La izquierda y la familia común
El Salto
La familia es a la vez la institución patriarcal que hay que desterrar y el sujeto social que alberga nuestras primeras experiencias de cuidado y apoyo mutuo. Un imaginario que puede encarnar lo mejor y lo peor de lo que somos, que nos remite con ambivalencia a momentos felices de bienestar y también a agresiones y violencias sufridas en primera persona sin posibilidad de escapatoria. En cualquier caso, una realidad que nos atraviesa, que nos trasciende y nos enciende. No podemos dejarla al margen de nuestra existencia y extiende su influencia a toda la organización social.
La familia es un común y como todo lo común muestra su potencialidad política al instante, no hay más que observar la superproducción de textos y debates que ha generado el discurso de Ana de Simón del 22.05.21 en el acto institucional sobre los retos demográficos y la iniciativa España 2050.
No se puede hablar de ella sin tocar directamente la infancia, la organización social, el trabajo productivo y reproductivo, el género, la identidad y diversidad, la comunidad y el Estado, la violencia, el apoyo mutuo, la vivienda, la sexualidad, etc.
Pero en ese tótum revolutum, que utiliza la derecha política para vocear sus privilegios y la izquierda reactiva para escribir un nuevo capítulo de autoafirmación, se puede pasar más o menos de largo de lo que acontece.
Es muy diferente partir de la familia para trascenderla, incluso negarla, y hablar “de todo lo demás” como lo importante, para dejarla en indefinición a merced y como reflejo de los procesos socioeconómicos o, por lo contrario, aun con las contradicciones, hacer un esfuerzo por habitarla, tomar conciencia de lo que nos atraviesa y hacer política sin perder la realidad del grupo humano que nos pertenece y al que pertenecemos. Promover un proyecto de transformación que vaya mucho más acá de lo ideológico y que dé cuerpo y presencia a la impugnación.
Entre medias, hay estrategias de fuga, a veces imprescindibles y casi siempre saludables: que si la familia es la que se elige, que si los vínculos de sangre no son los más fuertes, que es solo una construcción cultural pero la vida va por otro lado, etc.
Y también hay estrategias de resistencia afincadas en el torreón de la posición crítica objetiva: la familia es una estructura heteronormativa basada en la opresión, en la explotación y en el ejercicio de poder masculino y adulto, un contexto definido por la violencia de las relaciones de poder que implica en sí misma una patología social que provoca sufrimiento.
Ambas son maneras de capear el temporal esencialmente adultas, porque para los menores de edad, la alternativa a la familia se llama sistema de protección —donde no hay opciones mixtas para las criaturas, la familia tal y como la define el Código Civil o el sistema con sus centros, sus educadores y sus muros, sin posibilidad de elección— o de reforma, y no es precisamente amable.
En cualquier caso, en el ámbito de representación de la izquierda, hay más elementos para la fuga y para la resistencia que para la presencia, tanto a nivel simbólico como a nivel político. No se ha sabido encontrar un espacio donde la defensa de la familia no suene sospechosa.
En la izquierda, cuando nos vemos en la situación de habitar la familia nos encontramos en desamparo, en una orfandad de referencias que se traduce en la carencia de políticas de apoyo efectivas
Cuando nos vemos, ya sea por voluntad o necesidad, en la situación de habitar la familia nos encontramos en desamparo, en una orfandad de referencias que se traduce en la carencia de políticas de apoyo efectivas. Su falta de reconocimiento como un sujeto político fundamental, dotado de derechos sociales, dibuja un horizonte de abandono solo poblado por un individualismo autorreferencial, precario y adultocéntrico, muy ineficiente en el sostenimiento de la vida.
No falta quien define este paisaje como progresista y emancipador. Supongo que es más fácil cuadrar la fantasía revolucionaria proyectando en individuos libres, de identidades diversas y en igualdad de derechos, que en la complejidad de las relaciones humanas en contextos de degradación capitalista.
Hay una carencia absoluta de la cultura de la vida, de “la vida de la vida” de la que habla Edgar Morin (en El método. La vida de la vida, Editorial Cátedra, 1980) y de cómo ésta se desarrolla dentro de un ecosistema autorregulado en dinámicas simbióticas de necesidades y deseos. Y también una carencia peligrosa de cultura perinatal —leer a Casilda Rodrigañez o a Ibone Olza ayudaría a entender la aberración que supone negar el cuerpo de la madre como ecosistema de crianza— que permite todo tipo de relativismos posmodernos para redefinir los procesos de gestación, exterogestación, puerperio y crianza adaptados a lo que el modelo precisa.
Pero, en lo real, nada de hacer causa común con las familias, ni siquiera con las mujeres, madres o díadas que se expresan en lo reproductivo desde la vivencia de invisibilización y explotación. Y si manifiestan placer y deseo, aún más abandono.
Parece que conforme haya más desamparo social más se reivindicará lo público, y por tanto se invocará a la izquierda y a su patrimonio, pero lo que se consigue es todo lo contrario: una falta de representación respecto a los significantes comunes que provoca desafección y dinámicas de repliegue a lo tradicional, por la falta de referencias de alternativas viables.
Debilitar la familia para intentar hacerse fuerte apelando al papel del Estado, cuando no el del Mercado, no parece tan buena idea para cuidar la vida
Debilitar la familia para intentar hacerse fuerte apelando al papel del Estado, cuando no el del Mercado, no parece tan buena idea para cuidar la vida, y peor en medio de las derivas neoliberales que nos despiden del Estado del Bienestar y de su contrato social.
La izquierda se muestra reacia a nutrir de derechos y legislar de manera valiente un lugar del que quiere huir y así, en su afán de diferenciación con la derecha, se ve determinada a abrazar al capitalismo más evolucionado, ese que ha aprendido a hacer dinero de lo reproductivo rentabilizando la interdependencia intrínseca a la sociabilidad humana.
En el terreno ideológico, regala al discurso conservador algo que nos pertenece a todas y del que todas somos parte, y en la práctica la desposesión es mayor aún, porque son ellos los dueños de las empresas de gestión de servicios que capitalizan la externalización y los que, en sus casas, pueden hacer viable la familia sin apoyos públicos. Lo reproductivo queda en sus manos, y en las nuestras el vacío, el abandono y la depresión. Derechos familiares: solo el de pataleta.
Son los modelos de familias tradicionales y patriarcales los que prevalecen, los que presumen de viabilidad, y las alternativas quedan asfixiadas en las trampas de la conciliación y la precariedad.
Las nuevas realidades que se producen distan mucho de ser referencias de cuidado. No se facilitan las condiciones y los apoyos para que las experiencias de familias basadas en la corresponsabilidad, la horizontalidad y en el apoyo mutuo sean sostenidas de manera generalizada y puedan trascender su singularidad.
De nuevo, solo emerge lo tradicional o el individualismo del sálvese quien pueda, y en la dualidad, la izquierda tiende a posicionarse apoyando lo segundo.
Esta posición se quiere matizar con las políticas de conciliación y dando un papel esencial a los servicios públicos, pero en la práctica no hay una vocación de servicio, no se plantean unos servicios subordinados a las propias dinámicas de gestión de la vida de cada familia, sino que los servicios públicos actúan de manera totalitaria. Son muchos los ejemplos que ilustran la instrumentalización de las necesidades de las personas para la imposición de modelos institucionales, quizá el más paradigmático sea la atención hospitalaria al parto y al nacimiento, pero hay más, como la rígida escolarización infantil o la organización de los permisos de maternidad/paternidad. De este modo se acaban imponiendo modelos que terminan normalizando la precariedad afectiva en los procesos reproductivos y muchas veces convirtiendo las necesidades en productos de consumo.
Son muchas las personas y las familias que se ven abrumadas cuando lo público pasa por encima de su realidad y se convierte en un espacio de propaganda de la izquierda usado para imponer un modelo que quizá se pueda rentabilizar políticamente, pero que en lo concreto, supone un fuerte condicionamiento de la vida (y si no que se lo pregunten al Pueblo Gitano y a sus familias, atrapadas en dinámicas históricas de contraprestaciones para poder hacer valer mínimamente sus derechos sociales).
Tal es la defensa de la externalización que termina pareciendo, sino siendo, un fin en sí misma, mucho más importante que las necesidades intrínsecas a la convivencia de los grupos humanos.
El atajo por la izquierda, que se está tomando para superar el conflicto ideológico y psicoafectivo que se tiene con la familia pasa por vaciarla de contenidod
El atajo por la izquierda, que se está tomando para superar el conflicto ideológico y psicoafectivo que se tiene con la familia, pasa por vaciarla de contenido y diluirla en estructuras más o menos líquidas que solo se sustancian en lo individual. Ahí se establece un contrato en base a derechos reconocidos por las políticas progresistas, pero que, a la hora de la verdad, distan mucho de ser universales.
El derecho al trabajo, a la vivienda, a un ingreso mínimo, el derecho de las criaturas a ser cuidadas, son cada vez más difíciles de sustanciar.
En el repliegue producto de la precariedad, no nos queda otra que volver a la familia. Y entonces, nos la encontramos erosionada, desértica y desbordada por la función social que representa y que no se corresponde con los apoyos institucionales que recibe. Solo se sostiene en pie por la explotación de las mujeres en lo doméstico y porque no hay plan b para la crianza.
Buscamos sostén y nos encontramos en un solar degradado por la especulación, abandonado y esquilmado con la lógica extractiva del capitalismo de los servicios, y definido por la injusticia social y patriarcal. Esto no es efectivo y nos deja a merced de la violencia del sistema.
Hasta propuestas de derechos que abrazo y defiendo, como es la Renta Básica Universal, difícilmente pueden ser implantadas obviando los sujetos colectivos que generamos a partir de nuestras relaciones de interdependencia.
Si los derechos son solo individuales, ¿quién gestiona la renta básica de bebés, niños y niñas? ¿O de las personas dependientes? ¿El Estado? ¿Qué nos la conmuten por plazas en guarderías, residencias o centros de acogida? ¿Alimentamos también la industria de la externalización con nuestros derechos?
Hablamos de cuidados, pero los modelos basados exclusivamente en los derechos individuales solo son viables para las personas con privilegios, que participan de alguna manera de ese sujeto universal de “hombre blanco con dinero” y que por ello tienen poder para transformar los derechos en estructuras de supervivencia. Y estas estructuras se terminan definiendo a costa de otras personas, que aun con los mismos derechos, no les queda otra que subordinar su existencia a quien paga o a quien manda.
Los derechos efectivos debieran ser de todas, de quienes precisan el cuidado y no solo de las personas que lo suministran. ¡Ya cambiaría que la estructura jurídica de la familia no se configurara a partir del matrimonio sino de los derechos propios de las criaturas que alberga!
Si, además en el debate de los cuidados, incluimos la parte libidinal, defendiendo a la familia pero combatiendo el concepto de “cargas familiares” y denunciando la devaluación que supone instalar los procesos esenciales de la reproducción humana en las dinámicas del mercado, negándonos a normalizar el modelo low cost, utilizando para ello la legítima demanda social de igualdad y corresponsabilidad, y de precariedad afectiva como un nuevo paradigma, la incomprensión con la izquierda es absoluta.
Podemos incluso llegar a tenerla enfrente cuando dan alas a discursos tan reaccionarios como “el de la maternidad intensiva”, vendiendo como una enajenación lo que es, como mucho, un enroque en lo reproductivo para salvaguardarlo en un contexto de precariedad y de abandono social, tal y como desmonta por Julia Cañero.
Por supuesto que también se sostiene una crítica a la familia desde los cuidados, como dice Nuria Alabao en su reciente artículo de Ctxt: “La familia es ambivalente, no es una institución neutra: todavía se sostiene sobre relaciones jerárquicas de subordinación de género-edad. Todavía es una institución que delega la mayor parte del trabajo de cuidados a las mujeres. Reforzar la familia hoy implica a pesar de todo, reforzar esa realidad persistente. Las enormes cifras de violencia machista o contra jóvenes y niños en su seno son un recordatorio de esa subordinación.
Pero entonces, si queremos validar otras formas propias de organización social, tendremos que empezar por reivindicar reconocimiento jurídico para los diferentes modelos de convivencia que cada persona establece libremente con su grupo de relaciones, ya sea por afectos o por pactos explícitos de cuidado —pactos de crianza, de acompañamiento a la muerte o en la enfermedad, etc.— para dar una estabilidad al marco que pueda estructurar una sociedad distinta.
Porque, mientras que la patria potestad y, en consecuencia, los mecanismos de filiación y herencia gocen de vigencia y aceptación, y esto no se combata de manera radical desde la izquierda, la alternativa parece, de nuevo, solo alimentar el privilegio adulto de quienes pueden elegir.
Es frecuente encontrar a gente con muchas experiencias en intentos comunitarios —mirar al pasado también es aprender de las iniciativas en este sentido de los años setenta y ochenta, y de algunas que aún perduran— que narran cómo todo se reorganiza en el momento que vienen las criaturas, cómo las figuras de referencia adulta reconocibles se hacen más importantes (entre otras cosas porque hay unas obligaciones intransferibles de guarda a las que dar respuesta) y cómo la familia como institución emerge con fuerza frente a otros vínculos elegidos sin estructura jurídica. Lo mismo ocurre cuando hay que dar respuesta a una enfermedad o repartir una herencia.
La tribu es necesaria, muchas veces imprescindible, hace de seguro de vida, pero sigue pasando que a la hora de afrontar momentos de crisis, prioridades reproductivas o emergencias en cuidados, la familia nuclear radiactiva tiene un papel protagonista.
Si se nace en familia y se muere en familia, al menos en lo jurídico —y esto no va a cambiar pronto— luchemos para que se nos permita intentar un tránsito más saludable.
Políticas de apoyo a la familia a troche y moche, que padres y madres de izquierdas, comprometidos con el cuidado, pudieran hacer viables sus proyectos con solvencia, generando otros modelos desde la presencia, la abundancia y la felicidad que pudieran disputar la realidad: “La libertad de cuidar, el lujo de cuidar, el honor de cuidar (…) cuidar es amar y es el único amor que existe”, dice Maria LLopis en la introducción de “la revolución de los cuidados”.
Si se nace en familia y se muere en familia, luchemos para que se nos permita intentar un tránsito más saludable, porque si no la familia seguirá siendo facha y patriarcal
Y quizá con ello se colabore a diluir la familia tradicional en una alternativa de bienestar, y no en el vacío. Necesitaríamos una izquierda valiente que se atreviera a ser aliada en este proceso.
Porque, si no, la familia seguirá siendo facha y patriarcal, basada en el fraude del amor romántico y en la adultocracia —la familia conservadora está más adaptada por comulgar sin conflicto con los roles tradicionales de género y por tener pasta y privilegios para poner el mercado a su servicio defendiendo su territorio doméstico de aquello que no le gusta, aunque sean derechos—.
Y los y las anticapitalistas seguiremos explotadas en el mercado laboral pidiendo permisos precarios para que nos dejen cuidar un rato, habitando la queja y sin capacidad real de articular mecanismos de convivencia comunitarios. Hasta que poco a poco se vaya imponiendo la opción del sistema: una soledad que consume relaciones y afectos en la medida que los puede sufragar.
Podemos terminar incluso, haciendo real la profética obra maestra de Fernando León de Aranoa, Familia (1996), y buscando comprar en el mercado una familia muy parecida a la que queremos desterrar.