Virus
J.M. Coetzee
Comunizar
Si tiene algún sentido decir que los virus poseen un impulso o un instinto, o que actúan poseídos por ellos, es el instinto de replicarse y multiplicarse. A medida que se multiplican se instalan en más y más organismos anfitriones. No pueden tener la intención (por así decirlo) de matarlos. Más bien lo que les gustaría es una población de anfitriones en creciente expansión. En última instancia, lo que un virus quiere es apoderarse del mundo, es decir, instalarse en cada torrente sanguíneo de sangre caliente. En consecuencia, la muerte de todo anfitrión individual es una forma de daño colateral, una equivocación o un error de cálculo.
No puede decirse que el virus haya llegado al método utilizado para cruzar de una especie a otra, el método de la mutación al azar (intentarlo todo y ver qué es lo que funciona), mediante una planificación racional. El virus individual carece de cerebro y, por lo tanto, a fortiori, carece de mente. Pero si queremos ser decididamente materialistas, podemos decir que el pensamiento (el pensamiento racional) utilizado por los seres humanos cuando tratan de encontrar las maneras de aniquilar al virus o negarle un hogar en la población humana es también un proceso en el que se prueban opciones bioquímicas, neurológicas, bajo el mando de un programa neurológico maestro llamado proceso de razonamiento, para ver cuál de ellas surte efecto.
El panorama que contempla un materialista radical es el de dos formas de vida que piensan una en la otra desde su propio punto de vista: los seres humanos piensan en las amenazas de los virus a la manera humana, y los virus piensan en posibles anfitriones de una manera viral. Los protagonistas participan en un juego de estrategia, un juego que se parece al ajedrez en el sentido de que un bando ataca y crea una presión dirigida a romper las filas enemigas, mientras que el otro bando se defiende y busca puntos débiles por donde contraatacar.
Lo turbador de la metáfora de las relaciones entre seres humanos y virus como un juego de ajedrez es que los virus siempre juegan con las piezas blancas y nosotros, los seres humanos, con las negras. Los virus hacen su jugada, y nosotros reaccionamos.
Dos personas que emprenden una partida de ajedrez convienen implícitamente en jugar de acuerdo con las reglas. Pero en la partida que jugamos contra los virus no existe esa convención básica. No es inconcebible que algún día un virus realice el equivalente de un salto conceptual y, en vez de jugar la partida, empiece a jugar a hacer jugadas, es decir, empiece a reformar las reglas para que se adapten a sus deseos. Por ejemplo, podría decidir descartar la regla de que un jugador solo puede hacer un movimiento cada vez. ¿Cómo se traduciría esto en la práctica? En lugar de esforzarse como en el pasado por desarrollar una sola cepa capaz de vencer las resistencias del cuerpo anfitrión, el virus podría desarrollar con éxito y simultáneamente toda una clase de cepas distintas, lo que sería análogo a hacer varios movimientos de ajedrez al mismo tiempo por todo el tablero.
Asumimos que, mientras se aplique con suficiente tenacidad, la razón humana debe triunfar (está destinada a triunfar) sobre otras formas de actividad intencional porque la razón humana es la única forma de razón que existe, la única llave que puede descifrar las claves que hacen funcionar el universo. Decimos que la razón humana es la razón universal. Pero ¿y si hubiera unos modos igualmente poderosos de «pensar», es decir, unos procesos bioquímicos igualmente eficaces para acceder a donde te inclinan tus impulsos o deseos? ¿Y si la competición por ver en qué condiciones los animales de sangre caliente seguirán existiendo en este planeta no tiene por triunfadora a la razón humana?
Los recientes éxitos de la razón humana en su larga contienda con el pensamiento viral no deberían engañarnos, pues ellos solo han ocupado un instante en el período evolutivo. ¿Y si cambia la marea? ¿Y si la lección que contiene ese cambio de la marea es que la razón humana ha encontrado la horma de su zapato?
Fragmento del capítulo 15 de la novela «Diario de un mal año«, de J.M. Coetzee