Complexio oppositorum: el catolicismo, el otro, la ambigüedad
Ilán Semo
El siguiente es el prólogo al libro de Gonzalo Balderas Vega, Historia de la Iglesia en México. Antecedentes ibéricos. Tomo I/Volumen II, Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, 2020.
A la conquista española del Anáhuac se le atribuyen, a partir de los textos del siglo XVII, dos móviles: de un lado, una cruzada política y militar; del otro, una obra de edificación religiosa y espiritual. Un siglo antes, según las crónicas del siglo XVI, esta visión que escindía los propósitos de la guerra de la labor de clérigos y frailes habría sido impensable. Para Cortés y sus hombres, la conquista es una conjetura: la puerta hacia un Edén terrenal, la posibilidad de obtener riquezas, cargos y títulos. La literatura es abundante al respecto. Pero es algo más, algo no mensurable: la promesa de gloria. Ese peculiar sentimiento que la cultura del Renacimiento indujo como uno de sus signos de consagración. En el siglo XVI, la noción de gloria oscilaba entre varios extremos: aludía por igual al misticismo secular de la santidad y al arrojo del guerrero, al espíritu de la ascesis y al complejo tema del cuidado de sí. Sin embargo, siempre se trata, en el ámbito secular, de una postura —o una conducción del yo— frente al soberano. Jacob Burckhardt sugiere, no sin razón, que habría que buscar en sus premisas una parte del moderno proceso de individuación.1 En la Europa de Guicciardini y Signorelli, su cartografía era del todo imprecisa. En la corte de Florencia, equivalía a un doble principio: lealtad al Príncipe y, en particular, a los ejércitos del principado —es decir, el soldado que, versus el mercenario, se entendía como (o, mejor dicho, se sentía) una extensión del cuerpo del soberano—. Maquiavelo dedica páginas enteras a la codificación (y vindicación) de este «nuevo cuerpo».2 En cambio, en Castilla y Aragón, se le asimilaba a una dimensión casi próxima a los antiguos templarios: lealtad al principio religioso de las armas. El soberano español era, simultáneamente, un rey y un jefe religioso —la cabeza de un imperio y el patrono de la Iglesia en las Indias Occidentales—: dos cuerpos en uno. Por esto, la guerra contra el mundo árabe en la península ibérica se desata como una guerra santa. En otras palabras: para los florentinos el conflicto con el otro se explicaba como una relación de fuerzas; para los españoles, como un acto teológico. Cuando Cortés llega a las costas de Yucatán se desempeña como un obispo. Algunos años más tarde, Fray Juan Zumárraga organizaría un orden jurídico y sumario para exorcizar la idolatría. De múltiples maneras, el soldado de la época enfrentaba un sistema de reglas, jerarquías y dispositivos que distribuían el honor de manera compleja. Para él, la «gloria» se traducía así en un cúmulo de técnicas de guerra y rituales de expiación.
Durante la invasión española del Anáhuac, estas técnicas cobrarían un estatuto particular. La ocupación de los territorios se tradujo súbitamente en el dominio sobre poblaciones enteras, y éste en el dilema de cómo ganar y recobrar almas. En el siglo XVI español, ganar almas equivalía a gobernar conciencias y, más tarde, gobernar cuerpos; es decir, una política dedicada a reordenar la constelación de verdades que permitían a las nuevas tecnologías del signo aparecer como dispositivos de redención. A este proceso se le consignaría más tarde como la conquista espiritual —o, más sucintamente, en el lenguaje de la época: la evangelización—. No contamos con una historia de las modificaciones que sufrió en España la noción de evangelización entre los siglos XV y XVI; tampoco con estudios sobre los regímenes y las disciplinas en los que se tradujo. Vista desde la perspectiva del soberano español, la evangelización es un sinónimo de expansión. Expansión de los dominios del Rey (anexión de territorios bajo el principio de la ecumene), incorporación de nuevos súbditos al reino (cristianización de poblaciones), regulación moral de economías y usufructos. Pero, sobre todo, es una empresa de salvación. Las tropas quieren redimirse a sí mismas allanando el camino a la Iglesia. Para la Iglesia, en cambio, la diada evangelización/expansión3 representaba algo distinto, algo mucho menos esotérico: un plano de extensión. Extensión del espacio de la communitas, traslación de un cuerpo místico a lo largo de la ecumene, colusión de un afuera y un adentro (la conversión), textualización del mundo. Sin embargo, en el Anáhuac del siglo XVI, ambas visiones se encontrarían de un modo crucial: la evangelización legitimaría la expansión, y ésta se convierte en un instrumento de la primera. A partir de fines del siglo XVII, después de la paz de Westfalia, los imperios europeos extenderían sus dominios en nombre de la civilización; a principios del siglo XVI, todavía lo hacen en aras de la evangelización.
No se trata simplemente de una Iglesia que cubre el discurso del afuera, ni de las prácticas del cuidado de almas. En la soledad de los pantanos de Centla, en las selvas húmedas de Can Pech, cuando el caos invade los cielos y la muerte es incluso anhelada, los soldados se tornan hombres de fe y, viceversa, los hombres de fe devienen soldados. Y si no hay ningún párroco alrededor, la Iglesia invisible los acompaña. La fusión entre evangelización y guerra acontece por doquier: en los edictos y en las palabras que se ofrecen en los nuevos dominios; en las primeras escuelas de danza; en las fiestas y en los espectáculos teatrales;4 en las misas disponibles a cielo abierto. Cabe hacer notar, según las investigaciones más recientes, que mucho antes que el teatro, la danza sirve para homologar cuerpos y actitudes. Pero sus auténticos lugares epifánicos se encuentran en resquicios insondables: los cuerpos en la batalla, el terror a una empresa secuestrada por el Mal, la esperanza de que el otro cometa un equívoco militar.
En la primera parte del siglo XVI, las crónicas más audibles de la conquista hablan de una religión que ya cuenta con un cúmulo de saberes precisos para entremezclarse con las circunstancias de la guerra. Son saberes puestos a prueba en las campañas para diezmar a las poblaciones árabes de la península ibérica. Las escenas se repiten casi como en un manual de acción militar: persecución de apóstatas, combate a la idolatría, se destruyen los teocallis como antes se destruían las mezquitas; borramiento de las signaturas de la memoria de los pueblos originarios, dispersión de poblaciones, conversión como prueba de rendición, desgarramiento del tejido moral de los pueblos originarios… La tesis central de este segundo tomo de la Historia de la Iglesia en México, el cual trata de sus antecedentes ibéricos, es que la religión que sostuvo a las prácticas que llevaron al dominio de las poblaciones originarias tiene su origen en una forma muy específica y singular del cristianismo occidental: el cristianismo ibérico, un cristianismo profundamente arraigado en la larga confrontación entre el mundo cristiano y la cultura árabe.
Existen dos hipótesis sobre la expansión del mundo árabe en la península ibérica. La primera (y más antigua) conlleva la idea de que se trató de una ola de invasiones y ocupaciones que se desarrollaron entre el siglo VIII y principios del siglo X. La segunda, más reciente —crítica de la historiografía monárquica y, después, nacional de España—, sugiere que la misma población cristiana que se encontraba en las zonas de El-Andalus,5 abrazaría gradualmente las formas sociales y religiosas del islam. Tal vez esto es lo que más aterró a los canónigos y a los reyes de los reinos cristianos en los siglos VIII y IX. Ambas hipótesis coinciden en que a partir del califato de Córdoba instaurado a principios del siglo X, el mundo árabe se constituyó en una serie de reinos estables.
La cohabitación de la península ibérica entre el mundo del islam y los reinos cristianos durante más de siete siglos impactó a ambas culturas. Los emiratos proliferaron en instituciones dedicadas al estudio de la filosofía, la teología, el derecho, la historia, las matemáticas y la técnica. Conocían la tradición helénica con precisión. Una parte de la recuperación del aristotelismo que propició al Renacimiento se encuentra ya en sus escritos. El álgebra y el cálculo de regresiones fueron esenciales en la ruptura propiciada por Kepler, Cópernico y Galileo en el concepto del universo. Ahí se hallan también algunos de los principios filosóficos centrales que son la antesala de la mathesis como representación del mundo. Los historiadores árabes produjeron un concepto del otro que no se encuentra en las narrativas de la ecumene occidental. Cabría preguntarse por la forma en la que esta construcción de la alteridad influyó en los cronistas de la Nueva España.
Las relaciones entre los diversos reinos españoles y El Andalus se extendieron a las formas sociales, políticas y económicas de la coexistencia. En los capítulos dedicados en este tomo al estudio de estos reinos, se narra la complejidad de las relaciones y lazos que se establecieron entre los dos mundos: alianzas, matrimonios, fusiones territoriales, nuevas leyes y derechos, empresas comerciales… La pregunta sería si el cúmulo de saberes que hicieron posible esta cohabitación no resultaron esenciales en la conformación de una cultura, como la que llega a las costas de Yucatán en 1519, capaz de configurar una fuerza tan disímil y heterogénea como la que venció a Tenochtitlán en 1521.
La diferencia principal entre la Reconquista y la conquista del Nuevo Mundo reside en que la primera fue una empresa de expulsión y anhilación de reinos enteros, mientras que la segunda tuvo, desde el principio, el cometido de construir una nueva forma de dominación. En el siglo XVI español, ya el siglo del Estado absolutista, el dominio de la Corona se ejercería tanto a través de la centralización de la fuerza en la figura del soberano, como del nacimiento de un nuevo problema en las técnicas de gobierno: el gobierno de la vida. En otras palabras: el control de la vida a través de su cuidado. Va quedando atrás el soberano que gobierna por pura deducción o pura sustracción. Tomas Moro anuncia este problema en Utopía de la siguiente manera:
Al llegar a este punto habría de levantarme a decir que tales consejos son indignos para el rey, cuyo honor y hasta cuya seguridad residen en los recursos del pueblo más que en los suyos propios; y mostrarles que los reyes se eligen para bien del pueblo y no del soberano, es decir, para que con su esfuerzo pongan el bienestar de aquél al abrigo de toda injusticia, cuidado que corresponde al príncipe, más para lograr el bien de sus súbditos que el suyo propio, a semejanza del pastor que, por serlo, cuida antes de sus rebaños que de sí mismo. La realidad enseña cuán equivocados están los que piensan que la pobreza del pueblo es garantía de paz… Si un rey fuese de tal modo odiado o despreciado por sus súbditos que no pudiese retenerlos en la obediencia sino por el ultraje, el despojo y la confiscación reduciéndolos a la mendicidad, más le valdría renunciar inmediatamente al reino que retenerlo con tales procedimientos que, aunque le conserven su título, le hacen perder la majestad, pues no es propio de la dignidad real gobernar a mendigos, sino a gentes felices.6
Lo notable de esta postura es, en particular para la época en la que se redacta, que Moro advierte ya que una práctica de gobierno basada estrictamente en «el ultraje, el despojo y la confiscación» resultaría contraproducente, incluso por motivos pragmáticos: pondría a la seguridad del monarca en peligro. Como se recuerda en el capítulo de este volumen que trata de la historia de la iglesia novohispana después de la caída de Tenochtitlán, fue el mismo Cortés el que solicitó al rey el envío de frailes, y no de clérigos y canónigos, para emprender las tareas de evangelización. Sabía que los frailes provenían de esa cultura que, desde el siglo XIII, acompaña y ampara a los ejércitos que combaten al mundo árabe, y que profesaban una religión para la acción, acaso más militante y menos institucional. Entre estos frailes aparecería una franja de misioneros que compartían las grandes utopías del Renacimiento. Los autores que leen con más frecuencia son Tomás Moro y Erasmo. La Utopía del primero trata de una isla imaginaria en la que sus pobladores eligen a sus gobernantes y se dedican al trabajo, la lectura y las letras. Desde el principio se anuncia que esa isla es una alegoría de la América de Vespucio. No hay en ella quien no se dedique al trabajo, es decir, no existe el status característico del Estado absolutista emanado del no-trabajo. Tampoco existe el trabajo como status, porque es «de dónde el ser emana». Todos trabajan en la agricultura, pero profesan un oficio de su elección, porque la misma sustancia (el trabajo), ya en el paso de la potencia al acto, los hace diferentes y singulares. ¿Qué leyeron en Erasmo? Acaso la otra gran utopía moderna: los primeros atisbos de la postulación del yo.
No se ha estudiado cómo impactaron las lecturas de Erasmo y Moro a la idea más notoria que aparece en los textos de los primeros frailes novohispanos. Léase: el retorno al antiguo principio de la communitas cristiana, una comunidad en la que los seres humanos adeudan su ser a una y la misma potentia —la igualdad ante Dios… Los nombres de estos frailes fijarían paradigmas en las técnicas de construcción del orden social novohispano: Bartolomé de las Casas, Motolinia, Vasco de Quiroga… Imbuidos por las reformas holandesas de la época, hacen del gobierno de los vivos su espacio de inserción: construyen hospitales, transmiten la enseñanza de oficios, movilizan solidaridades, combaten hambrunas y pestes, fomentan obras hidráulicas… En suma, erigen una suerte de muro de contención frente a los hombres de la guerra (sin nunca dejar de combatir la apostasía) y un mecanismo de mediación con el rey. Pero son los menos. La jerarquía y el orden eclesiásticos se revelarían como uno de los principales instrumentos de regimentación de los pueblos y las culturas originarias. Se trata ya de esa iglesia que gradualmente se transformará a lo largo del siglo XVI en lo que Nicolas de Cusa llamó un complexio oppositurum. Una institución que podía albergar impulsos opuestos mientras que manifestaran su lealtad a la autoridad suprema del Papa. Lo singular es que el principio del complexio oppositurum surgiría en el Nuevo Mundo antes que en el continente europeo, donde la iglesia se encontraba enfrascada en el más radical de sus conflictos internos: la confrontación entre protestantes y católicos. En Nueva España, el gobierno de la Corona se erigió, en gran parte, sobre la base de los tejidos de identificación urdidos por los frailes. Esta extraña circunstancia, otorgó al espacio de intervención de la Iglesia una extensión que nunca tuvo en España.
En su primera parte, este II Tomo de la Historia de la Iglesia en México, reúne una reconstrucción que va de la diseminación inicial del cristianismo en la provincia romana de Hispania hacia el siglo II hasta el dominio del cristianismo visigodo del siglo VII. Al respecto cabe subrayar una hipótesis que seguramente propiciará nuevos estudios. ¿Qué fue el arrianismo? ¿Un movimiento bárbaro, tal y como lo denominaron los procónsules romanos? ¿Una cultura hereje, en las coordenadas que forjaron al cristianismo de Constantino? ¿O un movimiento que emancipó a Roma de los principios que hacían de la nuda vida una forma extrema de subordinación y control cotidianos? En otras palabras: ¿bárbaros o reformadores? El arrianismo fue un culto basado en la teología de la diferencia entre las substancias del Padre y del Hijo. Es decir, una creencia no trinitaria, que abrazaron los godos, los visigodos y los lombardos, poblaciones definidas como «bárbaros» por Roma hacia los siglos I y II. Sin negar la función divina de Cristo, los arrianos no le atribuían el carácter de una deidad. El mismo Agustín de Hipona debe haber profesado en algún momento el maniqueísmo, aunque después lo abandonó. Ingresó en la península de Hispania con las invasiones de godos y visigodos hasta devenir un credo dominante, y amparó una doctrina social que se proponía cancelar el principio del patria potestas romano y transmitirlo estrictamente al espacio del Príncipe. Con ello, cuestionaba una estructura central de poder en la que se fincaba la legitimidad del Senado. En su versión ostrogoda, abrió espacios para la disolución de la esclavitud.7 Su prohibición radical a partir del Primer Concilio de Nicea y su persecución encabezada por el propio Constantino, datan el inicio de la formación de la iglesia católica ortodoxa en Roma. A partir del siglo IV devino una devoción hereje. Hacia fines del siglo V, una vez disuelto por la fusión entre la estructura imperial de Roma y la Iglesia ortodoxa, la Iglesia en Hispania devendría, en su mayor parte, una institución católica y ortodoxa.
En su conjunto, En las páginas que siguen, la historia de la Iglesia está escrita bajo la perspectiva de la multiplicidad de las relaciones en las que expresó la vida de las provincias romanas y los reinos en los que emergió, y a los cuales ella misma codificó e impregnó.
1 Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento, Akal, Madrid, Segunda edición, 2014, pp. 141-171.
2 Maquiavelo Comentado por N. Buonaparte, Librería de F. Rosa, París, 1827, p. 27.
3 Norbert Elias, El proceso civilizatorio, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, Tercera Edición, 2009, p. 321.
4 Hugo Hernán Ramírez, Fiesta, espectáculo y teatralidad en el México de los conquistadores, Bonilla Artigas, 2009, Ciudad de México, pp. 53-61.
5 Emilio González Ferrín, Historia General de El Andalus, Almuzara, España, 2009, pp. 91-98.
6 Tomas Moro, Utopía, La Jaula Abierta/CIDE/Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2016, p. 62.
7 Roman Williams, Aruis: Heresy and Tradition, Wm. B. Eardmans Publishing Co., Nueva York, 2002, p. 101.