Vacunas: guerra sin cuartel

¿Han servido las medidas restrictivas de confinamiento y estado de emergencia aplicadas por los estados europeos? Siempre se puede argüir que sin ellas las cifras se habrían abultado más. Una hipótesis que queda por demostrar. Pero es evidente que no han impedido –ni siquiera contenido– la escalada de la segunda ola del Covid-19.



Vacunas: guerra sin cuartel
 
Ilán Semo
La Jornada
 
Al igual que durante la gripe española de 1918, la segunda ola del Covid-19 llegó sin previo aviso. Las cifras de contagio y mortandad en el mundo ya transgreden las de abril, cuando la pandemia, como se creía entonces, mostraba su rostro más severo. Las explicaciones convencionales de esa narrativa que podríamos llamar la epidemiología política –una seudociencia, probablemente más inexacta que la astrología– se han reducido a eso: convenciones que obligan a las retóricas políticas –y definen arbitrariamente esperanzas individuales-. Y a estas alturas, nadie parece contar con otro argumento.

Con un aire de desánimo, el doctor Alan Benoix, integrante de la Comisión de Medicina Social Europea, optó recientemente por un receso de realismo: La verdad es que sabemos muy poco de este virus, y de ese poco no se desprende lo suficiente para combatirlo con eficacia. Y lamentó la politización de la pandemia –que envuelve a la gente en ciclos deprimentes de esperanza y abatimiento– y la voracidad de las industrias farmacéuticas para hacerse de uno de los negocios más cuantiosos del siglo XXI. Negocio, seguido de su respectiva competencia, que ha inhabilitado todos los intentos de cooperación científica internacional. Es como la fiebre de oro, expresa Besson. “Cada gambusino se va al río por sí solo. La diferencia es que en este río el Big Farma pesca a manos llenas.”

Sabemos, por lo pronto, que la pandemia tiene una demografía de expansión muy singular. Una cifra importante para definirla –al menos para la estrategia de vacunación– no es el número de contagios, ni el de defunciones en general, sino el coeficiente de morbilidad (número de defunciones por unidad de habitantes, según las áreas de contagio). Si, por ejemplo, se toma a esa unidad sobre la base de un millón de habitantes, los países más afectados son un grupo específico de naciones occidentales. Italia es la que muestra la situación más precaria (su coeficiente es: 1.03); le sigue España (1.009); después Reino Unido (O.955), etcétera. En esta escala, Estados Unidos ocuparía el noveno lugar de mayor afectación y México, el lugar 14. Un panorama muy distinto al que arrojan las estrepitosas –y politizadas– cifras de números absolutos.

¿Han servido las medidas restrictivas de confinamiento y estado de emergencia aplicadas por los estados europeos? Siempre se puede argüir que sin ellas las cifras se habrían abultado más. Una hipótesis que queda por demostrar. Pero es evidente que no han impedido –ni siquiera contenido– la escalada de la segunda ola del Covid-19.

Las pruebas indiscriminadas a la población tampoco parecen funcionar como se esperaba, tal y como lo aceptó recientemente el Ministerio de Salud en Francia. La razón es sencilla: habría que realizar al menos una prueba por familia cada tres días. Imposible. Además, el país que implementa más pruebas indiscriminadas, Estados Unidos, no parecen servirle de mucho. Suena más bien a una estrategia para hacer aparecer al gobierno como preocupado por la salud de la población, que a un instrumento eficaz para detectar cadenas de contagio. El cubrebocas es, sin duda, una protección. Pero si partimos de que la mayor parte de los contagios suceden en las familias, ¿quién podría usar cubrebocas 24 horas al día?

¿Y la sana distancia? Por más recomendable que sea, se presenta, al menos en los centros urbanos, como una utopía. Un viaje en Metro, aun con pasajeros separados entre sí, transcurre en una suerte de incubadora encapsulada. O las labores en los comercios y en las fábricas, por más medidas que se adopten de distanciación, se realizan bajo techo cerrado y de manera frenética.

Entonces sólo quedaría la vacuna como esperanza. En diciembre circularán ya varias inoculaciones disponibles para su empleo inmediato. El complejo farmacéutico-digital (Bill Gates es ya uno de los principales accionistas de Pfizer) asegura una eficacia de 95 por ciento. Pero los silencios que rodean a esta promesa son abrumadores. Nadie sabe cuál es el tiempo de inmunidad que garantizan las vacunas. La esperanza es que mientras más vacunados haya mayor dificultad tendrá el virus para reproducirse. Un vaticino que deja sin responder a una decena de preguntas –antes de que se multiplique la propia pandemia–. Tampoco se ha logrado determinar si los vacunados pueden seguir siendo portadores asintomáticos del virus. Y lo más grave: ¿pueden producir las vacunas efectos secundarios sobre el material genético humano? Lo sabremos en unos cuantos años.

Si hay múltiples maneras de no temer al ridículo, las versiones mexicanas pueden llegar a ser hilarantes. Los 10 gobernadores de la Alianza Federalista se han propuesto comprar vacunas para sus poblaciones. A seis de estos gobernadores los acechan cargos por crimen y narcotráfico más que graves. En Estados Unidos, el FBI va crear un cuerpo especial para que el crimen organizado no capitalice la escasez inicial de vacunas. Aquí nuestros narcogobernadores ya pusieron la mira en el negocio. Por la urgencia, se teme en muchos países que surjan incluso vacunas fake. ¿Y quién no le teme a la filantropía anti-Covid de la Alianza Federalista?