1491: Una nueva historia de las Américas antes de Colón
Charles C. Mann
Índice
PREFACIO 8
INTRODUCCIÓN 15
1. Vista aérea 16
PRIMERA PARTE ¿NÚMEROS CAÍDOS DEL CIELO?
2. ¿Por qué sobrevivió Billington? 63
3. En la tierra de las cuatro regiones 118
4. Preguntas más frecuentes 180
SEGUNDA PARTE HUESOS MUY ANTIGUOS
5. Guerras del pleistoceno 245
6. Algodón (o anchoas) y maíz (Historias de dos civilizaciones, Primera parte)
7. Escritura, ruedas y cadenas humanas con cubos (Historias de dos civilizaciones, Segunda parte)
TERCERA PARTE PAISAJE CON FIGURAS
8. La remodelación del paisaje americano 429
9. Amazonia 492
10. La naturaleza artificial 544
11. Coda, la gran ley de la paz 570
Apéndice A 586
Apéndice B 595
Apéndice C 605
Apéndice D 611
AGRADECIMIENTOS 618
REFERENCIAS 621
BIBLIOGRAFÍA 728
NOTAS 843
PREFACIO
Las semillas de este libro se remontan, al menos en parte, a
1983, año en que escribí un artículo para Science sobre un
programa de la NASA cuyo objetivo era medir los niveles de
ozono en la atmósfera. En el tiempo que dediqué a
informarme acerca de ese programa, hice un vuelo con un
equipo de investigación de la NASA en un avión equipado
para tomar muestras y realizar análisis de la atmósfera a
treinta mil pies de altura. En un momento determinado, el
grupo aterrizó en Mérida, península de Yucatán. Por la
razón que fuera, los científicos disponían de un día libre, y
entre todos alquilamos una desvencijada furgoneta para ir a
ver las ruinas mayas de Chichén Itzá. Yo no sabía
absolutamente nada de la cultura mesoamericana; es posible
que ni siquiera estuviera familiarizado con el término
«Mesoamérica», que abarca la región comprendida entre el
centro de México y Panamá, incluyendo Guatemala y
Belice, así como parte de El Salvador, Honduras, Costa
Rica y Nicaragua, tierra natal de los mayas, los olmecas e
innumerables grupos indígenas. Momentos después de
subirnos en la furgoneta, el entusiasmo se había apoderado
ya de mí.
Por mi cuenta, unas veces de vacaciones, otras haciendo
algún trabajo por encargo, volví después al Yucatán unas
cinco o seis veces, tres de ellas en compañía de mi amigo
Peter Menzel, reportero fotográfico. Por encargo de una
revista alemana, Peter y yo hicimos un viaje de doce horas
en coche por un camino intransitable (lleno de baches de
una profundidad indescriptible y sembrado de barricadas a
causa de los troncos caídos) hasta la metrópoli maya de
Calakmul, por entonces todavía sin excavar. Nos acompañó
Juan de la Cruz Briceño, también maya, encargado de
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cuidar otra ruina de menor tamaño. Juan había dedicado
veinte años de su vida a ejercer de chiclero, es decir, a
recorrer la jungla durante semanas interminables en busca
de los árboles del chicle, cuya resina gomosa, que los indios
han secado y han masticado durante milenios, se convirtió
en el siglo XIX en el punto de partida de la industria de la
goma de mascar. Una noche, en torno a una fogata de
campamento, nos estuvo hablando de las antiguas ciudades
con las que había tropezado en sus recorridos por la selva,
envueltas por las enredaderas y ocultas por la vegetación, y
nos refirió su asombro al enterarse por algunos científicos de
que aquellas ciudades las habían construido sus
antepasados. Aquella noche dormimos en unas hamacas,
entre lápidas talladas a mano, cuyas inscripciones no había
leído nadie desde hacía más de mil años.
Mi interés por los pueblos que habitaron las Américas
antes de la llegada de Colón solo comenzó a cobrar
verdadero sentido y definición en el otoño de 1992. Por
azar, un domingo por la tarde me encontré ante un
escaparte en la biblioteca universitaria de Columbia y allí vi
un ejemplar del número dedicado al quinto centenario de
los Anales de la Asociación de Geógrafos Americanos. Tomé la
revista con curiosidad, me acomodé en un sillón y me
dispuse a leer un artículo de William Denevan, un geógrafo
de la Universidad de Wisconsin. El artículo arrancaba con
un interrogante: «¿Cómo era el Nuevo Mundo en tiempos
de Colón?». Eso es, me pregunté: ¿cómo era de verdad?
¿Quiénes vivían aquí, qué se les pasó por la cabeza cuando
las velas de los primeros barcos europeos asomaron por el
horizonte? Terminé de leer el artículo de Denevan y pasé a
otros, y no dejé de leer hasta que el bibliotecario apagó las
luces para indicarme que era hora de cerrar.
Yo no lo sabía entonces, pero Denevan y otros muchos
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colegas suyos de investigación habían dedicado toda su
carrera al intento de dar respuesta a estas y otras preguntas
semejantes. La imagen que han conseguido forjar es muy
distinta de la que la mayoría de los americanos y los
europeos tienen por segura, y aún se sabe poca cosa a este
respecto fuera de los círculos de los especialistas.
Uno o dos años después de leer el artículo de Denevan,
participé en una mesa redonda con motivo de la reunión
anual de la Asociación Americana para el Progreso de la
Ciencia. En la sesión, titulada algo así como «Nuevas
perspectivas sobre el Amazonas», participó William Balée,
de la Universidad de Tulane. La charla de Balée giró en
torno a las junglas «antropogénicas», es decir, junglas
«creadas» por los indios siglos o milenios atrás, concepto del
que yo nunca había oído hablar. Balée comentó algo que
Denevan ya había tratado: son muchos los investigadores
que hoy creen que sus predecesores subestimaron el total de
la población de las Américas en el momento de la llegada de
Colón. «Los indios eran mucho más numerosos de lo que se
pensaba», afirmó Balée, «mucho más numerosos».
«Caramba», me dije, «alguien tendría que poner todo esto
en limpio. Se podría hacer un libro fascinante con estos
datos».
Seguí a la espera de que ese libro viera la luz. La espera
fue siendo cada vez más frustrante, y más aún cuando mi
hijo empezó a ir al instituto y allí le enseñaron las mismas
cosas que a mí, convicciones que yo sabía que estaban
puestas en tela de juicio desde mucho tiempo atrás. Como
parecía que nadie había acometido la escritura de ese libro,
al final decidí probar suerte. Al mismo tiempo, había
aumentado mi curiosidad, y deseaba saber más. El libro que
ahora tiene el lector en las manos es el resultado de ese
deseo.
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Pero quizá convenga aclarar lo que no es este libro. De
entrada, no pretendo proponer una relación sistemática y
cronológica del desarrollo cultural y social del Hemisferio
Occidental antes de 1492. Semejante ensayo, de una gran
ambición espacial y cronológica, sería imposible de
redactar, pues cuando el autor llegase al final del lapso
previsto, se habrían realizado nuevos hallazgos, y el
comienzo de su empresa estaría ya anticuado. Entre las
personas que me aseguraron que así sería figuran los propios
investigadores que han dedicado buena parte de las últimas
décadas a luchar contra la pasmosa diversidad de las
sociedades precolombinas.
Tampoco es una historia intelectual de los recientes
cambios de perspectiva entre los antropólogos, ecólogos,
geógrafos e historiadores que estudian las primitivas
poblaciones del continente americano. Eso también
resultaría una pretensión vana, pues las ramificaciones de las
nuevas ideas todavía se extienden en múltiples direcciones,
de modo que es sumamente difícil que un solo autor las
contenga en una única obra.
En cambio, con este libro sí pretendo explorar lo que
considero los tres ejes principales de los nuevos hallazgos: la
demografía de los indios (primera parte), los orígenes de los
indios (segunda parte), y la ecología de los indios (tercera
parte). Por ser tantas las sociedades que ilustran cada uno de
estos apartados, no podía ni de lejos aspirar a ser exhaustivo.
Por el contrario, he escogido mis ejemplos entre aquellas
culturas que están mejor documentadas, o que han recibido
mayor atención, o que me resultaban a mí, como a otros,
más sugerentes.
A lo largo del libro, como el lector ya se habrá dado
cuenta, empleo el término «indio» para hacer referencia a
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los primeros pobladores de las Américas. Sin ningún género
de dudas, «indio» es un término que propicia la confusión y
que históricamente resulta poco apropiado. Es probable que
la designación más exacta de los habitantes originarios de
las Américas sea el término «americanos». Utilizarlo, en
cambio, sería arriesgarse a crear confusiones mucho peores.
En este libro trato de referirme a cada pueblo mediante el
nombre que se daban ellos a sí mismos. La inmensa mayoría
de los pueblos indígenas que he encontrado tanto en el norte
como en el sur de América se describen como indios. (Para
mayor abundancia en la nomenclatura, véase Apéndice A,
«Palabras lastradas»).
A mediados de los años ochenta viajé a la localidad de
Hazelton, en el tramo más alto del río Skeena, en la
Columbia Británica. Muchos de sus habitantes pertenecen a
la nación gitksan (o gitxsan). En la época en que les hice
aquella visita, los gitksan acababan de entablar un pleito
contra los gobiernos tanto de la Columbia Británica como
del Canadá. Deseaban que tanto el gobierno autónomo
como el gobierno de la nación reconocieran que los gitksan
habían sido habitantes de aquellas tierras desde hacía
muchísimo tiempo, que nunca habían emigrado de aquellas
tierras, que nunca habían accedido a entregárselas a nadie y
que, por tanto, habían conservado su derecho legal a ser
dueños de unas once mil millas cuadradas de la provincia.
Estaban muy dispuestos a negociar, según afirmaban, pero
no lo estaban en cambio, a que se negociara con ellos.
Al sobrevolar la zona me di perfecta cuenta de por qué
los gitksan tenían tan intenso apego por ella. El avión pasó
por las laderas nevadas de los montes que circundaban el
Rocher de Boule y llegó a la confluencia de dos boscosos
valles fluviales. La niebla parecía emanar de la misma tierra.
La gente pescaba en los ríos tanto truchas plateadas como
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salmones, aun cuando se hallaban a 250 kilómetros de la
costa.
La tribu gitanmaax de la etnia gitksan tiene su centro de
operaciones en Hazelton, aunque la mayoría de sus
miembros viven en una reserva fuera de la localidad. Fui en
coche a la reserva, donde Neil Sterritt, jefe del Consejo de
los gitanmaax, me explicó la causa en litigio. Era un hombre
franco, directo, de voz contundente, que había empezado
por ser ingeniero de minas y que luego había regresado a su
tierra natal dispuesto a entablar una dilatada batalla legal.
Tras múltiples juicios y recursos, el Tribunal Supremo de
Canadá decretó en 1997 que la Columbia Británica debía
renegociar el estatus de las tierras con los gitksan. En 2005,
dos décadas después de la primera demanda, aún
proseguían las negociaciones.
Tras un rato de charla, Sterritt me llevó a ver ‘Ksan, un
parque temático de corte histórico y una escuela de arte
creados en 1970. En el parque estaban recreados algunos
barracones, cuyas fachadas decoraban los elegantes arcos
rojos y negros del arte indio de la costa noroeste. En la
escuela de arte se enseñaba a los indios de la región la
técnica de traducir los diseños tradicionales en grabados.
Sterritt me dejó en un almacén de la escuela y me dijo que
echase un vistazo alrededor. Allí había tal vez más cosas de
las que él imaginaba, pues rápidamente encontré lo que
parecían cajas de almacenamiento llenas de antiguas y
bellísimas máscaras. Al lado, había una pila de grabados
modernos, parte de los cuales habían recurrido a los mismos
patrones. Y había también cajas de fotografías, viejas y
recientes, de muchas y muy espléndidas obras de arte.
En el arte propio de la costa del noroeste, los objetos se
aplanan y se distorsionan; es como si hubieran pasado de la
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tridimensionalidad a la planicie de las dos dimensiones, y
luego se hubieran doblado como obras de papiroflexia. Al
principio me costó mucho interpretar los diseños, pero poco
a poco hubo unos cuantos que parecían brotar de la
superficie. Constaban de líneas claras que delimitaban el
espacio en formas a la vez simples y complejas, objetos
envueltos en otros objetos, criaturas rellenas de sus propios
ojos, seres humanos que eran a medias animales, y animales
que eran a medias seres humanos: todo era pura
metamorfosis y conmoción surrealista.
Unos pocos de los objetos que vi allí los capté de
inmediato; muchos otros no los entendí ni de lejos, y
algunos que creía entender, probablemente no los entendía.
Otros, me dije, ni siquiera los propios gitksan terminaban de
captarlos, del mismo modo que la mayoría de los europeos
de hoy en día no pueden en verdad comprender el efecto
que tiene el arte bizantino en el espíritu de las personas que
vieron esas obras de arte en el momento histórico en que
fueron creadas. Sin embargo, me quedé maravillado con las
arriesgadas líneas gráficas, asombrado por la sensación de
estar asomándome siquiera un momento a un vibrante
pasado cuya existencia desconocía, un pasado que seguía
dando forma al presente de una manera que yo no había
comprendido nunca. Durante una o dos horas fui pasando
de un objeto a otro, ansioso en todo momento de ver más.
Este libro me procura la esperanza de poder compartir la
misma pasión que sentí en aquellos momentos y que he
vuelto a sentir después en infinidad de ocasiones.
Para ver el libro completo,bajar, guardar, sacar una copia para su biblioteca y otra para regalar. Nuestra recomendación es que mande este enlace del libro a sus conocidos y lo divulgue en sus grupos face: https://drive.google.com/file/d/1aJFIxiQbMryJhJ72nHUIVt32GKE-cawW/view