El Museo Kropotkin: una aldea anarquista en el epicentro del comunismo

El 8 de febrero de 1921 murió Piotr Kropotkin, teórico anarquista y científico. El afán por conservar su legado intelectual llevó a la creación del Museo Kropotkin en Moscú. Esta es su historia.



Historia
El Museo Kropotkin: una aldea anarquista en el epicentro del comunismo

El 8 de febrero de 1921 murió Piotr Kropotkin, teórico anarquista y científico. El afán por conservar su legado intelectual llevó a la creación del Museo Kropotkin en Moscú. Esta es su historia.
 
 

Historiador y editor

El Salto
8 feb 2021 06:00

Después de un día gélido en la localidad de Dmitrov, la noche se volvió silenciosa. Poco a poco fueron llegando vecinos y allegados a la casa de los Kropotkin. Era el 8 de febrero de 1921 y la noticia de la muerte de Piotr corría como la pólvora; hacía poco más de un mes que había cumplido los 78 años. La ciudad, un pequeño enclave agrícola situado al norte de la populosa Moscú, pronto se convirtió en un hervidero de idas y venidas, de caras nuevas y de caras conocidas. A la mañana siguiente, sus vecinos —mayoritariamente campesinos— guardaban su turno frente a la casa para despedirse de él y, —en la medida de lo posible— dar aliento a Sofía y Sasha, su mujer e hija respectivamente.

Piotr Kropotkin, el anciano teórico anarquista, acababa de morir dejando un legado cuya influencia superaba con creces cualquier expectativa. El anarquista, además de teorizar sobre el anarcocomunismo, las cárceles, los Estados o el apoyo mutuo, era un gran científico, un pensador y un hombre muy respetado por un inmenso número de personas. Sus aportaciones iban más allá de su círculo, siendo hasta leído y considerado por sus adversarios políticos. Incluso el diario bolchevique Pravda le dedicó dos artículos en su página principal.


 


En muy pocas horas se estableció una comisión para organizar todos los actos que estaban por venir. Allí, en Dmitrov, aún con la fatalidad de la noticia, sus familiares y amigos más cercanos planificaron los preparativos. Emma Goldman, Aleksandr Berkman y —entre otros— el médico armenio Atabekian, se habían desplazado rápidamente al lugar para despedirse del viejo compañero. El cuerpo de Kropotkin se trasladó, entre un gentío, desde su casa hacia la estación de tren, donde tomó camino hasta Moscú. Allí, en la capital donde había nacido, miles de personas se acercaron para verle por última vez; muchos no habían leído sus libros, pero mostraban respeto ante el teórico revolucionario caído. Los mensajes y las condolencias llegaban desde los lugares más lejanos e inhóspitos.

Piotr Kropotkin había muerto, pero algunos pocos se resistían a que su legado desapareciera para siempre

Después de varios días y no pocas polémicas, su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Novodévichi. Piotr Kropotkin había muerto, pero algunos pocos se resistían a que su legado desapareciera para siempre. No eran momentos fáciles para el anarquismo ni para las organizaciones anarquistas, pues la reciente guerra civil rusa, el comunismo de guerra y la vigilancia sobre las disidencias originaban todo tipo de dificultades.

La comisión funeraria de Dmitrov pronto generó la aparición de varios comités en memoria del viejo anarquista. Los grupos más activos, los organizados en Petrogrado y Moscú, iniciaron tensas y largas gestiones para dar con una fórmula en la que todas las partes se sintieran a gusto.

Las controversias fueron muchas, pues eran varios los intereses; por un lado, un grupo de anarquistas rusos que aspiraban a perpetuar la memoria de Kropotkin basándose en sus planteamientos ideológicos. Por otro, un colectivo importante también de colaboradoras y amigas, seguidoras de su trabajo más científico, que anhelaban reclamar sus aportaciones en los campos académicos, especialmente en la biología y en la geología. Por si fuera poco, todo se complicaba con la intervención de las autoridades rusas, que vigilaban cualquier movimiento, pues esperaban que con la muerte del geógrafo ácrata se diluyera su idea poco a poco.

Los kropotkinianos, si es que podemos llamarlos así, coincidieron en la necesidad de que más allá de sus diferencias y posicionamientos, era necesario consolidar un espacio en el que se pudiera recoger todo el legado de Piotr. La tarea era compleja y la fórmula a desarrollar convergía de común acuerdo en la creación de un museo-archivo en el epicentro del comunismo, Moscú. Así que, manos a la obra, los diferentes grupos de trabajo iniciaron gestiones y también solicitaron permisos —con las autoridades bolcheviques— para poder convertir, a la mayor brevedad posible, una de las casas de la familia del científico en el futuro espacio museístico.

El autodenominado comité Kropotkin se marcó como tarea fundamental la apertura de ese enclave, por lo que contactó con instituciones científicas de todo tipo con la finalidad de recabar apoyos y fondos documentales o económicos con los que poder dar forma al proyecto. La futura institución, que sería presidida honoríficamente por Sofía Kropotkin, contaba con la presidencia ejecutiva de la revolucionaria rusa Vera Figner y con delegados de las diversas secciones que la debían componer. La presencia de científicos y científicas de gran prestigio fue también fundamental para dar el impulso inicial a la idea.

El Museo Kropotkin abrió definitivamente sus puertas en diciembre de 1923, en el número 26 de la calle Shatniy Lane, enclave céntrico en el que vivió durante sus primeros años de vida

Las sospechas de las autoridades rusas eran lógicas, pues en torno a la institución se agruparon algunos de los anarquistas más significativos por aquel entonces en Moscú: Atabekian, Lebedev o Borovoy, por ejemplo. El Museo Kropotkin abrió definitivamente sus puertas en diciembre de 1923, en el número 26 de la calle Shatniy Lane, enclave céntrico en el que vivió durante sus primeros años de vida. Las aportaciones de cuadros, libros, cartas y otros materiales llegaban a cuentagotas desde diferentes partes del mundo; con ellas, poco a poco, se fue dotando el espacio. En 1925 consiguieron incorporar al museo la biblioteca personal de Kropokin que aún se conservaba, junto con buena parte de su archivo personal y correspondencia, procedentes de Inglaterra.

Se prepararon charlas, explicaciones, boletines de noticias y hasta una guía para el visitante. Pero las dificultades iban en aumento. Tanto internamente, como externamente, la gestión del legado de Kropotkin se enfrentaba a grandes contratiempos. Por un lado, en el seno de la institución, continuaba la pugna entre sus seguidores por hacerse un hueco en sus órganos de gestión. Un grupo de anarquistas había conseguido utilizar el espacio para reunirse y dar salida a sus conferencias y debates, cuestión que levantó constantes problemas con las autoridades comunistas. La OGPU, la policía secreta, vigilaba sus actos, pues consideraba que tras el cierre de los pocos periódicos anarquistas que se mantenían en pie y la clausura de la imprenta libertaria Golos Trudá, el Museo Kropotkin era poco menos que el núcleo principal de propaganda anarquista de toda Rusia. Era de esperar que en esos primeros años del mandato de Stalin se fijaran detenidamente en ese espacio y en las personas que lo frecuentaban.

Pese a los esfuerzos de algunas, separar a Kropotkin de sus ideas era prácticamente imposible, por lo que las autoridades se esforzaron en realizar informes sobre unos y otros, a los que acusaron, con cierta facilidad, de difundir actividades contrarrevolucionarias. Para colmo de las autoridades, buena parte de las colaboradoras del museo hacían preparativos para realizar una exposición y un acto conmemorativo para el cincuentenario de la muerte de Mijail Bakunin. La propaganda bakuninista en Moscú generó un escándalo, pues en los actos que se organizaron se lanzaron proclamas y críticas contra los bolcheviques y contra lo que consideraban una deriva de sus principios.


 


Algunos de los organizadores del museo marcharon de la institución a medida que iban perdiendo protagonismo, mientras se aumentaba la vigilancia sobre las actividades que realizaban tanto dentro como fuera del mismo. Varios trabajadores, incluidos sus bibliotecarios, sufrieron detenciones y encierros.

Pero los problemas con las autoridades no eran los únicos a los que debían hacer frente; a finales de los años 20, a la vez que crecían los fondos museísticos, los problemas de autonomía económica del centro aumentaban y se hacían estructurales. Mantener el museo y sus actividades generaba un coste económico difícilmente asumible, si se hacía al margen de las autoridades. La institución se mantuvo económicamente por las aportaciones que llegaban principalmente desde Norteamérica. Los kropotkinianos de los Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania y de otros lugares, organizaban rifas y ceremonias para aportar dólares y rublos al proyecto. Pero su realidad, la económica, no era ajena a la del resto; la crisis económica de 1929 y, por qué no decirlo, la pérdida de presencia pública de los anarquistas, se hicieron notar. La dificultad para abrir las puertas era cada vez mayor; Sofía Kropotkin reconoce en su correspondencia que ella ya era anciana para gestionar ese gigante y advertía también de la imposibilidad de mantener sola las cargas del museo. El legado del anarquista ruso pendía de un hilo y la cuestión económica no era más que un lastre añadido a los que debían hacer frente. Las noticias del museo dejaban de tener presencia en la prensa libertaria de la época y las dificultades para contactar con el exterior de la Unión Soviética eran cada vez mayores.

Mientras se traducían al chino, al yiddish o al esperanto algunas de las obras de Kropotkin y se imprimían a miles sus libelos en España, el fondo documental del autor desaparecía, poco a poco, de la escena pública

La paradoja era visible: mientras se traducían al chino, al yiddish o al esperanto algunas de las obras de Kropotkin y se imprimían a miles sus libelos en España, el fondo documental del autor desaparecía, poco a poco, de la escena pública. En los años 30, el movimiento obrero internacional miraba para otro lado; una nueva generación tenía que hacer frente al ascenso del fascismo y al de los totalitarismos. Muchas de las colaboradoras del museo habían muerto o estaban en los años finales de sus vidas.

El antiguo museo acoge desde los años 80 del pasado siglo la embajada de la Organización para la Liberación de Palestina en Rusia

En 1939, en la antesala de la catarsis bélica, el Museo Kropotkin cerraba sus puertas definitivamente y la mayor parte de su enorme legado se guardaba en cajas. Durante la contienda mundial, los fondos documentales se transfirieron al Museo de la Revolución, también en Moscú, donde permanecieron mucho tiempo. En la actualidad, parte de ese archivo se puede consultar en diversas instituciones rusas, mientras que otra parte de su contenido desapareció para siempre. El antiguo museo acoge desde los años 80 del pasado siglo la embajada de la Organización para la Liberación de Palestina en Rusia. Kropotkin y su obra se diluyeron durante mucho tiempo en su Rusia natal.