¿Queremos ser máquinas?

El confinamiento como medida preventiva para combatir el Covid-19 tornó imprescindible nuestro desenvolvimiento tecnológico. Ya sea a través de las plataformas virtuales —en el caso de las instituciones educativas— o de las sesiones de terapia online —en el universo psi—, la cuarentena nos encuentra inmersos en el código binario y hay quienes sostienen que esta nueva normalidad, que permite adaptar el afuera a la comodidad del hogar, llegó para quedarse.



¿Queremos ser máquinas?

Lucía Amatriain

Lobo Suelto

 

El confinamiento como medida preventiva para combatir el Covid-19 tornó imprescindible nuestro desenvolvimiento tecnológico. Ya sea a través de las plataformas virtuales —en el caso de las instituciones educativas— o de las sesiones de terapia online —en el universo psi—, la cuarentena nos encuentra inmersos en el código binario y hay quienes sostienen que esta nueva normalidad, que permite adaptar el afuera a la comodidad del hogar, llegó para quedarse. Sin duda hay proyectos que hace tiempo se desarrollan en esta dirección pero ante la coyuntura notamos una profusión de pantallas que nos acompañan desde el comienzo hasta el final del día ¿y de los días?

En 2017 trascendieron en los medios los autodenominados  cyborg, conocidos también como humanos del futuro. Uno de ellos afirmó que no podía ver a color, que lo hacía en escala de grises y que gracias a un dispositivo que portaba como antena en su cabeza podía percibir colores a través de ondas de sonido. Al ubicar la simbiosis entre las personas y las máquinas como algo natural, destacó lo inexorable del “avance” y del “desarrollo” propio de la época a la cual estaríamos destinados. Según esta curiosa cosmovisión, la indiferenciación entre sujeto-máquina se evidencia en frases que repetimos y/o escuchamos cotidianamente al hablar el lenguaje de las tecnologías, como son “Me estoy quedando sin batería”, ‘‘Necesito recargar pilas’’, o ‘‘Estoy en modo avión’’ donde el límite entre los dispositivos y el propio cuerpo se vuelve difuso. Y no podemos fingir estar totalmente sorprendidos cuando nos enteramos de estos “avances” por más extravagantes que se nos presenten: el cine nos lleva la delantera al imaginar una y otra vez futuros posibles, preparándonos para la aparición de cyborgs, hombres del futuro, robots o transhumanos desde 1927, con filmes clásicos como Metrópolis, o con producciones contemporáneas como Her o Years and years. Pero ¿es todo lo mismo? ¿Es lo mismo utilizar un dispositivo que permita ver a color que aceptar como natural la transformación hacia la persona-máquina? ¿Con qué lente vamos a observar las mutaciones del cuerpo humano a partir de los usos y efectos de las tecnologías?

Nos interesa detenernos en una de las excéntricas propuestas de Elon Musk: el neuralink. En una entrevista que le realizó Joe Rogan, éste le pide que detalle su nuevo invento que ya está generando y que promete concluir para 2025, Musk dice:

¿Qué pasa cuando tenés una idea compleja en tu cabeza y querés transmitirla a otra persona? ¿Cómo hacés eso? Tu cerebro hace mucho esfuerzo, gasta mucha energía comprimiendo un concepto complejo en palabras.

Su iniciativa se basa en no perder información ni energía a través de la comunicación tal como la conocemos ya que, para él, requiere una enorme pérdida de tiempo y “en el mejor de los casos se logra un entendimiento incompleto”. Digámoslo de una vez: con su propuesta, Musk intenta, entre otras cosas, remediar, suprimir la falla en la comunicación, en el entendimiento. ¿Y cómo pretende lograrlo? A través del implante de un dispositivo en el cerebro que comprima por nosotros la información que recibimos, sin capacidad de reflexión alguna. Así es como la promesa de expansión de los sentidos nos conduciría ahora hacia el silencio y la comprensión absoluta.

El psicoanálisis nos enseña que nuestra demanda se articula en términos significantes y el efecto de ese pasaje es la pérdida de la singularidad de la necesidad, la mortificación del sujeto por el significante, su sujeción al lenguaje. Sin embargo, esta operación siempre deja un resto, el deseo. Como podemos experimentar cuando decidimos hablar o escribir sobre el amor, la muerte, la sexualidad, sabemos que hay cosas que no pueden ser nombradas y llamamos deseo justamente a eso que escapa a la cadena significante, a lo que no puede ser del todo dicho. Teniendo en cuenta esto, lo que hoy tenemos para responderle a Musk es que justamente en el esfuerzo por transmitir ‘‘esa pequeña cosita trastornada’’ —diría Freddie Mercury— restituida como vestigio del amor primitivo,  en esa tensión misma ya encontramos una vía regia para echar a rodar lo más íntimo y singular de cada quien. Esta afirmación es entonces un pronunciamiento contra el intento tecnocrático de intentar reducir la lengua al código binario de computación.

Si bien en las últimas décadas nos hemos mimetizado —y alienado— a un gran continente de dispositivos tecnológicos que forman parte de nuestra cotidianeidad, apostamos al resto que insiste y sella la complejidad de la psique, irreductible a cualquier intento de enajenación extrema a la digitalidad contemporánea. Y esto por una sencilla razón: no somos máquinas, sino una sede de deseo —más o menos encendido, más o menos machucado—, y este es el principal punto que nos aleja de cualquier cyborg o robot. A diferencia de ellos, lo que nos hace mover las piernas, lo que opera como lanzallamas… es el deseo auspiciado por la falta, y no una batería recargable.

Por otro lado, aceptamos la precariedad inherente del lenguaje, cuya (im)propiedad testimonian los sujetos cada vez. Entre lo ‘‘impropio’’ podemos mencionar el malentendido en su aspecto amplio, es decir, nunca se puede transmitir exactamente lo que querría decirse. Lacan, en este sentido, adelantó ya el siglo pasado que uno sabe lo que dice —a veces, cuando no se comete un lapsus— pero nunca lo que el otro escuchó. Esta transmisión resulta un fundamento para intentar acercarnos a la dimensión más preciosa y compleja de la lengua en tanto agujero negro que traga sentidos e imposibilita la comunicación exhaustiva. En el mejor de los casos, el malentendido entre los seres hablantes tendrá resonancias, hará piruetas y saltará sobre el charquito del lenguaje, pero jamás será una forma acabada de transmitir información.

Siguiendo lo anterior, y sabiendo que el tiempo es un curioso elemento que inevitablemente ‘‘se pierde’’, o mejor aún, simplemente transcurre, nos detenemos a reflexionar que si hay algo en lo que vale la pena perder el tiempo, es en el blablá, que tanto júbilo nos da. Queda claro en estos días, cuando las restricciones propias de la pandemia nos roban la posibilidad del charloteo despreocupado que aporta un plus, un modo de hacer circular la libido allí donde hay un cuerpo que escucha y absorbe los matices de ese bullicio que porta la voz. De este modo, se re-afirma el deseo como deseo del Otro, siendo la falta un ingrediente que opera como causa y moviliza, vinculando a los seres parlantes al convocarlos como tales:  como  parletres atravesados por el lenguaje. Ante ello, sin embargo, se presenta el recurso de las pantallas como paliativo, podríamos decir. Pues bien: ¿hay pantalla o máquina que reemplace el júbilo de la charla de café en vivo y en directo?