El sandinismo: de la revolución de 1979 a otra dictadura
Gioconda BelliI
Aporrea
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega (L), y el Comandante en Jefe del Ejército de Nicaragua, GeneralJulio Avilés (R), saludan durante una ceremonia en la que Avilés comienza su tercer mandato consecutivo como jefe del ejército en la Plaza de la Revolución en Managua, el 21 de febrero de 2020. INTI OCON / AFP
Gioconda Belli
Es una realidad que se repite a través de la historia que hombres que llegan a ser héroes de causas nobles, terminan convertidos en dictadores. Para desgracia de Nicaragua y el Sandinismo, cuya heroica y romántica gesta por derrotar a la dinastía somocista, ganó la admiración y apoyo de miles en todo el mundo, la metamorfosis de revolución a tiranía se dio de la mano de Daniel Ortega, su figura más conocida.
Como sandinista que fui desde 1970 cuando formé parte de la resistencia urbana de este grupo variopinto, pequeño, pero valiente, que optó por la lucha armada ante una dictadura dinástica de 45 años, puedo entender el desconcierto e incredulidad de quienes se enamoraron de nuestra revolución. Fue una hermosa gesta e implicó muchísimos sacrificios.
En el camino al triunfo el 19 de julio de 1979, cayeron las mentes más brillantes y ejemplares que hicieron del Frente Sandinista líder de una insurrección popular extraordinaria. Llegamos al poder en la época donde las revoluciones eran todavía románticas, donde las acciones guerrilleras comando, como la toma de la sede del congreso nacional o de la casa de un alto ejecutivo bancario, para intercambiar rehenes por guerrilleros presos eran actos heroicos y no terroristas, como se diría hoy.
En la Revolución no hubo paredón. Teníamos poetas, músicos, la mayoría éramos jóvenes, alegres, con un culto a la improvisación que daba para anécdotas y risas, había apertura de ideas, los cristianos eran acogidos como revolucionarios, hicimos una campaña de alfabetización con escolares enseñándole a adultos. Parecía que al fin esta nueva revolución lograría superar la rigidez ideológica de los modelos soviéticos y cubanos. Paradójicamente, la desgracia de nuestro modelo fue la manera absoluta en que se llegó al poder. De un día al otro, nos tocó empezar de cero y montar todo el aparataje del Estado. No en balde habíamos leído a Lenin, a Marx, a Mao, a Ho Chi Minh, a Franz Fanon.
La apertura inicial poco a poco se convirtió en la ansiedad de dominarlo todo para que la utopía socialista pudiera realizarse. El sentimiento de poder hizo lo suyo y el Gobierno de Estados Unidos, al castigarnos por mandar armas a la guerrilla salvadoreña, suplió el enemigo histórico que unía nuestra lucha con la de Sandino. Entramos a la guerra de la Contra, sinónimo de una guerra antimperialista. La guerra causa una fascinación misteriosa y terrible, más conocida y prometedora que la organización gradual y sin exclusiones de un estado capaz de convocar a las mayorías. El enemigo permitió fijar líneas divisorias claras, distinguir el bueno del malo. El discurso, el ánima de la revolución cambió. De construir el futuro pasamos a la defensa de una ideología.
En 1990, tras varios años de ataques, sanciones, embargo económico, servicio militar obligatoria y muertes innumerables, un acuerdo de paz resultó en unas elecciones supervigiladas en las que perdió el sandinismo contra Violeta Chamorro y la UNO, una alianza de partidos opositores.
Fue el fin del sandinismo y el inicio de una etapa de descomposición del FSLN histórico. El desprestigio empezó durante el traspaso de poder a Violeta Chamorro en la que se produjo un verdadero saqueo de Estado, que se conoció como “la Piñata”. Las altas esferas sandinistas se enriquecieron apropiándose de bienes, casas y tierras. Luego Ortega, en su esfuerzo por recuperar el poder prometió “gobernar desde abajo” e inició una campaña de asonadas, huelgas y acciones donde se colocó como el estandarte de una propuesta amorfa cuyo objetivo era recuperar la revolución por la vía del caos.
Muchos miembros de base del sandinismo lo acompañaron liberando así las frustraciones causadas por la pérdida del poder. El sandinismo se dividió de nuevo. Los cuadros con más autoridad proponían la renovación. Bajo esa bandera se formó el Movimiento Renovador Sandinista, presidido por Sergio Ramírez, el vicepresidente y mano derecha de Ortega. Éste lo repudió y con la autoridad concedida por su posición y una campaña feroz de difamación declaró a los que se le oponían como traidores y acusó a los más connotados héroes y heroínas de la revolución de haberse pasado a las filas enemigas y hacerle el juego a Estados Unidos.
La Constitución nicaragüense prohibía la reelección y Chamorro terminó su período y dio paso a nuevas elecciones en 1996. Desde ese año hasta 2007 Daniel Ortega fue el candidato del FSLN en las contiendas electorales sucesivas. “El fin justifica los medios” fue la enseña de sus esfuerzos. En 1998, su hijastra, Zoilamérica Narváez, lo acusó de haberla abusado sexualmente desde los once años. La esposa de Daniel, su madre, Rosario Murillo, tomó partido por el marido y se ganó así una importante cuota de poder a su lado.
En 2001, Ortega entró en pactos y componendas con el partido Liberal y logró que se aprobara bajar el porcentaje necesario para ganar en primera vuelta de 45 a 38%. Convenció a los jerarcas de la iglesia católica de que se había convertido y abrazado el cristianismo. Se casó por la Iglesia, tras veinticinco años de unión libre y ofreció prohibir el aborto terapéutico que existía desde el siglo XIX en el país. Cumplió esta promesa al retornar al poder en 2007, con 38% de los votos y el favor de una oposición dividida. Rosario Murillo, buena organizadora, tomó desde el principio de la presidencia de su esposo un papel principal en las comunicaciones y propaganda partidaria. Ortega ofreció gobernar en paz y amor y se declaró feminista al decir que compartiría el 50% del poder con su mujer.
En pocos años reinstaló el esquema de dominio del partido sobre el Estado, cooptó con favores y dinero a la Corte Suprema, el Consejo Electoral, la Controlaría y cambió la ley del Ejército y la Policía para que respondieran a él y no a un poder civil. Con un fraude electoral en 2008, logró la mayoría necesaria en la Asamblea Legislativa para cambiar la Constitución y lo hizo, entre otras cosas, para instituir la reelección indefinida y burlar la cláusula contra el nepotismo.
En 2016, Ortega se reeligió por tercera vez y nombró a su esposa vicepresidente. Todo esto lo hizo sin que rechistara el gran capital con quien se alió y al que le permitió enriquecerse a cambio de que no intervinieran en sus decisiones políticas. El pueblo estuvo desmovilizado hasta que Ortega aprobó la ley 840, una concesión onerosa, que cedía a un empresario chino el derecho para construir un canal interoceánico. Los campesinos que serían expropiados en la ruta del canal se organizaron y empezaron a agitar el adormilado ambiente político.
El control de Ortega y su esposa sobre la totalidad del Estado, más la Policía y el Ejército había solidificado un poder absoluto para la pareja presidencial, que se benefició de la generosidad de Hugo Chávez con petróleo barato y una entrada de 500 millones de dólares anuales que iban directo a las arcas del FSLN, sin registrarse en el presupuesto nacional.
Estábamos en las manos de Ortega y la gente lo toleraba por la ilusión de crecimiento económico y porque el país parecía estable y seguro. Escribí varios artículos donde definí al régimen como una “dictablanda”, una dictadura sin abierta represión.
Pero en abril de 2018 la presión y descontento que se venía acumulando estalló de manera sorpresiva. Dos manifestaciones de jóvenes universitarios que protestaban por un incendio mal atendido en la más grande reserva ecológica del país y contra una reforma a la ley del Seguro Social que reducía en 5% los ingresos de los jubilados fueron violentamente reprimidas.
Los estudiantes se refugiaron en las universidades perseguidos por hordas de la Juventud Sandinista armados de hierros y cobijados por la impunidad. Los estudiantes en sus recintos empezaron a ser asesinados por francotiradores. En pocos días las muertes eran más de 60. Enfurecidos por la represión, personas en todo el país organizaron barricadas -tranques- y cortaron carreteras y puentes. Acorralado, Ortega llamó a un diálogo y derogó la reforma a la ley del Seguro, pero era demasiado tarde. El rechazo reprimido por varios años se volcó a las calles y millares de personas se unieron al coro que gritaba “que se vayan”.
Asustados por la resistencia ciudadana, Ortega y su esposa decidieron defender su poder a toda costa. Argumentando un golpe de Estado, armaron cientos de paramilitares y viejos combatientes sandinistas y llevaron a cabo una “operación limpieza” contra jóvenes desarmados en las barricadas. La CIDH da cuenta de más de 328 muertos de abril a julio, y 700 encarcelados. Más de 80.000 nicaragüenses huyeron de la represión hacia Costa Rica y otros países. Desde abril 2018 hasta hoy la represión no ha cesado. Cada día la Policía secuestra y encarcela activistas que acusa de tráfico de drogas o posesión de armas. A los líderes políticos más connotados se les prohíbe salir de sus casas o circular fuera de la capital. Medios de comunicación de prestigio han sido acusados de terrorismo y confiscadas sus instalaciones sin apelación, la prensa independiente es hostigada continuamente. Las marchas están prohibidas.
Este año 2021 se supone que se realicen nuevas elecciones. Según las encuestas, la mayoría del país quiere cambio de gobierno, pero Ortega y Murillo temen que se les juzgue por sus crímenes de lesa humanidad y se aferran al poder y parecen dispuestos a pagar el precio que sea por conservarlo. Tras catorce años de gobierno, más los diez durante la Revolución Sandinista, Daniel Ortega ha superado a Somoza, no sólo en su permanencia en el poder, sino por sus consistentes, crueles y sofisticados métodos represivos. Su discurso repetitivo, el lenguaje seudo religioso y hippie de su esposa, la presencia de antimotines y guardas en las ciudades, la falta de libertades públicas refleja la terrible metamorfosis de un revolucionario en una criatura obcecada y pervertida por el poder.
La bella revolución sandinista murió y yo que lo lamento, espero que quienes lean estas líneas abandonen la idea de que aún existe y se pongan del lado del pueblo de Nicaragua contra esta nueva y deleznable tiranía.