Desenterrando el Capitaloceno: hacia una ecología reparadora

Algunos seres humanos están arrasando con todo, desde la megafauna hasta la microbiota, a una velocidad cien veces mayor a la del ritmo natural. Sostenemos que el elemento catalizador de este cambio es el capitalismo y que el mejor término para denominar la fase de la historia moderna comprendida desde el siglo XV hasta el día de hoy es el Capitaloceno. Utilizar este nombre supone considerar el capitalismo seriamente, entendiéndolo no solo como un sistema económico sino como una forma de estructurar las relaciones entre los seres humanos y el resto de la naturaleza.



Desenterrando el Capitaloceno: hacia una ecología reparadora

El Salto
4 may 2021 04:40
 
La crisis ecológica del mundo contemporáneo se ha gestado durante cinco siglos de desarrollo capitalista. Los acuerdos que sustentan este sistema se encuentran sumidos en una crisis sin precedentes.


Jason W. Moore es historiador medioambiental y economista político. Coordina la Red de Investigación sobre Ecología-Mundo (World Ecology Research Network) en torno a lo que él llama Capitaloceno. Es autor, junto a Raj Patel, de A History of the World in Seven Cheap Things (California University Press, 2018) y El capitalismo en la trama de la vida (Traficantes de Sueños, 2020).

Raj Patel es un economista, activista y periodista inglés especializado en la crisis alimentaria mundial. Trabajó en el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y la Organización de las Naciones Unidas antes de desarrollar una actitud profundamente crítica respecto a estas organizaciones. Es autor de, entre otras publicaciones, Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial (Los Libros el Lince, 2008) y, junto a Jason W. Moore, A History of the World in Seven Cheap Things (California University Press, 2018).

La agricultura sedentaria, las ciudades, los Estados nación, la tecnología de la información y el resto de elementos que componen el mundo contemporáneo han germinado a lo largo de un extenso período de buenaventura climática. Pero eso ya es pasado. El nivel del mar está ascendiendo, el clima es cada vez más inestable y las temperaturas medias están incrementando. La civilización surgió en la era geológica llamada Holoceno. Hay quien ha bautizado nuestro nuevo régimen climático como Antropoceno. La vida inteligente del futuro sabrá de nuestra existencia porque algunos seres humanos han colmado el registro fósil con maravillas como la radiación de las bombas atómicas, plásticos de la industria petrolífera y huesos de pollo.

Lo que suceda a continuación es tan impredecible como predecible. Independientemente de las decisiones de la especie humana, el siglo XXI será una época de cambios “bruscos e irreversibles” en la estructura biológica. Los geocientíficos tienen un término bastante mordaz para denominar este punto de inflexión en la vida de la biosfera: cambio de estado. Por desgracia, la misma ecología que ha originado esta variación geológica también ha producido seres humanos mal preparados para afrontar este cambio de estado. La enajenada revelación de Nietzsche sobre la muerte de dios se recibió de forma parecida: aunque la Europa industrializada había reducido la influencia divina a la misa casi obligatoria del domingo por la mañana, la sociedad del siglo XIX no podía concebir un mundo sin dios, del mismo modo que en el siglo XIX a muchos les resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo.

Necesitamos un cambio de estado intelectual que acompañe esta nueva era. La primera tarea gira entorno al rigor terminológico; y es que designar esta nueva etapa geológica como Antropoceno resulta problemática. La raíz anthropos (“humano” en griego) sugiere que la causa del cambio climático y de la sexta extinción masiva del planeta radica en la naturaleza inherente al ser humano, al igual que los niños son niños o las serpientes, serpientes. Los humanos han ido transformando el planeta desde el final de la última era glacial, es cierto. Un índice de caza ligeramente superior al índice de reabastecimiento durante siglos, junto con el cambio del clima y de las praderas, condenaron a la extinción al mamut de las llanuras precolombinas en América del Norte, al Gigantopithecus (el pariente mastodóntico del orangután) en el Este Asiático y al alce gigante irlandés Megaloceros giganteus en Europa. Incluso es posible que el ser humano haya sido parcialmente responsable de atenuar una fase de enfriamiento global hace 12 000 años mediante las emisiones de gases de efecto invernadero relacionadas con la agricultura.

Necesitamos un cambio de estado intelectual que acompañe esta nueva era. La primera tarea gira entorno al rigor terminológico; y es que designar esta nueva etapa geológica como Antropoceno resulta problemática. 

Cazar grandes mamíferos hasta la extinción es una cosa, pero la velocidad y la escala de destrucción actuales no pueden extrapolarse de la intervención de nuestros antepasados simiescos. La actividad humana de nuestros días no está exterminando a los mamuts mediante siglos de caza desmedida. En cambio, algunos seres humanos están arrasando con todo, desde la megafauna hasta la microbiota, a una velocidad cien veces mayor a la del ritmo natural. Sostenemos que el elemento catalizador de este cambio es el capitalismo y que el mejor término para denominar la fase de la historia moderna comprendida desde el siglo XV hasta el día de hoy es el Capitaloceno. Utilizar este nombre supone considerar el capitalismo seriamente, entendiéndolo no solo como un sistema económico sino como una forma de estructurar las relaciones entre los seres humanos y el resto de la naturaleza.

Siete cosas baratas

En nuestro libro A History of the World in Seven Cheap Things [“Una historia del mundo a partir de siete cosas baratas” (California University Press 2018), señalamos cómo el mundo moderno ha avanzado gracias a siete cosas baratas: la naturaleza, el dinero, el trabajo, los cuidados, la comida, la energía y las vidas humanas. Todas las palabras de esa lista son complicadas. Barato es lo opuesto a un chollo: el abaratamiento comprende una serie de estrategias que controlan un tejido vital más amplio y en el que los seres humanos están incluidos. Las “cosas” se convierten en cosas a causa de los ejércitos y los clérigos, los contables y la imprenta. Y lo más importante es que la humanidad y la naturaleza no son dos gigantescas bolas de billar del siglo XVII chocando entre sí. La creación de vida tiene un ritmo desordenado, contencioso y mutuamente sostenible. Nuestro libro presenta una reflexión sobre las complejas relaciones que existen entre los seres humanos y el tejido vital que nos permite comprender el mundo en el que vivimos y plantea qué podría llegar a ocurrir en un futuro.

Barato es lo opuesto a un chollo: el abaratamiento comprende una serie de estrategias que controlan un tejido vital más amplio y en el que los seres humanos están incluidos.

Comencemos por esos huesos de pollo en el registro fósil que mencionábamos antes, un rastro capitalista de la relación entre los humanos y el ave más común del mundo: el Gallo gallus domesticus. Los pollos que comemos hoy en día son muy diferentes de los que consumíamos hace un siglo. Las aves de hoy son el fruto de los esfuerzos intensivos por explotar el material genético obtenido libremente de las selvas asiáticas tras la Segunda Guerra Mundial y que los humanos decidieron recombinar para producir el ave de corral más provechosa. Este pájaro apenas puede caminar, alcanza la madurez en unas semanas, tiene un pechuga desproporcionada y se cría y mata en cantidades geológicamente significativas (más de 60 mil millones de aves al año). Considera esta relación como un símbolo de naturaleza barata.


 


La carne de pollo ya es la más popular en los Estados Unidos y está previsto que lo sea también a nivel mundial para el consumo humano en el año 2020, lo que conllevará una mano de obra considerable. Los trabajadores de explotaciones avícolas cobran muy poco: dos céntimos de cada dólar gastado en pollo en establecimientos estadounidenses de comida rápida van a parar a los trabajadores y algunos operarios del sector avícola utilizan trabajo penitenciario, que se paga a veinticinco céntimos la hora. Considéralo como trabajo barato.

En la industria avícola de Estados Unidos el 86 % de los trabajadores que seccionan alas de pollo sufren dolores por el repetitivo movimiento de los machetazos y las torsiones que su trabajo implica. Algunos empresarios se burlan de sus trabajadores cuando éstos informan de sus dolencias y el rechazo de estas reclamaciones por daños es una práctica común. Esto repercute en los trabajadores en un 15 % menos de ingresos en los diez años posteriores a la lesión. Mientras se recuperan, los trabajadores dependen de sus familias y redes de apoyo, un componente externo a los esquemas de producción pero esencial para su participación continuada en el mercado laboral. Considéralo como cuidado barato.

Los alimentos producidos por esta industria acaban llenando los estómagos y apaciguando el descontento gracias a su bajo precio en los supermercados y en las ventanillas de restaurantes de comida rápida para llevar. Es una estrategia de comida barata.

Los propios pollos contribuyen relativamente poco al cambio climático, ya que solo tienen un estómago y no eructan metano como las vacas. No obstante, se crían en espaciosas instalaciones que se calientan con grandes cantidades de combustible y esa es precisamente la mayor contribución de la industria avícola estadounidense a la huella de carbono. No es posible tener pollo a bajo coste sin utilizar propano en abundancia, es decir, energía barata.

Existe cierto riesgo en la comercialización de estas aves procesadas, pero se ve mitigado a través del gasto de dinero público en beneficio privado mediante licencias y subvenciones que abarcan desde un fácil acceso financiero y físico a la tierra en la que se cultiva el pienso de los pollos (sobre todo en China, Brasil y Estados Unidos) hasta los préstamos a las pequeñas empresas. Este es uno de los matices del dinero barato.

Por último, estas seis cosas baratas han sido posibles como consecuencia de las constantes y habituales exhibiciones chovinistas contra diversas categorías humanas como son las mujeres, los colonizados, los pobres, las personas de color y los inmigrantes. Pero para asentar esta ecología es necesario un elemento final: vidas baratas.

Sin embargo, los humanos oponen resistencia en todas las etapas de este proceso –desde los pueblos indígenas cuyos averíos son la fuente de material genético necesario para la cría y los trabajadores y asistentes avícolas que exigen reconocimiento y protección hasta aquellos que luchan contra el cambio climático y contra Wall Street. Las luchas sociales por la naturaleza, el dinero, el trabajo, los cuidados, la comida, la energía y las vidas humanas, representadas como los huesos de pollo del Capitaloceno, reflejan por qué el símbolo más icónico de la era moderna no es el coche ni el teléfono inteligente sino el McNugget de pollo.


 


Todo esto cae en el olvido al sumergir la pieza de pollo y soja en un envase de plástico de salsa barbacoa. Aun así, el rastro fosilizado de millones y millones de aves sobrevivirá y evidenciará el paso de los humanos que lo trazaron. Ese es el motivo por el que presentamos la historia de la humanidad, la naturaleza y el sistema que cambió el planeta como una breve historia del mundo moderno para que sirva como antídoto frente al olvido.

El colapso de la civilización

El detonante que nos ha llevado a esta situación no ha sido un código genético particular o el impulso humano de procreación sino un conjunto específico de relaciones entre la humanidad y el mundo biológico y material. Las civilizaciones no colapsan porque los humanos se reproduzcan demasiado deprisa y se mueran de hambre, tal y como Robert Malthus alertó en su Ensayo sobre el principio de la población. Desde 1970 el número de personas que sufren desnutrición se ha mantenido por encima de los 800 millones, pero muy pocos anuncian el final de nuestra civilización. En cambio, surgen transiciones históricas colosales porque el statu quo ya no funciona. Las personas en posiciones de poder tienen cierta forma de ceñirse a las estrategias tradicionales, incluso cuando la realidad cambia de manera drástica. Así ocurrió con la Europa feudal, en la que la peste negra no fue únicamente una catástrofe demográfica sino que también desequilibró la balanza de las fuerzas sociales europeas.

El feudalismo dependía de una población en aumento, no solo para producir alimentos sino también para perpetuar la supremacía señorial. La aristocracia requería un campesinado relativamente numeroso para mantener su posición estratégica de negociación: era mejor que muchos campesinos compitieran por la tierra a que muchos señores compitieran por los campesinos. No obstante, el feudalismo como sistema nació en un clima anterior. Los historiadores denominan esta época como Período Cálido Medieval, y es que era tan templado que los viñedos se extendieron hasta Noruega. Todo esto cambió a principios del siglo XIV. Es posible que el clima no se deba al azar, pero si algo hemos aprendido de la historia ambiental es que las clases dominantes no sobreviven a las transiciones climáticas. Los monocultivos impuestos por las clases altas feudales se derrumbaron ante la Pequeña Edad de Hielo e inmediatamente sobrevinieron la hambruna y la enfermedad.

El detonante que nos ha llevado a esta situación no ha sido un código genético particular o el impulso humano de procreación sino un conjunto específico de relaciones entre la humanidad y el mundo biológico y material. […] Así ocurrió con la Europa feudal, en la que la peste negra no fue únicamente una catástrofe demográfica sino que también desequilibró la balanza de las fuerzas sociales europeas.

En consecuencia, la aparición de la peste negra provocó que las redes comerciales y de intercambio no solo transmitieran enfermedades sino que se convirtieran en portadoras de insurrecciones masivas. Las revueltas campesinas dejaron de ser asuntos locales rápidamente y pasaron a suponer una amenaza a gran escala para el orden feudal. A partir de 1347, estas rebeliones se sincronizaron como respuestas globales del sistema a esta crisis histórica, ocasionando un colapso en la lógica feudal del poder, la producción y la naturaleza.

La peste negra precipitó grandes tensiones en un sistema ya sobrecargado hasta el límite. Tras la plaga, Europa fue testigo de una lucha de clases encarnizada, de los países bálticos a Iberia, de Londres a Florencia. Las autoridades feudales no podían tolerar las reivindicaciones campesinas sobre la reducción de impuestos y la restauración de los derechos consuetudinarios. Si bien las monarquías, bancos y aristocracias europeas no podían tolerar dichas exigencias, tampoco podrían restaurar el statu quo ante por mucho que lo intentaran. Como respuesta a la peste negra surgió una legislación represiva con el objetivo de mantener una mano de obra barata mediante el control salarial o el vasallaje absoluto. De entre las legislaciones iniciales destacaron la Ordenanza y el Estatuto de los Trabajadores de Inglaterra, promulgadas ante la primera embestida de la plaga (1349-1351). Responder ante la epidemia del Ébola dificultando la sindicalización sería nuestro equivalente hoy en día. 

Los aristócratas europeos entendieron perfectamente las repercusiones laborales del cambio climático y se afanaron por que todo siguiera como siempre. Pero fracasaron casi por completo: la servidumbre no se restableció en ningún lugar de Europa occidental ni central y los salarios y la calidad de vida de los campesinos y trabajadores urbanos mejoraron notablemente, lo suficiente como para compensar el declive del conjunto de la economía. A pesar de que esto supusiera una bendición para la mayoría de la población, el uno por ciento de Europa experimentó una reducción de la parte del superávit que le correspondía. El antiguo régimen se había desplomado y no había forma de arreglarlo.

De esta fragmentación estructural surgió el capitalismo. La aspiración de las clases gobernantes no se limitaba a restaurar ese superávit sino que también pretendían ampliarlo. No obstante, esa era una tarea más fácil en la teoría que en la práctica. El Este Asiático era más próspero porque, a pesar de que sus gobernantes también padecieron altibajos socioecológicos, supieron adaptarse a la inestabilidad, a la deforestación y a la escasez de recursos en términos tributarios. La aristocracia íbera (de Portugal y Castilla, sobre todo) dio con una solución que reinventó la relación de los seres humanos para con el sistema vital. A finales del siglo XV, estos reinos y sus sociedades habían combatido en la Reconquista, el conflicto centenario con las potencias musulmanas en la península, y su dependencia de los inversores italianos para financiar sus campañas militares era enorme: Portugal y Castilla se habían reconstruido a sí mismas mediante la guerra y la deuda.

La deuda bélica junto con la promesa de riqueza mediante la conquista alentaron las primeras invasiones al otro lado del Atlántico. La solución a la deuda bélica era provocar más guerras, con la recompensa de obtener beneficios coloniales en las nuevas fronteras. El mundo moderno nació a raíz de los intentos sistemáticos de reparar las crisis en estos territorios y, por consiguiente, se produjo una transición histórica a una época que reinventó el superávit en torno a una vorágine de operaciones bancarias, esclavitud y exterminio.

La perspectiva de la ecología mundial

Nuestra visión del capitalismo forma parte de un concepto que denominamos ecología mundial y que se ha constituido en los últimos años como una forma de analizar detenidamente la historia de la humanidad en toda su extensión vital. En lugar de empezar con la separación de los seres humanos de la estructura de la vida, nos planteamos la forma en que los humanos (y sus acuerdos sobre el poder y la violencia, el trabajo y la desigualdad) encajan en la naturaleza. El capitalismo no es solamente parte una ecología sino que en sí mismo conforma una ecología, en cuanto que entraña un conjunto de relaciones que implican poder, capital y naturaleza. Así que cuando citamos “ecología mundial” recurrimos a las antiguas tradiciones de sistemas mundiales para sostener que el capitalismo crea una ecología que se extiende por todo el planeta, cruzando sus fronteras, e impulsado por la ambición de una acumulación desenfrenada.

Por lo tanto, al mencionar la ecología mundial no estamos haciendo referencia a la “ecología del mundo”, sino que aludimos a un análisis que muestra la manera en que las relaciones de poder, producción y reproducción actúan en el marco de la vida. La noción de ecología mundial nos permite ver cómo las relaciones violentas y explotadoras del mundo contemporáneo están arraigadas en cinco siglos de capitalismo, y cómo estos mecanismos desiguales (incluso aquellos que hoy día parecen atemporales y necesarios) se encuentran supeditados a una crisis sin precedentes. Es por ello que la ecología mundial ofrece algo más que una visión distinta del capitalismo, de la naturaleza y de las posibilidades futuras: ofrece una forma de ver cómo los seres humanos moldean su entorno y como el entorno moldea los seres humanos a lo largo de la historia moderna.

Todo esto abre el espacio necesario para que nos replanteemos que la manera en la que nos han educado a entender el cambio, ya sea ecológico, económico o de cualquier otra índole, forma parte de las crisis actuales. Ese espacio es vital para comprender la relación que existe entre denunciar y actuar en el mundo. Los movimientos por la justicia social llevan mucho tiempo insistiendo en la importancia de “designar el sistema”, porque el pensamiento, el lenguaje y la emancipación política se encuentran íntimamente relacionados y son esenciales para el poder. La ecología mundial nos permite comprobar que hay conceptos como la naturaleza o la sociedad que damos por sentado y que resultan problemáticos, no solo porque desdibujan la historia y vida reales, sino porque surgieron de la violencia de la práctica colonial y capitalista.

Los movimientos por la justicia social llevan mucho tiempo insistiendo en la importancia de “designar el sistema”, porque el pensamiento, el lenguaje y la emancipación política se encuentran íntimamente relacionados y son esenciales para el poder. La ecología mundial nos permite comprobar que hay conceptos como la naturaleza o la sociedad que damos por sentado y que resultan problemáticos, no solo porque desdibujan la historia y vida reales, sino porque surgieron de la violencia de la práctica colonial y capitalista.

Los conceptos modernos de “naturaleza” y “sociedad” nacieron en la Europa del siglo XVI. Estas nociones clave no solo se forjaron intrínsecamente vinculados a la expropiación de los campesinos europeos y de las colonias sino que también fueron instrumentos de expropiación y genocidio en sí mismos. La división entre naturaleza y sociedad era imprescindible en la nueva cosmología moderna en la que el espacio era plano, el tiempo, lineal y la naturaleza, externa. El hecho de que hoy en día ignoremos esta sangrienta historia, en la que se incluye la exclusión de la mayoría de mujeres, pueblos indígenas y africanos del conjunto de la humanidad a comienzos de la era moderna, corrobora la extraordinaria capacidad que tiene la modernidad de hacernos olvidar.

Por lo tanto, la ecología mundial no invita solo a la reflexión sino también al recuerdo. Con demasiada frecuencia atribuimos la devastación capitalista de la vida y el medio ambiente únicamente a la codicia económica cuando la verdad es que gran parte del capitalismo no puede limitarse al ámbito de la economía. Al contrario de lo que propugna la charlatanería neoliberal, los negocios y los mercados no son eficaces a la hora de llevar a cabo lo que hace que el capitalismo funcione. Las culturas, los Estados y los conglomerados científicos deben esforzarse para hacer que los humanos sigan obedeciendo las normas de género, raza y clase. Es necesario que se cartografíen y protejan las nuevas áreas geográficas de recursos, que las crecientes deudas se reembolsen y que se defienda la moneda. La ecología mundial ofrece una manera de identificar todo esto, de recordar (y retomar nuevamente) la vida y el trabajo de los seres humanos y de otras modalidades enmarcadas en la estructura de la vida.

La otra vida de las cosas baratas

Hay esperanza en la ecología mundial. Reconocer los entramados de creación de vida de los que depende el capitalismo también significa encontrar nuevas herramientas conceptuales con las que afrontar el Capitaloceno. Al tiempo que los movimientos de justicia social desarrollan estrategias para hacer frente a la crisis planetaria (y alternativas a la forma en que actualmente categorizamos la naturaleza), necesitamos considerar la reproducción creativa y ampliada de formas de vida democráticas.

Es poco probable que un ecologismo débil consiga cambiar la situación mientras su principal convicción se fundamente en un concepto históricamente desastroso como es el de la firme disociación del ser humano y la naturaleza. Desafortunadamente, gran parte de las políticas de hoy día asumen la transformación del mundo en cosas baratas. Recordemos que la última crisis financiera surgió tras derribar la frontera entre la banca personal y la banca de inversiones estadounidenses. La ley Glass-Steagal colocó esa barrera tras la Gran Depresión con el fin de impedir cualquier acuerdo futuro similar al que había provocado que la economía global cayese en picado en los años 30. Los socialistas y comunistas estadounidenses habían hecho campaña a favor de la nacionalización de la banca y los partidarios del New Deal de Franklin Roosevelt presentaron la ley como una garantía de su compromiso. Cuando los manifestantes del siglo XXI exigían la restitución de la reforma Glass-Steagall, lo que estaban haciendo era exigir el cumplimiento de este compromiso, y no lo que se había rendido a una financiación a bajo costo: vivienda digna.

Es poco probable que un ecologismo débil consiga cambiar la situación mientras su principal convicción se fundamente en un concepto históricamente desastroso como es el de la firme disociación del ser humano y la naturaleza. Desafortunadamente, gran parte de las políticas de hoy día asumen la transformación del mundo en cosas baratas.

De manera similar, la exigencia de los sindicatos estadounidenses de obtener 15 dólares por cada hora de trabajo (reivindicación que hemos apoyado) no perfila una gran visión del futuro laboral. ¿Por qué el futuro de los trabajadores del sector sanitario y alimenticio reside en un aumento salarial con el que apenas tendrían suficiente para subsistir? ¿Por qué demonios el concepto de dignidad humana debe vincularse al trabajo duro? ¿Y por qué seguimos reivindicando penuria en el trabajo y no la oportunidad de contribuir a un mundo mejor? A pesar de la expansión del estado de bienestar –cuyos subsidios se han convertido en principal factor de crecimiento de los ingresos familiares estadounidenses, y que ya representaba el 20 % de esos ingresos en el año 2000–, las transferencias de fondos o beneficios que lleva consigo no han puesto fin a la carga laboral de las mujeres. ¿Seguro que el objetivo final de las reivindicaciones políticas es reducir, recompensar y redistribuir las tareas domésticas?

Necesitamos soñar con un cambio más radical que el que nos ofrece la política moderna. El combustible fósil barato, por ejemplo, cuenta con el firme apoyo de gabinetes estratégicos de derechas desde la India a los Estados Unidos. Mientras los progresistas apuestan por un futuro fotovoltaico, también olvidan con excesiva facilidad el sufrimiento humano inherente a la infraestructura minera de la que depende su alternativa. El movimiento por la justicia alimentaria ha mantenido una postura cordial tanto con los partidarios de aumentar el precio de la comida, ignorando la pobreza, como con los que diseñan alternativas alimentarias que hacen posible que la pobreza persista, pero eso sí, con vitaminas añadidas. Y, como es lógico, constatamos las sempiternas políticas de vidas baratas en el regreso a la supremacía racial en nombre de la “protección de la nación” desde Rusia a Sudáfrica, pasando por Estados Unidos y China. Tampoco es que el futuro sea esperanzador: si observamos los resultados de las encuestas del Centro Nacional de Investigación de la Opinión de la Universidad de Chicago, el 35 % de las personas nacidas entre 1946 y 1965, los llamados baby boomers, cree que los negros son más vagos o menos trabajadores que los blancos, y el 31 % de los millennials piensa lo mismo.

Al mismo tiempo que mantenemos un pesimismo equilibrado a nivel intelectual, encontramos una fuente de optimismo en cuanto a compromiso político, como en el trabajo de organizaciones que contemplan una mayor versatilidad en las relaciones sociales. Muchos de estos grupos ya se  están enfrentando a estas cosas baratas: los sindicatos reivindican mayores salarios; los activistas del cambio climático quieren reevaluar nuestra relación en materia de energía; aquellos que hayan leído la obra de Naomi Klein admitirán que la situación debe cambiar aún más; los defensores de la justicia alimentaria buscan cambiar lo que comemos y la manera en que lo cultivamos para que todo el mundo coma de forma saludable; los coordinadores de los empleados domésticos reclaman que la sociedad reconozca el trabajo que se realiza en los hogares y en los centros asistenciales; el movimiento Occupy exige que la deuda se cancele y que los amenazados con la ejecución hipotecaria o la expulsión puedan permanecer en sus hogares; los ecologistas radicales pretenden cambiar la manera en que concebimos todas las formas de vida en la tierra y el movimiento Black Lives Matter, los pueblos indígenas y los activistas por los derechos de los inmigrantes reclaman igualdad y compensación por la injusticia histórica.

Cada uno de estos movimientos podría desencadenar una situación crítica. El capitalismo se ha visto forjado constantemente por la resistencia (levan*tamientos de esclavos, huelgas masivas, rebeliones anticoloniales pro-abolicionistas y organizaciones por los derechos de las mujeres y de los pueblos indígenas) y ha logrado sobrevivir una y otra vez. Sin embargo, todos los movimientos actuales se encuentran conectados y juntos nos brindan un antídoto contra el pesimismo. El concepto de ecología mundial puede ayudarnos a vincular unos con otros.

No estamos presentando soluciones que nos hagan regresar al pasado. Estamos de acuerdo con Alice Walker cuando dice que “el activismo es el alquiler que pago por vivir en el planeta” y que si hay vida más allá del capitalismo, esta se abrirá paso mediante las luchas sociales en su propio terreno. No negamos que si las políticas deben someterse a un proceso de transformación, este debe comenzar al mismo nivel en el que se encuentran las personas. Pero no podemos finalizar con las mismas abstracciones que el capitalismo ha creado sobre la naturaleza, la sociedad y la economía. Debemos encontrar un lenguaje y una política para la nueva civilización, una forma de sobrevivir al cambio de estado al que la ecología del capitalismo nos ha abocado.

Sopesar las injusticias de siglos de explotación puede resacralizar las relaciones humanas dentro de la estructura de la vida. Si redistribuimos los cuidados, la tierra y el trabajo de manera que todos tengamos la oportunidad de contribuir a mejorar nuestras vidas y, con ello, la ecología que nos rodea, podremos revertir la violencia de la abstracción que el capitalismo nos obliga a llevar a cabo diariamente. Denominamos esta revelación como “ecología de la reparación” y es nuestra forma de concebir la historia y el futuro, una práctica y un compromiso con la igualdad y la renovación de las relaciones humanas en el entramado vital.