Glosas marginales a la epidemia como política
Flavio Luzi
Este texto fue publicado originalmente el 19 de diciembre de 2020 en el sitio web del Laboratorio Archeologia Filosofica.
Amar dolorosamente lo que no se ama,
puesto que fumar mata,
esto es, obedece.
Patrizia Cavalli
1. Nemo propheta acceptus est in patria sua
«Me parece que la tarea política actual en una sociedad como la nuestra es criticar el juego de las instituciones aparentemente más neutrales e independientes, criticarlas y atacarlas de tal manera que la violencia política que se ejercía oscuramente en ellas surja y pueda ser combatida». Con estas palabras, en un debate televisado celebrado en Eindhoven en 1971, un risueño Michel Foucault respondía a las posiciones expresadas en aquella ocasión por su adversario, Noam Chomsky. El filósofo francés se refería a todas aquellas instituciones —como la Universidad, la Educación, la Psiquiatría y la Justicia— que, a diferencia del Ejército, la Policía y la Cárcel, se presentan de manera aparentemente neutral, al margen de la evidente circulación (sumisión y ejercicio) del poder político. Detrás de las funciones de distribución del saber, de la promoción de la investigación libre, del tratamiento de los trastornos mentales, de la administración del derecho, estas instituciones —o, si se prefiere, estos dispositivos epistémico-sociales— ocultan la violencia política que ejercen continuamente sobre los cuerpos de los individuos, disciplinándolos y subjetivándolos como estudiantes, como anormales, como culpables. En este sentido, desde el punto de vista foucaultiano, no hay razón para creer que la institución sanitaria y, más en general, el saber médico estén exentos de este tipo de mistificación, demostrando ser sinceramente neutrales, ajenos a cualquier ideología, poder o violencia política. Al contrario: cuanto más neutrales e independientes nos parecen, más eficazmente actúa la violencia política en ellas. La tarea de la crítica, por lo tanto, no debe consistir en denunciar la violencia que se manifiesta de manera contingente en el ámbito médico o sanitario en algunos fenómenos de corrupción (el trato preferencial a amigos y familiares) o en los abusos de los empleados de bata blanca (el fenómeno de los trabajadores sanitarios asesinos o la violencia sexual contra los pacientes en estado vegetativo), sino en revelar esa violencia inherente al funcionamiento normal, cotidiano y aparentemente inocuo de la administración médico-sanitaria considerada en su intrínseca familiaridad con las tecnologías políticas. Esto es algo de lo que el propio Foucault era consciente y que tematizó explícitamente en las páginas dedicadas a la gestión de las epidemias (lepra-peste-varicela) durante las primeras lecciones del curso Sécurité, territoire, population: a diferentes técnicas corresponden diferentes tecnologías (legales, disciplinarias, seguritaria) y diferentes racionalidades de gobierno, por lo tanto diferentes maneras de afrontar un fenómeno epidemiológico (exclusión, cuarentena, inoculación). Porque si —como alguien dijo— la propagación del virus es un hecho natural, en cambio, contagio y epidemia son categorías culturales cuya gestión y administración es siempre el resultado de una racionalidad política determinada, incluso transitoria.
Es esta misma tarea la que, hoy en día, parece haber sido olvidada por el coro escandalizado que suscitaron las declaraciones de Giorgio Agamben sobre la emergencia Covid-19, publicadas en el sitio web de la editorial Quodlibet y, en parte, recogidas en el volumen titulado ¿En qué punto estamos? La epidemia como política, seguido unos meses después por Cuando la casa se quema, publicado por Giometti & Antonello, que contiene, entre otros, la intervención homónima del 5 de octubre de 2020. ¿Qué significa, sin embargo, asumir una tarea crítica en una época que parece haber abolido intencionadamente toda distinción entre crítica y conspiracionismo, entre duda y sospecha, en un país que ha permitido que el puesto vacante de crítico sea mantenido vacío por el conformista o indebidamente ocupado por el conspiracionista profesional? La función paradójicamente contrarrevolucionaria de la dietrología es quizá uno de los legados más pesados de ese laboratorio político que, a partir de la masacre de Piazza Fontana hasta, al menos, las masacres de Capaci y Via D’Amelio, resultó ser Italia. Así que, con toda probabilidad, «criticar» significa ahora asumir la posición del profeta, de aquel que, dirigiéndose a las tinieblas de su tiempo en un momento de peligro, acepta que su discurso está fuertemente investido por la misma oscuridad. En este sentido, su palabra —a la vez filosófica, poética y política— no puede más que resultar incomprensible, dirigiéndose «a alguien, a un pueblo, que por definición no podrá oírla».1 Si los escritos agambenianos se esfuerzan por iluminar la situación sociopolítica en la que nos habíamos hundido mucho antes del último año (siguiendo la enseñanza de Walter Benjamin, para quien la excepción es la regla de la historia, denuncia: «la peste ya estaba allí», Reflexiones sobre la peste; «¿Cuánto tiempo lleva la casa quemándose? ¿Cuánto tiempo ha estado quemándose? Ciertamente hace un siglo, entre 1914 y 1918 […]; luego otra vez, treinta años más tarde […]. Pero quizá el incendio ya había comenzado mucho antes», Cuando la casa se quema), lo hacen sólo al precio de ser banalizados, simplificados y reducidos por la opinión pública a un vergonzoso manifiesto oscurantista o a la versión erudita del llamado folclórico a las armas de algún grotesco general. Sin embargo, a menos que queramos estar de acuerdo con los lectores neoliberales (ya sean progresistas o conservadores) y con los partidarios de la derecha radical, cuya dialéctica parlamentaria en los últimos años ha paralizado el debate político occidental, deberíamos tratar de hacer algo de claridad devolviendo al discurso de Agamben su compleja radicalidad, teniendo presente que la denuncia de las medidas autoritarias y represivas del Estado democrático es, para ciertos grupos políticos, un mero argumento instrumental para el establecimiento de una dominación estatal igualmente brutal y aterradora, aunque de mero signo opuesto y abiertamente fascista.
Por lo tanto, será necesario realizar una operación triple: a) un ejercicio al que ya no se está acostumbrado, hecho obsoleto por el periodismo, la información y el dominio de la comunicación, el de detenerse tanto en el contenido como en la forma, o mejor dicho, en el estilo de las intervenciones; b) captar su vínculo con otros textos por parte del autor, es decir, la profunda coherencia de su reflexión; c) detenerse en las referencias, explícitas o implícitas, a otros pensadores y no tomarlas como un mero ejercicio de academicismo al que, por otra parte, el autor no está acostumbrado ni es particularmente aficionado. Por todas estas razones, el presente escrito ha sido concebido en forma de glosa marginal —es decir, de esas breves anotaciones que tienen la única pretensión de acompañar al texto comentándolo— y, al carecer de toda autosuficiencia o sustancialidad, no tiene otra aspiración que la de ser un comentario y situarse en el margen. Si la profecía coincide inmediatamente con el Reino que anuncia, por otra parte, precisamente por su constitutiva incompletitud e ineptitud, la glosa se presenta al lector como una entidad intermedia, similar a esos torpes ayudantes que, en las novelas de Kafka, no está claro qué ayuda son capaces de ofrecer.
2. No-está ahí
Nada en las intervenciones agambenianas puede sugerir, a quienes no son de mala fe, una posición de negación decidida de la existencia del virus. No nos referimos aquí al rechazo legítimo hacia el infame recurso a la categoría de «negacionismo» contra cualquiera que albergue dudas sobre la pandemia o su gestión (Dos palabras infames). Desde el 26 de febrero, la reflexión de Agamben no ha tenido por objeto sostener o rebatir la realidad del virus, cuestión que en sí misma es irrelevante para el discurso filosófico, sino más bien permitir que surjan las contradicciones contenidas en la narración oficial, poniéndola tácticamente en tensión consigo misma para poder plantear una duda sobre la gestión y la administración política de la epidemia. ¿Por qué si el virus es tan peligroso como lo reportan los medios de comunicación, paradójicamente los datos oficiales de los expertos no parecían confirmarlo (cf. La invención de una epidemia; Nuevas reflexiones; Algunos datos)? Ciertamente no se puede olvidar que fue sólo el 18 de febrero que la OMS denunció «el inútil alarmismo y las medidas desproporcionadas» y que el 26 de febrero el principal partido progresista italiano organizó un aperitivo público en Milán «contra el miedo al contagio» de Covid-19. Es en este contexto donde debe situarse el uso inicial de expresiones como «invención de una epidemia», «supuesta epidemia», «[s]i ésta es la situación real», «llamada epidemia» —que tienden a disminuir progresivamente en el curso de las intervenciones hasta desaparecer por completo—, así como el polémico recurso a los datos del Consiglio Nazionale delle Ricerche (CNR) o a las declaraciones del presidente del Istituto Nazionale di Statistica contra las portadas de los periódicos y las medidas gubernamentales. No se trata de negar (como alguien ha, superficialmente, deducido) o confirmar la existencia y la propagación del microorganismo SARS-Cov-2 —repetidamente Agamben admite que no es su competencia, que «no es ni virólogo ni médico», limitándose a «citar textualmente» lo que, en determinados momentos, fueron las opiniones oficiales del CNR, del doctor Gian Carlo Blangiardo— sino de considerar la función que puede desempeñar dentro de las estrategias del poder, por lo tanto, sus efectos. «Función es aquí borde de cognoscibilidad de la esencia».2 Es en esta dirección que un pasaje como el siguiente debe considerarse: «[…] los poderes que gobiernan el mundo han decidido aprovechar el pretexto de una pandemia —en este momento no importa si es verdadera o simulada— para transformar de arriba a abajo los paradigmas de su gobierno de los hombres y las cosas». El hecho de que la epidemia sea verdadera o simulada no cambia nada, en cualquier caso puede ser utilizada por el poder como un pretexto, lo que acarrea consecuencias sociales y cumple una función que es principalmente política. En este sentido, la epidemia no-está ahí. ¿Pero qué significa esto? No significa, por supuesto, preferir la solución neoliberal a la totalitaria, el control a la disciplina, la enfermedad al encierro, sino adoptar un posicionamiento ofensivo que no ceda a la trampa reaccionaria de dejarse atrapar en un cuello de botella, en la falsa alternativa entre lo que ya existe (los Estados Unidos o China), privando a la actualidad de su potencia, desterrando de la realidad todas las posibilidades (¿En qué punto estamos?):
Significa, por supuesto, quedarse en casa, pero también no dejarse llevar por el pánico […]. Significa, por supuesto, quedarse en casa, pero también permanecer lúcidos y preguntarse si la emergencia militarizada que se ha proclamado en el país no es también, entre otras cosas, una forma de descargar sobre los ciudadanos la gravísima responsabilidad en que los gobiernos han incurrido al desmantelar el sistema sanitario. Significa, por supuesto, quedarse en casa, pero también hacer oír nuestra voz […] Significa, finalmente, preguntarnos qué vamos a hacer…
Significa deshacerse de la oposición entre las dos hipótesis contrastantes, sobre la existencia o inexistencia del virus, y preservar ambas en forma de un modelo que afirme, al mismo tiempo, la «existencia eficiente» y la «no existencia eficiente» de la epidemia.3 De lo contrario, la adopción (primero en Italia y después en Europa) de medidas paratotalitarias en el seno de los sistemas económicos neoliberales (que hace tiempo que han adquirido un rostro cada vez más autoritario) podría conducir peligrosamente a un singular «capitalismo comunista» híbrido, una especie de sociedad biopolítica debordiana de lo espectacular integrado 2.0 que combina los aspectos más violentos del nuevo mercado mundial con los más represivos del Estado, «combinando la extrema alienación de las relaciones entre los hombres con un control social sin precedentes» (Capitalismo comunista).
3. Metafísica del secreto generalizado
Si en la obra agambeniana hay un texto al que, por cuestiones estilísticas y argumentales, las intervenciones críticas publicadas por Quodlibet miran más de cerca, se trata sin duda de Medios sin fin, un libro dedicado a la memoria de Guy Debord. ¿Cómo no reconocer la presencia del teórico situacionista en un escrito como Sobre lo verdadero y sobre lo falso? En la denuncia del mecanismo veritativo vigente («La humanidad está entrando en una fase de su historia en la que la verdad se reduce a un momento en el movimiento de lo falso. Verdadero es ese discurso falso que debe ser considerado verdadero incluso cuando se demuestra su no verdad») la cita de La société du spectacle es casi literal: «En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso».4 Su significado se aclaró unos años más tarde en los Commentaires, donde Debord introduce la teoría del secreto generalizado —es decir, de lo que «está detrás del espectáculo, como complemento decisivo de lo que muestra y, si llegamos al fondo de las cosas, como su operación más importante»—5 y distingue la mentira tradicional de la desinformación recién nacida por la necesidad de esta última de contener en sí misma una cierta cantidad de verdad aunque sea deliberadamente manipulada y desfigurada, hecha irreconocible. Desde cierto punto de vista, el Espectáculo integrado, la dominación de la publicidad, no es más que una situación de hegemonía indiscutible de la desinformación, un mundo en el que la desinformación ha sustituido definitivamente a la información, donde el ruido de los medios de comunicación ha forzado a las personas a una afonía particular, convirtiéndolas en oyentes o espectadores pasivos de palabras falsificadas.
Hay que recordar que, en Italia, la primera reacción impetuosa al descubrimiento del virus fue por parte de los periódicos y los sistemas de información. Los primeros casos comprobados de positividad al virus tuvieron lugar en la ciudad de Wuhan, en China, a finales de diciembre de 2019, y luego se manifestaron progresivamente en numerosos países vinculados por relaciones comerciales, como los Estados Unidos (13 de enero de 2020), Francia (24 de enero de 2020) y Alemania (28 de enero de 2020). El contagio en Italia se determinará sólo el 30 de enero de 2020, el mismo día en que la OMS declarará oficialmente que el virus es un peligro para la salud pública mundial. Eran dos turistas chinos de vacaciones en Roma. A la mañana siguiente los periódicos titulaban sensacionalmente: «Virus, golpea Italia», «Coronavirus, primeros casos. Dos pacientes chinos hospitalizados en Roma: es una alarma», «La OMS: “Es una emergencia mundial”». Al mismo tiempo, el Consejo de Ministros decretó el estado de emergencia «como consecuencia del riesgo sanitario vinculado a la aparición de patologías derivadas de agentes virales transmisibles» por un período de seis meses, convirtiéndose así en el primer país europeo que recurrió jurídicamente a medidas de emergencia. El 1 de febrero, los periódicos titularán «Virus, estado de emergencia», «Gobierno infectado», «El coronavirus como el cólera», iniciando un mes intenso de continuas oscilaciones entre el alarmismo, por un lado, y los llamamientos a la moderación y el sentido común, por el otro. Contrariamente a los escenarios apocalípticos evocados por los medios de comunicación, no habrá consecuencias epidémicas por el estado clínico de los dos ciudadanos chinos de visita en Roma que dieron positivo al SARS-CoV-2, ni por el estudiante de la región de Emilia que regresó de Wuhan y se certificó positivo el 7 de febrero. Hasta el 21 de febrero, fecha en que se confirmará el brote en Castiglione d’Adda-Codogno, en la provincia de Lodi, no se confirmará ningún otro caso ni se involucrará a un número de personas tal que justifique el uso del término «epidemia». En varias ocasiones los periódicos se centraron en titulares alarmistas y sensacionalistas (entre el 22 y el 23 de febrero: «Virus, el norte en el miedo», «Italia infectada», «Alto a todo», «Vade retro», «Norte, parálisis del virus», «Virus, Italia se blinda», «El norte se cierra», «Cuidados intensivos», «Pruebas técnicas de masacre»), generando progresivamente una reacción inmediata de miedo en la población (en todo el país, y no sólo en las zonas afectadas) adecuada y proporcionada al clima propagandizado, sólo para retractarse de todo en un intento de diluir el clima incandescente (el 27 de febrero: «La OMS: Italia, no más pánico», «Basta de alarmismo», «Virus, ahora se exagera»), para que el pánico no se convirtiera en una verdadera desesperación, impidiendo la compra desenfrenada de productos primarios que se tradujera en el saqueo de supermercados y farmacias, frenando el éxodo masivo de las regiones más afectadas y legitimando la represión violenta de los motines en las cárceles.
Los medios de comunicación soplaron alternadamente sobre el fuego y domesticaron o dirigieron las llamas, solicitando y facilitando la disposición de la población a aceptar una gestión autoritaria y policial de la situación. Sólo así se pudo hacer soportable la desertificación de las calles —que sólo a una mirada distorsionada puede aparecer como «orden»— obtenida a través de una militarización imponente, dejando que la exhibición de armas que caracteriza a la policía coincida con la cotidianidad, dejando que la exposición de la violencia soberana coincida con la normalidad.6 Por supuesto, no hay nada nuevo en tal esquema:
Una de las leyes —ni siquiera tan secretas— de la sociedad democrático-espectacular en la que vivimos quiere que, en momentos de grave crisis del poder, la mediocracia se desprenda en apariencia del régimen del que es parte integrante para gobernar y dirigir la protesta para que no se convierta en una revolución. No siempre es necesario, como en Timișoara, simular un acontecimiento; basta con jugar de antemano no sólo con los hechos (declarando, por ejemplo, como hacen muchos periódicos desde hace meses que la revolución ya ha tenido lugar), sino también con los sentimientos de los ciudadanos, para darles expresión en la primera página antes de que, convirtiéndose en gesto y discurso, circulen y crezcan en las conversaciones e intercambios de opinión.7
La acusación indiscriminada de conspiracionismo, que ahora se plantea contra cualquiera que intente desarrollar una posición crítica, parece al menos inquietante si se la pone al lado de las medidas anunciadas por la Autorità per le Garanzie nelle Comunicazioni el 19 de marzo de 2020 para contrarrestar la «difusión de información falsa o en cualquier caso no correcta». Es curiosa la circunstancia de que esta información sancionable a menudo provenía de fuentes reconocidas y consideradas como autorizadas hasta el día anterior a sus declaraciones sobre el Covid-19. En cualquier caso, en lugar de devolver a las personas su capacidad de discernir lo verdadero de lo falso, las news de las fake news, las instituciones propusieron una vez más preservar e intensificar autoritariamente la alienación lingüística provocada por el espectáculo y las redes sociales. En un mundo realmente invertido, la desinformación aparece en forma de información y viceversa, en un «devenir-mundo de la falsificación» que coincide con «un devenir-falsificación del mundo».
4. El consejero del Príncipe
Sólo puede resultar curioso cómo la intolerancia y la reticencia de una población hacia sus leyes antitabaco, la administración rutinaria de vacunas o la adopción de las indicaciones más elementales de protección del medio ambiente ha ido acompañada de una cierta mansedumbre y docilidad en el respeto del lockdown y en la recepción de los decretos anticovid, al menos durante las dos primeras fases de la pandemia. Sólo la posibilidad de un colapso económico definitivo desencadenó posteriormente algunas tímidas protestas, dejando emerger la condición de vida a la que durante mucho tiempo habíamos estado sometidos: ni el amor, ni los afectos, ni los principios juegan un papel decisivo en nuestras vidas, sino sólo las tijeras afiladas que alternan entre la necesidad de dinero y el mantenimiento de la mala salud. Cabe preguntarse si tal confusión no es el índice, al mismo tiempo, del grado de expropiación del lenguaje humano por parte del capitalismo (el espectáculo) y del grado de expropiación de la salud por parte de los sistemas de salud sobre los seres humanos (la iatrocracia).
El crítico más despiadado de las instituciones modernas y, en particular, de las instituciones médico-sanitarias puede considerarse sin duda alguna Ivan Illich. Sería difícil no reconocer la importancia de su famoso Medical Nemesis, donde afirma que
[a]l rebasar sus límites críticos, un sistema de asistencia a la salud basado en médicos y otros profesionales resulta patógeno por tres motivos: inevitablemente produce daños clínicos que superan sus posibles beneficios; no puede sino resaltar, en el acto mismo de oscurecerlas, las condiciones políticas que hacen insalubre la sociedad, y tiende a mistificar y a expropiar el poder del individuo para sanarse a sí mismo y modelar su ambiente. Los sistemas médico y paramédico sobre la metodología y la tecnología de la higiene son un notorio ejemplo del mal uso político que se hace de los avances médicos para fortalecer el crecimiento industrial más bien que el personal.8
En resumen, como reitera en un apéndice al texto escrito doce años después, su hipótesis es que el principal factor patógeno de nuestra sociedad se encuentra precisamente en la búsqueda del ideal de salud. Esta posición ha sido adoptada recientemente —sin gran escándalo o controversia— por el Comité Invisible en su crítica más amplia de las instituciones:
El objetivo de la institución médica no es cuidar de la salud de la gente, sino producir a los pacientes que justifiquen su existencia y una definición de la salud correspondiente. Nada nuevo, por este lado, desde Ivan Illich y su Némesis médica. No es por el fracaso de las instituciones sanitarias por lo que hemos acabado viviendo en un mundo tóxico de un extremo a otro y que a todo el mundo enferma. Se debe, por el contrario, a su triunfo. El fracaso aparente de las instituciones es, muy a menudo, su función real.9
Illich es recordado explícitamente por Agamben en la intervención del 13 de abril, titulada Una pregunta —donde sostiene la responsabilidad de la medicina poscartesiana en la ruptura que se ha producido en nuestra experiencia singular en una esfera corpórea o biológica, por un lado, y en una espiritual o cultural, por el otro— y en algunas entrevistas (La nuda vida; Polemos epidemios), pero un lector atento puede percibir, sin demasiada dificultad, su presencia silenciosa y dispersa aquí y allá, de manera subterránea, como un tono o una intensidad, en muchas de las intervenciones. Algo similar puede decirse de Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pocos han notado y profundizado el eco del pensamiento de Illich dentro de ese texto y, en particular, en la tercera parte del libro, dedicada al campo como paradigma biopolítico de lo moderno. Curiosamente, en 1995 nadie encontró nada que objetar, las críticas se centraron en otros aspectos de la argumentación agambeniana, por ejemplo, la adopción paradigmática del campo, reiterada más tarde con la publicación de Lo que resta de Auschwitz. Sin embargo, hay numerosos pasajes en Homo sacer I que proyectan una sombra siniestra sobre la institución médica. Quizá muchos se detuvieron en la observación histórica de la connivencia y complicidad de individuos pertenecientes a la categoría médica con un poder totalitario, pasando deliberadamente por alto la pregunta sobre la contribución y la responsabilidad de la medicina y la investigación científica en las atrocidades (incluidos los experimentos innobles) perpetradas por el nacionalsocialismo. Se trataba más bien de darse cuenta de que casi al mismo tiempo se estaban llevando a cabo experimentos igualmente crueles por parte de médicos e investigadores estadounidenses en los condenados a muerte y en los reclusos de sus propias prisiones:
Si, de hecho, era teóricamente comprensible que tales experimentos no hubieran planteado problemas éticos a los investigadores y los funcionarios de un régimen totalitario que se movía en un horizonte abiertamente biopolítico, ¿cómo era posible que se hubieran realizado experimentos en cierta medida análogos en un país democrático?10
A la luz de la secreta continuidad entre totalitarismo y democracia, lo que estaba en juego en el capítulo sobre las Versuchepersonen, sobre los conejillos de indias humanos, era comprender cómo, dentro del horizonte biopolítico que caracteriza a la modernidad, el médico y el científico se mueven en esa tierra de nadie entre muerte y vida, entre excepción y norma, lo que, en otro tiempo, era prerrogativa exclusiva de la decisión soberana.
Situadas dentro de esta trayectoria de estudios, enriquecida por las perspectivas de David Cayley y Patrick Zylberman, las intervenciones sobre la epidemia política no hacen más que reconfigurar el papel de la medicina y la ciencia a la luz de la situación político-económica que ha surgido en las últimas décadas. Por lo tanto, es en la intersección entre el estado de excepción, la afirmación del capitalismo como religión y el desarrollo de los dispositivos de control seguritario, donde debemos comprender el papel de la ciencia hoy en día y su ubicación exacta. La hipótesis de Agamben es que, como mera pragmática carente de un rigor conceptual propio, la medicina ha sustituido o integrado al capitalismo como religión cultual privada de una dogmática especial. En ella reconoce las características fundamentales identificadas por Walter Benjamin en relación con el capitalismo (La medicina como religión). Este punto de convergencia ha sido llamado por Agamben «bioseguridad» (Bioseguridad y política): el médico, continuamente suspendido entre vaticinio sacerdotal y decisión clínica, entre instancia escatológica y maniqueísmo terapéutico, se eleva ahora, después de una agotadora disputa virológico-religiosa, al papel de consejero personal del Príncipe. Sin embargo, la desconfianza en los consejeros no siempre está errada; la posibilidad de un consejo fraudulento y un gobierno en la sombra siempre está al acecho. Recordemos una última vez las palabras de Illich: «La aceptación acrítica de la omnisciencia y la omnipotencia de los profesionales por parte de la gente puede dar lugar a doctrinas políticas autoritarias (con posibles nuevas formas de fascismo) o a una nueva explosión de locuras neoprometeicas pero esencialmente efímeras».11 De hecho, ¿qué otra cosa debería indicar la expresión recientemente introducida de «gobierno de segundo grado»? La medicina no tiene la tarea de legislar o hacer cumplir las normas, sino de tratar a los pacientes de acuerdo con esos principios que desde hace siglos «el juramento de Hipócrates recoge irrevocablemente» (El derecho y la vida). La historia de la humanidad ha pasado por varias formas ilegítimas de poder político introducidas por figuras sociales (sacerdotes, jueces, coroneles, economistas) que han concentrado repentinamente la soberanía en sí mismos, reconfigurándola de vez en cuando mediante los saberes característicos de sus propias funciones. Hace sólo unos años, en el momento de la crisis económica, el giro tecnocrático que estaba arrasando con las democracias occidentales fue denunciado y refutado de diversas maneras. No está claro por qué una reserva análoga no puede expresarse legítimamente con respecto a su apéndice iatrocrático cada vez más concreto.
5. Los Arcontes de este siglo
¿Cuál es, a la luz crepuscular de las intervenciones de Agamben, el escenario que la política mundial está dibujando ante nuestros ojos? La dominación espectacular de los medios masivos de comunicación, la iatrocracia de los médicos-sacerdotes, el control soberanamente policiaco de las calles, nos dan la imagen de un mundo en el que los medios —concebidos como sus respectivos monopolios exclusivos: monopolio del lenguaje, monopolio de la salud, monopolio de la violencia— se afirman ahora como sus propios fines, es decir, como medios que tienen su propio fin en sí mismos. Porque el espectáculo no es más que una etapa del capitalismo en la que nuestra naturaleza lingüística, habiendo llegado a una alienación extrema, avanza amenazantemente hacia nosotros, radicalmente invertida. Lo mismo ocurre con nuestra concepción de la salud y la policía, donde nuestra capacidad de curación y nuestra violencia específicamente humanas, hace tiempo alienadas, se ciernen ahora sobre nosotros como un peligro. Así, nuestro mutismo en todas partes se encuentra con el lenguaje por el lenguaje de los medios, nuestra mala salud en todas partes se encuentra con la salud por la salud de los médicos, nuestra inermidad en todas partes se encuentra con la violencia por la violencia uniformada.
Es el mundo de la teología-económica en el que, según el modelo descrito por Nicolas Malebranche en su Traité de la nature et de la grâce, en el estado de excepción (el milagro), una ley general confiere al poder ejecutivo (los ángeles) un poder especial de gobierno que es también legislativo (la soberanía divina), y lo fragmenta en la jerarquía de sus ministerios, en la burocracia de sus funcionarios y sus oficios. La providencia, el gobierno del mundo, se convierte así en una esfera autosuficiente con respecto a los órganos mediata o inmediatamente soberanos, estableciéndose como un lugar relativo de la soberanía.12 Una característica curiosa de nuestras instituciones es que, hoy más que nunca, conceptos teológicos secularizados operan en secreto en ellas. Una extraña pista a este respecto nos la ofrece más o menos conscientemente la noción de santo patrón, o protector, que pertenece a algunas confesiones cristianas. Como es bien sabido, los patrones de las fuerzas del orden, de los trabajadores de la salud (farmacéuticos, enfermeras, médicos) y de los que trabajan en las comunicaciones son, respectivamente, los Ángeles Miguel, Rafael y Gabriel. No se trata de una mera coincidencia o convención, sino que es consecuencia del paralelismo que en el ámbito teológico, al menos desde Atenágoras y con un consenso cada vez mayor, afirma la analogía estructural entre burocracia celestial y burocracia terrenal — en palabras de Tomás de Aquino: «El poder sagrado llamado jerarquía se encuentra tanto en los hombres como en los ángeles» (S. Th., q. 108, a. i, arg. 3). De hecho, debemos prestar atención a los nombres teofóricos de los tres ángeles: Miguel viene del hebreo Mi-ka-El que significa «¿Quién es como Dios?», Rafael de Rafa-El que significa «Dios cura» y Gabriel de Gavri-El que significa «Dios poderoso» o incluso «consejero maravilloso». El primero es responsable de dirigir los ejércitos celestiales en la guerra contra los ángeles caídos, el segundo de traer curación y salud, y el tercero de entregar el anuncio divino. Cada uno de ellos, en su función celestial, recordada por su nombre teofórico, se opone a un ángel caído muy específico: Miguel a Satanás (la pareja angélica original), cuyo pecado es precisamente el de haberse rebelado al equipararse a Dios; Rafael a Asmodeo, a «el que hace perecer»; Gabriel a Mammón, o al dinero y la riqueza. Sin embargo, si la observación de George B. Caird tiene razón, si por lo tanto lo demoníaco no es más que el aislamiento y la exaltación del poder angélico y legalista en un sistema religioso independiente (es decir, la caída angélica), es posible decir que Satanás, Asmodeo y Mammón no son entidades separadas sino sólo la otra cara de Miguel, Rafael y Gabriel, es decir, el peligro en el que la violencia, la medicina y la comunicación divina están siempre a punto de deslizarse al absolutizarse, cancelando su relación con la dimensión soberana y trascendente, considerándose autosuficientes. Dicho de otra manera, el diablo es la posibilidad más propia del ser angelical.13 Si la gubernatio mundi de los ángeles (mal’akim, mensajeros) se afirma como el lugar absoluto y eterno de la soberanía, es decir, como un fin en sí mismo —si el mensajero se afirma como el mensaje en sí mismo (o en palabras del crítico Marshall McLuhan «el medio es el mensaje»)—, ella revela su cara eminentemente infernal. En otras palabras, a los ángeles les pertenece una ambigüedad constitutiva, y la familiaridad entre angelología y teoría del poder se invierte aquí en la familiaridad entre teoría del poder y demonología. Esto significa que un poder ministerial, policiaco, sanitario o mediático, que se absolutiza como fin propio, cortando todo vínculo de «servicio» (ministerium) con los órganos de soberanía directa o indirecta, no es más que un poder demoníaco y, como tal, ilegítimo, cuyo objetivo es subyugar a la población por medio del miedo, aboliendo en ella la memoria y el ejercicio de toda medialidad legítima (¿Qué es el miedo?; El amor ha sido abolido). Por consiguiente, ese poder trata de «asir a toda costa la nuda vida que ha producido y, sin embargo, por mucho que intente apropiarse de ella y controlarla con todos los dispositivos posibles, no sólo policiacos, sino también médicos y tecnológicos, no podrá sino escurrirse de él, porque es por definición inasible» (Cuando la casa se quema). Es precisamente su inmanencia absoluta, su ser todo en todo, a lo que ahora está irreparablemente consignada, lo que permite que la nuda vida sea su propia única forma de sí misma, el Ingobernable que escapa incansablemente a la captura de toda estrategia económico-gubernamental del poder.
Es dentro de esta imagen que se debe captar el carácter mesiánico de las intervenciones de Agamben (Sobre el tiempo que viene). El mesianismo es, de hecho, el lugar donde los monoteísmos han tratado de llegar al fondo del problema constituido por la Ley, el poder angelical y el poder terrenal. El Mesías introduce el fin, hic et nunc, librando al mundo del gobierno, reduciendo «a la nada todo principado y toda potestad y potencia» (1 Cor., 15, 24) — haciéndolos inoperantes, destituyéndolos. Como escribió Benjamin en el Theologisch-politisches Fragment, en el mesianismo está en cuestión una tarea político-nihilista, que consiste en devolver a su relatividad y finitud histórico-natural, a su pura medialidad, lo que se ha reivindicado (e incomprendido) como un fin autosuficiente y eterno en sí mismo. La condición «bioseguritaria» determinada por estas figuras angélico-demoniacas es la de un mundo que ha llegado a su conclusión, donde el intento de renovar providencialmente, una vez más, lo profano en un cristal de infelicidad, ocluyendo (o escondiendo) aún la entrada al Jardín en el que desde siempre habita, se vuelve más desesperado y agresivo. Una vez más, significa que el problema no es la soberanía, sino el gobierno; no es Dios, sino el ángel; no es el rey, sino el ministro. No es posible aceptar ninguna otra subjetivación, no es posible aceptar mantener la maquinaria gubernamental en movimiento. El llamado mesiánico a no esperar «ni un nuevo dios ni un nuevo hombre» y a buscar «entre las ruinas que nos rodean, una forma de vida humilde y más sencilla, que no es un espejismo, porque tenemos memoria y experiencia de ella, aunque, dentro y fuera de nosotros, potencias adversas [las potencias que gobiernan el mundo] la rechacen cada vez en el olvido» (Sobre el tiempo que viene) coincide perfectamente y sin residuos con aquel político a elaborar «nuevas formas de resistencia, a las que deberán comprometerse sin reservas quienes no renuncien a pensar en una política venidera, que no tendrá ni la forma obsoleta de las democracias burguesas ni la del despotismo tecnológico sanitario que las está sustituyendo».14 Lejos de toda resignación conservadora o esperanza reformista, la profecía que anuncia lo que viene «es la potencia destituyente que, en todos los ámbitos, depone los poderes y las instituciones, incluidos aquellos, iglesias o partidos, que pretenden representarla». Sobra la felicidad, la inoperosidad del gobierno, el hackeo de la cibernética.
Hay que tratar de no olvidar las palabras del poeta, según las cuales «donde crece el peligro, también crece lo que salva» — o, si se prefiere, las de su reformulación pulchinellesca: «Ubi fracassorium, ibi fuggitorium».
Donde hay una catástrofe, hay una ruta de escape.
1 G. Agamben, «Lezione nelle tenebre», en Id., Quando la casa brucia, Macerata, Giometti & Antonello, 2020, p. 38.
2 F. Jesi, I recessi infiniti di Mutterrecht, in J.J. Bachofen, Il matriarcato, Einaudi, Torino 1988, p. XIX.
3 F. Jesi, Conoscibilità della festa, in Id., Il tempo della festa, Nottetempo, Roma 2013, p. 82.
4 G. Debord, La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-Textos, 2002, p. 40.
5 G. Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 24.
6 G. Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política, Valencia, Pre-Textos, 2001, pp. 90-91.
7 Ibid., p. 97.
8 I. Illich, «Némesis médica», en Id., Obras reunidas. Volumen I, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2004, pp. 14-15.
9 Comité invisible, Ahora, Logroño, Pepitas de calabaza, 2018, pp. 77-78.
10 G. Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 1998, p. 201.
11 Ivan Illich, «Disabling Professions», in Id. et al., Disabling Professions, Londres, Marion Boyars, 1977, pp. 11-12.
12 Sobre estas cuestiones cf. G. Agamben, El Reino y la Gloria. Una genealogía teológica de la economía y del gobierno, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008.
13 Como ha escrito Emanuele Coccia: «La caída es el hecho angélico por definición: es consustancial al tipo de poder que encarnan, la jerarquía, y es lo que los distingue de Dios. Y es precisamente en la caída que la verdad de su existencia se expresa con mayor fuerza […]. Si el hombre, como se ha dicho, es el ser-para-la-muerte, el ángel es, en el cosmos, el ser-para-la-caída, el dios que puede caer» (en G. Agamben y E. Coccia (eds.), Angeli. Ebraismo, Cristianesimo, Islam, Vicenza, Neri Pozza, 2009, p. 496).
14 G. Agamben, «Avvertenza», in Id., A che punto siamo?, Macerata, Quodlibet, 2020, p. 15.