De la victoria popular al triunfo pírrico del MAS
Los triunfos electorales nunca le hicieron nada bien al MAS. El 2005, la sorpresa del primer triunfo descolocó no sólo a la derecha sino al propio “Instrumento Político”; pues habiendo removido todo el panorama nacional, al grado de arrinconar a neoliberales y globalistas bajo un fresco y renovado discurso político (el “vivir bien”, la descolonización y el Estado plurinacional), el bloque oficialista no supo cómo desarrollar aquello como política de Estado y, lejos de constituirlo en horizonte político, no pasó de ser un escudo retórico de legitimación del poder logrado.
Como no se supo leer estratégicamente ese triunfo, bajo la desidia exitista que suele postergar asuntos primordiales (como era la comprensión programática del nuevo horizonte político), la partidocracia empezó a metamorfosear sus opciones conservadoras en la nueva realidad, haciendo del MAS su garante de reposición política (al amparo de los desatinos crecientes –eufemísticamente bautizados por García Linera como “tensiones creativas”–, fruto de una desatinada confusión entre dominación y hegemonía). Lejos de reformar la fisonomía tradicional del partido político, el MAS no tardó en adoptar todos los vicios del manejo instrumental de la política, restituyendo la errática y porfiada conducción de una izquierda sin capacidad de dirigencia estratégica: ser un exclusivo proyecto acumulativo de poder.
La experiencia del último golpe de Estado que sufrimos en noviembre del 2019 y la posterior implantación de una dictadura bajo máscara constitucional, supuso un aprendizaje en el propio campo popular; que le condujo a una madurez histórica, desde la cual recuperó la mística y el espíritu necesarios para vencer al golpe y a la dictadura impuesta. Aquello desgraciadamente no sucedió en el MAS, al menos no en su cúpula dirigencial (que originó al llamado “círculo q’ara” o “blancoide”).
Parece que no aprendieron nada. Y eso se viene demostrando en la continuidad de unas prácticas prebendales e instrumentales que, de nuevo, sólo hacen vislumbrar una nueva derrota, ya no sólo electoral, sino política; y desgraciadamente, otra vez, para beneficio exclusivo de una derecha, que, también, otra vez, desprestigiada completamente, recibirá, sin merecerlo, una nueva transferencia de legitimidad que siempre le fueron cediendo los desatinos que comete una izquierda, cuya única política se reduce a la lucha por el poder, a toda costa y a cualquier precio.
La pulsión revanchista que ahora esgrimen, les hace creer que el golpe fue contra ellos, por eso se muestran como víctimas cuando esa cúpula, con su proceder errático, alimentó la inflamación creciente del rechazo social, que fue muy bien administrado por una insurrección oligárquica travestida de “revolución social”.
Que ahora vengan a decir que “subestimaron a la derecha y al ejército y a su tradición golpista”, no son sino lamentaciones tardías que evidencian que, en los 14 años de gobierno, no hicieron nada por “reformar la doctrina de las FFAA”. Ahora que recién se acuerdan de aquello, hay que recordarles que nunca impulsaron una real descolonización del aparato militar y policial; algo además propuesto por clases y sargentos, y rechazado por el gobierno, en connivencia con las jerarquías militares y policiales. Sólo los mimaron, comprando a los altos mandos, creyendo ingenuamente que eso bastaba para tener un ejército y una policía “obedientes”.
Lo único que se propusieron fue constituir “obedientes”; la única estrategia que se les ocurría a sus operadores políticos, en su ínfima comprensión de la realidad boliviana, era constituir al pueblo, bajo mediación de sus dirigencias, en “objeto de obediencia”. Creer que eso iba a garantizar legitimidad y hegemonía, demuestra una ausencia total de sentido de realidad. Esa errática –y hasta ausente de imaginación persuasiva– administración del poder político, llevó paulatinamente a alejarse de su propio pueblo. Ya no construyeron con el pueblo su proyectó de poder; precisamente porque ese proyecto era ya, solamente, la acumulación, mantención e incremento de poder político; lo cual condujo a una ya declarada (incluso por su vicepresidente) política de “expropiación de la decisión”, es decir, de usurpación de la soberanía popular.
Ese sujeto sustitutivo que desplazaba al sujeto plurinacional, no hacía sino desconocer al sujeto del cambio y, en consecuencia, al cambio mismo. En ese sentido, lo único que quedaba era la acumulación de poder como única línea programática. De ese modo, la cultura política tradicional se reponía y, bajo las nuevas banderas de lucha, restablecía también al Estado que se quería transformar; por eso pactan con los grupos tradicionales de poder, porque esa lógica política, ya antipopular, reducía el “proceso de cambio” al mero ascenso social –como un renovado aburguesamiento– de sectores afines, reducidos a colchón de legitimación de una elite, cuyas expectativas, empezaron a mostrarse como las mismas de la oligarquía señorial de este país.
El “proceso de cambio”, cuya base profundamente democrática fue la que nos dio la esperanza en un nuevo proyecto político, se fue aburguesando por la presencia de una izquierda gubernamental anacrónica que, en las palabras de sus máximos exponentes, declaraban ya que el único fin del “proceso de cambio” era hacer de los pobres “clase media”; reafirmando y consagrando el horizonte de expectativas burgueses, que no hace sino legitimar al capitalismo (por eso no es raro que sea, precisamente, la clase media, la base de reclutamiento que la oligarquía usa para legitimar sus asaltos políticos). Ese aburguesamiento explica también el empecinamiento desarrollista del marxismo gubernamental, que ni siquiera se había dado cuenta que la “modernización”, que tanto se proponía alcanzar, como el “mejor futuro posible”, era lo que ya se encuentra –globalmente– en una profunda crisis de sentido vital.
De ese modo, lo que debía haber transformado el “gobierno del cambio”, fue más bien potenciado, no sólo económica sino políticamente, otorgando a la derecha una transferencia de legitimidad que sólo podía tener como desenlace, un nuevo asalto conservador del poder estatal.
Como una maldición que arrastra el nacionalismo clasemediero aburguesado, reeditaron la famosa “paradoja señorial”: pudieron haber sido los actores de una transformación definitiva del Estado, pero sus cabezas (su cultura, ideología y su horizonte de expectativas) seguían presas de ese Estado que se suponía debían trascender hasta existencialmente.
El golpe y la dictadura fueron enfrentados y superados, porque la sabiduría del pueblo transformó la fatalidad en prueba; por eso supo levantarse y despertar históricamente, y actuar al margen de las dirigencias y los partidos, y restituirse como sujeto, es decir, como proyecto histórico-político. En ese sentido, el pueblo hizo del MAS, como en el 2005, el depositario de la activación revolucionaria del horizonte popular; porque la ceguera demencial de la derecha hizo, de nuevo, algo que el MAS ya no podía: convertirlo en la única opción democrática y popular.
El desatino actual sólo puede ser resultado de otra ceguera que arrastra el tufillo exitista del MAS en cada elección: creer que la victoria del pueblo es la victoria del MAS. Pero no se trata sólo de falta de humildad sino hasta de incapacidad de lectura política. El 55% de votación a favor del MAS no era por el MAS sino en contra del golpe, la dictadura y toda la derecha.
Si el voto no es nunca una carta blanca, el político que cree poder desentenderse de la confianza depositada, no hace sino cavar su propio futuro político. En el fondo, porque sabe que no es digno de aquella confianza, no tarda en negociar algo que no le pertenece y, por ello mismo, no merece. Por eso, como una maldición, vuelve a actuar a espaldas del propio pueblo. De ese modo, lo único que demuestra, es que no es merecedor de la confianza depositada.
Eso es lo que se empieza a constatar, cuando las dirigencias se creen en la atribución de poder decidir al margen del pueblo, desplazándolo nuevamente y creyendo que la soberanía del poder ahora les pertenece a ellos. El poder constituido es un poder delegado y jamás, ni lógica ni fácticamente, constituye la soberanía real. En ese rapto se produce la “expropiación de la decisión” y es la fuente de toda la corrupción que ello desata inevitablemente.
Es lo que está sucediendo con la nominación de candidatos para las elecciones subnacionales, y muestra, no sólo las presiones de la cúpula anterior por acomodar sus alfiles en la nueva gestión, sino en pretender reafirmar, ya anacrónicamente, su liderazgo (en el MAS y en el país) como el único posible.
Pero demostraron que no sólo no estuvieron a la altura de una situación adversa que, para colmo, coadyuvaron a generar, sino que no aprendieron nada de aquello. Fueron superados históricamente, no sólo por su incapacidad de sintonía con el horizonte popular sino, sobre todo, por la ausencia inadmisible de autocrítica en la coyuntura actual.
El típico ninguneo criollo les ha llevado a desestimar liderazgos meritorios que, al no comportarse “obedientemente” (a lo que apresuradamente llaman “consecuencia” o “lealtad”), están siendo excluidos de tal modo que, lo más probable, es que desate una probable ruptura al interior del propio MAS; pero no entre dirigencias, sino entre éstas y sus propias bases. Los casos más preocupantes son El Alto y Santa Cruz.
Los criterios de selección expresados, no sólo que son extemporáneos, sino que pecan de un desajuste moral; pues los supuestos “fieles” no habían dado la cara en su debido momento, pero aparecen decidiendo listas no consensuadas sino pactadas y hasta negociadas.
Por eso la recuperación democrática no podía acabar con las elecciones nacionales sino debía proseguirse raudamente con un reencauce del propio “proceso de cambio”. Pero no tardaron los operadores políticos de la cúpula en usurpar la soberanía y, otra vez, “expropiar el poder de decisión”; tejiendo alianzas funcionales a la reposición de esa cúpula como “gobierno paralelo” que, de ese modo, ya no actuaría en las sombras y sólo con presión dirigencial, sino capturando gobiernos locales (lo cual significa logística, recursos y poder institucional).
Pero, de ese modo, no sólo se provoca la implosión de la propia gestión gubernamental (y es lo que podría suceder, gracias al asalto que la cúpula se propone sólo por su permanencia ilegítima) sino que abre un nuevo margen posible de rearticulación de la derecha (la pelea interna, patrocinada por la cúpula que se resiste a un nuevo liderazgo y a un necesario cambio dirigencial, haría que la derecha viera, desde palco, un nuevo desencantamiento social como un nuevo campo de oportunidades de reposición política).
La paliza electoral que sufrió la derecha, descubrió su total inadecuación en el panorama nacional; pero la usurpación que hace el MAS de la victoria popular, creyendo que fue obra exclusivamente suya la recuperación democrática, está conduciendo a ese desencantamiento que es lo que, precisamente, sucedió previamente para que el golpe pasado sea legitimado por una revuelta social.
La irresponsabilidad de la cúpula no le permite ver que nos estamos jugando una viabilidad como país de, por lo menos, medio siglo. La victoria popular no sólo venció a la derecha, sino que aplazó, circunstancialmente, cualquier intento de balcanizar Bolivia. Pero nada en política es definitivo. Y en el tablero de la realidad no juega sólo uno, tampoco dos. Así como las opciones son múltiples, así también los actores y sus propósitos.
Si el MAS pierde la plaza electoral de El Alto y la gobernación de La Paz, donde se ha constituido el nuevo eje de la hegemonía nacional-popular, le costará no sólo presencia política sino viabilidad futura. Y la provocada pugna actual, sólo está dándole continuidad a los resabios de una pésima lectura y pésima administración del conflicto, que provocó la renuncia presidencial y el asalto golpista.
Hasta se viene evidenciado un feminismo selectivo y discriminador, que se inclina más por la “blanquita” que por la “india”. La primera, que debiera también aclarar su participación en las “negociaciones” que impuso la derecha, no sufre la arremetida machista que el propio partido descarga sobre la “india desobediente”.
*Y aunque ésta haya hecho declaraciones inapropiadas, no fueron peores que la defensa vergonzosa que hizo el candidato a gobernador de Santa Cruz por el MAS, en favor del golpista y genocida Camacho. Pero éste es premiado por la cúpula y hasta le unge de aprobación –en la foto electoral– la sonrisa condescendiente de la candidata masista, absolviendo los desatinos de alguien que, por su procedencia de clase, expresó nomás lo que le aproxima a la elite camba. Ni éste, ni el ministro de gobierno expresaron, hasta ahora, por lo menos, una disculpa, a la diputada Lidia Patty; desconociendo, desautorizando y hasta desdeñando la única y valiente demanda judicial hecha contra los golpistas por parte de una diputada nacional. Otra vez, los indios no merecen ni siquiera las disculpas, pero eso sí, su “desobediencia” merece la ignominia y hasta la expulsión.
Los nuevos liderazgos no son concesiones hereditarias, sino que son consecuencia inevitable de la caducidad y los límites dirigenciales de los viejos. Si la cúpula interpreta la necesaria renovación como una simple continuidad irreflexiva, entonces estamos no sólo ante una dirigencia colonial sino incluso con resabios monárquicos.
En Norte Potosí, las bases del MAS denuncian una otra designación sin consenso, lo cual derivaría en un voto castigo y replicar la apuesta realizada por Eva Copa en El Alto. Eso demuestra que se trata de una práctica ya imposible de ser aceptada después de la victoria popular, no atribuible al MAS y menos a su cúpula, sino al pueblo autoconvocado. Si el MAS no aprende lo que el pueblo ha aprendido, no hará sino cavar su propia tumba política. Hay que recordar siempre: quien no siembra con el pueblo, jamás cosechará legitimidad, y la acumulación circunstancial de poder que logre, sólo vaciará, en lo venidero, su inicial carácter revolucionario.