Liberalismo y fascismo
El poli bueno y el poli malo del capitalismo
Rebelión
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Los modos fascistas de gobernanza están presentes en el así llamado orden liberal mundial.
“En la actualidad hay un Estado [EE.UU.] que ha dado al menos los primeros pasos hacia un mejor orden mundial” – Adolf Hitler, 1926
“Dadle a Franco una capucha y será un miembro del Ku Klux Klan” – Langston Hughes
El paradigma de un Estado-un gobierno
Por lo general suele asumirse que cada Estado tiene una forma particular de gobierno –ya sea liberal, fascista o autoritario– que se aplica en todo el país. Así, a menudo oímos expresiones como “las democracias liberales de Occidente”, o “las antiguas dictaduras de América Latina”. Esta geografía de gobiernos se relaciona con una cronología política que permite que un gobierno pueda cambiar de una forma a otra, lo que explica la prevalencia de expresiones como “el retorno de la democracia”, o “el resurgir del fascismo”. Por tanto, el paradigma dominante para comprender la relación entre estados y gobierno puede resumirse en un principio fundamental: cada Estado, si no está en medio de una guerra civil, solo tiene una forma de gobierno en un momento dado, que rige sobre todo el territorio y toda la población.
El paradigma “un Estado-un gobierno” oculta las formas complejas en que las poblaciones son gobernadas. Su lógica naif proporciona excusas para formas de gobierno menos agradables si el Estado se declara, por ejemplo, una democracia liberal. También proporciona una geografía y una cronología del fascismo lejano, mediante el cual los estados liberales intentan convencer a su ciudadanía de que el fascismo es algo que ocurrió en el pasado, que podría resurgir en el futuro si no se preservan las instituciones liberales, o que solo infesta tierras remotas recalcitrantes a la democracia. Sea como sea, podemos estar tranquilos porque el fascismo no es un problema aquí y ahora.
Este paradigma actúa como una poderosa herramienta de gestión de la percepción en tanto que no nos permite apreciar el modo en que son gobernados los distintos sectores de población y las diferentes regiones geográficas y cuáles son las fuerzas operantes. Por tanto, en lugar de comenzar con la suposición de un Estado-un gobierno, deberíamos empezar al contrario, mediante un análisis materialista de abajo arriba de los distintos modos de gobierno que actúan en cada coyuntura histórica. Estos modos no se limitan a lo que llamamos el gobierno visible, es decir el teatro político que representan a diario para nosotros los conglomerados mediáticos que trabajan para la élite dirigente, sino que incluyen también el gobierno invisible del Estado profundo, así como otras formas de gobierno patrocinadas discretamente por el Estado, subcontratadas a grupos paramilitares y al crimen organizado (por no mencionar la cantidad de controles económicos estrictos que atenazan las vidas de la gente). En lugar de considerar un único agente de gobernanza, como el gobierno elegido, el paradigma de múltiples modos de gobernanza insiste en la multiplicidad de agentes que se movilizan para gobernar a las distintas poblaciones, así como los diversos papeles que desempeñan en los distintos estratos sociales y en diferentes momentos de la lucha de clases.
Amerikkka
Vamos a considerar el periodo entreguerras en Estados Unidos, cuando Mussolini y Hitler estaban aupándose al poder en las democracias burguesas europeas. Según el paradigma de un Estado-un gobierno, en esa época Estados Unidos era una democracia liberal, y así se presentaba ante los demás países. De hecho, acababa de ganar una guerra que, según Woodrow Wilson, iba a hacer al mundo “más seguro para la democracia”. No obstante, en una declaración mucho menos citada en los libros de historia de EE.UU., Wilson aclaró lo que el término hueco de “democracia” significaba en realidad para él, cuando especificó que el objetivo de la Gran Guerra había sido “preservar la fortaleza de la raza blanca” junto con la “civilización blanca y su dominio del planeta”.
En realidad, Estados Unidos era un Estado policial racista que dio poder a millones de vigilantes supremacistas blancos y sirvió de modelo a los movimientos fascistas en Europa. “Al impedir la entrada de inmigrantes […] con mala salud” –escribió Hitler con admiración respecto a Estados Unidos en Mein Kampf– “y al excluir a ciertas razas de su derecho a naturalizarse como ciudadanos, Estados Unidos ha comenzado a aplicar principios similares a aquellos en los que queremos basar el Estado Popular”. Tal y como ha argumentado minuciosamente James Whitman, Estados Unidos sirvió de prototipo a los nazis porque era de todos sabido que el país se encontraba a la vanguardia del arte de gobernar racista y eugenésico en lo relativo a inmigración, ciudadanía de segunda clase y mestizaje. El Memorándum Prusiano de 1933, que resumía el programa legal nazi, invocaba específicamente las leyes Jim Crow [que propugnaban la segregación racial], y el Manual Nacionalsocialista de Leyes y Legislación concluía su capítulo sobre la construcción de un estado racial afirmando que Estados Unidos había reconocido las verdades del racismo y dado los primeros pasos hacia un Estado racial que la Alemania nazi se encargaría de completar. Además, académicos como Domenico Losurdo, Ward Churchill y Norman Rich han defendido que el modelo para la expansión colonial supremacista blanca de la Alemania nazi era el holocausto estadounidense contra su población indígena. Según Carroll P. Kakel, “la analogía entre el `Oeste americano´ y el `Este nazi´ se convirtió en una obsesión para Hitler y otros `verdaderos creyentes´ nazis”.
Cuando el fascismo italiano empezó a pavonearse en la escena mundial, muchos estadounidenses lo reconocieron enseguida como una versión del Ku Klux Klan. Según Sarah Churchwell, “en poco tiempo, las comparaciones entre el Klan de producción local y el fascismo italiano se hicieron omnipresentes en la prensa estadounidense”. Con cinco millones de miembros a mitad de los años 20, el KKK era una red paramilitar letal que reforzaba el Estado policial racista, pero en realidad solo era una parte de un aparato represivo mayor, que incluía a grupos supremacistas blancos como la Legión Negra, filiales del KKK; organizaciones autodenominadas fascistas, como las Camisas Plateadas; organizaciones nazis como los Amigos de la Nueva Alemania y la German American Bund, grupos paramilitares despiadados que vigilaban a los trabajadores del campo ejerciendo lo que Carey McWilliams describe acertadamente como “fascismo de granjeros”; y una red expansiva de organizaciones extremadamente violentas y contrarias a los trabajadores que contaban con el respaldo de las grandes empresas. Estos militantes paraestatales antisindicales solían tener permiso para actuar impunemente, pues sus objetivos coincidían plenamente con los del gobierno de EE.UU. Por aportar apenas un ejemplo elocuente, en 1919 y 1920 la División General de Inteligencia del Departamento de Justicia organizó redadas en más de 30 ciudades de EE.UU., en las que detuvo a entre 5.000 y 10.000 activistas anticapitalistas, a menudo sin órdenes judiciales ni prueba alguna, y sin llevarles a juicio. No es preciso decir que cualquier miembro de un grupo étnico, inmigrante, trabajador con voluntad de organizarse o activista anticapitalista, no tenía los mismos derechos que supuestamente disfrutaban quienes vivían en una democracia liberal.
En Facts and Fascism, George Seldes explica detalladamente las notables similitudes entre los movimientos fascistas globales y los de Estados Unidos, y muestra cómo el gran capital de EE.UU. invertía directamente en el fascismo, tanto en el ámbito nacional como en el extranjero, controlaba una prensa procapitalista y con frecuencia amable con el fascismo, y financiaba a organizaciones represivas racistas y antisindicales. La Legión Americana, por ejemplo, invitó regularmente a Mussolini a sus convenciones, y uno de sus primeros gobernantes declaró públicamente: “No olviden que los fascistas son a Italia como la Legión Americana a Estados Unidos”. Sus actividades antisindicales constituyen uno de los capítulos más violentos de la historia de EE.UU., según Seles. Este mismo autor nos recuerda que: “En 1934 se realizaron planes para dar un golpe de Estado, cuando miembros destacados de la Legión conspiraron con corredores de bolsa de Wall Street y otros grandes hombres de negocios para derribar el gobierno de Estados Unidos y establecer un régimen fascista”.
Múltiples modos de gobernanza
El paradigma de los múltiples modos de gobernanza nos permite poner entre paréntesis la imagen que un Estado proyecta de sí mismo –su estética del poder– y así poder analizar cómo gobierna realmente a las diferentes poblaciones. Esto tiende a variar en función del tiempo, del lugar y del estrato socioeconómico. Puede que Emmett Till, por poner solo un ejemplo, viviera en un país que se declara una democracia liberal, pero su brutal paliza y asesinato, así como la posterior absolución de sus asesinos por un tribunal de justicia demuestran el modo en que él y otras personas discriminadas por su raza eran realmente gobernadas: mediante la violencia paramilitar fascista abiertamente consentida por el Estado. Es importante señalar que los múltiples modos de gobernanza suelen operar en un solo espacio-tiempo y a veces sobre las mismas poblaciones. La farsa liberal de justicia que se representó durante el juicio por el asesinato de Till pretendía convencer, al menos a algunas personas, que su principal modo de gobierno era el Estado de derecho.
El análisis materialista demuestra que liberalismo y fascismo, al contrario de lo que mantiene la ideología dominante, no son opuestos; son socios dentro del sistema capitalista criminal. En pro del argumento, es necesario aclarar que no estoy tratando de distinguir entre autoritarismo y fascismo, aunque en ocasiones esta distinción puede resultar útil (como en el perspicaz análisis de las dictaduras militares latinoamericanas de Gunder Frank). Mientras que generalmente se entiende que el fascismo es un movimiento que moviliza a sectores de la sociedad civil mediante campañas de propaganda, apoyo económico y empoderamiento por parte del Estado, se suele definir al autoritarismo como un sistema basado principalmente en el control militar y policial de la población. En todo caso, estas categorías son bastante porosas, pues los grupos paramilitares fascistas a veces no son más que funcionarios fuera de servicio del aparato represivo del Estado y el autoritarismo a menudo utiliza como fuerza delegada a estos grupos paramilitares y los integra en el Estado. Además, en el caso de Italia y Alemania, se podría decir que el fascismo evolucionó hacia una forma de autoritarismo. En ambos casos, durante su ascenso al poder dentro de democracias burguesas, los fascistas desplegaron enormes campañas de propaganda para movilizar a la sociedad civil y actuar a través del sistema electoral. Pero, una vez alcanzado el poder, acabaron con los elementos más plebeyos de sus bandas fascistas e integraron lo que quedaba de ellas en el aparato del Estado.
En este sentido amplio y desde un punto de vista histórico, liberalismo y fascismo han funcionado como dos modos de gobernanza capitalista que operan conjuntamente, siguiendo la lógica de interrogatorios del poli bueno-poli malo. El liberalismo, como buen policía, promete libertad, ley y orden así como la protección de un Estado benefactor, a cambio de conformidad con las relaciones socioeconómicas capitalistas y seudodemocracia. Tiende a atraer y a estar al servicio de miembros de las clases media y media alta, así como a aquellos que aspiran a formar parte de estas clases. El policía malo del fascismo ha demostrado ser especialmente útil para gobernar a las poblaciones pobres, discriminadas por su raza y descontentas, así como para intervenir en diversas partes del mundo con el fin de imponer por la fuerza las relaciones socioeconómicas capitalistas. Si la gente no se deja embaucar por las falsas promesas del policía bueno, o no están dispuestos a condescender por otras razones, se llama al socio criminal del liberalismo para que les sometan a golpes. Quienes se levantan para oponerse al capitalismo, sean de la clase que sean, deben estar dispuestos a que los liberales y su supuesto régimen de derechos tiren la toalla y cedan la lucha a su aliado más perverso mientras miran hacia otro lado y recuerdan a los espectadores las importantes diferencias entre el menor de dos males.
La precipitada identificación de fascismo con gobierno, y la complementaria oposición entre gobiernos fascistas y liberales, enmascaran estas múltiples formas de gobernanza, del mismo modo que la definición de un Estado como “democrático” con independencia de su política exterior o sus guerras de clases internas nos impide ver sus heterogéneas formas de control social. Por otra parte, impone el velo liberal de la ignorancia, que sostiene que el fascismo solo es un fenómeno importante si llega a ocupar el gobierno. El subtexto de esta falsa creencia es que no importa si se mantiene –como es el caso de Estados Unidos– como una forma de manejo de la población para grupos oprimidos y explotados mediante campos de concentración y redadas contra in migrantes indocumentados, asesinatos por parte de la policía y milicias paramilitares, atentados brutales contra defensores del agua, intervenciones militares en el exterior y otras actividades similares. Mientras se mantenga un ápice de decencia liberal para al menos un pequeño sector de la población, podemos estar seguros de que principal es luchar para proteger el sistema de gobierno liberal del así llamado fascismo.
Con esto no queremos decir, ni mucho menos, que para un amplio sector de la población no haya una diferencia crucial entre un gobierno que se declara fascista y los modos fascistas de gobernanza existentes bajo la cobertura liberal. Cuando los partidos fascistas llegan al poder estatal y ya no tienen que seguir representando su comedia frente a los liberales, pueden desencadenar (como así ha sido) formas de represión brutales contra sectores de la población que suelen gozar de protección e incrementar sus ataques contra aquellos que no la gozan al tiempo que inician bárbaras guerras coloniales en el exterior. Por otro lado, cuando se construye el poder mediante partidos y organizaciones políticas, suele ser preferible lidiar con la casuística y las contradicciones discursivas del policía bueno a enfrentarse al puño de hierro del policía malo (por razones tácticas, también puede ser de la mayor importancia encontrar la forma de movilizar a los liberales y trabajar con ellos, mientras se les empuja hacia la Izquierda). No obstante, nada de esto debe impedirnos ver que los modos fascistas de gobernanza son una parte muy real y presente del llamado orden mundial liberal, y que como tal deben identificarse para poder oponerse directamente a ellos.
Tolerancia liberal y protección del capital
Si los liberales toleran el fascismo y defienden los derechos de los fascistas no es porque se sientan moralmente superiores, sino porque –lo sepan o no– su sistema de gobernanza procapitalista necesita contar con perros guardianes que hagan el trabajo sucio. Si bien es cierto que a veces prefieren que la población general sea obediente y se adapte a las elecciones amañadas de una democracia que se limita a los 60 segundos que se tarda en depositar el voto en la urna, también lo es que necesitan mantener la capacidad de aplastar al anticapitalismo si alguna vez llega a producirse una amenaza real para el sistema que les respalda.
El truco del poli bueno-poli malo solo funciona si consigue colocar una cuña entre ambos y crear la falsa ilusión de que hay una profunda diferencia, incluso oposición, entre el amable agente que comprende nuestro apuro y su compinche brutal sordo a nuestras súplicas. Sin embargo, si la violencia del policía malo es moralmente reprobable para el poli bueno es porque este último utiliza al primero como “hombre del saco”, es decir como el peor de dos males que el poli bueno usa para someter a las poblaciones y obligarlas a aceptar las relaciones sociales capitalistas. Por tanto, es imperativo reconocer que el poli bueno y el poli malo buscan en último término lo mismo: crear sujetos que acepten por las buenas o por las malas la violencia generalizada, la destrucción ecológica y la intrínseca desigualdad profunda del capitalismo. Mediante diferentes tácticas, cuyo propósito es enmascarar su estrategia compartida, ambos son la policía que protege al sistema capitalista. Tal y como ha señalado en repetidas ocasiones la tradición radical estadounidense, en un lenguaje que puede resultar crudo –y por tanto más allá de lo permisivo– para oídos liberales: un cerdo siempre es un cerdo*.
Por todo ello, lejos de ser un fenómeno excepcional o intermitente, el fascismo es parte integral de los sistemas de gobernanza bajo los cuales vivimos, al menos la mayor parte de la población. No es algo que pueda acontecer en un futuro, aunque pueden producirse, por supuesto, momentos de intensificación o una completa incautación del poder estatal, que siembre el caos. Se trata de un modo de gobernanza que actúa aquí y ahora dentro del sistema de democracia burguesa. La incapacidad de reconocer esta realidad y organizarnos para oponernos a ella ha sido uno de los factores que han contribuido a su crecimiento y su potencial de intensificación.
Nota del traductor: En el argot de la lengua inglesa se denomina “pigs” (cerdo) a los policías. Una expresión similar en castellano dice: “un madero es un madero en España y en el extranjero”.
Gabriel Rockhill es un filósofo, crítico cultural y activista franco-estadounidense. Dirige el Taller de Teoría Crítica y es profesor de filosofía en la Universidad de Villanova (EE.UU.). Es autor de varios libros y participa en actividades extraacadémicas del mundo del arte y el activismo. Se le puede seguir en @GabrielRockhill.
Fuente: https://www.blackagendareport.com/liberalism-fascism-good-cop-bad-cop-capitalism