El Malabarista
Rodrigo Karmy
La potencia de las imágenes multiplicadas por las redes sociales de un malabarista asesinado a balazos por la fuerza policial en Panguipulli, expone de manera obscena cómo es que el verdadero enemigo de toda soberanía, de todo poder no es más que el gesto. Frente al dispositivo excepcionalista que otorga más facultades a la policía y que refuerza bajo otro nombre, la “detención por sospecha” que existía durante la dictadura, el gesto asume un efecto destituyente que desarma cualquier forma de hegemonía privando a todo poder de su legitimidad.
La característica fundamental de un gesto –nos recuerda el filósofo Giorgio Agamben- es que él no produce ni actúa. Si en la tradición filosófica el “hacer” humano fue concebido, sea como producción (en que se hace algo desde un medio para un fin) sea como acción (en que se hace algo como un fin en sí mismo), el gesto es precisamente la exposición de los “medios sin fin” que no produce ni actúa, pero sin embargo “hace algo”. ¿Qué hace? Ante todo, transfigura los dos conceptos que tenemos del “hacer” exponiendo al ethos en que los seres humanos pueden habitar su ser-de-potencia.
En el gesto, no se trata que la vida devenga arte o que el arte se torne vida. Más bien, que en el gesto se abre un “punto de indiferencia” –dice Agamben- en que arte y vida, producción y acción experimentan una transfiguración radical. Cuando el malabarista de Panguipulli actúa contra la fuerza policial justamente desenvuelve un gesto: un artista callejero, popular, que ejerce resistencia política. En este sentido, todo gesto expone la potencia que nos constituye y, en ese sentido, interrumpe el circuito identitarista que obsesivamente repite la frase: ¿quién es? –justificándose bajo el dispositivo del “control de identidad”.
La potencia de las imágenes multiplicadas por las redes sociales de un malabarista asesinado a balazos por la fuerza policial en Panguipulli, expone de manera obscena cómo es que el verdadero enemigo de toda soberanía, de todo poder no es más que el gesto. Frente al dispositivo excepcionalista que otorga más facultades a la policía y que refuerza bajo otro nombre, la “detención por sospecha” que existía durante la dictadura, el gesto asume un efecto destituyente que desarma cualquier forma de hegemonía privando a todo poder de su legitimidad.
Que el asesinato haya sido a la luz del día, muestra que, a diferencia de la dictadura en que todo se hacía en base al secreto, en la oscuridad, en lugares ocultos, hoy el crimen puede exhibirse impunemente a ojos de toda la población. ¿Se ve durante la noche? ¿Se ve durante el día? ¿Quiénes ven? ¿Quienes han elaborado grandes teorías sobre la “modernización” para justificar el régimen de acumulación neoliberal prevalente o aquellos que perdieron los ojos, o incluso, la vida con cuyo testimonio se revela el esqueleto del poder?
Ingresamos, pues, al punto en que debemos pensar la relación entre gesto y testimonio. Sobre todo, cuando el término “testigo” adquiere una potencia inusitada si recordamos que en griego, los Padres de la Iglesia le llamaban “mártir” (en la tradición musulmana se le llama shahid). El martirio es otro nombre para el gesto: un “testigo de fe”, es decir, alguien que justamente ve los que el poder no puede ver; aquél que puede recibir la verdad en el instante en que una época la ha perdido completamente.
El poder no es martiriológico porque no ve más que a sí mismo, sino sacrificial en la medida que ejerce su poder de muerte orientado a neutralizar la violencia misma de la comunidad. El testigo es, en cambio, –desde un punto de vista ético y no necesariamente jurídico- una potencia martiriológica porque en su arrojo sin cálculo ni previsión, desafía al poder en un gesto a pesar de ser asesinado.
Aún recuerdo cómo en las protestas en Bahréin durante la Primavera árabe el año 2011 el pueblo se abalanzaba contra una policía que disparaba a matar, cristalizando esa potencia martiriológica de manera radical. Y, en el gesto de Francisco Martínez, el muchacho asesinado por la policía en Panguipulli nuevamente nos encontramos en la escena martiriológica donde el arrojo deviene una verdadera burla al poder que, muchas veces, termina con la muerte. Por eso, el “mártir” –a diferencia de lo que común mente se dice- no es un agente “pasivo” que se “sacrifica” frente al dolor que recibe, sino una potencia destituyente que no tiene tiempo para pensar en la muerte y se arroja radicalmente contra el poder prevalente.
El mártir es un “testigo de fe”, aquél que marca la injusticia del poder existente, la abyección total del orden instituido. El mártir no es, por este motivo, un sacrificado, sino un verdadero luchador popular. Y la historia del martiriologio es la de los oprimidos –a pesar que la Iglesia Católica y las instituciones del poder disputan el significante para transformarlo en la lógica sacrificial y neutralizar así la potencia que el martiriologio puede desencadenar.
Toda revuelta trae consigo una potencia martiriológica. Muchos han sido los muertos en Chile, miles los detenidos irregularmente, múltiples las violaciones a los DDHH –confirmadas por cuanto organismo internacional. El asesinato de Francisco Martínez parece ser el intento de aplastar un gesto que, sin embargo, liberó la potencia martiriológica que llegó a quemar la Municipalidad de Panguipulli, ha multiplicado protestas a nivel nacional y ha desatado el repudio nacional frente a la policía y su impunidad. El mártir revela la verdad del orden en que vivimos. Y desde el 18 de Octubre todo el pueblo de Chile ha desatado un gesto, burlándose del poder, y poniendo en acto el coraje martiriológico contra la perversa institucionalización de la muerte.