Habitar en un mundo grande y terrible. Algunos apuntes sobre salud; mental, juventud y política

La redacción de este artículo es el resultado de varios meses de trabajo. Sentarse a escribir sobre ansiedad y depresión mientras la experimentas es como asomarse a un pozo interior que no sabes donde acaba -lo más probable que en otra crisis de ansiedad o ataque de pánico. Así que finalmente me decidí a hacerlo asumiendo la escritura como uno más de los muchos ejercicios de exposición que hice durante las sesiones de terapia.



Habitar en un mundo grande y terrible. Algunos apuntes sobre salud; mental, juventud y política

Manuel Romero Fernández

Lobo Suelto

 

«La pandemia de angustia mental que aflige nuestros tiempos no puede ser correctamente  entendida, o curada, si es vista como un problema personal padecido por individuos dañado» Mark Fisher

La redacción de este artículo es el resultado de varios meses de trabajo. Sentarse a escribir sobre  ansiedad y depresión mientras la experimentas es como asomarse a un pozo interior que no sabes  donde acaba -lo más probable que en otra crisis de ansiedad o ataque de pánico. Así que finalmente  me decidí a hacerlo asumiendo la escritura como uno más de los muchos ejercicios de exposición que  hice durante las sesiones de terapia. 

Después de llevar más de medio año sufriendo episodios de ansiedad y pánico y un fuerte trastorno de angustia, no se me ocurre una mejor forma de describir esta espantosa experiencia que aquellas  palabras de Antonio Gramsci que decían que vivimos en un mundo grande y terrible. Creo que los  dos adjetivos que utiliza describen a la perfección como se nos presenta la cotidianeidad a las personas  que padecemos síntomas ansioso-depresivos: como una realidad inabarcable que acentúa nuestra  vulnerabilidad y una sensación de malestar dominada por pensamientos negativos sobre todo lo que  nos rodea. Además, lo virtuoso de estas palabras es que no reflejan únicamente la percepción  individual del afectado, también describe en lo que se ha convertido el mundo que habitamos en la  etapa del capitalismo tardío: un caos globalizado en el que predomina el desarraigo y la incertidumbre.  

Pese a que es cierto que el padecimiento de la ansiedad o la depresión se proyecta en vivencias muy  personalizadas, los orígenes de mi enfermedad es probable que no difieran en gran medida de las  causas que han empujado a otras personas a pasar por lo mismo. Mi vida en los últimos años, como  la de la gran mayoría de la gente de mi generación, se ha convertido en una carrera de fondo repleta  de obstáculos que tiene como meta la acumulación de méritos (académicos, laborales, personales,  etc.). Los jóvenes ya no tenemos biografía, sino curriculum vitae. Para los que estamos buscando  abrirnos paso en la academia los riesgos de padecer algún tipo de malestar mental son bastantes altos.  Según un estudio publicado en la revista Nature, nada más y nada menos que un 41% de las personas  que se encuentran doctorando sufren ansiedad, y un 39% depresión1. Para un análisis pormenorizado  de los problemas de salud mental asociados a la investigación recomiendo encarecidamente leer el  artículo El coste mental de la carrera investigadora, publicado en el diario El Salto2. Crecimos  haciendo de la cultura del esfuerzo, el relato por el que se suponía que si te dejabas la piel en algo  obtendrías compensación, nuestro habitus, y ahora estamos atrapados en una crisis cíclica de  sacrificios sin recompensas o, a lo sumo, con recompensas poco satisfactorias. El futuro se nos  presenta como una reiteración ad infinitum del pasado, la linealidad progresiva de la modernidad se  ha desvanecido dejando paso a la repetición de corto plazo. No es extraño entonces que la ansiedad,  cuya definición clínica es la activación desproporcionada del sistema nervioso central ante la  anticipación de un escenario futuro, se haya integrado a nuestro estado de ánimo normal.  

Es habitual describir la depresión o la ansiedad como un trastorno pasajero y restarles la importancia  que se merece, pero la realidad, lamentablemente, es mucho más trágica y nos enseña que a estos  desórdenes mentales también es necesario sobrevivir y que, además, dejan una fuerte impronta en el  desarrollo posterior de la vida. Las estadísticas de suicidio entre los jóvenes nos muestran un  panorama desolador. Ya en el año 2017 la tasa de suicidio en los menores de 25 años se había  triplicado respecto a los inicios de 1990 -no es casualidad, como comentaba Franco Berardi «Bifo»  en su libro La fábrica de la infelicidad: nuevas formas de trabajo y movimiento global (Traficantes  de Sueños, 2003), que el incremento del consumo de Prozac en los 90 viniera ligado al nuevo  paradigma económico del neoliberalismo. Aún no podemos medir con datos el impacto real de la  pandemia sobre la salud mental de los más jóvenes, pero aún así creo que ya es posible intuir que  tendrá unas consecuencias terribles nada más que hablando con los círculos de amigos más cercanos.  No me cabe la menor duda de que la situación será mucho más dramática. En mi caso particular,  desde que comencé a sentir los primeros síntomas ansioso-depresivos después del primer  confinamiento estricto, ha habido momentos en los que he tenido la sensación de tener que hacer un  esfuerzo mayúsculo para sobreponerme a la vida. Recuerdo que en varías ocasiones, familiares y  amigos con las mejores intenciones, me han dicho eso de «no te preocupes, tienes toda la vida por  delante», y para mi, estas palabras, más que un consuelo, resonaban como una penitencia: el vértigo  brutal de tener que cabalgar por inercia hasta el final en un estado de absoluta anhedonia. 

Hace tiempo que la juventud se ha convertido en una suerte de Sísifo a la inversa. Si en el mito  popularizado por Camus este empuja hacia arriba una piedra muy pesada que caía antes de llegar a la  cima, la tarea heroica de los jóvenes es la de sostener una losa insoportable mientras caminamos hacia  abajo por una pendiente muy pronunciada y resbaladiza. El lastre que cargamos a la espalda está  compuesto por múltiples factores imbricados entre sí. Uno de ellos, como comentaba más arriba, es la carrera de obstáculos laboral, pero a este se le suman muchos otros. Desde el crac financiero de  2008 hasta nuestros días, la renta de los jóvenes de entre 16 y 24 años es un 4,2% más baja.  Contrariamente a lo que se podría pensar, que alcanzaría sus mínimos durante la crisis para después  comenzar a crecer, o al menos se estabilizaría, los ingresos continúan en caída libre. Esto implica,  además, que la brecha generacional entre los mayores de 65 y los menores de 30 es mucho mayor, ha  pasado de un 8% en 2008 a más de un 28% en 20203, es decir, nos aproximamos a un abismo  generacional. La pauperización de la juventud va de la mano con unos precios de los alquileres cada  vez más inflados, una trayectoria creciente que únicamente ha podido ser truncada por los efectos  sobre el turismo y, por lo tanto, sobre Airbnb, que ha tenido la pandemia de la COVID-19. Esta serie  de factores convergen en lo que el politólogo Pablo Simón explicaba en televisión hace unos días, la  diferencia de la situación actual de los menores de 35 años con respecto a las generaciones anteriores  se encuentra, básicamente, en la ausencia de expectativas de futuro. Antes, al menos, se vislumbraba  un horizonte. De nuevo, la linealidad de la carrera de vida ha quedado interrumpida. La cancelación  del mañana tiene un rostro cada vez más visible. 

Probablemente, el mayor reto que la juventud tiene por delante es el de hacer del malestar  generalizado en todas sus formas una potencia política transformadora. Es importante, y este es el  motivo principal por el que finalmente me decidí a escribir este artículo, que combatamos esa idea  tan arraigada en el imaginario social de la enfermedad mental como un problema individual y que lo  señalemos como lo que realmente es: un problema de salud pública. El estrés, la ansiedad, la  depresión o el pánico entre los jóvenes es cada día que pasa más frecuente en nuestras sociedades y  su normalización es el resultado de un largo proceso de privatización de la enfermedad. Además, la  creciente medicalización de la vida se presenta como una consecuencia lógica de la individualización  de las patologías. Unas décadas atrás, por ejemplo, cuando presentabas síntomas de estrés laboral el  médico te recomendaba sindicarte, ahora, sin embargo, te receta un cóctel explosivo de ansiolíticos y  antidepresivos. En el capitalismo tardío hemos sustituido los convenios colectivos por alprazolam. Al reducir toda esta serie de malestares a una perturbación del funcionamiento neurológico normal, o a  un trauma vivido durante la infancia, eliminas la posibilidad de un cuestionamiento colectivo y, por  lo tanto, de una transformación radical de la estructura que los produce. Parafraseando a Mark Fisher,  me atrevería a decir que en tiempos de depresión generalizada la tarea de repolitizar el ámbito de la  salud mental es urgente si la juventud quiere ser capaz de desafiar el realismo capitalista y construir  un futuro en común.

Coordinador del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social 

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