miércoles, 26 de diciembre de 2018
Cornelius Castoriadis
Por Conrado Tostado
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Hace unos días [26 dic. 1997] murió Cornelius Castoriadis, uno de los pensadores más influyentes de nuestros días. En su obra, Castoriadis no se limitó a reseñar las contradicciones del socialismo real y llevó sus interrogantes a [cuestionar] los valores de la sociedad occidental. Conrado Tostado, quien fue su alumno en el Seminario, hace una semblanza del autor de La institución imaginaria de la sociedad. Publicamos también un texto de Castoriadis sobre los retos del futuro.
En 1983, Castoriadis traducía y comentaba el “Discurso fúnebre’” de Pericles, en particular el pasaje donde se pregunta por qué murieron aquellos ciudadanos atenienses en combate y responde, según Pericles: “Vivimos en y para la belleza con sencillez, en y para el razonamiento –o la interrogación razonada– sin desmayo.” Aquellos ciudadanos, añadía Castoriadis, entraron en batalla por amor a su manera de vivir, a la democracia, algunos de cuyos objetivos –y razones– definía Pericles con aquellas palabras, que para Castoriadis eran la respuesta y a la vez el enunciado de una de las preguntas que frecuentaba y que más me conmovieron a lo largo de los cinco años que asistí a su seminario (el cual, en uno de sus aspectos más urgentes, se podría ver como una Defensa de la política –título que sugerí para una antología inédita de sus ensayos–, entendida como duda y recreación del sentido de la institución social y no como esa actividad, a la vez burocrática y falsamente técnica, de administración y lucha por el poder, a la que se ha reducido); Castoriadis se preguntaba, repito, si los valores políticos bastarían por sí mismos para que los individuos desearan la democracia; si no serían necesarias metas más allá de ellos, como las que refería Pericles. En otras palabras, si la democracia era deseable o necesaria porque resultaba la única manera de hacer ¿qué? –y aquí, cada sociedad tendría que volver explícitos sus propios fines–. Pues se puede crear riqueza o bienestar, por ejemplo, bajo un régimen despótico. Por lo demás, en otros momentos de sus “elucidaciones”, como optó por llamarlas, Castoriadis se preguntaba si el “bienestar”, si los placeres de la vida privada, eran un objetivo digno para la vida. Vivir “en y para la belleza sin amaneramiento”, “en y para la búsqueda razonada y sin desmayo de la verdad” fueron, sin duda, algunos de los sentidos de la vida de Cornelius Castoriadis.
Por fatiga o cinismo, irresponsabilidad o falta de imaginación, las palabras “belleza” y “verdad” han caído en descrédito; además, debo decir que raras veces se encuentran en sus escritos –prefería expresiones como “presentación del abismo” –, y que ahora las asocio con dos momentos enigmáticos de su seminario: a lo largo de meses reflexionó sobre el sentido de la tragedia griega; el silencio que seguía a sus exposiciones siempre resultaba embarazoso (“¿Por qué no comentan ni preguntan? ¿Todo está demasiado claro? ¿O demasiado oscuro?”), al grado que, cuando comenzó a llevar su grabadora, no eludí la humillante impresión de que ese aparato nos sustituía y en cierta ocasión le pregunté, de un modo rudimentario: “Nos podemos equivocar sobre el sentido de una tragedia, ¿no es cierto? Se han escrito bibliotecas enteras acerca de ellas”, ante lo cual arrugó su frente y gruñó: “Sí, claro. Pero nunca nos equivocamos sobre su belleza”; me miró un instante con seriedad, sonrió y me devolvió la pregunta: “¿De verdad? ¿Podemos percibir su belleza sin entender su sentido?” En otro momento, a propósito de lo que ahora provisionalmente llamo “verdad”, evocó la incomparable experiencia del filósofo a quien, tras arduas meditaciones, “la cosa le sonríe”.
Siempre reflexionó y actuó* en contra de algo, para abrir el camino, en las ideas y en la práctica, a la autonomía individual y colectiva; para afirmar y esclarecer el concepto de “creación” –y, sobre todo, de “autocreación”–: de hecho, su último libro, donde recogería lo esencial de su mirada sobre la psiquis y lo social-histórico y que tal vez dejó inconcluso, se habría llamado La creación humana. Y ese “algo”, en la mayoría de los casos, fue el ubicuo determinismo –cuya última versión en Occidente la proporcionó el racionalismo, marxista o freudiano, estructuralista o lacaniano, para mencionar algunas corrientes que le tocó enfrentar en lo inmediato y antes que muchos otros pensadores–; es decir, una de las maneras –otra es la religión– de ocultar la autocreación del ser y justificar lo que él llamó “heteronomía”: la sujeción del hombre, en lo social-histórico, a una ley que siendo producto suyo, cree invariable y ajena a una comprensión, en el campo del pensamiento, exterior a las cosas y por lo tanto limitada y banal.
En sus últimos años, también fustigó la incapacidad complaciente que dio lugar al “posmodernismo”, la “deconstrucción” y otras corrientes que hasta hace poco se veían con glamour en las universidades. Más allá de estas polémicas, su obra resulta un antídoto contra la increíble inercia que transformó a la filosofía occidental en un conjunto de “notas a pie de página”, como acostumbraba decir, del pensamiento antiguo –la mayoría de las veces de Platón–, y una defensa de la posibilidad de crear, en filosofía y en política; un remedio contra el pasmo de los filósofos ante sus herramientas, semejante al de los mecánicos que conocen y admiran las piezas sueltas del automóvil, pero renuncian a preguntarse adónde podrían o deberían ir.
Ejerció el psicoanálisis –abrió su consultorio a principios de los años setenta– y la filosofía en sentido estricto; la economía –durante más de una década de desempeñó como economista en la OCDE– y las ciencias “duras”; el pensamiento político –su crítica al socialismo real o “sociedad burocrática”, como lo llamó (que data de fines de los años cuarenta y cuyos argumentos fueron retomados abundante y tardíamente, incluso por sus detractores), constituye, quizás, el aspecto mejor conocido de su obra– y la antropología; la sociología y la historia; sin embargo, siempre se llamó a sí mismo, con una mezcla de sencillez y altanería, “escritor”. No fue un scholar ni, a pesar de todo, un erudito sino un creador riguroso y vigoroso. En medio de una increíble fragmentación del conocimiento, debió defender la coherencia interna de su obra.
En lugar de la manida mesa, en su curso solía dar como ejemplo de “ser” una fuga de Bach o alguna otra composición musical –creo que para burlar los prejuicios objetivistas–; además, los estantes de cierto estudio de su departamento, donde me recibió algunas veces, no estaban repletos de libros sino de discos, de allí que en alguna ocasión le preguntara si había escrito algo sobre música. “¿Música o sobre música?”, inquirió; “Sobre música” aclaré, y para mi asombro respondió: “Hace treinta años que escribo música.” Nunca, hasta entonces –y creo que hasta ahora–, se habían tocado esas partituras. No he vuelto a oír ni a leer nada sobre ellas y esa noche, más por parálisis ante su personalidad inabarcable que por respeto, guardé silencio.
Al escucharlo, se tenía la impresión casi física de estar ante una fuerza torrencial –un toro, a lo cual contribuía, quizá, su aspecto– que se ejercía con una asombrosa eficacia y ductibilidad. Los antiguos griegos, de hecho, apreciaban la potencia y agilidad de la argumentación de un modo semejante a las luchas de atletas.
Se vestía con simpleza y casi desaliño –alguna vez se rio de eso–. En invierno, llegaba al salón tocado por un gorro de astracán, depositaba en la mesa un legajo de papeles con anotaciones impacientes, hechas con diferentes tintas (por lo general roja) en el reverso de las pruebas mecanográficas de sus ensayos; nos miraba un instante con curiosidad –la mayoría de los treinta o cuarenta participantes tenía cabellos canos y provenía de diferentes disciplinas y ciudades europeas– y rugía un seco “Bon jour!” No daba lectura: aquel legajo, formado por todo tipo de papeles, sólo era una guía. Soportaba mal nuestra timidez y vacilación: “¡Hablen como el apóstol San Pablo!”, nos pidió un día, desesperado. Él hablaba con todo su cuerpo, a veces se acodaba con fuerza sobre la mesa y se despegaba un instante de la silla; otras, se detenía para contemplar lo dicho y, con un gesto insólito, se frotaba el lado izquierdo de su fantástica cabeza, escrupulosamente calva, con la palma de su mano derecha y viceversa, los codos al aire.
Tuvo amigos en México. Zoé, su esposa –“en griego significa vida”, me susurró alguna vez Castoriadis, con dulzura–, me dijo que ambos admiraban la “rapidez y precisión” del juicio de Octavio Paz. “¿Conoce al señor Mezza?”, me preguntó a propósito de Julián Meza: “está en París y creo que le gustaría tratarlo”. Si debiera contar con los dedos de una mano mis días de excepción, uno de ellos sería, sin duda, cuando citó un escrito mío en su curso –raro honor, pues lo hacía poco y, por lo general, para denostar–; al salir me tomó del brazo y con su voz más cálida me dijo: “Leí su tesis, no quiero hablarle como maestro ni como camarada, aunque lo sea, sino como amigo.” La última vez que lo vi en París le confesé que me dedicaba, cada día más, a la literatura; su rápida y generosa respuesta me avergonzó: “Los poetas siempre han visto las cosas antes.” Y al despedirnos, dijo: “¡Trabaje fuerte!”
A mediados del año pasado recibí su libro Fait et a faire, con esta dedicatoria: “De todo corazón.” Murió la noche del 26 de diciembre de 1997 de un infarto, precisamente al corazón.
* No detallaré su militancia política a lo largo de más de treinta años, durante los cuales se vio, ocasional pero significativamente, perseguido a la vez por comunistas y fascistas (“Fue más fácil escapar de ellos que entender la naturaleza social de la URSS”, dijo); ni el papel que durante quince años jugó “Socialismo o barbarie”, el grupo de revolucionarios que fundó y orientó hasta mediados de los sesenta, cuando lo disolvió al reconocer la “complicidad” de las sociedades occidentales con su opresión; ni la energía con la que en varias ocasiones lo vi actuar en asambleas políticas poco favorables: baste con evocar el breve y desconcertante epitafio de Sófocles: “Peleó como león.”
La Encrucijada Actual**
Cornelius Castoriadis
[…] Un movimiento que intente establecer una sociedad autónoma no podría surgir sin una discusión y confrontación de propuestas provenientes de varios ciudadanos. Yo soy un ciudadano; por tanto, estoy formulando mis propuestas.
Por un lado, confrontado con los horrores del “socialismo real”, el descrédito en el que la idea (del socialismo) iba cayendo, con las críticas de los adversarios y el silencio de los “clásicos” (del marxismo), me pareció entonces, y aún me parece ahora, de importancia capital mostrar que el proyecto de autonomía no es cualquier cosa, que puede darse los medios necesarios para alcanzar sus fines, y que no presenta, hasta donde puede uno llegar a ver, ninguna antinomia, incoherencia o imposibilidad internas.
Por otro lado, sería igualmente absurdo y ridículo describir una utopía seudoconcreta, si se toma en cuenta que los datos cambian diariamente y, especialmente, si consideramos que el alfa y omega de toda la cuestión consiste en el despliegue de la creatividad social –la cual, en caso de desencadenarse, dejaría otra vez completamente atrás todo lo que somos capaces de pensar en este momento–.
Sin embargo, no debemos perder de vista que, no obstante las formulaciones específicas que salieron de mi pluma, este proyecto no es “mío”. Mía es solamente la tarea de elucidación y condensación de una experiencia histórica que empezó hace veinticinco siglos y que adquirió particular densidad y riqueza en los dos siglos inmediatamente precedentes. Aquellos que creen que me inspiro exclusiva o esencialmente en la historia antigua de Occidente, simplemente desconocen mis escritos. Mis reflexiones empezaron no con la democracia ateniense (sólo desde 1978 empecé a hincarle el diente a este tema) sino con el movimiento obrero contemporáneo.
Para citar los textos que, inclusive desde 1946, registran mis reflexiones al respecto tendría que señalar los índices de los 8 volúmenes de mis escritos en (la revista) Socialismo o Barbarie, en cuyas tres mil páginas, apenas se encontrará una alusión a Tucidides y otra a Platón. Aquello sobre lo que allí se discute, describe, analiza y reflexiona constantemente son las experiencias modernas: la experiencia Rusa, de hecho, pero también las luchas, grandes y pequeñas, de los obreros en los países occidentales desde 1945, las revoluciones húngara y polaca de 1956, las luchas de la década de 1960, etc. […].
Si uno conoce la historia de los últimos dos siglos, y particularmente la del siglo XX, es imposible leer lo que digo sin ver un hilo de orientación a lo largo de mis escritos: la preocupación, la obsesión respecto al riesgo de que un movimiento colectivo pueda “degenerar”, de que pueda dar lugar al nacimiento de una nueva burocracia (sea totalitaria o no) –en suma, respecto a la posibilidad de superar la división del trabajo político, para utilizar la elegante expresión de Khilnani–. […]
Khilnani se pregunta en qué medida he permanecido fiel a mis formulaciones anteriores. Creo que ya le he respondido. No veo cómo podría instituirse una sociedad autónoma, una sociedad libre, sin una genuina transición hacia una esfera pública efectivamente pública, una reapropiación del poder por parte de la colectividad, la abolición de la división del trabajo político, la libre circulación de la información políticamente pertinente, la abolición de la burocracia, la más amplia descentralización de la toma de decisiones, el principio de la “No ejecución de decisiones sin participación en la toma de decisiones”, la soberanía del consumidor, el autogobierno de los productores –acompañado de la participación universal en las decisiones que comprometen al conjunto y de la autolimitación (individual y social) –.
¿Es que nada ha cambiado, entonces, desde 1957? Pero por supuesto que sí - y ello ha constituido el centro de mis preocupaciones desde 1959. A partir de un conjunto de factores que no tengo que volver a analizar aquí, las actitudes de la clase trabajadora, así como las de la población en general han cambiado profundamente –al menos lo que es manifiesto en ellas–. De las dos significaciones troncales del imaginario social cuya confrontación ha definido el Occidente moderno –la expansión ilimitada del ilusorio dominio pseudoracional (de la tecnociencia), el proyecto de autonomía (individual y social) – la primera parece estar triunfando por completo, la segunda sufriendo un prolongado eclipse. La población se hunde en la privatización, abandonando el dominio público en manos de oligarquías burocráticas, gerenciales y financieras. Surge un nuevo tipo antropológico de individuo definido por la codicia, frustración, un conformismo generalizado [que en el campo de la cultura ha sido etiquetado con el pomposo nombre de posmodernismo].
Todo esto se ha materializado en estructuras de impacto masivo: la carrera enajenada y potencialmente letal de una tecnociencia autonomizada de la sociedad, el onanismo consumista, televisivo y de la propaganda comercial, la atomización de la sociedad, la rápida obsolescencia técnica y “moral” de todos los “productos”, “riqueza” que, literalmente, se derrite al contacto con los dedos. El capitalismo parece finalmente haber tenido éxito en fabricar el tipo de individuo que “encaja” perfectamente con su lógica: un individuo perpetuamente distraído, que salta con un clic de un placer a otro, sin memoria ni proyecto, listo para responder a cualquier incitación de la máquina económica, la misma que está destruyendo aceleradamente la biósfera del planeta con el pretexto de producir aquellas ilusiones llamadas mercancías.
Por cierto, esta situación se encuentra profundamente amenazada por dos factores. El primero tiene que ver con las consecuencias de la forma contemporánea del capitalismo para la continua autoreproducción del sistema. Los individuos que la sociedad actual fabrica no pueden reproducirla en el largo plazo; o para ponerlo de otro modo, si todo está disponible para la venta el capitalismo no puede seguir funcionando. El segundo es la barrera ecológica que el sistema encontrará tarde o temprano. La “riqueza” capitalista ha sido comprada, de hecho, a costa de la destrucción irreversible (y que continúa a un ritmo acelerado) de los recursos de la biosfera acumulados durante tres mil millones de años.
Sin embargo, esta antinomia interna y esta barrera externa de ningún modo “garantizan” una solución “positiva”. Tal como están actualmente las poblaciones de Occidente, una gran catástrofe ecológica probablemente llevaría a un nuevo tipo de fascismo antes que otra cosa.
“Llegamos así al nudo gordiano de la cuestión política actual. Una sociedad autónoma no puede ser instaurada si no es a través de la actividad autónoma de la colectividad. Una tal actividad presupone que la gente invista de valor algo distinto a la posibilidad de comprar un nuevo televisor a colores. A un nivel más profundo, presupone que la pasión por la democracia y por la libertad, por los asuntos públicos, remplacen el predominio actual de la distracción, el cinismo, conformismo, y el afán consumista. En breve, presupone, entre otras cosas, que lo ‘económico’ deje de ser el valor dominante o exclusivo…dicho aún más claramente: el precio a pagar por la libertad es la abolición de lo económico como valor central y, de hecho, ‘único’… Una cosa es cierta: no es corriendo para alcanzar el nivel de consumo de los más ‘desarrollados’, ni amputando nuestro pensamiento o nuestras aspiraciones, que aumentaremos las posibilidades de sobrevivir en libertad. No es la realidad actualmente existente la que necesita de nosotros, sino la que podría ser o debería ser“.
**Traducción de fragmento del inglés por Hernando Calla. En The Castoriadis Reader, Blackwell Publishers, Oxford, 1997. (Palabras finales de “Fait et à faire”, 1989)