La política sudamericana como péndulo inestable
Por Salvador Schavelzon
https://ecuadortoday.media/2021/01/13/la-politica-sudamericana-como-pendulo-inestable/
Sudamérica terminaba 2019 con revueltas en las calles e inestabilidad política. La inestabilidad mostraba un campo de indefinición sin tendencia común ni nuevo paradigma que unificara la política regional en una única dirección. Al margen de la economía, con situaciones variables en los distintos países, lo que parecía una constante es que los arreglos políticos e institucionales que acompañaron al neoliberalismo en las últimas décadas, tanto en sus versiones de liberalismo pro mercado, como en la socialdemocracia o el progresismo, se muestran agotadas.
Vuelcos de los electores a la derecha o a la izquierda, con alto nivel de votos “contra” todos los gobiernos, muestra también que no hay un nuevo modelo que consiga estabilizar o traer un control político de las instituciones para ningún lado. Los llamados populismos, de izquierda y de derecha, aparecen como síntoma más que como solución y las calles en varios países muestran que tiempos de movilización desordenada mantendrán el tablero político en movimiento.
La inestabilidad trae también realineamientos que cortan transversalmente ejes de lectura política y solidaridad anteriores. Esta época dejará marcas en el porvenir político, ya latentes en las controversias que acompañan la vida política. Así como el chavismo, el gobierno de Salvador Allende, el plebiscito uruguayo sobre privatizaciones en 1992, Israel, la caída de la Unión Soviética, hechos recientes como la caída del PT y de Evo Morales, el crédito para propuestas como las de López Obrador o el Frente Amplio que en algunos proponen en Brasil para derrotar a Bolsonaro, formarán parte de las discusiones de la izquierda latinoamericana con interpretaciones divergentes.
La pandemia, por otra parte, desde su inicio mostró distintas reacciones y sensibilidades que suspendieron también ejes políticos anteriores. El panorama muestra distintas prioridades, entre el llamado al cuidado auto-organizado de los de abajo, el cuestionamiento crítico de medidas de disciplinamiento, la búsqueda de brechas para expresar el descontento político o abrir camino a lucha social priorizando o no, en cada caso, la oposición a los gobiernos de turno.
Asumiremos aquí un lugar en estos debates con un primer gesto de entender la respuesta a la pandemia como un momento más de un proceso político que no altera totalmente su curso, y no como evento que exige reorganizar la concepción de cada pieza política del sistema. Grandes frentes o la vuelta al Estado que aparece en un horizonte post pandémico, por ahora no pueden mencionarse como cambio político concreto y no afectan la forma de gobierno construida en las últimas décadas.
El neoliberalismo hoy carece de alternativas o transformaciones que lo desafíen. Su debilidad constitutiva no se convierte en cuestionamiento de su viabilidad, porque ya nace conviviendo con esa fragilidad. Donde sí vemos abertura y dinamismo, con volatilidad, es en el orden de los estilos de gestión, con fuertes cuestionamientos de autoridades establecidas, la aparición de nuevas figuras políticas y también propuestas de nuevos pactos, nuevas articulaciones, intentos políticos de representar los cambios internos al capitalismo que parecen ser un hecho.
Todos los poderes reinantes, de cualquier tendencia, son cuestionados o tienen su orden de gobierno dificultada, sea desde las calles o desde las instituciones políticas. La falta de alternativas políticas hace, así, que sean las crisis de gobierno el escalón donde por ahora la crisis del régimen se manifiesta. Una crisis más profunda abre una gran interrogación, pertinente incluso para pensar la actual pandemia, en su relación que va más allá de las instituciones liberales, republicanas, y obliga a preguntarnos por el modelo de organización económica y de vida en que se sustenta la sociedad industrial contemporánea.
En Sudamérica, gobiernos de izquierda sólo fueron posibles sin cuestionamientos más profundos. Pero tampoco es posible hoy mantener las condiciones de posibilidad política de la década del progresismo, con bonanza económica, reducción de la pobreza, políticas sociales y aumento del consumo en base al aprovechamiento de precios altos de commodities con una apuesta por la expansión de soja, la megaminería, etc. La incapacidad de estos gobiernos para impedir el aumento de la desigualdad, la precariedad y la dependencia financiera, además de la destrucción medioambiental y de la impotencia frente a modelos de salud y educación privatizados, hacen a este modelo también no deseable ni suficiente.
Pero el quiebre actual va más allá de la viabilidad de una etapa post progresista. La crisis nos lleva más atrás, y la obsolescencia remite incluso a la democratización de la década del 80, con los pactos postdictadura que definieron el rumbo político posterior con la conformación de una o más élites políticas hoy desafiadas. El juego de gobiernos neoliberales y progresistas que se sucedieron desde entonces, conformando un arreglo entre derecha y progresismo, está quebrado.
Siguiendo los resultados electorales de varios países podemos ver que las victorias son de fuerzas políticas nuevas o renovadas: Macri, Bolsonaro, Alberto Fernández, López Obrador, Lenin Moreno, por distintos caminos, son más liberales, más populistas, más moderados, o más extremistas que los campos políticos que reemplazan. Ni siquiera el kirchnerismo, con Cristina en la vicepresidencia, o la candidatura del ministro de economía de los gobiernos de Evo Morales, en Bolivia, pueden ser leídos como continuidad.
La reciente movilización norteamericana, y las de Ecuador, Colombia y Chile, al menos, en sudamérica, con movilización indígena, formación de asambleas, enfrentamiento con la policía en las calles, y politización generalizada, permiten que las luchas sean también un elemento en la escena política de inestabilidad, que a depender de las fuerzas institucionales, el esfuerzo siempre será el de sepultar cualquier discusión más profunda o que vaya más allá del enfrentamiento mediático en que el sistema hace de cuenta que representa la totalidad.
Fuera del juego político consagrado en las últimas décadas, oponiendo opciones sociales a opciones de mercado sin cuestionar los acuerdos comunes, hay un mundo inmenso desde donde es posible visualizar la gravedad de gobiernos al servicio de modelos destructivos y de explotación, cuya versión de izquierda no evita un ritmo de muerte sobre el territorio, y la versión derechista sólo avanza sobre los pasos ya iniciados por los que ahora le son oposición. Este lugar, es también el de la lucha posible, donde no hay alternativas ya visibles de salida del momento actual, pero donde se imagina una ruptura con las formas actuales del capitalismo.
Derecha y progresismo.
En su dimensión más radical, este momento de ruptura con los consensos de la democracia se expresa en Brasil con el bolsonarismo, en su reivindicación y emulación del pensamiento de la derecha más recalcitrante, con elementos importados de la guerra fría, con gestos antidemocráticos explícitos que remiten al lenguaje de la guerra interna del aparato de represión del tiempo de la dictadura contra las organizaciones de izquierda, y a la negación de las políticas de inclusión de minorías o educación y derechos plurales. Esta postura rompe con el consenso democrático de la democracia neoliberal que primó hasta recientemente, como retorno al tiempo anterior a ese consenso. Si bien en términos de modelo económico se intensifica el neoliberalismo, sin la idea de protección del fascismo clásico, en términos políticos hay una ruptura con el consenso salido de la Constitución de 1988.
Reivindicaciones públicas de torturadores de la dictadura, ataques a los poderes constituidos del legislativo y judicial, como apelo populista y conservador al mismo tiempo, alineado con las nuevas derechas de Europa y Estados Unidos, recoge también las agendas conservadoras de iglesias evangélicas, con hincapié en el orden securitario de liberación del porte de armas, violencia policial institucional, encarcelamiento en masa y cercanía con milicias paramilitares.
En otro elemento de ruptura con los consensos democráticos anteriores, durante la (no) gestión de la pandemia en Brasil, esta actitud se tradujo en la minimización negacionista de la amenaza viral, desafiando el consenso global de emergencia sanitaria, y defendiendo de forma cínica la necesidad de mantener la economía en funcionamiento. En su expresión de ruptura con la democracia multipartidaria anterior, frente a la cual Bolsonaro mantiene distancia, el gobierno de Brasil es conformado por una combinación de actores y discursos que combinan sectores ideológicos antimodernos, militares, empresarios y muchos vínculos con un capitalismo de empresarios que ocupan territorios y explotan recursos naturales no renovables, con rapiña económica y negocios ilegales.
Esta embestida no es ajena a las alianzas gobernantes o de la derecha latinoamericana en México, Colombia, Perú, etc. Pero es una forma particularmente radicalizada que aprovecha la caida de una socialdemocracia liberal débil, que en los últimos años gobernaba con apoyo político de sectores políticos conservadores. Gobernadores del peronismo de derecha en Argentina, base parlamentaria de “bala, biblia y ganado” en Brasil, empresarios del Oriente de Bolivia que rápidamente ocuparon la presidencia en la última crisis de aquel país. La izquierda habían tomado un camino de derechización con ajustes de austeridad, tratados bilaterales de libre comercio, represión de movimientos sociales y distancia con las agendas que lo vieron llegar al poder o que este campo ahora defiende desde banderas históricas como la reforma agraria hasta las agendas de inclusión, que alianzas conservadoras no permitían, o incluso distribución de riqueza con tasación de fortunas o impuestos que se beneficien del avance de la financiarización de la vida social.
La socialdemocracia perdió apoyo social, como queda visible en la falta de movilización frente a su caída. Campañas anticorrupción que la comprometían y fueron mediáticamente difundidas le hicieron mella, pero también debe observarse el progresivo acercamiento hacia el centro político o la derecha, asumiendo agendas conservadoras como las citadas, además de militarización, inacción frente a la desregulación y pérdida de derechos del trabajo, aceptación de políticas de género, educación sexual y salud reproductiva conservadoras impuestas por aliados religiosos.
Cualquier movimiento que busque entonces reconquistar espacio para los de abajo, debe tomar nota del movimiento que representa el bolsonarismo contra el consenso y la izquierda del sistema. Con signo político opuesto, debe ser el lugar de cualquier proyecto radical de transformación la crítica de los consensos y poderes institucionales de la democracia burguesa, ligada a prácticas empresariales corruptas y destrucción del ambiente con afán de lucro. La seducción que Bolsonaro ejerce sobre clases populares, sólo podrá deshacerse si una posición no reaccionaria, no nacionalista y alejada de una visión de mundo jerárquica y homogeneizadora pueda ser capaz de impugnar el consenso que gobernó la región en las últimas décadas. Debe poder encarnar un lugar anti sistema, esta vez auténtico y, por lo tanto, no neoliberal.
Este movimiento no ha ocurrido y el efecto bolsonaro es más bien el de una izquierda o progresismo que defiende las instituciones republicanas en crisis, o esperar de ellas una reacción contra el ataque que Bolsonaro representa, y desde ese lugar construye nuevas alianzas de amplio espectro, abarcando por supuesto el del empresariado neoliberal.
Gestión de la Pandemia y progresismo
Frente a la barbarie bolsonarista el progresismo reemplazado encuentra un brújula en Argentina. El país se encuentra económicamente mucho más comprometido que Brasil y otros países de la región, con inflación y devaluación constante desde hace años. Muy dependiente de exportaciones primarias y con un Estado con dificultades de enfrentar sus compromisos financieros con bancos y con la población. Pero políticamente encontró con la gestión de la pandemia un liderazgo gubernamental fuerte.
La victoria de Alberto Fernández frente a Mauricio Macri en 2019 ocurrió en una elección disputada y a la sombra de Cristina Kirchner. O dejando a Cristina Kirchner en la sombra frente a parte del electorado que la rechaza. Fue el fuerte rechazo contra Macri que lo llevó a la presidencia así como el fuerte rechazo contra Cristina había llegado a Macri al mismo lugar cuatro años atrás. Pero la apuesta por la respuesta dura frente a la pandemia que no evitó escenificación performática sobre el papel cuidador del Estado, con la presidencia coordinando cada detalle de su implementación, resultó en que la figura de Cristina Kirchner quedase atrás e incluso líderes de la oposición se sumaran y fueran fotografiados junto a él en la tarea de enfrentar el coronavirus.
Posición acertada política y sanitariamente, de hecho presenta un contraste con Brasil, que también no deja de ser explotado política y mediáticamente desde Argentina. El contraste de Argentina con Brasil y Chile -pero no así Uruguay y Paraguay, que tuvieron mejor respuesta estadística- no deja de emular la competición futbolística y tal vez algo aún más bélico, con cierres de fronteras y lecturas nacionalistas que reconfortan espíritus que encuentran satisfacción en un Estado pensado como poderoso y superior. En realidad, la apuesta populista del peronismo no es diferente a la que Trump, que cierra fronteras para viajes de personas de Brasil o plantea una oposición con China; y del propio Bolsonaro, que ya se refirió a Argentina despectivamente a partir de sus preferencias políticas que son tratadas como pasaporte para el deterioro económico y la corrupción.
El tema es que todo el lenguaje y escenificación nacionalista nace como reflejo fácil cuando, en la búsqueda del enemigo para antagonizar, tenemos una visible discusión abierta sobre modelos políticos y estamos envueltos en la contabilización de cadáveres, operaciones logísticas y internacionales para garantizar el funcionamiento del sistema sanitario, y ante un primer plano del control estatal para garantizar el lockdown, la preparación de hospitales de campaña y la fabricación militar de remedios o vacunas en gran escala. Es el tiempo de expertos médicos y logísticos, también religiosos y responsables de seguridad gubernamental.
Pasando el primer impacto, donde algo nuevo exigió un reacomodamiento, vemos como la lógica de la pandemia no es más que una intensificación o continuidad alterada de posiciones políticas anteriores, sea en agendas empresarias de concentración, creación de nuevos mercados, o en las oposiciones buscando elementos de movilización, cuestionamiento de poderes establecidos, junto a medios de comunicación que también mantienen intactas sus narrativas buscadoras de audiencia.
En Brasil, como si el gobierno Bolsonaro no buscara justamente un vacío especulador de gobierno, al inicio de la pandemia se llegó a interpretar que el gobierno real estuviera en manos de militares, y no del presidente. Hay 3 mil cargos políticos en manos de esta fuerza, además de tres generales con funciones ministeriales de coordinación. El Jefe de la Casa Civil (Jefe de Gabinete o ministro articulador) en manos del general retirado Braga Netto juega este papel ambiguo de coordinar políticas a las que el gobierno decidió oponerse. Pero al margen de invocaciones fuera de lugar del Plan Marshall y especulaciones sin sustento sobre interés militar en desplazar a Bolsonaro, el gobierno muestra cierta lógica en el retiro continuo de funciones estatales de cuidado y presencia estatal.
Aunque la pandemia redujo el apoyo a Bolsonaro, que debió deshacerse de sus ministros más populares (de la salud, durante la pandemia y de justicia, en un conflicto por el intento de control de las investigaciones policiales) sería un error no partir de su popularidad para cualquier análisis. Esto, junto al conservadurismo del congreso, lo blindan de una destitución, que mal es propuesta por la débil oposición, sin fuerza moral y política para superarlo. Mientras la oposición es solamente una crítica desde el consenso democrático de elites anteriormente vigente, o una indignación frente a la desidia, el bolsonarismo se fortalece y siente autorizado como fuerza autopercibida como de intervención anti izquierdista y anti estatal.
La oposición, que enfrenta la salud de la enfermedad, el bien y el mal, la civilización y la barbarie, Brasil de Argentina, se encuentran a veces por el peor camino. No el de la crítica anti-sistema, que buscaría superar el consenso de la desigual democracia del capitalismo sudamericano, sino el de una derechización generalizada. En Brasil, vemos los gobiernos estatales (provinciales) que se mantuvieron en manos del PT o el progresismo (como Flavio Dino y Rui Costa, en Bahía y Maranhao), no sorprende ver que sus iniciativas se acercan a la agenda conservadora que eligió a Bolsonaro: militarización de la educación, represión de movimientos campesinos (ver denuncias de CPT contra Dino), políticas de salud impulsadas por evangélicos con propuestas de internación compulsiva de usuarios de drogas, y la apuesta por el agronegocio, el desarrollo predatorio con gran minería, trenes, etc. Lo mismo podía verse entre aliados del kirchnerismo en las provincias o en la composición del voto progresista en todos los países, apuntando a una clase media a la que se promete inclusión vía consumo, sin servicios sociales de calidad.
Una izquierda que no sigue el camino del autoritarismo conservador, como Haddad en Brasil, Luis Arce en Bolivia, López Obrador en México y Alberto Fernández, por otra parte, se ubican en un centro liberal, con discurso más o menos populista, cerca de sectores políticos que el progresismo reemplazó se opuso cuando gobierno, mostrando políticamente la realidad del consenso que las nuevas derechas extremistas cuestionan, y terreno fértil para que un nuevo capitalismo lleve adelante planes de reconversión y cambios pensados a la medida de los negocios y el mercado, y no de la deliberación colectiva, la democracia en sentido amplio y las mayorías. Mucho menos de los trabajadores que sufren con precariedad esos cambios.
La idea de que el consenso todavía es posible, con adaptaciones como la autodefinición de Alberto Fernández como progresista liberal, o la ilusión de que todos caben en un discurso formulado para la “clase media”, es uno de los elementos de una crisis que no muestra caminos políticos fértiles o con horizontes más allá de la crisis. Más hacia la izquierda, no hay expresiones partidarias que expresen la movilización y el foco es el mismo que el progresismo, de oposición discursiva y electoral contra Bolsonaro, Macri, el gobierno transitorio de Bolivia. En Argentina hace tiempo que el kirchnerismo, junto a la oposición a Macri, englobaron a buena parte de la izquierda. En Brasil, la nueva izquierda es identificada con Guilherme Boulos del MTST (Sin Techo), ex candidato a presidente del PSOL; Marcelo Freixo, del mismo partido y que representa la lucha contra las milicias hoy empoderadas desde el gobierno; cuya fuerza y energía gira en torno de la disputa electoral y partidaria más que en la disputa social. Estas opciones, a las que pueden comparase el Frente Amplio de Perú y Chile, como nuevas izquierdas que, a pesar de la plena conciencia del fracaso del progresismo, se reencuentran rápidamente con la izquierda de gobierno, incorporados a la lógica parlamentaria, y en agendas que legitiman el juego del sistema de forma bien comportada.
La continuidad del progresismo con las bases del modelo económico y el consenso neoliberal se observa como posición de gobierno. En Argentina, la apuesta política a la reactivación de la megaminería de Vaca Muerta, declarada como prioridad a pocos días de asumir el gobierno de Fernández-Fernández. O la apuesta de Alberto Fernández por un posicionamiento moderado, de no intensificar las álgidas tensiones que recorren la política, observable incluso en una medida que podría dar espacio para la movilización. La distancia pandémica, así, parece formar parte del estilo político que no sólo contrasta con el interés por los bombos, calles y militancia que los Kirchner cultivaban, sino que también la forma en que se interviene en una gran empresa cerealera con riesgo de quiebra y acusada de especulación financiera, no es cuestionando la lógica agroexportadora, de gestión empresarial ligada al envenenamiento transgénico, la concentración de la propiedad agraria, y el ahogo de pequeños productores.
Cuando Bolsonaro desplaza al PT y Alberto se enfrenta al macrismo, muchos sueñan con una época de oro de 10 años atrás. El control político del progresismo en estos y otros países, sin embargo, no permitió avanzar de forma estructural sobre los grandes problemas. No hace falta de mucho para entender cómo la oposición antisistémica de Bolsonaro es falaciosa y no representa ni siquiera la lucha anticorrupción. Se muestra necesario entonces hacer un esfuerzo mayor y volver a los momentos de las grandes protestas donde realmente se abrieron momentos de discusión general sobre el rumbo político: el 2001-2002 en Argentina, 2013 en Brasil, el periodo de 2000 a 2005 en Bolivia, el Caracazo de 1989 en Venezuela o las movilizaciones indígenas en Ecuador. Algo de eso parecía empezar a dibujarse en 2019.
Inestabilidad regional y fin del consenso
El caso de Venezuela es particular, se adelantó en la inestabilidad, con un pico de conflicto político poco tiempo atrás, ahora se convirtió en un lánguido deterioro decadente, sin que las fuerzas de oposición puedan derribar al gobierno ni este recuperar su estrella y revertir el desastre económico. También se encuentra en impasse sin un consenso o modelo político que funcione y se imponga como alternativa, pero en lugar de cambios guiados por renovaciones electorales, vive una inercia de la situación anterior, vivida de forma rígida.
La derecha derivada del uribismo también encuentra popularidad en Colombia, pero en 2019 se encontró con un crecimiento en las marchas en su contra, sumándose al ciclo de movilizaciones. Estabilidad política y estabilidad del modelo político se muestran como variables independientes. Genera cambios de liderazgo y legitimidad política de signo variado, con renovación en Argentina, ruptura en Brasil, cuestionamiento sin alternativas en Chile y movilización en otros países incluso con fortaleza de sus gobiernos anteriores. En México, a contramano del progresismo del sur, López Obrador tiene aire para hablar de Estado de Bienestar, pero sin que esto sea viable concretamente y sin poder evitar ser parte de la misma crisis neoliberal que lleva populistas de derecha al gobierno en otros países.
El consenso que cae es el del modelo económico de la democracia neoliberal, sea administrado por la derecha o la izquierda. El juego político institucional tiende a moverse entre la extrema derecha y el centro, entre gestión posible y ruptura conservadora. La falta de modelo político desde la izquierda muestra que, como gobierno, el sistema sólo se mantiene con ajustes, militarización y represión. Pasa a ser anecdótico si desde la presidencia se cita a Salvador Allende y el Che Guevara como en México, con el poder empresarial dentro del gabinete de ministros, o si se asume una identidad ultraliberal, con militantes enarbolando banderas norteamericanas, como en Brasil. Lo ideológico, en esta coyuntura, también está disociado del modelo político y económico que se opta por administrar.
La necesidad de cambio de paradigma quedó clara en Ecuador con la revuelta de varios días en septiembre, con protagonismo indígena, que se enfrentó al gobierno sin que el correísmo apareciera como alternativa. De hecho, los indígenas dejaron claro que no luchaban por la vuelta de quien había invadido sus territorios con proyectos militarizados de mineración de capital Chino. Las protestas aumentaban en Colombia, sin que tampoco una fuerza opositora emerja con fuerza, en un caso de gobierno de derecha que en la respuesta a la pandemia aumentó su popularidad. La vuelta de la derecha en Uruguay y su persistencia en Paraguay y Perú, también no permite trazar constantes porque la respuesta al coronavirus fue dispar. Como en Bolivia, en estos países nuevas y viejas derechas también hacen parte de un juego inestable donde el progresismo tampoco salió de la cancha, y puede retornar.
El debilitamiento electoral del progresismo, con simultáneo crecimiento electoral de la derecha en varios países, obliga a descartar las visiones que entienden la caída de Morales, Lula y Cristina (en 2015) como operaciones orquestadas directamente por el intervencionismo norteamericano, que sin embargo hubiera ahorrado a Nicolás Maduro, que en realidad es el régimen más contestado y geopolíticamente opuesto a Washington.
En el ojo de la tormenta de la crisis neoliberal debemos ver como por detrás de la institucionalidad y la ideología, se impone una realidad precaria de explotación como realidad de millones que, bajo ningún gobierno de izquierda o de derecha, podrán aspirar a seguridad social, salud y educación de calidad. Apenas sectores privilegiados de la sociedad cuentan con estos servicios y las viejas estructuras sindicales se muestran mayormente incorporadas a la gestión capitalista o ligados al campo de disputa electoral sin capacidad para sumar a la protesta social.
En una crisis sistémica que es también civilizacional, una resistencia desde el campo del trabajo, con nuevas formas de organizarse y luchar, se suma a luchas anti raciales con epicentro en Estados Unidos, y da lugar también a resistencias territoriales, urbanas, rurales y selváticas que cuestionan el modelo de desarrollo y en todo el continente ha mostrado fuertes procesos de lucha contra gran minería e intervenciones estatal-empresarias que significan directamente en la desaparición de formas de vida para enriquecimiento privado, como base material de formas de vida mercantilizadas y no disociadas de la explotación y forma de vida urbana en las periferias.
Si Argentina y Brasil contrastan como dos búsquedas de canalizar el descontento coo vuelta al progresismo o escape del mismo por el camino de la peor derecha, Chile y Bolivia se oponen también como inestabilidad desde las calles con signo político opuesto. La continuidad del Evismo, que ganó una nueva elección en 2019 y podría volver a hacerlo frente a Jeanine, aunque le costaría imponerse en segunda vuelta, muestra que nada garantizado para la derecha, que en Chile, ganando elecciones con apoyo popular un estallido social le muestra continuamente la puerta de la calle.
Chile entre nueva Constitución y Protesta
Chile fue donde la inestabilidad política de la crisis del régimen encontró un camino de movilización con millones en las calles. Un estallido social se inició el 18 de octubre de 2019 con una acción contra el aumento del pasaje de estudiantes secundarios, que se convirtió en un levantamiento social generalizado contra el presidente, de enfrentamiento en barrios y el centro de la ciudad con la policía, y como movimiento por una nueva Constitución. Este proceso atravesó el verano y sólo se interrumpió con la pandemia. Aunque inicialmente el gobierno no impuso un lockdown estricto, los efectos sobre la movilización y sus protestas semanales fue de interrupción inmediata.
El saldo fue miles de presos políticos, formación de asambleas en todo el país que podrán rearticularse y la apertura de un proceso deliberativo que sólo parcialmente se encaminó por el camino constituyente. La convocatoria a un referendo y elección de Constituyente, pospuesto de mayo para septiembre por la pandemia, nace de un acuerdo entre el gobierno derechista de Sebastián Piñera y la oposición, incluyendo la tercera fuerza, del Frente Amplio, que nace de las movilizaciones estudiantiles. El llamado a “dejar atrás la Constitución de Pinochet”, de 1981, muestra como el viejo consenso neoliberal bajo el cual también gobernó el partido socialista y con apoyo del partido comunista, está roto.
La realidad, sin embargo, es que la fuerza de la calle muestra como desalineado con los deseos mayoritarios el acuerdo que dio lugar a una nueva Constituyente, donde por el modo de aprobación, la derecha tendrá poder de veto garantizado. Será una Constitución firmada por los actores políticos dominantes en las últimas décadas, a lo que se suma el Frente Amplio, lo que permite esperar que las calles vayan a ocuparse nuevamente en el caso de que una nueva Constitución de hecho se haga realidad. En ese escenario, el propio poder empresario toma distancia de Piñera y el camino más represivo, viendo con buenos ojos una nueva Constitución, que interrumpa las protestas y le de nueva viabilidad al neoliberalismo chileno. Por el otro lado, cualquier moderación del gobierno de derecha es aprovechada por la extrema derecha, de José Antonio Kast, en la línea de la incorrección política y reavivamiento de discurso anticomunista ultra conservador con tintes fascistas.
El consenso entonces enfrenta resistencia en Chile, pero esa resistencia no tiene una solución u horizonte político. La duda es si la solución del sistema, con viejos y nuevos actores políticos cerrará la grieta entre la política y la gente, hoy abierta. Para eso no debemos ver solamente las protestas. El problemas es la informalidad, las mayorías no sindicalizadas, el trabajo precario, las poblaciones tradicionales y las agendas contrarias al desarrollo capitalista. El riesgo de la via Constituyente, iniciada por Bachelet sin apoyo pero que con el estallido social cobró impulso, es que sin respuestas reales a la crisis y sin alterar las bases del modelo, más allá de declaraciones simbólicas como ocurrió en Bolivia, permita una sobreviva a un modelo social que hoy por hoy sólo se mantiene con dura represión.
El problema no es diferente en los otros países. El consenso democrático de las últimas décadas es también el del desarrollo capitalista y en eso no se difiere tampoco de las nuevas derechas y las nuevas izquierdas. No hay fuerzas políticas que representen políticamente estas discusiones, sólo luchas, algunas muy potentes e inspiradoras, en toda latinoamérica, que muestran que de hecho el consenso no es invencible, aunque esto no signifique que hay un modelo viable esperando del otro lado de la movilización. El llamado a la vuelta del Estado, puede mostrar la fragilidad del sistema de salud estatal, pero no es bajo ningún concepto una superación del neoliberalismo militarizado y precarizador, más que como discurso electoral de los progresismos.
Bolivia.
En Bolivia, las elecciones del 20 de octubre de 2019 fueron seguidas de tres semanas de protestas sociales. El contexto era una postulación de Evo Morales muy cuestionada, contraria al mandato de la Constitución que él apoyó en 2009 y opuesta a lo votado por la población en un referéndum en 2016, en que el No a la reforma de la constitución para permitir una nueva reelección triunfó en la primer derrota electoral de Evo Morales desde 2005. A esto se sumó un conteo de votos que abrió margen a sospechas de fraude, que derivaron en la recomendación de realización de nuevas elecciones por parte de la OEA, convocada por el gobierno para auditar la elección. La continuación de las protestas con amotinamiento policial derivó en que la Central Obrera Boliviana y, especialmente, el ejército, que no asumiría una represión sangrienta como la de 2003, que derivó en la llegada del MAS al gobierno, pidieran la renuncia de Evo Morales.
El 11 de noviembre, Evo Morales, su vicepresidente y autoridades máximas del congreso, controlado por el partido de gobierno, renuncian y parten para el exilio. Poco después asumiría la senadora opositora Jeanine Áñez sin apoyo mayoritario del congreso pero sí del ejército y sin enfrentar movilización masiva. Este gobierno se constituye en hecho consumado y pasa a ser legitimado incluso por la mayoría congresal, del partido de Evo Morales, que busca convocar rápidamente elecciones. La pandemia abre espacio para que Áñez suspenda las elecciones y prolongue su gobierno, al mismo tiempo en que se postula como candidata presidencial para elecciones finalmente fijadas para septiembre.
Como Lula y el Kirchnerismo, Evo Morales mantiene un caudal considerable de apoyo electoral, suficiente para seguir siendo una fuerza política de peso, aunque con dificultades para imponerse electoralmente. Más allá de la política electoral polarizada, gobiernos de más de diez años sufrieron también el desgaste de la crisis de gubernamentalidad neoliberal. En Bolivia, la aceptación del modelo que se traducía en alianzas con sector empresarial del agronegocio y una apuesta comunicacional dirigida a la clase media, buscando que políticas sociales y renta del gas se tradujera en consumo y movimiento económico en las ciudades. La movilización social que posibilitó al MAS llegar al gobierno y aprobar una nueva Constitución fue substituida por propaganda estatal y afianzamiento de las instituciones tradicionales sin nada de “descolonización” en su funcionamiento.
El deterioro del apoyo electoral de los primeros diez años de gobierno, marcaron la caída del evismo ubicando a Bolivia en el mapa de la inestabilidad sudamericana que al llegar la pandemia se debate entre un gobierno de derecha que debe mantener apoyo entre los anteriores votantes del MAS, la posible vuelta del progresismo con un candidato moderado que podría compararse con el “progresista liberal” de la definición de Alberto Fernández, buscando burlar la imagen negativa como equilibrista donde tampoco surge fuerza para superar el consenso neoliberal que, a su vez, sólo puede ser administrado con cada vez más costo político.
Quizás la fuerza que mantiene Evo Morales todavía pueda evitar un gobierno de extrema derecha en Bolivia cuando se normalice la situación institucional. De hecho, como en Argentina, el voto boliviano es progresista mucho más que conservador, a diferencia de Perú, Colombia o Brasil. Pero al margen de la épica comunicativa, ya no hay esperanzas de cambio profundo en el MAS y su retroceso electoral pone a Bolivia también en la senda de la inestabilidad y alternancia entre izquierdas o socialdemocracias moderadas, sin fuerza para enfrentarse al poder económico y las pautas que este establece desde el mercado, incluso en las transformaciones que se visualizan mejor en tiempo de pandemia.
Aunque sea real el matiz entre un neoliberalismo asumido y conservador, y un progresismo que no rompe con el neoliberalismo y busca posicionar al Estado como interventor, en Bolivia como en otras partes la vieja derecha institucional y el progresismo son parte del mismo consenso. El triunfo de Evo Morales en 2005 era algo nuevo, porque venía de las calles y la movilización social. Pero el camino seguido una vez estabilizada la disputa por el poder a fuerza de votos, con una aprobación de Constitución negociada con la derecha en el congreso (no habilitado inicialmente a esto), muestra un destino común que también es riesgo para las movilizaciones de Chile y otros lugares.