicas partes, estas partes irreduc­tibles de la ciudad, a los que hay que exigir la realización de esta areté comunitaria para la cual los aristoi siempre faltarán.

 

¿Hay que entender por ello simplemente que las cuen­tas eruditas de la proporción geométrica no son sino las construcciones ideales mediante las cuales la buena vo­luntad filosófica procura originariamente corregir la rea­lidad primera e insoslayable de la lucha de clases? La respuesta a esta pregunta sólo puede darse en dos tiem­pos. En primer lugar, es preciso subrayarlo: son los antiguos, mucho más que los modernos, quienes recono­cieron en el principio de la política la lucha de los pobres y los ricos. Pero, precisamente, reconocieron -aun cuando quisieran borrarla- su realidad propiamente política. La lucha de ricos y pobres no es la realidad social con la cual debería contar la política. No constituye sino una unidad con su institución. Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte, una parte o un partido de los pobres. No hay política simplemente porque los pobres se opongan a los ricos. Antes bien, hay que decir sin duda que es la política -esto es, la interrupción de los meros efectos de la dominación de los ricos- la que hace existir a los pobres como entidad. La pretensión exorbitante del de­mos a ser el todo de la comunidad no hace más que realizar a su manera -la de un partido— la condición de la política. La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte. Esta institución es el todo de la política como forma específica de vínculo. La misma define lo común de la comunidad como comunidad políti­ca, es decir dividida, fundada sobre una distorsión que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparacio­nes. Al margen de esta institución, no hay política. No hay más que el orden de la dominación o el desorden de la revuelta.

Es esta pura alternativa la que nos presenta un relato de Herodoto en forma de apólogo. Este relato-apólogo ejemplar está dedicado a la revuelta de los esclavos de los escitas. Los escitas, nos dice, tienen la costumbre de vaciar los ojos de aquellos a quienes reducen a la esclavi­tud para mejor someterlos a su tarea servil, que consiste en ordeñar el ganado. Este orden normal de las cosas resultó trastornado por sus grandes expediciones. Parti­dos a la conquista de Media, los guerreros escitas se internaron profundamente en Asia y fueron retenidos allí a lo largo de toda una generación. Durante ese mismo tiempo, nació una generación de hijos de esclavos, que crecieron con los ojos abiertos. De su mirada sobre el mundo, llegaron a la conclusión de que no existían moti­vos particulares para ser esclavos, puesto que habían nacido de la misma manera que sus amos distantes y con los mismos atributos. Como las mujeres que habían permanecido en los hogares les confirmaron esta identi­dad de naturaleza, decidieron, hasta que hubiera una prueba en contrario, que eran los iguales de los guerreros. En consecuencia, rodearon el territorio con un gran foso y se armaron para esperar a pie firme el retorno de los conquistadores. Cuando éstos volvieron, creyeron que, con sus lanzas y sus arcos, acabarían fácilmente con esa rebelión de vaqueros. El ataque resultó un fracaso. Fue entonces cuando un guerrero más avisado apreció la situación y la expuso a sus camaradas de armas:

 

Soy de la opinión de que dejemos aquí nuestras lanzas y nuestros arcos y que los abordemos llevando en las manos el látigo con que azuzamos a nuestros caballos. Hasta aquí, ellos nos veían armados e imaginaban que eran nuestros pares y de igual nacimiento. Pero cuando nos vean con látigos en vez de armas, sabrán que son nuestros esclavos y, al comprenderlo, se rendirán.[10]

Así se hizo, y con pleno éxito: sorprendidos por ese espectáculo, los esclavos huyeron sin combatir.

El relato de Herodoto nos ayuda a comprender de qué manera el paradigma de la “guerra servil” y el “esclavo alzado” pudo acompañar como su negativo a toda mani­festación de la lucha de los “pobres” contra los “ricos”. El paradigma de la guerra servil es el de una realización puramente guerrera de la igualdad de los dominados y los dominadores. Los esclavos de los escitas constituyen como campo atrincherado el territorio de su antigua servidum­bre y oponen armas a armas. Esta demostración igualita­ria desconcierta al principio a quienes se consideraban sus amos naturales. Pero cuando éstos vuelven a exhibir las insignias de la diferencia de naturaleza, los alzados ya no tienen con qué replicar. Lo que no pueden hacer es transformar la igualdad guerrera en libertad política. Esta igualdad, literalmente marcada sobre el territorio y defendida por las armas, no crea una comunidad dividida. No se transforma en la propiedad impropia de esa libertad que instituye al demos al mismo tiempo como parte y como todo de la comunidad. Ahora bien, no hay política sino por la interrupción, la torsión primera que instituye a la política como el despliegue de una distorsión o un litigio fundamental. Esta torsión es la distorsión, el blaberon fun­damental con que se topa el pensamiento filosófico de la comunidad. Blaberon significa “lo que detiene la corrien­te”, dice una de las etimologías fantásticas del Cratilo.[11]Ahora bien, más de una vez sucede que estas etimologías fantásticas tocan un nudo de pensamiento esencial. Blaberon significa la corriente interrumpida, la torsión pri­mera que bloquea la lógica natural de las “propiedades”. Esta interrupción obliga a pensar la proporción, la analogia del cuerpo comunitario. Pero también corrompe de antemano el sueño de esta proporción.

 

Puesto que la distorsión no es simplemente la lucha de clases, la disensión interna que debe corregirse dando a la ciudad su principio de unidad, fundándola sobre la arkhé de la comunidad. Es la imposibilidad misma de la arkhé. Las cosas serían demasiado sencillas si lo único que existiera fuera la desgracia de la lucha que opone a ricos y pobres. La solución del problema se encontró pronto. Bastaría con suprimir la causa de la disensión, es decir la desigualdad de las riquezas, dando a cada uno una parte igual de tierra. El mal es más profundo. Del mismo modo que el pueblo no es verdaderamente el pueblo sino los pobres, los pobres mismos no son verdade­ramente los pobres. Sólo son el reino de la ausencia de cualidad, la efectividad de la disyunción primordial que lleva el nombre vacío de libertad, la propiedad impropia, el título del litigio. Ellos mismos son por anticipado la unión contrahecha de lo propio que no es verdaderamente propio y de lo común que no es verdaderamente común. Son simplemente la distorsión o la torsión constitutivas de la política como tal. El partido de los pobres no encarna otra cosa que la política misma como institución de una parte de los que no tienen parte. Simétricamente, el partido de los ricos no encarna otra cosa que la antipolítica. De la Atenas del siglo V a.C. hasta nuestros gobiernos, el partido de los ricos no habrá dicho nunca sino una sola cosa, que es precisamente la negación de la política: no hay parte de los que no tienen parte.

Esta proposición fundamental puede, desde luego, modularse de manera diferente según lo que se denomina la evolución de las costumbres y las mentalidades. En la franqueza antigua que subsiste incluso en los “liberales” del siglo xix, se expresa así: sólo hay jefes y subordinados, gente de bien y gente sin nada, élites y multitudes, expertos e ignorantes. En los eufemismos contemporá­neos, la proposición se enuncia de otra forma: sólo hay partes de la sociedad: mayorías y minorías sociales, cate­gorías socioprofesionales, grupos de interés, comunida­des, etc. No hay más que partes de las que hay que hacer interlocutores. Pero, tanto bajo las formas civilizadas de la sociedad contractual y el gobierno de concertación como bajo las brutales de la afirmación desigualitaria, la propo­sición fundamental se mantiene sin modificaciones: no hay parte de los que no tienen parte. No hay más que las partes de las partes. Dicho de otra manera: no hay política, no debería haberla. La guerra de los pobres y los ricos es así la guerra por la existencia misma de la política. El litigio sobre la cuenta de los pobres como pueblo, y del pueblo como comunidad, es el litigio sobre la existencia de la política por el cual hay política. La política es la esfera de actividad de un común que no puede sino ser litigioso, la relación entre partes que no son partidos y entre títulos cuya suma nunca es igual al todo.

 

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Tal es el escándalo primordial de la política que la facticidad democrática propone a la consideración de la filosofía. El proyecto nuclear de la filosofía, tal como se resume en Platón, consiste en reemplazar el orden arit­mético, el orden del más y del menos que rige el intercam­bio de los bienes perecederos y los males humanos, por el orden divino de la proporción geométrica que rige el verdadero bien, el bien común que es virtualmente la ventaja de cada uno sin ser la desventaja de nadie. Una ciencia, la ciencia matemática, proporciona su modelo, el modelo de un orden del número cuyo rigor mismo obedece a que escapa a la medida común. El camino del bien pasa por la sustitución de la aritmética de los tenderos y los pleitistas por una matemática de los inconmensurables. El problema es que existe al menos un dominio en que el simple orden del más y el menos fue suspendido, reempla­zado por un orden, por una proporción específica. Este dominio se llama política. La política existe a causa de una dimensión que escapa a la medida ordinaria, esa parte de los que no tienen parte que es nada y todo. Esta dimensión paradójica ya detuvo la “corriente” de las grandezas mercantiles, suspendió los efectos de la arit­mética en el cuerpo social. La filosofía quiere reemplazar en la ciudad y en el alma, lo mismo que en la ciencia de las superficies, los volúmenes y los astros, la igualdad arit­mética por la igualdad geométrica. Ahora bien, lo que le presenta la libertad vacía de los atenienses es el efecto de otra igualdad, que suspende la aritmética simple sin fundar ninguna geometría. Esta igualdad es simplemen­te la igualdad de cualquiera con cualquiera, vale decir, en última instancia, la ausencia de arkhé, la pura contingen­cia de todo orden social. El autor del Gorgias pone toda su pasión en probar que esta igualdad no es otra cosa que la igualdad aritmética de los oligarcas, es decir la desigual­dad del deseo, el apetito sin medida que hace girar a las almas vulgares en el círculo del placer al que la pena acompaña indefinidamente, y a los regímenes en el círcu­lo infernal de la oligarquía, la democracia y la tiranía. La “igualdad” que los jefes del partido popular dieron a Atenas no es para él más que la avidez nunca domesticada del siempre más: siempre más puertos y navíos, mercan­cías y colonias, arsenales y fortificaciones. Pero él bien sabe que el mal es más profundo. El mal no es esta hambre insaciable de navíos y fortificaciones. Es que en la Asam­blea del pueblo, cualquier zapatero o herrero puede levan­tarse para dar su opinión sobre la manera de pilotear esos navíos o construir esas fortificaciones y, más aún, sobre la manera justa o injusta de utilizarlos para el bien común. El mal no es el siempre más sino el cualquiera, la revela­ción brutal de la anarquía última sobre la que descansa toda jerarquía. El debate acerca de la naturaleza o la convención que opone a Sócrates contra Protágoras o Calicles es todavía una manera tranquilizadora de pre­sentar el escándalo. El fundamento de la política, en efecto, no es ausencia de fundamento, la pura contingencia de todo orden social. Hay política simplemente porque nin­gún orden social se funda en la naturaleza, ninguna ley divina ordena las sociedades humanas. Tal es la lección que Platón mismo da en el gran mito del Político. Es vano querer buscar modelos en la época de Cronos y los necios ensueños de los reyes pastores. Entre la época de Cronos y nosotros, el corte de la distorsión ya se ha producido siempre. Cuando a uno se le ocurre fundar en su principio la proporción de la ciudad, es que la democracia ya pasó por allí. Nuestro mundo gira “en sentido contrario”, y quien quiera curar a la política de sus males no tendrá más que una solución: la mentira que inventa una natu­raleza social para dar una arkhé a la comunidad.

 

Hay política porque -cuando- el orden natural de los reyes pastores, de los señores de la guerra o de los po­seedores es interrumpido por una libertad que viene a actualizar la igualdad última sobre la que descansa todo orden social. Antes que el logos que discute sobre lo útil y lo nocivo, está el logos que ordena y que da derecho a ordenar. Pero este logos primordial está corroído por una contradicción primordial. Hay orden en la sociedad por­que unos mandan y otros obedecen. Pero para obedecer una orden se requieren al menos dos cosas: hay que comprenderla y hay que comprender que hay que obede­cerla. Y para hacer eso, ya es preciso ser igual a quien nos manda. Es esta igualdad la que carcome todo orden natural No hay duda de que los inferiores obedecen en la casi totalidad de los casos. Lo que queda es que el orden social es devuelto por ello a su contingencia última. En última instancia, la desigualdad sólo es posible por la igualdad. Hay política cuando la lógica supuestamente natural de la dominación es atravesada por el efecto de esta igualdad. Eso quiere decir que no siempre hay política. Incluso la hay pocas y raras veces. En efecto, lo que por lo común se atribuye a la historia política o a la ciencia de lo político compete la mayor parte de las veces a otras maquinarias que obedecen al ejercicio de la majestad, al vicariato de la divinidad, al mando de los ejércitos o a la gestión de los intereses. Solo hay política cuando esas maquinarias son interrumpidas por el efecto de un supuesto que les es completamente ajeno y sin el cual, sin embargo, en ultima instancia ninguna de ellas podría funcionar: el supuesto de la igualdad de cualquiera con cualquiera, esto es, en definitiva, la eficacia paradójica de la pura contingencia de todo orden.

Quien enunciara este secreto ultimo de la política es un “moderno”, Hobbes, aunque, por las necesidades de su causa, lo rebautizara guerra de todos contra todos. En cuanto a los “clásicos”, delimitan con mucha exactitud esta igualdad, al mismo tiempo que se sustraen a su enunciado. Es que su libertad se define en relación con un contrario muy especifico que es la esclavitud. Y el esclavo es precisamente quien tiene la capacidad de comprender un logos sin tener la capacidad del logos. Es esta transi­ción especifica entre la animalidad y la humanidad la que Aristóteles define con mucha exactitud: “esclavo es quien participa en la comunidad del lenguaje solo en la forma de la comprensión (esthesis), no de la posesión (hexis).[12] La naturalidad contingente de la liber­tad del hombre del pueblo y la naturalidad de la esclavi­tud pueden entonces compartirse sin remitir a la contin­gencia ultima de la igualdad. Esto también quiere decir que esta igualdad puede plantearse como carente de consecuencias sobre algo como la política. Es la demostración que Platón ya había efectuado al hacer que el esclavo de Menón descubriera la regla de duplicación del cuadrado. Que el pequeño esclavo pueda llegar tan bien como Sócrates a esta operación que separa al orden geométrico del orden aritmético, que participe por lo tanto en la misma inteligencia, no define para el ninguna forma de inclusión comunitaria.

 

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Así, pues, los “clásicos” delimitan la igualdad primera del logos sin nombrarla. En cambio, lo que definen de una manera que segura siendo incomprensible para los pensadores modernos del contrato y el estado de naturaleza, es la torsión que provoca ese principio que no lo es, cuando surte efecto como “libertad” de la gente sin nada. Hay política cuando la contingencia igualitaria interrumpe como “libertad” del pueblo el orden natural de las dominaciones, cuando esta interrupción produce un dispositivo especifico: una división de la sociedad en partes que no son “verdaderas” partes; la institución de una parte que se iguala al todo en nombre de una “propiedad” que no le es propia, y de un “común” que es la comunidad de un litigio. Tal es en definitiva la distorsión que, al colarse entre lo útil y lo justo, prohíbe toda deducción de uno en el otro. La institución de la política es idéntica a la institución de la lucha de clases. La lucha de clases no es el motor secreto de la política o la verdad oculta tras sus apariencias. Es la política misma, la política tal como la encuentran, siempre ya allí, quienes quieren fundar la comunidad sobre su arkhé. No hay que entender con ello que la política existe porque unos grupos sociales entran en lucha a causa de sus intereses divergentes. La torsión por la cual hay política es del mismo modo la que instaura a las clases como diferentes a si mismas. El proletariado no es una clase sino la disolución de todas las clases, y en eso consiste su universalidad, dirá Marx. Es preciso dar a este enunciado toda su generalidad. La política es la institución del litigio entre clases que no lo son verdaderamente. “Verdaderas” clases: esto quiere decir -querría decir- partes reales de la sociedad, categorías correspondientes a sus funciones. Ahora bien, ocurre con el demos ateniense que se identifica con la comunidad entera lo mismo que con el proletariado marxista que se declara como excep­ción radical a la comunidad. Uno y otro unen al nombre de una parte de la sociedad el mero título de la igualdad de cualquiera con cualquiera, por la cual todas las clases se desunen y existe la política. La universalidad de la política es la de una diferencia en sí de cada parte y del diferendo como comunidad. La distorsión que instituye la política no es en primer lugar la disensión de las clases, es la diferencia consigo misma de cada una que impone a la división misma del cuerpo social la ley de la mezcla, la ley de cualquiera haciendo cualquier cosa. Platón tiene para ello una palabra: polypragmosyne, el hecho de hacer “mucho”, de hacer “demasiado”, de hacer cualquier cosa. Si el Gorgias es la interminable demostración de que la igualdad democrática no es sino la desigualdad tiránica, la organización de la Repúblicaes una persecución inter­minable de esa polypragmosyne, esa confusión de las actividades apta para destruir toda repartición ordenada de las funciones de la ciudad y hacer entrar a las clases unas dentro de las otras. El Libro IV de la República, en el momento de definir la justicia -la verdadera justicia, la que excluye la distorsión—, nos advierte solemnemente: esta confusión “causaría a la ciudad el mayor perjuicio y con justa razón se la consideraría el crimen capital”.[13]

 

La política comienza por una distorsión capital: el suspenso que la libertad vacía del pueblo instituye entre el orden aritmético y el orden geométrico. No es la utilidad común la que puede fundar la comunidad política, como así tampoco el enfrentamiento y la armonización de los intereses. La distorsión por la cual hay política no es ninguna culpa que exija reparación. Es la introducción de una inconmensurabilidad en el corazón de la distribución de los cuerpos parlantes. Esta inconmensurabilidad no rompe solamente la igualdad de las ganancias y las pérdidas. También arruina por anticipado el proyecto de la ciudad ordenada según la proporción del cosmos, funda­da sobre la arkhé de la comunidad.

 

LA DISTORSIÓN: POLÍTICA Y POLICÍA

 

La bella deducción de las propiedades del animal lógico en los fines del animal político encubre por lo tanto un desgarramiento. Entre lo útil y lo justo está lo inconmen­surable de la distorsión, que por sí sola instituye a la co­munidad política como antagonismo de partes de la comunidad que no son verdaderas partes del cuerpo social. Pero, a su vez, la falsa continuidad de lo útil en lo justo viene a denunciar la falsa evidencia de la oposición bien tajante que separa a los hombres dotados del logos de los animales limitados al solo instrumento de la voz (phoné). La voz, dice Aristóteles, es un instrumento des­tinado a un fin limitado. En general, sirve para que los animales indiquen (semainein) su sensación de dolor o de agrado. Agrado y dolor se sitúan más acá de la partición que reserva a los seres humanos y a la comunidad política el sentimiento de lo provechoso y lo perjudicial, por lo tanto la puesta en común de lo justo y lo injusto. Pero, al distinguir tan claramente las funciones corrientes de la voz y los privilegios de la palabra, ¿puede olvidar Aristó­teles el furor de las acusaciones lanzadas por su maestro Platón contra el “gran animal” popular? El Libro vi de la República, en efecto, se complace en mostrarnos al gran animal respondiendo a las palabras que lo acarician con el tumulto de sus aclamaciones y a las que lo irritan con el estrépito de sus reprobaciones. Por eso, la “ciencia” de quienes se presentan en su recinto consiste enteramente en conocer los efectos de voz que hacen gruñir al gran animal y los que lo tornan dócil y amable. Así como el demos usurpa el título de la comunidad, la democracia es el régimen -el modo de vida- donde la voz que no sólo expresa sino que también procura los sentimientos ilusorios del placer y la pena usurpa los privilegios del logos que hace reconocer lo justo y ordena su realización en la proporción comunitaria. La metáfora del gran animal no es una simple metáfora. Sirve rigurosamente para rechazar hacia el lado de la animalidad a esos seres parlantes sin cualidades que introducen la perturbación en el logos y en su realización política como analogía de las partes de la comunidad.

 

Así, pues, la simple oposición de los animales lógicos y los animales fónicos no es en modo alguno el dato sobre el cual se fundaría la política. Esta, al contrario, es una apuesta del litigio mismo que la instituye. En el corazón de la política hay una doble distorsión, un conflicto funda­mental y nunca librado como tal, sobre la relación entre la capacidad del ser parlante sin propiedad y la capacidad política. Para Platón, la multiplicidad de los seres parlan­tes anónimos a los que se llama pueblo perjudica toda distribución ordenada de los cuerpos en comunidad. Pero, a la inversa, “pueblo” es el nombre, la forma de subjetivación de esa distorsión inmemorial y siempre actual por la cual el orden social se simboliza expulsando a la mayoría de los seres parlantes a la noche del silencio o el ruido animal de las voces que expresan agrado o sufrimiento. Puesto que, con anterioridad a las deudas que ponen a las gentes sin nada bajo la dependencia de los oligarcas, está la distribución simbólica de los cuerpos que los divide en dos categorías: aquellos a quienes se ve y aquellos a quienes no se ve, aquellos de quienes hay un logos -una palabra conmemorativa, la cuenta en que se los tiene- y aquellos de quienes no hay un logos, quienes hablan verdaderamente y aquellos cuya voz, para expresar pla­cer y pena, sólo imita la voz articulada. Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es entendida como palabra, apta para enunciar lo justo, mientras que otra sólo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta.

Es eso lo que narra un pensador francés del siglo xix al reescribir el relato hecho por Tito Livio de la secesión de los plebeyos romanos en el Aventino. En 1829, Pierre-Simon Ballanche publica en la Revue de París una serie de artículos con el título de “Fórmula general de la historia de todos los pueblos aplicada a la historia del pueblo romano”. A su manera, entonces, Ballanche vincula la política de los “clásicos” y la de los “modernos”. El relato de Tito Livio asociaba el fin de la guerra contra los volscos, la retirada de la plebe hacia el Aventino, la embajada de Menenio Agripa, su fábula célebre y el retorno de los plebeyos al orden. Ballanche reprocha al historiador lati­no su incapacidad para pensar el acontecimiento de otra manera que como una revuelta, un levantamiento de la miseria y la ira que instaura una relación de fuerzas carente de sentido. Tito Livio es incapaz de dar al conflicto su sentido porque es incapaz de situar la fábula de Menenio Agripa en su verdadero contexto: el de una disputa sobre la cuestión de la palabra misma. Al centrar” su relato apólogo en las discusiones de los senadores y las acciones verbales de los plebeyos, Ballanche efectúa una nueva puesta en escena del conflicto en la que toda la cuestión en juego es saber si existe un escenario común en donde plebeyos y patricios puedan debatir algo.

La posición de los patricios intransigentes es simple: no hay motivo para discutir con los plebeyos, por la sencilla razón de que éstos no hablan. Y no hablan porque son seres sin nombre, privados de logos, es decir de inscripción simbólica en la ciudad. Viven una vida pura­mente individual que no transmite nada sino la vida misma, reducida a su facultad reproductiva. Quien carece de nombre no puede hablar. Fue un error fatal del enviado Menenio imaginarse que de la boca de los plebeyos salían palabras, cuando lógicamente lo único que puede salir es ruido.

¡Poseen la palabra como nosotros, se atrevieron a decir a Menenio! ¿Es un dios quien cerró la boca de éste, quien cegó su mirada, quien hizo zumbar sus oídos? ¿Es un vértigo sagrado el que lo ha atrapado? (…) no supo responderles que tenían una palabra transitoria, una palabra que es un sonido fugitivo, una especie de mugido, signo de la necesi­dad y no manifestación de la inteligencia. Están privados de la palabra eterna que era en el pasado y será en el porve­nir.”[14]

 

El discurso que Ballanche presta a Appio Claudio dispone perfectamente el argumento de la disputa. Entre el lenguaje de quienes tienen un nombre y el mugido de los seres sin nombre, no hay situación de intercambio lingüís­tico que pueda constituirse, y tampoco reglas ni código para la discusión. Este veredicto no refleja simplemente el empecinamiento de los dominadores o su enceguecimiento ideológico. Estrictamente, expresa el orden de lo sensi­ble que organiza su dominación, que es esta dominación misma. Más que un traidor a su clase, el enviado Menenio, que cree haber escuchado hablar a los plebeyos, es víctima de una ilusión de los sentidos. El orden que estructura la dominación de los patricios no sabe de logos que pueda ser  articulado por seres privados de logos, ni de palabra que puedan proferir unos seres sin nombre, unos seres de los que no hay cuenta.                       

Frente a ello, ¿qué hacen los plebeyos reunidos en el Aventino? No se atrincheran a la manera de los esclavos de los escitas. Hacen lo que era impensable para éstos: instituyen otro orden, otra división de lo sensible al  constituirse no como guerreros iguales a otros guerreros sino como seres parlantes que comparten las mismas propiedades que aquellos que se las niegan. Ejecutan así una serie de actos verbales que imitan los de los patricios: pronuncian imprecaciones y apoteosis; delegan en uno de ellos la consulta a sus oráculos; se dan representantes tras rebautizarlos. En síntesis, se conducen como seres con nombre. Se descubren, en la modalidad de la transgresión, como seres parlantes, dotados de una palabra que no expresa meramente la necesidad, el sufrimiento y el furor, sino que manifiesta la inteligencia. Escriben, dice Ballanche, “un nombre en el cielo”: un lugar en un orden simbólico de la comunidad de los seres parlantes, en una comunidad que aún no tiene efectividad en la ciudad romana.

El relato nos presenta estos dos escenarios y nos muestra observadores y emisarios que circulan entre los dos -en un solo sentido, desde luego: son patricios atípicos que vienen a ver y escuchar lo que sucede en este escena­rio inexistente de derecho-. Y lo que observan es este fenómeno increíble: los plebeyos transgredieron en los hechos el orden de la ciudad. Se dieron nombres. Ejecuta­ron una serie de actos verbales que vinculan la vida de sus cuerpos a palabras y a usos de las palabras. En síntesis, en el lenguaje de Ballanche, de “mortales” que eran se convirtieron en “hombres”, vale decir seres que inscriben en palabras un destino colectivo. Se convirtieron en seres susceptibles de hacer promesas y firmar contratos. La consecuencia es que, cuando Menenio Agripa narra su apólogo, lo escuchan cortésmente y le agradecen, pero para pedirle a continuación un tratado. Aquél protesta airadamente diciendo que la cosa es lógicamente imposi­ble. Por desgracia, nos dice Ballanche, en un solo día su apólogo había “envejecido un ciclo”. La cosa es sencilla de formular: desde el momento en que los plebeyos podían comprender su apólogo -el apólogo de la desigualdad necesaria entre el principio vital patricio y los miembros ejecutantes de la plebe-, es que ya eran necesariamente iguales. El apólogo quiere dar a entender una división desigual de lo sensible. Ahora bien, el sentido necesario para comprender esa división presupone una división igualitaria que arruina la primera. Pero sólo el despliegue de una escena de manifestación específica da una efecti­vidad a esta igualdad. Sólo ese dispositivo mide la distan­cia del logos consigo mismo y da realidad a esa medida al organizar otro espacio sensible donde se comprueba que los plebeyos hablan como los patricios y que la dominación de éstos no tiene otro fundamento que la pura contingen­cia de todo orden social.

En el relato de Ballanche, el Senado romano está animado por un Consejo secreto de ancianos sabios. Estos saben que, guste o no guste, cuando un ciclo está termina­do está terminado. Y llegan a la conclusión de que, dado que los plebeyos se han convertido en seres de palabra, no hay otra cosa que hacer que hablar con ellos. Esta conclu­sión está de acuerdo con la filosofía que Ballanche toma de Vico: el pasaje de una edad de la palabra a otra no es cuestión de revuelta que pueda suprimirse, es cuestión de revelación progresiva, que se reconoce en sus signos y contra la que no se lucha. Pero lo que nos importa aquí, más que esta filosofía determinada, es la manera en que el apólogo delimita la relación entre el privilegio del logos y el juego del litigio que instituye la escena política. Con anterioridad a toda medida de los intereses y los títulos de tal o cual parte, el litigio se refiere a la existencia de las partes como partes, a la existencia de una relación que las constituye como tales. Y el doble sentido del logos, como palabra y como cuenta, es el lugar donde se juega ese conflicto. El apólogo del Aventino nos permite reformular el enunciado aristotélico sobre la función política del logos humano y sobre la significación de la distorsión que manifiesta. La palabra por la cual hay política es la que mide la distancia misma de la palabra y su cuenta. Y la esthesis que se manifiesta en esta palabra es la disputa misma acerca de la constitución de la esthesis, acerca de la partición de lo sensible por la que determinados cuerpos se encuentran en comunidad. Partición se entenderá aquí en el doble sentido del término: comunidad y separación. Es la relación de una y otra la que define una partición de lo sensible. Y es esta relación la que está en juego en el “doble sentido” del apólogo: el que éste hace entender y el que hace falta para entenderlo. Saber si los plebeyos hablan es saber si hay algo “entre” las partes. Para los patricios, no hay escena política puesto que no hay partes. No hay partes dado que los plebeyos, al no tener logos, no son. “Vuestra desgracia es no ser, dice un patricio a los plebeyos, y esa desgracia es ineluctable.”[15]

Allí está el punto decisivo que es oscuramente designa­do por la definición aristotélica o la polémica platónica, pero, en cambio, ocultado claramente por todas las con­cepciones intercambistas, contractuales o comunicacionales de la comunidad política. La política es en primer lugar el conflicto acerca de la existencia de un escenario común, la existencia y la calidad de quienes están presen­tes en él. Antes que nada es preciso establecer que el escenario existe para el uso de un interlocutor que no lo ve y que no tiene motivos para verlo dado que aquél no exis­te. Las partes no preexisten al conflicto que nombran y en el cual se hacen contar como partes. La “discusión” sobre la distorsión no es un intercambio -ni siquiera violento-entre interlocutores constituidos. Concierne a la misma situación verbal y a sus actores. No hay política porque los hombres, gracias al privilegio de la palabra, ponen en común sus intereses. Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen contar entre éstos e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo “entre” ellos y quienes no los conocen como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay nada. La facticidad de la libertad ateniense y el carácter extraordinario de la secesión plebeya ponen así en escena un conflicto fundamental que es a la vez marcado y omitido por la guerra servil de Escitia. El conflicto separa dos modos del ser-juntos humano, dos tipos de partición de lo sensible,” opuestos en su principio y anudados no obstante uno al otro en las cuentas imposibles de la proporción así como en las violencias del conflicto. Está el modo de ser-juntos que pone los cuerpos en su lugar y en su función de acuerdo con sus “propiedades”, según su nombre o su ausencia de nombre, el carácter “lógico” o “fónico” de los sonidos que salen de su boca. El principio de este ser-juntos es sencillo: da a cada uno la parte que le correspon­de según la evidencia de lo que es. En él, las maneras de ser, las maneras de hacer y las maneras de decir -o de no decir- remiten exactamente unas a otras. Los escitas, al vaciar los ojos de aquellos que no tienen más que ejecutar con sus manos la tarea que les asignan, dan un ejemplo salvaje de ello. Los patricios que no pueden entender la palabra de quienes no pueden tenerla dan su fórmula clásica. Los “políticos” de la comunicación y la encuesta que, a cada instante, nos brindan a todos el espectáculo acabado de un mundo que se volvió indiferente y la cuenta exacta de lo que cada grupo de edad y cada categoría socioprofesional piensan del “futuro político” de tal o cual ministro, bien podrían ser una fórmula moderna ejem­plar. Así, pues, por un lado está la lógica que cuenta las partes de las meras partes, que distribuye los cuerpos en el espacio de su visibilidad o su invisibilidad y pone en concordancia los modos del ser, los modos del hacer y los modos del decir que convienen a cada uno. Y está la otra lógica, la que suspende esta armonía por el simple hecho de actualizar la contingencia de la igualdad, ni aritmética ni geométrica, de unos seres parlantes cualesquiera.

En el conflicto primordial que pone en litigio la deduc­ción entre la capacidad de un ser parlante cualquiera y la comunidad de lo justo y lo injusto, hay que reconocer entonces dos lógicas del ser-juntos humano que en gene­ral se confunden bajo el nombre de política, cuando la actividad política no es otra cosa que la actividad que las comparte. Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agrega­ción y el consentimiento de las colectividades, la organi­zación de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribu­ción. Propongo dar otro nombre a esta distribución y al sistema de estas legitimaciones. Propongo llamarlo poli­cía. No hay duda de que esta designación plantea algunos problemas. La palabra policía evoca corrientemente lo que se llama la baja policía, los cachiporrazos de las fuerzas del orden y las inquisiciones de las policías secretas, pero esta identificación restrictiva puede ser tenida por contingente. Michel Foucault demostró que, como técnica de gobierno, la policía definida por los autores de los siglos XVII y XVIII se extendía a todo lo que concierne al “hombre” y su “felicidad”.[16] La baja policía no es más que una forma particular de un orden más general que dispone lo sensible en lo cual los cuerpos se distribu­yen en comunidad. Es la debilidad y no la fuerza de este orden la que en ciertos Estados hace crecer a la baja policía, hasta ponerla a cargo de la totalidad de las funciones de policía. Es lo que atestigua a contrario la evolución de las sociedades occidentales que hace de lo policial un elemento de un dispositivo social donde se anudan lo médico, lo asistencial y lo cultural. En él, lo policial está consagrado a convertirse en consejero y animador tanto como agente del orden público y no hay duda de que algún día su nombre mismo se modificará, atrapado en ese proceso de eufemización mediante el cual nuestras sociedades revalorizan, al menos en imagen, todas las funciones tradicionalmente despreciadas.

Así, pues, en lo sucesivo emplearé la palabra policía y el adjetivo policial en ese sentido amplio que es también un sentido “neutro”, no peyorativo. Sin embargo, no identifico a la policía con lo que se designa con el nombre de “aparato del Estado”. La noción de aparato del Estado, en efecto, está atrapada en el supuesto de una oposición entre Estado y sociedad donde el primero es representado como la máquina, el “monstruo frío” que impone la rigidez de su orden a la vida de la segunda. Ahora bien, esta representación presupone ya cierta “filosofía política”, es decir cierta confusión de la política y la policía. La distri­bución de los lugares y las funciones que define un orden policial depende tanto de la espontaneidad supuesta de las relaciones sociales como de la rigidez de las funciones estatales. La policía es, en su esencia, la ley, generalmen­te implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes. Pero para definir esto hace falta en primer lugar definir la configuración de lo sensible en que se inscriben unas y otras. De este modo, la policía es prime­ramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido. Es por ejemplo una ley de policía que hace tradicionalmente del lugar de trabajo un espacio privado no regido por los modos del ver y del decir propios de lo que se denomina el espacio público, donde el tener parte del trabajador se define estrictamente por la remuneración de su trabajo. La policía no es tanto un “disciplinamiento” de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen.

Propongo ahora reservar el nombre de política a una actividad bien determinada y antagónica de la primera: la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte. Esta ruptura se manifiesta por una serie de actos que vuelven a representar el espacio donde se definían las partes, sus partes y las ausencias de partes. La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escucha­do más que como ruido. Puede ser la actividad de los plebeyos de Ballanche que hacen uso de una palabra que “no tienen”. Puede ser la de esos obreros del siglo XIX que ponen en razones colectivas relaciones de trabajo que no competen sino a una infinidad de relaciones individua­les privadas. O también la de esos manifestantes o cons­tructores de barricadas que literalizan como “espacio público” las vías de comunicación urbanas. Espectacular o no, la actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio le es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante.

Hay política cuando hay un lugar y unas formas para el encuentro entre dos procesos heterogéneos. El primero es el proceso policial en el sentido que se intentó definir. El segundo es el proceso de la igualdad. Con este término, entendamos provisoriamente el conjunto abierto de las prácticas guiadas por la suposición de la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante y por la preocupación de verificar esa igualdad.

La formulación de esta oposición obliga a algunas precisiones y entraña algunos corolarios. En primerísimo lugar, no haremos del orden policial así definido la noche donde todo vale. La práctica de los escitas que vaciaban los ojos de sus esclavos y la de las modernas estrategias de la información y la comunicación que, a la inversa, permi­ten ver sin límites, competen ambas a la policía. No se sacará de ello en modo alguno la conclusión nihilista de que una y otra son equivalentes. Nuestra situación es en todos los aspectos preferible a la de los esclavos de los escitas. Hay una policía menos buena y una mejor —la mejor no es, por lo demás, la que sigue el orden supuesta­mente natural de las sociedades o la ciencia de los legis­ladores sino aquella a la que las fracturas de la lógica igualitaria llegaron a apartar las más de las veces de su lógica “natural”-. La policía puede procurar toda clase de bienes, y una policía puede ser infinitamente preferible a otra. Esto no cambia su naturaleza, que es lo único que está en cuestión aquí. El régimen del sondeo de opinión y de la exhibición permanente de lo real es en la actualidad la forma corriente de la policía en las sociedades occiden­tales. La policía puede ser gentil y amable. No por ello deja de ser lo contrario de la política, y conviene circunscribir lo que corresponde a cada una. Es así como muchas de las cuestiones tradicionalmente catalogadas como referidas a las relaciones de la moral y la política no conciernen, en rigor, sino a las relaciones de la moral y la policía. Saber, por ejemplo, si todos los medios son buenos para asegurar la tranquilidad de la población y la seguridad del Estado es una cuestión que no compete al pensamiento político -lo cual no quiere decir que no pueda proporcionar el lugar de una intervención transversal de la política-. Del mismo modo, es así como la mayor parte de las medidas que nuestros clubes y laboratorios de “reflexión política” imaginan sin tregua para cambiar o renovar la política mediante el acercamiento del ciudadano al Estado o del Estado al ciudadano, en realidad ofrecen a la política su alternativa más simple: la de la mera policía. Puesto que la representación de la comunidad que identifica la ciuda­danía como propiedad de los individuos, definible en una relación de mayor o menor proximidad entre su lugar y el del poder público, es propia de la policía. En cuanto a la política, no conoce relación entre los ciudadanos y el Estado. Lo único que conoce son los dispositivos y las manifestaciones singulares mediante los cuales hay a veces una ciudadanía que nunca pertenece a los indivi­duos como tales.

No habrá de olvidarse tampoco que si la política pone en acción una lógica completamente heterogénea a la de la policía, siempre está anudada a ésta. La razón es simple. La política no tiene objetos o cuestiones que le sean propios. Su único principio, la igualdad, no le es propio y en sí mismo no tiene nada de político. Todo lo que aquélla hace es darle una actualidad en la forma de casos, inscribir, en la forma del litigio, la verificación de la igualdad en el corazón del orden policial. Lo que constitu­ye el carácter político de una acción no es su objeto o el lugar donde se ejerce sino únicamente su forma, la que inscribe la verificación de la igualdad en la institución de un litigio, de una comunidad que sólo existe por la divi­sión. La política se topa en todos lados con la policía. No obstante, es preciso pensar este encuentro como encuen­tro de los heterogéneos. Para ello hay que renunciar al beneficio de ciertos conceptos que aseguran de antemano el pasaje entre los dos dominios. El de poder es el primero de ellos. Es éste el que hace poco permitió a una cierta buena voluntad militante asegurar que “todo es político” porque en todos lados hay relaciones de poder. A partir de allí pueden compartirse la visión sombría de un poder presente en todas partes y en todo momento, la visión heroica de la política como resistencia o la visión lúdica de los espacios afirmativos creados por quienes dan la espal­da a la política y a sus juegos de poder. El concepto de poder permite concluir desde un “todo es policial” a un “todo es político”. Ahora bien, la consecuencia no es buena. Si todo es político, nada lo es. Si, por lo tanto, es importan­te mostrar, como lo hizo magistralmente Michel Foucault, que el orden policial se extiende mucho más allá de sus instituciones y técnicas especializadas, es igualmente importante decir que nada es en sí mismo político, por el solo hecho de que en él se ejerzan relaciones de poder. Para que una cosa sea política, es preciso que dé lugar al_ encuentro de la lógica policial y la lógica igualitaria, el cual nunca está preconstituido.

Así pues, ninguna cosa es por sí misma política. Pero cualquiera puede llegar a serlo si da lugar al encuentro de las dos lógicas. Una misma cosa -una elección, una huelga, una manifestación- puede dar lugar a la política o no darle ningún lugar. Una huelga no es política cuando exige reformas más que mejoras o la emprende contra las relaciones de autoridad antes que contra la insuficiencia de los salarios. Lo es cuando vuelve a representar las relaciones que determinan el lugar del trabajo en su relación con la comunidad. La familia pudo convertir­se en un lugar político, no por el mero hecho de que en ella se ejerzan relaciones de poder, sino porque resultó puesta en discusión en un litigio sobre la capacidad de las mujeres a la comunidad. Un mismo concepto -la opinión o el derecho, por ejemplo- puede designar una estructura del obrar político o una del orden policial. Es así como el mismo término opinión designa dos procesos opuestos: la reproducción de las legitimaciones estatales bajo la forma de “sentimientos” de los gobernados o la constitución de un escenario de puesta en litigio de ese juego de las legitimaciones y los sentimientos; la elección entre unas respuestas propuestas o la invención de una pregunta que nadie se hacía. Pero hay que agregar que estas palabras también pueden designar y la mayoría de las veces designan el entrelazamiento mismo de las lógicas. La política actúa sobre la policía. Lo hace en lugares y con palabras que les son comunes, aun cuando dé una nueva representación a esos lugares y cambie el estatuto de esas palabras. Lo que habitualmente se postula como el lugar de lo político, a saber el conjunto de las instituciones del Estado, no es precisamente un lugar homogéneo. Su configuración está determinada por un estado de las relaciones entre la lógica política y la lógica policial. Pero también es, por supuesto, el lugar privilegiado donde su diferencia se disimula tras el supuesto de una relación directa entre la arkhé de la comunidad y la distribución de las instituciones, de las arkhai que realizan el principio.

Ninguna cosa es en sí misma política porque la política no existe sino por un principio que no le es propio, la igualdad. El estatuto de ese “principio” debe precisarse. La igualdad no es un dato que la política aplica, una esencia que encarna la ley ni una meta que se propone alcanzar. No es más que una presuposición que debe discernirse en las prácticas que la ponen en acción. Así, en el apólogo del Aventino, la presuposición igualitaria debe discernirse hasta en el discurso que pronuncia la fatali­dad de la desigualdad. Menenio Agripa explica a los plebeyos que no son más que los miembros estúpidos de una ciudad cuyo corazón son los patricios. Pero, para enseñarles así su lugar, debe suponer que ellos entienden su discurso. Debe suponer esa igualdad de los seres parlantes que contradice la distribución policial de los cuerpos puestos en su lugar y asignados a su función.

Concedámoslo por anticipado a los espíritus asentados para quienes igualdad rima con utopía, en tanto la des igualdad evoca la sana robustez de las cosas naturales: esta presuposición es verdaderamente tan vacía como ellos la califican. Por sí misma no tiene ningún efecto particular, ninguna consistencia política. Puede incluso dudarse de que alguna vez tenga ese efecto o adquiera esa consistencia. Más aún, quienes llevaron esa duda a su límite extremo son los partidarios más resueltos de la igualdad. Para que haya política, es preciso que la lógica policial y la lógica igualitaria tengan un punto de coinci­dencia. En sí misma, esa consistencia de la igualdad vacía no puede ser sino una propiedad vacía, como lo es la libertad de los atenienses. La posibilidad o la imposibili­dad de la política se juegan allí. También es aquí donde los espíritus asentados pierden sus puntos de referencia: para ellos, las que impiden la política son las nociones vacías de igualdad y libertad. Ahora bien, el problema es estrictamente inverso: para que haya política, es preciso que el vacío apolítico de la igualdad de cualquiera con cualquiera produzca el vacío de una propiedad política como la libertad del demos ateniense. Es una suposición que puede rechazarse. En otra parte analicé la forma pura de ese rechazo en el teórico de la igualdad de las inteligen­cias y de la emancipación intelectual, Joseph Jacotot.4[17]Este opone radicalmente la lógica de la hipótesis iguali­taria a la de la agregación de los cuerpos sociales. Para él siempre es posible dar prueba de la igualdad sin la cual no es pensable ninguna desigualdad, pero con la estricta condición de que esa prueba sea siempre singular, que en cada ocasión sea la reiteración del puro trazado de su verificación. Esta prueba siempre singular de la igualdad no puede consistir en ninguna forma de vínculo social. La igualdad se transforma en su contrario a partir del mo­mento en que quiere inscribirse en un lugar de la organi­zación social y estatal. Es así como la emancipación intelectual no puede institucionalizarse sin convertirse en instrucción del pueblo, es decir organización de su minoría perpetua. Es por eso que los dos procesos deben
mantenerse absolutamente ajenos entre sí, constituyendo dos comunidades radicalmente diferentes, aunque estén compuestas por los mismos individuos, la comuni­dad de las inteligencias iguales y la de los cuerpos sociales reunidos por la ficción desigualitaria. Jamás pueden anudarse, salvo que se quiera transformar a la igualdad
en su contrario. La igualdad de las inteligencias, condi­ción absoluta de toda comunicación y de todo orden social, no podría tener efecto en este orden por la libertad vacía
de ningún sujeto colectivo. Todos los individuos de una sociedad pueden emanciparse. Pero esta emancipación -que es el nombre moderno del efecto de igualdad- nunca
producirá el vacío de ninguna libertad perteneciente a un demos o a cualquier otro sujeto del mismo tipo. En el orden social, no podría haber vacío. No hay sino plenitud, pesos
y contrapesos. Así, la política no es el nombre de nada. No puede ser otra cosa que la policía, es decir la negación de la igualdad.

La paradoja de la emancipación intelectual nos permi­te pensar el nudo esencial del logos y la distorsión?, la función constitutiva de ésta para transformar la lógica igualitaria en lógica política. O bien la igualdad no provo­ca ningún efecto en el orden social, o bien lo provoca en la forma específica de la distorsión. La “libertad” vacía que hace de los pobres de Atenas el sujeto político demos no es otra cosa que la coincidencia de las dos lógicas. No es otra cosa que la distorsión que instituye a la comunidad como comunidad del litigio. La política es la práctica en la cual la lógica del rasgo igualitario asume la forma del tratamien­to de una distorsión, donde se convierte en el argumento de una distorsión principial que viene a anudarse con tal litigio determinado en la distribución de las ocupaciones, las funciones y los lugares. Existe gracias a unos sujetos o unos dispositivos de subjetivación específicos. Estos miden los inconmensurables, la lógica del rasgo igualita­rio y la del orden policial. Lo hacen uniendo al título de tal grupo social el mero título vacío de la igualdad de cual­quiera con cualquiera. Lo hacen superponiendo al orden policial que estructura la comunidad otra comunidad que no existe sino por y para el conflicto, una comunidad que es la del conflicto en torno a la existencia misma de lo común entre lo que tiene parte y lo que no la tiene.

La política es asunto de sujetos, o más bien de modos de subjetivación. Por subjetivación se entenderá la pro­ducción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identifícables en un campo de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto, corre pareja con la nueva representación del campo de la experiencia. Formalmente, el ego sum, ego existo cartesiano es el prototipo de esos sujetos indisociables de una serie de operaciones que implican la produc­ción de un nuevo campo de experiencia. Toda subjeti­vación política proviene de esta fórmula. Esta es un nos sumus, nos existimus. Lo que quiere decir que el sujeto que aquélla hace existir no tiene ni más ni menos consis­tencia que ese conjunto de operaciones y ese campo de experiencia. La subjetivación política produce una multi­plicidad que no estaba dada en la constitución policial de la comunidad, una multiplicidad cuya cuenta se postula como contradictoria con la lógica policial. Pueblo es la primera de esas multiplicidades que desunen a la comu­nidad con respecto a sí misma, la inscripción primera de un sujeto y una esfera de apariencia de sujeto sobre cuyo fondo otros modos de subjetivación proponen la inscrip­ción de otros “existentes”, otros sujetos del litigio político. Un modo de subjetivación no crea sujetos ex nihilo. Los crea al transformar unas identidades definidas en el orden natural del reparto de las funciones y los lugares en instancias de experiencia de un litigio. “Obreros” o “muje­res” son identidades aparentemente sin misterio. Todo el mundo ve de quién se trata. Ahora bien, la subjetivación política los arranca de esta evidencia, al plantear la cuestión de la relación entre un quién y un cuál en la aparente redundancia de una proposición de existencia. En política, “mujer” es el sujeto de experiencia -el sujeto desnaturalizado, desfeminizado- que mide la distancia entre una parte reconocida -la de la complementariedad sexual- y una ausencia de parte. Del mismo modo, “obre­ro”, o mejor “proletario”, es el sujeto que mide la distancia entre la parte del trabajo como función social y la ausencia de parte de quienes lo ejecutan en la definición de lo común de la comunidad. Toda subjetivación política es la manifestación de una distancia de este tipo. La bien conocida lógica policial que juzga que los proletarios militantes no son trabajadores sino desclasados y que las militantes de los derechos de las mujeres son criatu­ras ajenas a su sexo, en resumidas cuentas, tiene funda­mento. Toda subjetivación es una desidentificación, el arrancamiento a la naturalidad de un lugar, la apertura de un espacio de sujeto donde cualquiera puede contarse porque es el espacio de una cuenta de los incontados, de una puesta en relación de una parte y una ausencia de parte. La subjetivación política “proletaria”, como traté de demostrarlo en otro lado, no es ninguna forma de “cultura”, de ethos colectivo que cobre voz. Presupone, al contrario, una multiplicidad de fracturas que separan a los cuerpos obreros de su ethos y de la voz a la que se atribuye expresar su alma, una multiplicidad de aconte­cimientos verbales, es decir de experiencias singulares del litigio sobre la palabra y la voz, sobre la partición de lo sensible. El “tomar la palabra” no es conciencia y expresión de un sí mismo que afirma lo propio. Es ocupa­ción del lugar donde el logos define otra naturaleza que la phoné. Esta ocupación supone que haya destinos de “tra­bajadores” que, de una manera u otra, sean desviados por una experiencia del poder de los logoi en que la reviviscen­cia de inscripciones políticas antiguas puede combinarse con el secreto descubierto del alejandrino. El animal político moderno es en primer lugar un animal literario, preso en el circuito de una literalidad que deshace las relaciones entre el orden de las palabras y el orden de los cuerpos que determinaban el lugar de cada uno. Una subjetivación política es el producto de esas líneas de fractura múltiples por las cuales individuos y redes de individuos subjetivan la distancia entre su condición de animales dotados de voz y el encuentro violento de la igualdad del logos.[18]

Así, pues, la diferencia que el desorden político viene a inscribir en el orden policial puede, en un primer análisis,expresarse como diferencia de una subjetivación a una identificación. La misma inscribe un nombre de sujeto como diferente a toda parte identificada de la comunidad. Este aspecto puede ilustrarse con un episodio histórico, una escena verbal que es una de las primeras apariciones políticas del sujeto proletario moderno. Se trata de un diálogo ejemplar en ocasión del proceso sustanciado en 1832 al revolucionario Auguste Blanqui. Al solicitarle el presidente del tribunal que indique su profesión, respon­de simplemente: “proletario”. Respuesta ante la cual el presidente objeta de inmediato: “Esa no es una profesión”, sin perjuicio de escuchar en seguida la réplica del acusado: “Es la profesión de treinta millones de franceses que vive de su trabajo y que están privados de derechos políticos”.[19]A consecuencia de lo cual el presidente acepta que el escribano anote esta nueva “profesión”. En esas dos réplicas puede resumirse todo el conflicto de la política y la policía. En él, todo obedece a la doble acepción de una

palabra, profesión. Para el procurador, que encarna la lógica policial, profesión quiere decir oficio: la actividad que pone un cuerpo en su lugar y su función. Ahora bien, es evidente que proletario no designa ningún oficio, a lo sumo un estado vagamente definido de trabajador ma­nual miserable que, en todo caso, no se aviene con el acusado. Pero, como político revolucionario, Blanqui da a la misma palabra otra acepción: una profesión es un reconocimiento, una declaración de pertenencia a un colectivo. Con la salvedad de que ese colectivo tiene una naturaleza muy particular. La clase de los proletarios en la cual Blanqui hace profesión de incluirse no es en modo alguno identificable con un grupo social. Los proletarios no son ni los trabajadores manuales ni las clases laborio­sas. Son la clase de los incontados, que no existe más que en la declaración misma por la cual se cuentan como quienes no son contados. El nombre de proletario no define ni un conjunto de propiedades (trabajador manual, trabajador industrial, miseria, etc.) que serían igualmen­te poseídas por una multitud de individuos, ni un cuerpo colectivo que encarna un principio, cuyos miembros se­rían esos individuos. Corresponde a un proceso de subjetivación que es idéntico al proceso de exposición de una distorsión. La subjetivación “proletaria” define, como sobreimpresión en relación con la multitud de los trabaja­dores, un sujeto de la distorsión. La subjetividad no es ni el trabajo ni la miseria, sino la mera cuenta de los incontados, la diferencia entre la distribución desigualitaria de los cuerpos sociales y la igualdad de los seres parlantes.

Es también por eso que la distorsión que expone el nombre de proletario no se identifica de ninguna forma con la figura históricamente fechada de la “víctima uni­versal” y con su pathos específico. La distorsión expuesta por el proletariado sufriente de la década de 1830 tiene la misma estructura lógica que el blaberon implicado en la libertad sin principios de ese demos ateniense que se identificaba insolentemente con el todo de la comunidad. Simplemente, en el caso de la democracia ateniense, esta estructura lógica funciona en su forma elemental, en la unidad inmediata del demos como todo y como parte. La declaración de pertenencia proletaria, en cambio, explicita la distancia entre dos pueblos: el de la comunidad política declarada y el que se define por estar excluido de esa comunidad. “Demos” es el sujeto de la identidad de la parte y el todo. “Proletario”, al contrario, subjetiva esa parte de los que no tienen parte que hace al todo diferente a si mismo. Platón se encrespaba contra ese demos que es la cuenta de lo incontable. Blanqui, con el nombre de proletarios, inscribe a los incontados en el espacio donde son contables como incontados. La política en general esta hecha de esas cuentas erróneas, es la obra de clases que no lo son, que inscriben con el nombre particular de una parte excepcional o un todo de la comunidad (los pobres, el proletariado, el pueblo) la distorsión que separa y reúne dos lógicas heterogéneas de la comunidad. El concepto de la distorsión, por lo tanto, no se vincula a ninguna dramaturgia de “victimización”. Corresponde a la estructura original de toda política. La distorsión es simplemente el modo de subjetivación en el cual la verificación de la igualdad asume una figura política. Hay política en razón de un solo universal, la igualdad, que asume la figura especifica de la distorsión. Esta instituye un universal singular, un universal polémico, al anudar la presentación de la igualdad, como parte de los que no tiene parte, con el conflicto de las partes sociales.

La distorsión fundadora de la política es por lo tanto de una naturaleza muy particular, que conviene distinguir de las figuras a las que se la asimila de buen grado, con lo que se hace desaparecer a la política en el derecho, la religión o la guerra. Se distingue en primer lugar del litigio jurídico objetivable como relación entre unas par­tes determinadas, pautable según procedimientos jurídicos apropiados. Esto obedece simplemente al hecho de que las partes no existen con anterioridad a la declaración de la distorsión. El proletariado, antes de la distorsión que expone su nombre, no tiene ninguna existencia como parte real de la sociedad. Por eso la distorsión que expone no podría zanjarse en la forma de un acuerdo entre partes. No se zanja porque los sujetos que la distorsión política pone en juego no son entidades a las cuales les ocurriera por accidente tal o cual distorsión sino sujetos cuya existencia misma es el modo de manifestación de esa distorsión. La persistencia de esta es infinita porque la verificación de la igualdad es infinita y la resistencia de todo orden policial a esa verificación es una cuestión de principios. Pero esta distorsión que no es zanjable no es sin embargo intratable. No se identifica ni con la guerra inexpiable ni con la deuda irrescatable. La distorsión política no se zanja -por objetivación del litigio y compromiso entre las partes-. Pero se trata -mediante dispositivos de subjetivación que la hacen consistir como relación modificable entre partes, como modificación incluso del terreno sobre el cual se libra el juego-. Los inconmensurables de la igualdad de los seres parlantes y de la distribución de los cuerpos sociales se miden uno al otro, y esta medida tiene efecto sobre la distribución misma. Entre la regulación jurídica y la deuda inexpia­ble, el litigio político revela un carácter inconciliable que sin embargo puede tratarse. Simplemente, ese tratamiento excede todo diálogo de intereses respectivos así como toda reciprocidad de derechos y deberes. Pasa por la constitución de sujetos específicos que toman a su cargo la distorsión, le dan una figura, inventan sus nuevas formas y sus nuevos nombres y llevan adelante su trata-miento en un montaje especifico de demostraciones: de argumentos “lógicos” que son al mismo tiempo reordenamientos de la relación entre la palabra y su cuenta, de la configuración sensible que recorta los dominios y los poderes del logos y la phone, los lugares de lo visible y lo invisible, y los articula en el reparto de las partes y sus partes. Una subjetivación política vuelve a recortar el campo de la experiencia que daba a cada uno su identidad con su parte. Deshace y recompone las relaciones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir que definen la organización sensible de la comunidad, las relaciones entre los espacios donde se hace tal cosa y aquellos donde se hace tal otra, las capacidades vincula­das a ese hacer y las que son exigidas por otro. Pregunta, por ejemplo, si el trabajo o la maternidad son un asunto privado o social, si esta función social es o no una función pública, si esta función pública implica una capacidad política. Un sujeto político no es un grupo que “toma conciencia” de sí mismo, se da una voz, impone su peso en la sociedad. Es un operador que une y desune las regiones, las identidades, las funciones, las capacidades existentes en la configuración de la experiencia dada, es decir en el nudo entre los repartos del orden policial y lo que ya está inscripto allí de igualdad, por más frágiles y fugaces que sean esas inscripciones. Es así, por ejemplo, como una huelga obrera en su forma clásica puede reunir dos cosas que no tienen “nada que ver” una con la otra: la igualdad proclamada por las Declaraciones de los Derechos del Hombre y un oscuro asunto de horas de trabajo o de reglamento de un taller. El acto político de la huelga consiste entonces en construir la relación entre esas cosas que no tienen relación, en ver juntas como objeto del litigio la relación y la no relación. Esta construcción implica toda una serie de desplazamientos en el orden que define la “parte” del trabajo: supone que una multiplicidad de relaciones de individuo (el empleador) a individuo (cada uno de sus empleados) se postule como relación colectiva, que el lugar privado del trabajo se plantee como pertene­ciente al dominio de una visibilidad pública, que el esta­tuto mismo de la relación entre el ruido (máquinas, gritos o padecimientos) y la palabra argumentadora que confi­gura el lugar y la parte del trabajo como relación privada vuelva a representarse. Una subjetivación política es una capacidad de producir esos escenarios polémicos, esos
escenarios paradójicos que hacen ver la contradicción de dos lógicas, al postular existencias que son al mismo tiempo inexistencias o inexistencias que son a la vez
existencias.

Así lo hace de manera ejemplar Jeanne Deroin cuando, en 1849, se presenta a una elección legislativa a la cual no puede presentarse, es decir que demuestra la contradic­ción de un sufragio universal que excluye a su sexo de esta universalidad. Ella se muestra a sí misma y al sujeto “las mujeres” como necesariamente incluidos en el pueblo francés soberano que disfruta del sufragio universal y de la igualdad de todos ante la ley, y al mismo tiempo como radicalmente excluidos. Esta demostración no es mera­mente la denuncia de una inconsecuencia o una mentira de lo universal. Es también la puesta en escena de la contradicción misma de la lógica policial y de la lógica política que está en el corazón de la definición republicana de la comunidad. La demostración de Jeanne Deroin no es política en el mismo sentido que si dijera que el hogar y la familia son también cosa “política”. En sí mismos, el hogar y la familia no son más políticos que la calle, la fábrica o la administración. La demostración es política porque pone en evidencia el extraordinario embrollo que señala la relación republicana entre la parte de las mujeres y la definición misma de lo común de la comunidad. La repú­blica es a la vez el régimen fundado sobre una declaración igualitaria que no sabe de diferencia entre los sexos y la idea de una complementariedad de las leyes y las costum­bres. Según esta complementariedad, la parte de las mujeres es la de las costumbres y la educación a través de las cuales se forman los espíritus y los corazones de los ciudadanos. La mujer es madre y educadora, no sólo de los futuros ciudadanos que son sus hijos sino también, muy en particular en el caso de la mujer pobre, de su marido. El espacio doméstico es así a la vez espacio privado, separado del espacio de la ciudadanía, y un espacio comprendido en la complementariedad de las leyes y las costumbres que define el cumplimiento de la ciudadanía. La aparición indebida de una mujer en el escenario electoral transforma en modo de exposición de una distorsión, en el sentido lógico, ese topos republicano de las leyes y las costumbres que envuelve a la lógica policial en la definición de lo político. Al construir la universalidad singular, polémica, de una demostración, ella hace aparecer lo universal de la república como universal particularizado, torcido en su definición misma por la lógica policial de las funciones y las partes. Esto quiere decir, a la inversa, que ella transforma en argu­mentos del nos sumus, nos existimus femenino todas esas funciones, “privilegios” y capacidades que la lógica poli­cial, así politizada, atribuye a las mujeres madres, educa­doras, protectoras y civilizadoras de la clase de los ciuda­danos legisladores.

Es así como la puesta en relación de dos cosas sin relación se convierte en la medida de lo inconmensurable entre dos órdenes: el de la distribución desigualitaria de los cuerpos sociales en una partición de lo sensible y el de la capacidad igual de los seres parlantes en general. Verdaderamente se trata de inconmensurables. Pero es­tos inconmensurables se miden bien uno a otro. Y esta medida vuelve a representar las relaciones de las partes y sus partes, los objetos susceptibles de dar lugar al litigio, los sujetos capaces de articularlo. Produce a la vez nuevas inscripciones de la igualdad como libertad y una esfera de nueva visibilidad para otras demostraciones. La política no está hecha de relaciones de poder, sino de relaciones de mundos.

 

 

 

 

 

[1]Platón, Gorgias, 521 d.

[2]Aristóteles, Política, iv; 1282 b 21.

[3]Jean-François Lyotard, Le Différend, París, Minuit, 1983 [La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988]

[4]Aristóteles, Política, i, 1253 a 9-18.

[5]El término utilizado en el original es tort, que tiene habitualmente  el significado de “daño”, “perjuicio”, “error”. Sin embargo, aquí se lo emplea en varias ocasiones con un sentido más próximo a su etimología, del latín vulgar tortum, “torcido”, por lo que, en líneas generales, hemos optado por traducirlo por “distorsión” (entendida como producto de un daño). En los casos en que se haya preferido “daño”, se agregará “tort” encerrado entre corchetes. (N. del T.)

[6]Aristóteles, Política, III, 1281 b 36. Cap. XI.

[7]Aristóteles, Constitución de Atenas, II.

[8]Herodoto, Historias, III, 80, 30.

[9]Aristóteles, Política, iv, 1294 a 17-19. Cap. VIII.

[10]Herodoto, Historias, iv, 3.

[11]Platón, Cratilo, 417 d/e.

[12]Aristóteles, Política, I, 1254 b 22.

[13]Platón, República, IV, 434 c.

[14]Ballanche, “Formule générale de tous les peuples appliquée a l’histoire du peuple romain”, Revue de Paris, septiembre de 1830, p. 94

[15]Ballanche, op. cit., p. 75.

[16]Michel Foucault, “Omnes et singulatim: vers une critique de la raison politique”, Dits et Écrits, t. iv, pp. 134-161. [Viene al caso mencionar que también en castellano el término tiene un significado más amplio. El Diccionario Enciclopédico Abreviado Espasa-Calpe, por ejemplo, da como primera acepción: “Buen orden que se observa en las ciudades y naciones, cuando se cumplen las leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno”. (N. del T.)]

[17]J. Ranciére, Le Maitre ignorant, París, Fayard, 1987.

[18]Que al mismo tiempo sea la pérdida, el pasaje más allá, en el sentido del Untergang nietzscheano, es lo que traté de mostrar en La Nuit des prolétaires, París, Fayard, 1981. Sobre la lógica de los acontecimientos verbales, me permito remitir también a mi libro Les Noms de l’histoire, París, Le Seuil, 1992 [Los nombres de la historia. Una poética del saber, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993]. Me parece que esta noción no carece de relaciones con lo que Jean-Luc Nancy piensa como la noción de “toma de palabra” en Le Sens du monde, París, Galilée, 1993.

[19]Défense du citoyen Louis-Auguste Blanqui devant la Courd’assises, París, 1832, p. 4.