La Comuna de París y nuestro Marx. Conjeturas para revitalizar lo comunal desde América Latina
Hace un siglo y medio se instauraba en París una experiencia inédita de autogobierno popular. Las condiciones que la hicieron posible fueron diversas, pero sin duda la guerra franco-prusiana y el descontento al interior del territorio galo, sumado a las aspiraciones y utopías que animaban al activismo revolucionario, oficiaron de detonantes claves. Fueron tan solo 72 días y noches, vividos con extrema intensidad en cada uno de los 20 distritos que componían la capital francesa, pero a pesar de su brevedad la trascendencia de esta gesta resulta aún hoy mayúscula. Lo extraordinario devino cotidiano por poco más de dos meses en esa enorme escuela a cielo abierto.
La Comuna de París, a pesar de durar escasas semanas, resulta el único proceso revolucionario que logró -si bien por un lapso corto de tiempo- constituirse como un poder antagónico al del capital, por lo que puede pensarse como bisagra de época que inaugura la era de las revoluciones lideradas por las clases subalternas. Lo paradójico fue que los acontecimientos acaecidos en1871 constituyeron la primera y única experiencia real de poder popular (con proyección anticapitalista) que Marx no solo pudo apreciar sino además teorizar. Y que ella no estuvo liderada por ninguna organización política de envergadura. Resultó ser, para bien y para mal, una rebelión sin vanguardias. En tal caso, fue la clase trabajadora como partido quien la desencadenó y protagonizó[1].
¿Cómo fue leído este acontecimiento tan imprevisible por Marx? ¿Qué impacto tuvo en sus reflexiones e iniciativas políticas de ahí en más? Se conocen en detalle tanto sus cartas redactadas desde Inglaterra durante aquella coyuntura insurreccional, como el manifiesto titulado La guerra civil en Francia, redactado por él para la Asociación Internacional de los Trabajadores y publicado cuando aún la muerte se respiraba en las barricadas parisinas en mayo de 1871. Sin embargo, han sido menos difundidos los borradores que Marx escribió a propósito de la experiencia comunal. Frente a quienes consideran a estos -y otros- apuntes como algo residual, provisional materia prima o mero preludio de un discurso que se mostraría acabado y de mayor coherencia en La guerra civil en Francia, optamos por reivindicar una hipótesis lacaniana lanzada por Oscar Masotta, a la que este llama irónicamente operación tero: la verdad, al igual que el ave, habla (grita) donde uno/a menos la espera. ¿Acaso no habrá que hurgar en estas páginas olvidadas para leer la interpretación más radical y fidedigna de un Marx atento a leer -y aprender de- este acontecimiento tan excepcional?
Si La guerra civil en Francia asume el carácter de documento público y, por tanto, resulta un texto de compromiso, oficial para ser más estrictos, que incluso en sus primeras ediciones no lleva entre sus firmantes siquiera el nombre de Karl Marx, los borradores nos permiten asomarnos a la pluma fidedigna de un Marx sin concesiones, que vuelca sus ideas de manera osada y sin miramientos, lanzando hipótesis de lecturas de lo más heterodoxas y ampliando la imaginación política más allá de lo que podía expresarse en aquel manifiesto elaborado para ser difundido desde la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT). Auscultar estos papeles y notas inconclusas, equivale a asomarnos a un privilegiado laboratorio en el que es válido ejercer el paradigma indiciario que nos propone Carlo Ginzburg.
Nos interesa entonces revitalizar estos materiales inconclusos y poco analizados dentro de la tradición marxista, aunque en nuestro caso al calor de las inquietudes y desafíos que nos depara la actual coyuntura latinoamericana, donde -ejercicio de traducción mediante- también existen apuestas similares por el autogobierno y la construcción de poder popular territorializado, en una perspectiva que nos reenvía a la emblemática Comuna de París. Partimos de un supuesto: esta experiencia y todo lo que la rodea, impacta a tal punto en Marx que lo lleva a replantear en su etapa tardía de reflexión,determinados preceptos y certidumbres hasta ese entonces por él defendidos, optando por dotar de mayor relevancia y potencialidad a ciertos sujetos, formas comunitarias y territorios heterogéneos al momento de ensayar respuestas políticas de superación de la barbarie capitalista.
De Manifiestos y borradores incendiarios
En sentido estricto, la Comuna de París tiene una por demás breve vida, aunque sumamente intensa: entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871, poco más de dos meses, que se acortan aún más si se tiene en cuenta que las últimas semanas son de defensa y guerra encarnizada frente a las tropas genocidas comandadas por Adolphe Thiers. Durante este lapso, el tiempo histórico se trastocó y estuvo fuera de quicio en un París festivo y a la vez alerta, enérgico y exhausto, borracho y belicoso, alegre y solidario, espontáneo y coordinado, creativo e insomne.
Antes del baño de sangre que quebrantó esta experiencia inédita de autogobierno, tal como sugiere Raya Dunayevskaya, “los trabajadores realizaron más milagros que los que el capitalismo hiciera en muchos siglos”. En todos los frentes, agrega esta marxista, “la iniciativa creativa de las masas había asegurado el máximo de actividad para las masas y el mínimo para sus representantes elegidos. De esta manera, acabó con el fetichismo en todas las formas de gobierno: económico, político, intelectual”. En igual sentido, Ralph Miliband afirma que lo destacable de este proceso comunal fue que el pueblo “no estuvo organizado por nadie, ni su relación con sus representantes mediatizada, dirigida o guiada por ningún partido político”.
Recordemos que la Asociación Internacional de los Trabajadores seguía de cerca los acontecimientos ocurridos en Francia desde años atrás y tenía a este territorio como uno de los más relevantes en términos de arraigo y atención constante. No casualmente David Riazanov supo expresar que la Primera Internacional fue una criatura parida en Francia, pero amamantada en Londres desde su fundación en 1864, ya que en estos países existían las dos clases trabajadoras más potentes en Europa. Mientras Inglaterra contaba con el movimiento cartista y el nuevo sindicalismo de las tradeunions, Francia brindaba la vasta experiencia revolucionaria y combativa del incipiente proletariado francés, participante de las revoluciones de 1830 y en particular de 1848.
La guerra franco-prusiana iniciada en julio de 1870 puso en estado de máxima alerta a la AIT a nivel político, llegando a emitir dos comunicados –elaborados por el propio Marx- de denuncia y caracterización del conflicto bélico, desde el punto de vista de la clase obrera europea y a contramano de las lógicas imperiales y expansionistas de las principales potencias. En el Primer Manifiesto del Consejo General, emitido solo 4 días más tarde del comienzo de la guerra, Marx resalta la necesidad de ponderar la alianza y amistad internacionalista entre los obreros de ambas naciones, a la par que advierte que cualquiera sea el desarrollo de esta horrenda guerra, ella equivale a un doblar de campanas por el Segundo Imperio. De manera premonitoria, sugiere a la clase obrera alemana evitar que la actitud defensiva de Prusia “degenere en una guerra contra el pueblo francés”, algo que a los pocos meses iba a efectivamente ocurrir.
Por su parte, el Segundo Manifiesto, redactado a comienzos de septiembre de 1870, celebra el derrumbe del régimen bonapartista y la constitución de la Segunda República, e indica que “la clase obrera de Francia tiene que hacer frente a condiciones dificilísimas”, por lo que propone aprovechar “serena y resueltamente las oportunidades que les brinda la libertad republicana para trabajar la organización de su propia clase. Esto infundirá nuevas fuerzas hercúleas para la regeneración de Francia y para nuestra tarea común: la emancipación del trabajo”. El documento concluye instando a que los trabajadores no se dejen “llevar por los recuerdos nacionales de 1792”, en clara alusión a la experiencia precedente de la revolución francesa. Antes bien, debían -tal como ya había anunciado Marx en las páginas de El XVIII Brumario– sacar su poesía no del pasado sino del porvenir. Vale recordar que el jacobinismo y sus correlatos radicales contemporáneos, como el blanquismo, contaban con un peso considerable al interior de las corrientes ideológico-políticas de izquierda, por lo que la tentación de repetir ese tipo de apuestas conspirativas resultaba una posibilidad cierta, en la medida en que las aspiraciones generadas a partir de 1789 se mantenían todavía encendidas en la memoria colectiva del pueblo como herencia vital.
Lo cierto es que entre enero y marzo de 1871 la situación en París se torna extremadamente crítica. A la derrota abrupta sufrida en el campo de batalla -la llamada capitulación de Sedan-, se le suma el hambre, el desempleo y la pobreza, que arrecian a la población asediada por las tropas prusianas, inmersa en un descontento generalizado que -tal como reconstruye en forma magistral Kristin Ross en su libroLujo Comunal– encuentra en clubes, asambleas y reuniones nocturnas un terreno propicio para animar esperanzas revolucionarias alrededor de un lema transversal al activismo parisino, devenido palabra-generadora y utopía concreta: ¡Vive la Commune!
El acontecimiento que oficia de chispa para encender la pradera dista de ser algo trivial. El gobierno de Thiers, que había firmado un vergonzoso tratado de paz con Prusia, intenta tomar por sorpresa y desarmar al pueblo parisino la madrugada del 18 de marzo de 1871. Esta pretensión de arrebatarle la artillería y los cañones a la guardia nacional (verdadero ejército popular por su envergadura, capacidad operativa y composición social, con alrededor de 400 mil integrantes en sus filas, muchos de ellos trabajadores y artesanos de los barrios periféricos de la ciudad), puso en evidencia la disputa entre dos formas de poder antagónicos en París.
El acto de desobediencia, que en un comienzo es encabezado por mujeres insurgentes entre las que figura Louise Michel, culmina con un alzamiento masivo en las calles y el fusilamiento de los dos generales al mando, lo que genera la huida de los partidarios del viejo orden a Versalles, donde deciden trasladar la Asamblea Nacional[2]. De inmediato, la guardia nacional define convocar a elecciones generales en la ciudad, para que sean democráticamente electos los 92 miembros del Consejo Comunal, máxima instancia del autogobierno en París, mandatados, con un salario no superior al de un obrero medio y plausibles de ser revocados en caso de no cumplir con su responsabilidad.
Diez días después de la constitución de la Comuna de París, se realiza en Londres una reunión del Consejo General de la AIT para debatir la coyuntura abierta en Francia. Allí se aprueba por unanimidad que Marx redacte un Manifiesto en nombre de la Internacional. Este será el puntapié que lo inste a enviar numerosas cartas a activistas radicados en París, pero también a revolucionarios/as de otras latitudes, para acceder a información de primera mano sobre los acontecimientos, así como a la prensa (oficial y opositora) y a documentación sensible referida al contexto geopolítico y socioeconómico regional. Su estado de salud calamitoso (padece problemas en el hígado y una bronquitis aguda) dificulta las posibilidades de investigación militante y demora su escritura siempre denodada.
Es así como recién el 30 de mayo, dos días después de la derrota definitiva de la Comuna, es aprobado por el Consejo General de la AIT y de manera inmediata sale impreso en papel La guerra civil en Francia. El contexto en el que se difunde, sumado al prestigio logrado por la AIT a escala continental y a la estigmatización que sobre ella lanzaron periódicos y gobernantes del partido del orden europeo en los meses que estuvo en pie la Comuna, amplifican el número de ventas del folleto, que ve agotarse sus dos primeros ediciones en tan solo dos semanas. Su traducción y publicación en francés y alemán será casi inmediata.
Sin embargo, junto a este documento político que considerable gravitación pública, Marx también redacta en paralelo dos sendos borradores, que quedaron archivados en el olvido. Escritos entre abril y mayo de 1871 en Londres, y difundidos por primera vez integralmente en 1934 en lengua rusa e inglesa, estos apuntes que dieron vida a La guerra civil en Francia constituyen una fuente por demás sugerente para adentrarse en la original lectura que formula Marx, al calor mismo de los acontecimientos y en función de una interpretación crítica, que desmenuza y ordena toda la información periodística y epistolar a la que tuvo acceso durante las semanas que duró la Comuna de París.
El develamiento del Estado capitalista como maquinaria de guerra
La guerra civil en Francia es la culminación de una serie de escritos políticos en los que Marx supo analizar, tempranamente y en detalle, la coyuntura de crisis revolucionaria, disputa política y convulsión social acaecida entre 1848 y 1851 en territorio galo, que culminó con el ascenso de Luis Bonaparte al poder y la consolidación de una forma específica de régimen al que denominará precisamente bonapartismo. La lucha de clases en Francia y El XVIII Brumario de Luis Bonaparte (nombres con los que se publicarán, en formato de libros, sendos artículos periodísticos redactados por Marx 20 años atrás) dejan traslucir el invariante interés de Marx por la temática estatal desde una perspectiva anticapitalista.
En estos escritos, así como en ciertas epístolas y en circulares políticas enmarcadas en la experiencia de la Liga de los Comunistas, elaboradas todas ellas como balance tras el ciclo revolucionario iniciado en 1848, Marx había llegado a esbozar, por un lado, una crítica sin miramientos a lo que hoy podemos caracterizar como concepción instrumentalista del Estado (es decir, a la posibilidad de utilizarlo sin más como una herramienta neutral, omitiendo su carácter capitalista y de maquinaria de guerra garante del orden, basada en la violencia organizada y el despotismo de clase), y por el otro, una impugnación rotunda del rol de la burguesía como posible aliada o dirigente de cara a futuros alzamientos insurreccionales.
Respecto de la primera cuestión, afirmará en El XVIII Brumarioque hasta ese entonces “todas las revoluciones perfeccionaron la maquinaria estatal en lugar de destruirla”. Este planteo será retomado dos décadas más tarde por Marx, en pleno proceso comunal parisino, para dar comienzo a una misiva de gran relevancia que envía, desde Londres, el 12 de abril de 1871 a Kugelman (carta en la que, por cierto, lanza su famosa frase de tomar el cielo por asalto), la cual se inicia expresando lo siguiente: “Si te fijas en el último capítulo de mi XVIII Brumario, verás que digo que la próxima tentativa de la revolución francesa no será ya, como hasta ahora, el pasar la maquina burocrático-militar de una u otra mano, sino el destruirla, y esto es esencial para toda verdadera revolución popular en el continente. Y esto es lo que están intentando nuestros heroicos camaradas de partido de París”.
En cuanto al agotamiento del papel revolucionario de la burguesía, debe entenderse a partir de la emergencia del proletariado como sujeto con capacidad autónoma e iniciativa propia durante la coyuntura crítica de 1848 y 1850 a nivel europeo, en la que la lucha de barricadas y la disputa política ponen en evidencia las profundas limitaciones de los sectores burgueses y republicanos, que terminan priorizando el restablecimiento del viejo orden ante el temor que infunde este novedoso actor con independencia de clase y creciente (auto)consciencia de sus intereses.
Una enseñanza que Marx extrae de este ciclo es que la clase trabajadora es la única decididamente revolucionaria, que puede llevar hasta las últimas consecuencias las reivindicaciones democráticas y el programa plasmado en el Manifiesto Comunista, frente a la indecisión y ambivalencia de la pequeña burguesía y el espanto de las clases poseedoras. La caracterización de la lucha de clases como larvada guerra civil es así mucho más que una metáfora bélica para aludir al carácter antagónico y violento de esta inestable relación de fuerzas signada por la confrontación, y se pondrá en juego de manera sumamente dramática durante la fugaz experiencia de la Comuna de París.
La forma política al fin descubierta
Asumido el cierre del ciclo revolucionario y el triunfo de la reacción a escala europea, con la consolidación del bonapartismo en Francia como encarnación de este proceso regresivo, Marx se radica definitivamente en Londres y se aboca al estudio riguroso de la economía política para elaborar una lectura crítica -más allá del nivel de la apariencia- del capitalismo como sistema de dominio y explotación de clase. Pero este rechazo de la sociedad burguesa y de un Estado cada vez más centralizado, burocrático y represivo (la “boa constrictor” será otra metáfora recurrente a la que apele para caracterizarlo), que requiere ser desarticulado como maquina especial garante de la reproducción del orden, no involucraba aun una respuesta satisfactoria por parte de Marx acerca de con qué sustituir a ese Estado desmantelado. La respuesta, buscada obsesivamente por él durante todos sus años de exilio, no podía ser encontrada detrás de un escritorio ni a partir de conjeturas políticas o elucubraciones meramente teóricas, sino que requería ser ensayada en la realidad misma y desde la praxis revolucionaria desplegada de manera colectiva por las clases subalternas.
¿Qué fue en esencia la Comuna?, se interroga Marx en uno de los trazos más disruptivos de los borradores de La guerra civil en Francia. Lo responde de manera tan clara como contundente: “La Comuna no fue una revolución contra una forma cualquiera de poder estatal, legitimista, constitucional, republicano o imperial. Fue una revolución contra el Estado como tal, contra este engendro monstruoso de la sociedad, fue la resurrección de la auténtica vida social del pueblo, llevada a cabo por el pueblo. No tuvo como finalidad transferir de una fracción de clases dominantes a otra el poder estatal, sino destruir esta abyecta maquinaria de la dominación de clase. No fue uno de esos combates mezquinos por la dominación de clase entre su forma de poder ejecutivo y sus formas parlamentarias, sino una rebelión contra ambas, que se complementan”.
Dos cuestiones merecen destacarse de este fragmento: en primer lugar, no es una minoría de “revolucionarios profesionales” ni una organización externa y ubicada por encima, sino el propio pueblo de París quien, por sí mismo y para sí, asume el protagonismo en esta quijotesca tarea de demolición estatal, plasmando en la práctica aquella insistente máxima de la AIT en torno a su necesaria autodeterminación social, que expresa que “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”. En segundo término, la praxis política ensayada por las y los comuneros hace foco contra el Estado como tal, lo cual nos advierte sobre lo erróneo de pensar en un tránsito hacia el socialismo desde arriba, pero también -y, sobre todo- despeja cualquier ilusión populista de manipular al Estado capitalista en favor de avanzar hacia una sociedad sin clases sociales. De ahí que insista en que “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines”.
Asimismo, Marx arremete contra la política entendida en su sentido elitista y restringida a los partidos del régimen, expresando que los “simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus ‘superiores naturales’, las clases poseedoras”. Dos décadas más tarde, en 1891, el viejo Engels redactará a modo conmemorativo una sugerente Introducción a La guerra civil en Francia, en la que insistirá también en estas bases quebrantadas por las y los comuneros: “la gente se acostumbra desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden ser mirados de manera distinta a como han sido mirados hasta aquí, es decir, a través del Estado y de sus bien retribuidos funcionarios”.
En las antípodas de esta perspectiva, Marx asevera que “la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo”. Esta frase es una de las definiciones más esclarecedoras del Manifiesto publicado por la AIT. De ahí que la gran medida social de la Comuna haya sido su propia existencia en acto. El primer decreto emitido tuvo como objetivo suprimir el ejército permanente, sustituyéndolo por el pueblo en armas. Ella, al decir de un extenso fragmento escrito por Marx que vale la pena transcribir completo, “estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del Gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos, y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los servidores públicos debían devengar salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de ser propiedad privada de los testaferros del Gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa ejercida hasta entonces por el Estado.
Estas medidas puestas en práctica, implicaron no solo la transferencia del poder social de una clase en desmedro de otra, sino ante todo el paso de un tipo de sostenimiento y ejercicio de poder (poder-sobre) a otro completamente diferente y opuesto (poder-hacer). En suma: la reasunción del poder estatal por las masas populares como su propia fuerza viva; tal fue la hazaña de estos sublevados parisinos que osaron tocar el cielo con las manos. Por ello en otro párrafo luminoso explica Marx que “la Comuna se desembaraza completamente de la jerarquía estatal y reemplaza a los arrogantes amos del pueblo con sus servidores siempre revocables, reemplaza una responsabilidad ilusoria con una responsabilidad auténtica, ya que los últimos actúan constantemente bajo el control del pueblo”.
Una revolución popular de todas las clases que no viven del trabajo ajeno
Pero si algo tienen de sugerentes los borradores de La guerra civil en Francia, son varios de los subtítulos que encabezan sus páginas, los cuales ofician de verdaderas hipótesis de investigación y afirmaciones teórico-políticas, plasmados con letras mayúsculas en la versión original. Destacamos dos de ellos que hoy cobran una enorme vigencia. El primero expresa que “LA REPÚBLICA SOLO ES POSIBLE COMO UNA REPÚBLICA ABIERTAMENTE SOCIAL”, mientras el segundo define a “LA REVOLUCIÓN COMUNAL COMO REPRESENTANTE DE TODAS LAS CLASES DE LA SOCIEDAD QUE NO VIVEN DEL TRABAJO AJENO”.
Ambas se encuentran estrechamente vinculadas entre sí, ya que retomando Marx en cierta medida sus conjeturas juveniles vertidas en textos comoLa Cuestión Judía (donde la verdadera democracia implica la desaparición de la burocracia y una reabsorción de las energías enajenadas en el Estado por parte de la propia sociedad), denuncia nuevamente las limitaciones del Estado moderno y de la forma republicana de gobierno, desenmascarando la supuesta igualdad ciudadana que, en rigor, vela y encubre las profundas desigualdades (ahora sí leídas desde el prisma de la lucha de clases y la explotación capitalista) existentes en el plano material de la sociedad civil. Frente a una igualdad puramente formal (el Estado como comunidad ilusoria), que niega la existencia de clases con intereses antagónicos y escinde lo económico de lo político, Marx postula en las páginas de estos borradores que la República es posible “solamente como ‘República Social’, es decir una República que desplaza al capital y a la clase terrateniente del aparato estatal para sustituirlo por la Comuna, que reconoce abiertamente la ‘emancipación social’ como el gran objetivo de la República y que garantiza así la transformación social mediante la organización comunal”.
En cuanto al segundo de los subtítulos, resulta de suma actualidad y pone en cuestión ciertas lecturas de la obra de Marx que afirman la existencia de una especie de “esencialismo anti-campesino” en sus análisis históricos y planteamientos políticos. Es significativo que sea en estos apuntes provisionales donde él decida profundizar en una temática tan compleja como la de los sujetos y sectores sociales que van más allá del trabajador urbano-fabril y pueden formar parte de un mismo proyecto emancipatorio. Marx no habla aquí de una revolución proletaria, sino popular, encabezada sin duda por la clase obrera, aunque más vasta y heterogénea en su dinámica de articulación, confluencia y perspectivas de triunfo real. Si a comienzos de los años ’50 Marx desliza en sus artículos de análisis de coyuntura ciertas apreciaciones negativas respecto del papel del campesinado en Francia, ahora dirá que “la Comuna representa, en esta cuestión vital, no solamente los intereses de la clase obrera, la pequeña burguesía, y de hecho, toda la clase media con excepción de la burguesía (los capitalistas ricos) (los terratenientes ricos y sus parásitos de Estado). Representa por encima de todo los intereses de los campesinos franceses”.
A tal punto le interesa esta cuestión, que dentro de los borradores Marx dedica un apartado específico a las diferentes medidas llevadas a cabo por la Comuna para cada sector oprimido o clase en particular, y hasta se encarga de delimitar aquellas iniciativas de carácter general, que redundan en un beneficio en favor de lo que sugerentemente define como todas las clases de la sociedad que no viven del trabajo ajeno. Además del proletariado, involucra aquí al campesinado, a la clase media y a la pequeña burguesía, aunque no acotándolas exclusivamente al plano productivo o económico, sino atendiendo también a los imaginarios colectivos, las concepciones de mundo y las mentalidades que, en tanto fuerza material, condicionan su accionar. En diversos tramos alude también a las masas productoras, para ampliar la mirada y contemplar dentro del abigarrado universo de lo popular tanto a los trabajadores de las fábricas como quienes a nivel rural son subyugados y padecen una condición subalterna. “Lo que separa al campesino del proletario -dirá en uno de los borradores- no son, pues, sus intereses reales, sino sus ilusos prejuicios”.
Civilización y barbarie
Finalmente, dentro de la infinidad de lugares comunes desde los que se suele denostar a Marx, sin duda uno de los más recurrentes es su supuesto eurocentrismo, anclado en las loas que el barbudo de Tréveris habría lanzado en favor de la civilización y el progreso capitalista, en detrimento de las realidades consideradas “primitivas” o “atrasadas” en las zonas periféricas del planeta. No negamos que esta postura pueda estar presente en ciertos artículos y escritos del joven Marx (por ejemplo, en aquellos referidos a la dominación británica en la India), pero creemos que este tipo de planteos son dejados atrás con el correr de los años, sobre todo a partir del quiebre que genera tanto la Comuna de París como el conocimiento más riguroso de las regiones distantes de Europa occidental por parte de Marx.
Como vimos, Marx escribe sin tapujos y en forma desembozada en estos borradores de La guerra civil en Francia, plasmando una crítica mordaz de la pretendida civilización encabezada en París por el llamado “partido del orden”, metáfora para aludir al conglomerado socio-político conservador, que funge de verdadero baluarte y defensorde las clases dominantes. En sus páginas despotrica abiertamente contra la civilización capitalista europea e invierte los términos que en general se venían utilizando tanto de un lado como del otro del océano, para delimitar quienes ameritaban vivir de manera digna y aquellos/as que podían ser exterminados sin miramientos. “La civilización y la justicia del orden burgués -denuncia- aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley”. Dos París se enfrentan y contraponen en su relato. La del carnicero Thiers y la de les communards, el París de la decadencia y el que ejercita el autogobierno y prefigura la ciudad futura.
Si hubo un emblema de esa barbarie imperial, éste fue sin duda la columna de la Plaza Vendôme, construida entre 1806 y 1810 para conmemorar la victoria de Napoleón I. Marx transcribe en los borradores un fragmento textual de un Jornal republicano editado el 13 de abril en plena experiencia comunal, en el que se anoticia acerca del Decreto sobre su demolición, como “monumento a la barbarie, símbolo de la fuerza bruta y de la falsa gloria, afirmación del militarismo, negación del derecho internacional”.
A contrapelo de toda lógica chovinista, la Comuna de París proclamó la República Universal, admitiendo a extranjeros dentro de sus filas (entre ellos a Leo Frankel, un integrante de la Internacional con quien Marx mantuvo un estrecho vínculo político y afectivo), haciendo de la plurinacionalidad un estandarte de lucha y combatiendo con esmero aquella pretensión burguesa de patriotismo que, de acuerdo a otro fragmento de estos apuntes inconclusos, solo servía“para subyugar en cada país a los productores lanzándolos en contra de sus hermanos de los demás países; es un instrumento para impedir la cooperación internacional de las clases trabajadoras, la cual es la primera condición de su emancipación”.
Conocer nuestras Comunas (junto con el viejo Marx)
El derrotero intelectual y político de Marx, incluso a nivel familiar, no será el mismo tras el cataclismo provocado en su vida por la experiencia de la Comuna de París, truncada a sangre y fuego a fines de mayo de 1871. De ahí en más, no dejará de escribir casi nunca, aunque ya no publique más libros ni logre concluir versiones definitivas de sus textos. Lo provisional e inconcluso lo asalta como modalidad de abordaje de una realidad cada vez más difícil de asir. Dejará infinidad de borradores y apuntes, que en conjunto involucren decenas de miles de páginas. Hasta el final de sus días, su concepción de la revolución, su relectura acerca de la potencialidad de ciertos sujetos y realidades periféricas -hasta ese entonces no debidamente contempladas- y su manera de entender el devenir histórico, irán puliéndose una y otra vez, a tientas y en la neblina del desconcierto, cual paciente e inconcluso trabajo de artesano.
La atención cada vez mayor que presta a las formas comunales existentes en los intersticios y márgenes del sistema capitalista global, así como a las perspectivas y límites que ellas cobijan para dinamizar proyectos revolucionarios que permitan evitar las penurias de la brutal modernización acontecida en gran parte de Europa occidental, dan cuenta de un Marxdistante del eurocentrismo y la apología del progreso, una imagen que, por lo general, resulta tan atractiva y recurrente como desvirtuada y parcial al momento de revisitar su obra.
Por lo acontecido en París en 1871 y lo ocurrido en otras regiones del planeta, ese año y los siguientes fungen de momento constitutivo a nivel global. Marx tenía plena consciencia de ello y por eso escribía en abril de ese mismo año, cuando la Comuna aun se mantenía en pie, que “cualesquiera sean los resultados inmediatos, se ha conquistado un nuevo punto de partida de importancia histórica universal”. La guerracivil interna y la rapiña colonial expansionista, resultaron motores de transformaciones de lo más violentos, que se combinaron para derrotar la experiencia comunal y garantizar eldespojo y la desestructuración de formas de vida con similar vocación emancipatoria de uno y otro lado del Océano.
Puede parecer azaroso, pero no lo es.En 1871 se publica El matadero, texto fundacional de la literatura argentina. Su nombre y su contenido son el síntoma de un tiempo de quiebre y reconfiguración que, al decir de Marx, chorrea sangre por todos sus poros.Asesinato y disputa descarnada, modernización y genocidio privatista, implantación violenta y guerra declarada, como cara y cruz de un mismo proceso en las regiones periféricas del sur global, desde Nueva Caledonia a Wallmapu.
Se ha sugerido que Marx durante esta década que se inicia con la caída del régimen bonapartista y la constitución de la Comuna en Francia, revisa además sus posiciones respecto de la relación entre Imperio y colonia, a partir del caso irlandés que tanto lo apasionaba. Esto lo lleva a estudiar de manera obsesiva a la realidad rusa (llega a aprender a lengua para lograr una comunicación más fluida), y en un plano más general, a poner en cuestión la autosuficiencia de Europa en la configuración del capitalismo a nivel mundial. Aparece así, si bien embrionariamente, una perspectiva de totalidad que involucra la dialéctica entre centro y periferia, aunque nuevamente aquí contemos nomás con borradores y apuntes dispersos.
La ajetreada vida de Marx, desde ese entonces, coincidirá con la tortuosa consolidación de los Estados, y sus últimos años de viejo combatienteresultan contemporáneos al exterminio de millones de indígenas y afrodescendientes en lo que hoy es América Latina. En particular, en el sur de nuestro continente, acontecen las mal llamadas “Conquista del Desierto” y “Pacificación de la Araucanía”, eufemismos para denominar al proceso de acumulación originaria y etnocidio de pueblos enteros que, como el mapuche, no pudieron ser doblegados durante siglos por el colonialismo español ni por las élites criollas.
Desde su muerte en 1883, el retrato de un Marx luciendo una pulcra levita, de barba tupida y de tez y pelos blancos, ha recorrido el mundo, a pesar de que en sus últimos momentos de vida al parecer se había recortado la barba (gesto que realiza como un corte en más de un sentido, en las tierras africanas de Argelia, la única vez que sale de Europa), y nunca fue tan blanquito ni de pose académica como pretendieron mostrarlo en los daguerrotipos y bocetos de la época. Nobleza obliga: será el maoísmo quien, en la segunda mitad del siglo XX, ajuste cuentas con la mirada hegemónica y colonial acerca de Marx, y coloque en las primeras páginas de sus obras en lenguas extranjeras (entre ellas, la de una cuidada edición de La guerra civil en Francia que incorpora en castellano losolviddados borradores), un retrato más fidedigno y acorde de nuestro querido barbudo, esta vez cobrizo, mucho más cercano a su color original ymás negro de lo pensado. Al fin y al cabo, por algo le decían el moro.
Hoy sabemos que su obra fue también más oscura de lo que la pintaron, y no resultó tan completa y coherente como intentaron demostrar sus supuestos herederos, ya que el grueso se compone de borradores y notas fragmentarias, como las que analizamos a propósito de la Comuna de París. Marx jamás pudo ingresar como profesor a Universidad alguna, y siempre se vio obligado a sobrevivir a expensas de amigos y familiares, que le garantizaron un ingreso mensual para solventar su precaria situación económica y habitacional.
Lector insomne y escritor infernal casi sin recursos, acosado por dolores corporales extremos, las tabernas y bibliotecas públicas fueron su oficina permanente, así como las discusiones y las epístolas políglotas con activistas exiliados/as, dirigentes sindicales y militantes de organizaciones revolucionarias ilegales, resultaron un insumo fundamental para sus reflexiones teóricas y sus conjeturas políticas, volcadas en miles de páginas y cuadernos de apuntes. En particular, su vínculo con Elisabeth Dmitrieff (quien tendrá un papel clave durante la Comuna de París y le convidará lecturas en torno a las Comunas campesinas) y más tarde con Nikolai Danielson y Vera Zasúlich (que lo acercarán definitivamente a esas otras Comunas, de carácter rural, en la abigarrada realidad rusa), lo obligarán a poner en cuarentena algunas de sus principales hipótesis.
Será en esos intersticios del sistema, allí donde el capital no había aún penetrado de manera intensa y generalizada, en los territorios “arcaicos” de lo que mucho más tarde se denominará el Tercer Mundo, donde Marx cifre sus últimas esperanzas de subversión del orden dominante. He aquí un Marx que algunos han denominado tardío, un otro Marx, desconocido, opacado por el “científico” de la biblioteca del Museo Británico, por el estudioso de la Economía Política inglesa y por el filósofo emparentado con el sistema hegeliano y su despliegue del espíritu absoluto.
De manera cíclica, al final de su vida Marx parece volver a sus orígenes, indagando en aquellas formas comunitarias de producción y sociabilidad que son amenazadas por la “modernización” capitalista, algunas de las cuales conoció en detalle durante su etapa juvenil y llegó a plasmar en diversos artículos periodísticos, como los referidos al “robo” de leña y a la opresión sufrida por parte del campesinado de Renania y Mosela. Pero ahora ya no viéndolas como resabios perniciosos de un pasado a desterrar, sino en tanto potencialidad que podía cobijar, en su seno, gérmenes de socialismo que permitieran saltar etapas y evitar las penurias por las que transitó la industrializada Inglaterra.
Sin embargo, a pesar de la originalidad de sus planteos, este Marx anti-progresista que rompe con la linealidad histórica, resultó incomprendido o, cuanto menos, poco leído en su época (y hay que decirlo: aunque en menor medida, también en las posteriores). Fueron grupos y revolucionarios/as marginales quienes prestaron oído y ofrendaron a Marx una mirada distante del eurocentrismo. Militantes utópicos y activistas clandestinas de regiones olvidadas, con temporalidades discordantes y escaso nivel de “desarrollo” de sus fuerzas productivas, que pretendían aprovechar el privilegio del atraso para ensayar proyectos liberadores a fuerza de voluntarismo y osadía, en diálogo fecundo -contemporáneo o diferido- con un Marx azorado que busca aprender de -e interpretar a- esas realidades “anómalas” al final de sus días.
La conmemoración de los 150 años de la Comuna de París es una gran oportunidad para revisitar no solamente esta experiencia fundamental de autogobierno popular, sino también para redescubrir aquellas apuestas que, forjadas desde tiempos inmemoriales en Nuestra América, han tenido y tienen una misma vocación emancipatoria. Revitalizar al pensamiento crítico-transformador también requiere recuperar algo que planteaba José Martí y que es clave: “conocer nuestras Grecias”. Decía el escritor y revolucionario cubano que nos es más necesario conocer nuestras Grecias que la Grecia de los arcontes.
Con ello no se estaba refiriendo sólo a la mal llamada historia universal, que en rigor es estrictamente europea, sino a poder descubrir, interiorizarnos y sobre todo reconocer como proyectos hermanos, a un crisol de tradiciones de lucha, cosmovisiones, culturas, pueblos e historias queaún no son plenamente Historia: no lo son, en primer lugar, porque estamos en presencia de procesos organizativos, dinámicas de producción y reproducción de la vida y de resistencia comunitaria que aún hoy perduran -si bien hunden sus raíces incluso siglos atrás. Pero a la vez, no lo son debido a que no han sido todavía sistematizados, rescatados del olvido y enhebrados como parte ineludible de la historia invisible y subalternizada de Abya Yala.
Parafraseando a Martí, consideramos que es necesario conocer también nuestras Comunas. Por lo general se enuncia como lugar del “nacimiento de la democracia” al territorio griego, sin dar cuenta de que ésa era una sociedad donde no tenían ningún tipo de participación ni capacidad decisoria las mujeres, los extranjeros, ni por supuesto los esclavos. Una de las sociedades más antidemocráticas en la historia de la humanidad, aparece como la “cuna de la democracia”, y por contraste, conocemos muy poco acerca de los procesos de democracia comunitaria y las formas de autogobierno de los pueblos indígenas y afrodescendientes en Nuestra América. Quilombos, palenques, cumbes, repúblicas cimarronas y cabildos, por nombrar sólo algunos de los más emblemáticos proyectos de territorios libres forjados al calor de la lucha anti-colonial, y que incluso precedieron a los procesos independentistas acontecidos en las primeras décadas del siglo XIX.
Por lo tanto, un proyecto emancipatorio que haga de lo comunitario un pivote fundamentalen la lucha anticapitalista, antipatriarcal y anticolonial, debe poder exhumar y revitalizar estas y otras experiencias, no tanto en la clave de un pasado remoto que busca ser restaurado, como en la perspectiva de ciertos “elementos de socialismo práctico” que, en la actualidad, laten y se resignifican tanto en el campo como en las ciudades.De manera análoga, es preciso identificar aquellas Comunas que, durante el siglo XX y lo que va del nuevo milenio, se han ensayado y despuntan en una clave de afinidad con respecto a la creada en París en 1871.
Mencionamos dos que resultan tan emblemáticas como desconocidas, y que además tuvieron al México profundo como escenario vital: la Comuna de Morelos y la Comuna de Oaxaca. La primera tuvo lugar en 1916 en plena ebullición de la revolución campesina, y fue liderada por las y los zapatistas en armas (sí, antes de la caída del zarismo en Rusia y del resurgimiento de los soviet); mientras que la segunda aconteció en 2006 en el sur de este país, e implicó la emergencia de un poder popular alternativo al Estado durante varios meses, a tal punto que al preguntarle a un maestro zapoteco en aquel entonces cuál era la diferencia o en qué se sentían emparentados con la Comuna de París, nos respondió en clave irónica que “la Comuna en París duró sólo setenta días y nosotros vamos ya por los cinco meses”. No era, por supuesto, meramente un problema de prolongación del ejercicio del poder popular. Se refería también a la intensidad implicada en esa apuesta radical, por parte del conjunto de pueblos y sectores en lucha que protagonizaban ese inédito proceso de autogobierno. Pero lamentablemente, no sólo se eclipsó ese proyecto comunal (por diversos motivos que exceden a este texto), sino que ni siquiera pudo ser sistematizado en profundidad.
Lo mismo podríamos decir con respecto a las Juntas de Buen Gobierno zapatistas en Chiapas o los Municipios Autónomos como el de Cherán,los Consejos Comunales y Comunas en Venezuela,o ciertos territorios y resguardos indígenas en el Cauca en Colombia, que se suman a la multiplicidad de formas de convivencialidady poder alternativo que ejercitan diversas comunidades y pueblos del resto de Nuestra América. En este punto, romper con el colonialismo intelectual implica cepillar a contrapelo al propio marxismo y que nuevamente oficie de potente brújula en la reconstrucción de un proyecto histórico acorde a los desafíos de la crisis civilizatoria por la que transitamos. De algo no hay dudas: el viejo Marx, cada día más joven, tiene todavía mucho para aportarnos a pesar del tiempo transcurrido.
Bibliografía
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Ross, Kristin (2016) Lujo Comunal. El imaginario político de la Comuna de París, Editorial Akal, Madrid.
[1]Siguiendo a Fernando Claudín, consideramos que pueden rastrearse al menos tres acepciones de “partido” en la obra de Marx; ninguna de las cuales, creemos, tiene estrecha relación con la definición que terminó primando durante el siglo XX dentro de las corrientes leninistas y socialdemócratas. En primer lugar, el partido en el gran sentido histórico del término, que en palabras de Marx “nace espontáneamente, por doquier, del suelo de la sociedad moderna”. Aquí subyace una definición del partido como la organización del proletariado en clase, vale decir, como clase que, involucrando a un conjunto de agrupamientos, partidos, medios de propaganda, sindicatos e individuos, actúa como “partido” frente a otras clases (por ejemplo, de manera independiente y antagónica al “partido del orden”). En segundo término, el partido en la clave de los comunistas como propagandistas y teóricos del proletariado, o sea, en tanto corriente de opinión que aporta a la autocomprensión teórica del complejo proceso de la lucha de clases, y que no necesariamente debe tener como nucleamiento organizativo a un partido político tradicional. Por último, como partido que expresa una forma de organización concreta de la clase trabajadora, encarnación práctica y transitoria de la clase-como-partido (en este sentido, Marx veía como prototipo de su época al “cartismo”).
[2]Como nos recuerda Raya Dunayevskaya, también en la Comuna de París fueron las mujeres las que actuaron primero. “Las mujeres que salían a ordeñar y estaban en las calles antes del amanecer, vieron lo que se avecinaba y frustraron los planes traicioneros del gobierno reaccionario. Cercaron a los soldados y les impidieron cumplir con las órdenes de Thiers”.