Bajo el signo de Saturno. Sobre Walter Benjamin

Benjamin pensaba que el intelectual libre era, de todos modos, una especie moribunda vuelta no menos caduca por la sociedad capitalista que por el comunismo revolucionario; en realidad, sentía que estaba viviendo en una época en que todo lo valioso era lo último de su especie. Pensaba que el surrealismo era el último momento inteligente de la intelligentsia europea, y una clase apropiadamente destructiva y nihilista de inteligencia.



Susan Sontag sobre Walter Benjamin

 

Bajo el signo de Saturno

Susan Sontag

Comunizar

 

En la mayor parte de sus retratos, Benjamin tiene la mirada baja, la mano derecha en el rostro. La más antigua que conozco le muestra en 1927 –tiene treinta y cinco años– con cabello oscuro ondulado sobre una frente alta y un bigote sobre el grueso labio inferior: juvenil, casi guapo.

Con la cabeza baja, sus hombros envueltos en la chaqueta parecen empezar tras sus orejas; su pulgar se apoya en la mandíbula; el resto de la mano, un cigarrillo entre el índice curvado y tres dedos le cubren la barbilla; la mirada baja tras de sus gafas –la suave y soñadora mirada del miope– parece salir flotando hacia el extremo izquierdo inferior de la fotografía. En una foto de finales de los treinta, el cabello ondulado casi no ha retrocedido, pero no queda ni rastro de juventud ni de guapura; el rostro se ha ensanchado y la parte superior del torso no sólo parece alta, sino enorme, hinchada. El bigote más grueso y la mano regordeta, doblada, con el pulgar hacia abajo, le cubren la boca. La mirada es opaca, o sólo más absorta: podría estar pensando o escuchando. (“El que se esfuerza por escuchar nove”, escribió Benjamin en su ensayo sobre Kafka.) Hay unos libros tras su cabeza. En una fotografía tomada durante el verano de 1938, en la última de las varias visitas que hizo a Brecht en el exilio en Dinamarca, después de 1933, aparece de pie frente a la casa de Brecht, un hombre viejo a los cuarenta y seis años, con camisa blanca, corbata, pantalones con cadena de reloj: una figura suelta y corpulenta que mira sombríamente a la cámara. Otra foto, de 1937, muestra a Benjamin en la Biblioteca Nacional de París. Dos hombres, cuyas caras no pueden verse, comparten una mesa a cierta distancia, detrás de él. Benjamin está sentado de frente, a la derecha, probablemente tomando notas para el libro sobre Baudelaire y el París del siglo XIX que ya llevaba escribiendo toda una década. Consulta un volumen que mantiene abierto sobre la mesa con la mano izquierda –no se ven sus ojos–, mirando, al parecer, al margen inferior derecho de la fotografía. Su íntimo amigo Gershom Scholem ha descrito su primer atisbo de Benjamin en Berlín en 1913, en una reunión conjunta de un grupo de la juventud sionista y unos miembros judíos de la Asociación de Estudiantes Libres Alemanes, cuyo líder era Benjamin, por entonces de veintiún años. Habló “improvisando, sin dirigir siquiera una mirada a su público, contemplando con los ojos fijos un rincón remoto del techo, al que parecía arengar con gran intensidad, en un estilo que incidentalmente, hasta donde puedo recordar, estaba listo para publicar”.

Benjamin era lo que los franceses llamaban un triste. En su juventud pareció marcado por “una profunda tristeza”, escribió Scholem. Se consideraba a sí mismo un melancólico, desdeñando los modernos marbetes psicológicos e invocando el tradicional marbete astrológico: “Yo vine al mundo bajo el signo de Saturno: la estrella de revolución más lenta, el planeta de las desviaciones y demoras…” Sus proyectos mayores, el libro publicado en 1928 sobre el teatro barroco alemán (el Trauerspiel; literalmente obra de dolor), y su nunca terminada París, Capital del Siglo XIX, no pueden ser comprendidos por completo a menos que captemos cuánto dependen de una teoría de la melancolía.

Benjamin se proyectaba a sí mismo, a su temperamento, en todos sus grandes temas, y su temperamento determinaba lo que elegía para escribir. Era lo que veía en los temas, como las obras barrocas del siglo XVII (que dramatizan distintas facetas de la “acedía saturnina”) y en los escritores sobre cuya obra escribió él más brillantemente: Baudelaire, Proust, Kafka, Karl Kraus. Hasta en Goethe encontró el elemento saturnino. Pues, pese a la polémica en su gran ensayo sobre Las afinidades electivas de Goethe, en contra de interpretar la obra de un escritor por su vida, sí hizo un uso selectivo de la vida en sus más profundas meditaciones sobre textos: información que revelaba al melancólico, al solitario. (Así, describe la “soledad de Proust que tira del mundo hacia abajo, hacia su vórtice”; explica cómo Kafka, igual que Klee, era “esencialmente solitario”; cita el “horror de Robert Walser al triunfo en la vida”.) No es posible valerse de la vida para interpretar la obra. Pero sí se puede emplear la obra para interpretar la vida.

Dos breves libros de reminiscencias sobre su infancia en Berlín y sus años de estudiante, escritos a comienzos de los treinta y no publicados durante su vida, contienen el más explícito autorretrato de Benjamin. Al naciente melancólico, en la escuela y en los paseos con su madre, “la soledad le parecía el único estado apropiado para el hombre”. Benjamin no quiere decir la soledad en una habitación –a menudo estuvo enfermo cuando era niño–, sino la soledad en la gran metrópoli, ocupación del paseante ocioso, libre de soñar, observar, meditar, vagar. El espíritu que habría de atribuir gran parte de la sensibilidad del siglo XIX a la figura del flâneur, personificado por ese soberbiamente consciente melancólico, Baudelaire, fue sacando mucho de su propia sensibilidad de su relación fantasmagórica, astuta, sutil con las ciudades. La calle, el pasaje, la arcada, el laberinto son temas recurrentes en sus ensayos literarios y, especialmente, en el proyectado libro sobre el París decimonónico, así como en sus piezas de viaje y sus reminiscencias. (Robert Walser, para quien andar fue el centro de su recluida vida y sus maravillosos libros, es un escritor a quien habríamos deseado particularmente que Benjamin le hubiese dedicado un ensayo más largo.) El único libro de una naturaleza discretamente autobiográfica publicado durante su vida se tituló Dirección única. Las reminiscencias del yo son reminiscencias de un lugar y de cómo se coloca en él, de cómo navega en torno a él.

“No orientarse en una ciudad es de poco interés”, comienza su Infancia en Berlín“Pero perderse en una ciudad, como puede uno perderse en un bosque, requiere práctica… aprendí este arte ya avanzada mi vida: realicé los sueños cuyas primeras huellas fueron los laberintos en los secantes de mis libros de ejercicios”. Este pasaje también aparece en Berliner Chronik después de que Benjamin da a entender que se necesita mucha práctica para perderse, dado un sentido original de “impotencia ante la ciudad”. Su meta es llegar a ser un competente lector de mapas de las calles que sepa cómo perderse. Y también situarse, con mapas imaginarios. En otra parte de Berliner Chronik, Benjamin cuenta que durante años acarició la idea de hacer un mapa de su vida. Para este mapa, que imaginaba gris, había inventado un pintoresco sistema de señales que “claramente marcaban las casas de mis amigos y mis amigas, los salones de reunión de varias cooperativas, desde las cámaras de debates del Movimiento Juvenil hasta los lugares de reunión de la juventud comunista, las habitaciones de hotel y de prostíbulos que conocí durante una noche, las decisivas bancas del Tiergarten, los caminos de las diferentes escuelas y las tumbas que vi llenas, los lugares de prestigiosos cafés cuyos nombres, olvidados desde hacía mucho, diariamente pasaban por nuestros labios”. Una vez, dice, aguardando a alguien en el Café des Deux Magots, en París, logró dibujar un diagrama de su vida: era como un laberinto, en que cada relación importante figura como “una entrada al laberinto”.

Las recurrentes metáforas de mapas y diagramas, memorias y sueños, laberintos y arcadas, vistas y panoramas, evocan cierta visión de ciudades, así como ciertos modos de vida. París, escribe Benjamin, “me enseñó el arte de extraviarme”. La revelación de la verdadera naturaleza de la ciudad no surgió en Berlín sino en París, donde permaneció frecuentemente durante los años de Weimar y donde vivió como refugiado desde 1933 hasta su suicidio, cuando trataba de escapar de Francia en 1940; más exactamente, el París reimaginado en las narraciones surrealistas (Nadja, de Breton, Le paysan de Paris, de Aragon). Con estas metáforas, está indicando un problema general acerca de la orientación, y levantando una norma de dificultad y complejidad (un laberinto es un lugar donde perderse). También está sugiriendo una noción acerca de lo prohibido y de cómo tener acceso a ello: mediante un acto del espíritu que es lo mismo que un acto físico. “Redes enteras de calles fueron abiertas bajo los auspicios de la prostitución”, escribe en Berliner Chronik, que comienza invocando a una Ariadne, la prostituta que condujo a este hijo de padres ricos por primera vez a través “de los umbrales de las clases”. La metáfora del laberinto también sugiere la idea de Benjamin de obstáculos levantados por su propio temperamento.

La influencia de Saturno vuelve a la gente “apática, indecisa, lenta” escribe en El origen del drama barroco alemán (1928). La lentitud es una característica del temperamento melancólico. El desatino es otra, por observar demasiadas posibilidades, por no notar la propia falta de sentido práctico. Y la terquedad, por el anhelo de ser superior, en los propios términos de uno. Benjamin recuerda su terquedad en los paseos de su infancia con su madre, que convertía pautas insignificantes de conducta en pruebas de su aptitud para la vida práctica, reforzando así lo que era inepto (“mi incapacidad, aun hoy, de prepararme una taza de café”) y soñadoramente recalcitrante en su naturaleza. “Mi hábito de parecer más lento, más torpe, más estúpido de lo que soy, tuvo su origen en tales paseos y tiene el gran peligro concomitante de hacerme creer que soy más rápido, más diestro y más astuto de lo que en realidad soy”. Y de esta terquedad proviene, “antes que cualquier otra cosa, una mirada que parece no ver una tercera parte de lo que percibe”.

El genio del surrealismo estuvo en generalizar con entusiasta franqueza el culto barroco a las ruinas; en advertir que las energías nihilistas de la época moderna hacen de todo una ruina o un fragmento, y, por tanto, coleccionable.

Dirección única destila las experiencias del escritor y del amante (está dedicada a Asja Lacis, quien “pasó a través del escritor”) 1, experiencias que pueden adivinarse en las primeras palabras sobre la situación del escritor, que tocan el tema del moralismo revolucionario, y el final, “Al Planetario”, un himno al cortejo tecnológico de la naturaleza y al éxtasis sexual Benjamin podía escribir acerca de sí mismo más directamente cuando partía de memorias, no de experiencias contemporáneas: cuando escribe acerca de sí mismo como niño. A esa distancia, la niñez, puede observar su vida como un espacio que se puede trazar en mapas. La franqueza y el brote de sentimientos dolorosos en Infancia en Berlín hacia 1900 Berliner Chronik se vuelven posibles precisamente porque Benjamin ha adoptado un modo completamente digerido y analítico de relatar el pasado. Evoca acontecimientos por las reacciones a los acontecimientos, lugares por las emociones que ha depositado en los lugares, otras personas por el encuentro consigo mismo, sentimientos y comportamientos por intuiciones de futuras pasiones y fracasos contenidas en ellos. Fantasías de monstruos sueltos en el gran apartamento, mientras sus padres atienden a sus amigos, prefiguran su repulsión contra su clase: el sueño de permitírsele dormir todo lo que quiera, en lugar de tener que levantarse temprano para ir a la escuela, se realizará cuando –después de que su libro sobre el Trauerspiel no le valió una cátedra universitaria– se da cuenta de que “sus esperanzas de un puesto y un modo de vida seguro siempre han sido en vano”: su modo de caminar con su madre, “con pedantesco cuidado”, manteniéndose un paso detrás de ella, prefigura su “sabotaje de la verdadera existencia social”.

Benjamin considera a todo lo que decide recordar en su pasado como profético del futuro, porque la labor de la memoria (la lectura de uno mismo al revés, la llamó) anula el tiempo. No hay un ordenamiento cronológico de sus reminiscencias, a las que niega el nombre de autobiografía, porque el tiempo no tiene relevancia. (“La autobiografía tiene que ver con el tiempo, con la secuencia y con lo que forma el flujo continuo de la vida”, escribe en Berliner Chronik. “Aquí, estoy hablando de un espacio de momentos y discontinuidades”.) Benjamin, traductor de Proust, escribió fragmentos de un opus que podría llamarse A la recherche des espaces perdus. La memoria, puesta en escena del pasado, convierte el flujo de los acontecimientos en cuadros. Benjamin no está tratando de recobrar su pasado, sino de comprenderlo: condensarlo en sus formas espaciales, en sus estructuras premonitorias.

Para los dramaturgos barrocos, escribe en El origen del drama barroco alemán, “el movimiento cronológico es captado y analizado en una imagen espacial”. El libro del Trauerspiel no es la primera explicación de Benjamin de lo que significa convertir el tiempo en espacio: es donde explica más claramente el sentimiento subyacente en este paso. Sumido en melancólica conciencia de “la crónica desconsolada de la historia universal”, proceso de incesante descomposición, el dramaturgo barroco trata de escapar de la historia y de restaurar la “intemporalidad” del paraíso. La sensibilidad barroca del siglo XVII tiene una concepción “panorámica de la historia: ‘la historia se funde con el escenario’”. En Infancia en Berlín hacia 1900 y en Berliner Chronik, Benjamin funde su vida con el ambiente. La sucesora del escenario barroco es la ciudad surrealista: el paisaje metafísico en cuyos espacios, semejantes a sueños, la gente lleva “una existencia breve, sombría”, como el poeta de diecinueve años cuyo suicidio, el gran pesar de los años de estudiante de Benjamin, está condensado en el recuerdo de habitaciones donde vivió el querido amigo. Los temas recurrentes de Benjamin son, característica – mente medios de espacializar el mundo: por ejemplo, su noción de las ideas y las experiencias como ruinas. Comprender algo es comprender su topografía, saber cómo trazar su mapa. Y saber cómo perderse.

Para el personaje nacido bajo el signo de Saturno, el tiempo es el medio de la coacción, de la inadecuación, de la representación, mera realización. En el tiempo, se es sólo lo que se es: lo que siempre se ha sido. En el espacio se puede ser otra persona. El escaso sentido de la dirección de Benjamin y su incapacidad de leer un mapa de las calles se convierten en su amor a los viajes y en su dominio del arte de extraviarse. El tiempo no nos da mucho plazo: nos lanza desde atrás, sopla sobre nosotros por el estrecho embudo del presente hacia el futuro. Pero el espacio es ancho, lleno de posibilidades, posiciones, intersecciones, pasajes, giros, vueltas en “U”, callejones sin salida y calles de un solo sentido. Realmente, demasiadas posibilidades. Como el temperamento saturnino es lento, proclive a la indecisión, a veces hay que abrirse paso con un cuchillo. A veces, terminamos volviendo el cuchillo contra nosotros.

La marca del temperamento saturnino es la relación cohibida e implacable con el ego, que nunca puede darse por sentado. El ego es un texto: hay que descifrarlo. (Por ello, es un buen temperamento para los intelectuales.) El ego es un proyecto, algo que hay que construir. (Por tanto es un buen temperamento para artistas y mártires, los que cortejan “la pureza y la hermosura de un fracaso”, como dice Benjamin de Kafka.) Y el proceso de construir un ego y sus obras siempre es demasiado lento. Siempre está uno atrasado consigo mismo.

Las cosas aparecen a cierta distancia, se acercan lentamente. En Infancia en Berlín hacia 1900, Benjamin habla de su “propensión a ver todo lo que le interesa acercársele desde lejos”; el modo en que, frecuentemente enfermo cuando niño, imaginaba que las horas se aproximaban a su lecho. “Este quizá sea el origen de lo que otros llaman en mí paciencia pero en realidad no se parece a ninguna virtud”. (Desde luego, otros lo experimentaban como paciencia, como virtud. Scholem lo ha descrito como “el ser humano más paciente que yo haya conocido”.)

Pero se necesita algo parecido para las labores de desciframiento del melancólico. Proust, como nota Benjamin, se entusiasmó por el “lenguaje secreto de los salones”; Benjamin fue atraído por códigos más compactos. Coleccionó libros de emblemas , le gustó formar anagramas, jugó con seudónimos. Su afición a los seudónimos es muy anterior a sus necesidades como refugiado judío alemán, que de 1933 a 1936 siguió publicando críticas en las revistas alemanas con el nombre de Detlev Holv, nombre que empleó para firmar el último libro suyo que apareció durante su vida, Deutsche Menschen, publicado en Suiza en 1936. En el asombroso texto escrito en Ibiza en 1933, Agesilaus Santander, Benjamin habla de su fantasía de tener un nombre secreto; el nombre de este texto –que gira en torno de la figura de Klee que él poseía, “Angelus Novus”– es, como lo ha indicado Scholem, un anagrama de Der Angelus Santanas. Era un “extraordinario” grafólogo, informa Scholem, aunque “después tendió a ocultar este don”.

El disimulo y el secreto parecen una necesidad al melancólico. Tiene unas relaciones complejas, a menudo veladas, con los demás. Estos sentimientos de superioridad, de incapacidad, de sentimiento frustrado, de no ser capaz de obtener lo que se quiere, o siquiera de darle nombre apropiado (o consistente) ante uno mismo, éstos pueden ser, se siente que deben ser, ocultados por la amabilidad o por la más escrupulosa manipulación. Utilizando una palabra que también fue aplicada a Kafka por quienes le conocieron. Scholem habla de “la cortesía casi china” que caracterizaba las relaciones de Benjamin con la gente. Pero no nos sorprende enterarnos, del hombre que pudo justificar “las invectivas de Proust contra la amistad”, que Benjamin también podía abandonar brutalmente a sus amigos, así como abandonó a sus camaradas del Movimiento de la Juventud, cuando ya no le interesaron. Nadie se sorprende al saber que este hombre puntilloso, intransigente, ferozmente serio, también podía adular a personas a quienes probablemente no consideraba sus iguales, que podía permitirse “morder el cebo” (sus propias palabras) y dejar que Brecht se mostrara condescendiente con él en sus visitas a Dinamarca. Este príncipe de la vida intelectual también podía ser un cortesano.

Benjamin analizó ambos papeles en El origen del drama barroco alemán por la teoría de la melancolía. Una característica del temperamento saturnino es la lentitud: “El tirano cae por culpa de la parsimonia de sus emociones”. “Otro rasgo del predominio saturnino”, dice Benjamin, es la “infidelidad”. Esto queda representado por el personaje del cortesano en el drama barroco , cuyo espíritu es “la fluctuación de la misma”. Lo manipulable del cortesano es en parte una “falta de carácter”; en parte “refleja una redención inconsolable y deprimida a una conjunción impenetrable de constelaciones nocivas (que) parecen haber tomado un cariz masivo, casi como de cosa”. Tan sólo alguien que se identificara con este sentido de catástrofe histórica, este grado de desaliento habría explicado por qué el cortesano no debe despreciarse. Su infidelidad a sus congéneres, explica Benjamin, corresponde a la “fe más profunda, más contemplativa”, que mantiene con los emblemas materiales.

Lo que Benjamin describe podría entenderse como simple patología: la tendencia del temperamento melancólico a proyectar hacia fuera su torpor interno como la inmutabilidad del infortunio que es experimentado como “masivo, casi como de cosa”. Pero su argumento es más audaz: advierte que las profundas transacciones entre el melancólico y el mundo siempre ocurren con cosas (y no con personas). Y que son transacciones genuinas, que revelan un significado. Precisamente porque están obsesionados por la muerte, son los melancólicos los que mejor saben cómo leer el mundo. El mundo se abre al escrutinio del melancólico como ante nadie más. Cuanto más inertes las cosas, más potente e ingenioso puede ser el espíritu que las contempla.

 

Si este temperamento melancólico es infiel a la gente, tiene buenas razones para ser fiel a las cosas. La fidelidad yace en las cosas que se acumulan, que aparecen, en su mayor parte, en forma de fragmentos o ruinas. (“Es práctica común en la literatura barroca apilar fragmentos incesantemente”, escribe Benjamin.) Tanto el barroco como el surrealismo, sensibilidades con las que Benjamin sintió una fuerte afinidad, ven la realidad como cosas. Benjamin sintió una fuerte afinidad, ven la realidad como cosas. Benjamin describe al barroco como un mundo de cosas (emblemas, ruinas) e ideas especializadas (“Las alegorías son, en el ámbito del pensamiento, lo que las ruinas son en el ámbito de las cosas”). El genio del surrealismo estuvo en generalizar con franqueza entusiasta el culto barroco a las ruinas: en advertir que las energías nihilistas de la época moderna hacen de todo una ruina o un fragmento y, por tanto, coleccionable. Un mundo cuyo pasado se ha vuelto caduco (por definición), y cuyo presente produce antigüedades instantáneas, invita a los custodios, a los descifradores, a los coleccionistas.

Como una especie de coleccionista, el propio Benjamin, permaneció fiel a las cosas, como cosas. Según Scholem, formar su biblioteca, que incluía muchas primeras ediciones y libros raros, fue “su pasión personal más duradera”. Inerte frente al desastre similar a una cosa, el temperamento melancólico es galvanizado por las pasiones que provocan objetos privilegiados. Los libros de Benjamin no sólo eran para su uso, instrumentos profesionales: eran objetos contemplativos, estímulos para el ensueño. Su biblioteca evoca “memorias de las ciudades en que encontré tantas cosas: Riga, Nápoles, Munich, Danzing, Moscú, Florencia, Basilea, París…memorias de las habitaciones donde habían estado alojados estos libros…” La caza de libros, como la cacería sexual, aumenta la geografía del placer, otra razón más para vagabundear por el mundo. Al coleccionar, Benjamin experimentaba lo que en él era astuto, triunfante, inteligente, abiertamente apasionado. “Los coleccionistas son gente con un instinto táctico”: como los cortesanos.

Aparte de primeras ediciones y libros de emblemas barrocos, Benjamin se especializó en libros para niños y en libros escritos por locos. “Las grandes obras que tanto significaban para él”, informa Scholem, “estaban colocadas en forma extraña junto a los escritos raros y las excentricidades mayores”. La rara disposición de la biblioteca es como la estrategia de la obra de Benjamin, en un ojo inspirado por el surrealismo y capaz de ver los tesoros del significado en lo efímero, lo desacreditado y lo olvidado, trabajaba con su lealtad al canon tradicional del gusto cultivado.

Le gustaba encontrar cosas donde nadie las buscaba. Sacó del oscuro y desdeñado drama barroco alemán elementos de la sensibilidad moderna (es decir, la suya propia): el gusto por la alegoría, efectos de shock surrealista, expresiones discontinuas, el sentido de la catástrofe histórica. “Estas piedras fueron el pan de mi imaginación”, escribió acerca de Marsella, la más recalcitrante de las ciudades a esa imaginación, aun cuando fuera ayudada por una dosis de hachís: muchas referencias esperadas están ausentes en la obra de Benjamin: no le gustaba leer lo que todo el mundo estaba leyendo. Prefería la doctrina de los cuatro temperamentos como teoría psicológica, por encima de Freud. Prefería ser comunista, o tratar de serlo, sin leer a Marx. Este hombre que lo leyó virtualmente todo y que había pasado quince años simpatizando con el comunismo revolucionario, apenas había echado un vistazo a Marx hasta finales de los treinta. (Estaba leyendo El dieciocho Brumario en su visita a Brecht en Dinamarca en el verano de 1938.)

Su sentido de la estrategia fue uno de sus puntos de identificación con Kafka, similar táctico potencial, que “tomó precauciones contra la interpretación de sus escritos”. Todo el problema de los relatos de Kafka, arguye Benjamin, es que no tienen un significado definitivo, simbólico. Y quedó fascinado por el muy diferente sentido no judío de la astucia practicada por Brecht, el anti-Kafka de su imaginación. (Como podía predecirse, a Brecht le desagradó intensamente el gran ensayo de Benjamin sobre Kafka.) Brecht, con el pequeño asno de madera cerca de su escritorio, de cuyo cuello colgaba el letrero “También yo debo entenderlo”, representó para Benjamin, admirador de textos religiosos esotéricos, el ardid posiblemente poderoso de reducir la complejidad, de hacerlo claro todo. La relación “masoquista” (la palabra es de Siegfried Kracauer) de Benjamin con Brecht, que la mayoría de sus amigos deploraron, muestra hasta qué punto quedó fascinado por esta posibilidad.

La propensión de Benjamin consiste en ir contra la interpretación habitual. “Todos los golpes decisivos son asestados con la izquierda”, como dice en Dirección única. Precisamente porque vio que “todo el conocimiento humano toma la forma de interpretación”, comprendió que la importancia de ir contra la interpretación por doquier es obvia. Su estrategia más común es sacar simbolismos de algunas cosas, como los relatos de Kafka o Las afinidades electivas de Goethe (textos que en todo el mundo conviene que allí está), y echarlo en otras, donde nadie sospecha su existencia (como las obras barrocas alemanas, que Benjamin leía como alegorías del pesimismo histórico). “Cada libro es una estrategia”, escribió. En un carta a un amigo suyo, afirmó, sólo parcialmente en broma, que sus escritos tenían 49 niveles de significado. Para los modernos así como para los cabalistas, nada es directo. Todo es –por lo menos– difícil. “La ambigüedad des- plaza a la autenticidad en todas las cosas”, escribió en Dirección única. Lo más ajeno a Benjamin es lo que se parezca a la ingenuidad: “El ojo no velado, inocente, se ha vuelto mentira”.

Gran parte de la originalidad de los argumentos de Benjamin se debe a su mirada microscópica (como la definió su amigo y discípulo Theodor Adorno), combinada con su infatigable dominio de las perspectivas teóricas. “Eran las cosas pequeñas las que más le atraían”, escribe Scholem. Le gustaban los juguetes viejos, los sellos de correos, las tarjetas postales y otras juguetonas miniaturizaciones de la realidad, como el mundo en invierno dentro de un globo de cristal, en el que cae nieve cuando se le sacude. Su propia escritura era casi microscópica, y su ambición nunca realizada, dice Scholem, era escribir cien renglones en una hoja de papel. (Esta ambición fue realizada por Robert Walser, quien solía transcribir los manuscritos de sus relatos y novelas como microgramas, en una escritura verdaderamente microscópica.) Scholem relata que cuando visitó a Benjamin en París en agosto de 1927 (la primera vez que los dos amigos se encontraron después de que Scholem emigró a Palestina en 1923), Benjamin le llevó a una exposición de objetos rituales judíos en el Musée Cluny para mostrarle “dos granos de trigo en que un alma afín había inscrito toda la Shema Israel.”2 Miniaturizar es hacer portátil; la forma ideal de poseer cosas para un viajero o un refugiado. Benjamin, desde luego, era al mismo tiempo un caminante en camino y un coleccionista, abrumado por cosas, es decir, pasiones. Miniaturizar es ocultar. Benjamin era atraído por lo extremadamente pequeño, como por todo lo que había que descifrar: emblemas, anagramas, escritos.

Sólo porque el pasado está muerto podemos leerlo. Sólo porque la Historia es fetichizada en objetos físicos podemos entenderla. Sólo porque el libro es un mundo podemos entrar en él.

Miniaturizar significa hacer inútil. Pues lo que queda grotescamente reducido es, en cierto sentido, liberado de su significado: su parquedad es lo notable en él. Es al mismo tiempo un todo (es decir, completo) y un fragmento (tan diminuto, la escala errada). Se vuelve objeto de contemplación desinteresada o de ensueño. El amor a lo pequeño es una emoción infantil, colonizada por el surrealismo. El París de los surrealistas es “un mundo pequeño”, observa Benjamin; también lo es la fotografía, que el gusto surrealista descubrió como un objeto enigmático, hasta perverso y no simplemente inteligible o bello, y acerca de la cual escribió Benjamin con tanta originalidad. El melancólico siempre se siente amenazado por el dominio de lo parecido a las cosas, pero el gusto surrealista se burla de estos terrores. La gran aportación del surrealismo a la sensibilidad consistió en hacer alegre la melancolía.

“El único placer que el melancólico se permite, y es poderoso, es la alegoría” escribió Benjamin en El origen del drama barroco alemán. En realidad, aseveró, la alegoría es la manera de leer el mundo típica de los melancólicos y citó a Baudelaire: “Para mí, todo se convierte en alegoría”. El proceso que saca un significado de lo petrificado y lo insignificante, la alegoría, es el método del drama barroco alemán y de Baudelaire, principales temas de Benjamin; y transmutado en argumento filosófico y en análisis micrológico de las cosas, es el método que el propio Benjamin practicó.

El melancólico ve que el propio mundo se convierte en cosa: refugio, solaz, encantamiento. Poco antes de su muerte, Benjamin estaba planeando un ensayo acerca de la miniaturización como recurso de la fantasía. Parece haber sido una continuación de un viejo plan de escribir sobre La nueva Melusina de Goethe (en Wilhelm Meister), que trata sobre un hombre que se enamora de una mujer que en realidad es una persona diminuta, a la que temporalmente se la ha concedido el tamaño normal; sin saberlo, él lleva consigo una caja que contiene el reino en miniatura del cual ella es princesa. En el cuento de Goethe, el mundo está reducido a una cosa coleccionable, a un objeto, en el sentido más literal.

Como la caja del cuento de Goethe, un libro no es sólo un fragmento del mundo sino, en sí mismo, un pequeño mundo. El libro es una miniaturización del mundo, que habita el lector. En Berliner Chronik, Benjamin evoca sus arrebatos de la infancia: “No se leían los libros de punta a cabo; se queda uno habitando entre sus líneas”. A la lectura, el delirio del niño, se vino a añadir, a la postre, el escribir, la obsesión del adulto. La manera más loable de adquirir libros es escribirlos, observa Benjamin en su ensayo Desembalando mi Biblioteca. Y la mejor manera de entenderlos también consiste en meterse en su espacio: nunca se entiende realmente un libro a menos que se copie, dice en Dirección única, así como nunca entendemos un paisaje visto desde un aeroplano, si no caminamos por él.

“La cantidad de significado está en proporción exacta a la presencia de la muerte y al poder de la descomposición”, escribe Benjamin en el libro sobre el Trauerspiel. Esto es lo que hace posible encontrar significado en la propia vida, en “los acontecimientos muertos del pasado que son eufemísticamente conocidos como experiencias”. Sólo porque el pasado está muerto podemos leerlo. Sólo porque la historia es fetichizada en objetos físicos podemos entenderla. Sólo porque el libro es un mundo podemos entrar en él. El libro fue para él otro espacio en el cual pasear. Para el personaje nacido bajo el signo de Saturno, el verdadero impulso cuando le miran es bajar los ojos y contemplar un rincón. Mejor aún: se puede inclinar la cabeza sobre el libro de notas. O colocar la cabeza tras la pared de un libro.

Es característico del temperamento saturnino culpar de su corriente submarina de interiorización a la voluntad. Convencido de que la voluntad es débil, el melancólico puede hacer extravagantes esfuerzos para desarrollarla. Si estos esfuerzos triunfan, la resultante hipertrofia de la voluntad habitualmente toma la forma de una compulsiva devoción al trabajo. Así Baudelaire, quien sufrió constantemente de “acedía, la enfermedad de los monjes”, terminó muchas cartas y sus Diarios íntimos con los más apasionados votos de trabajar más, de trabajar ininterrumpidamente, de no hacer otra cosa que trabajar. (La desesperación por “cada derrota de la voluntad” –otra frase de Baudelaire– es una queja característica de los modernos artistas e intelectuales, particularmente de los que son una y otra cosa.) Estamos condenados a trabajar: de otra manera, podríamos no hacer absolutamente nada. Hasta el ensueño del temperamento melancólico queda sujeto a trabajar; y el melancólico acaso trate de cultivar estados fantasmagóricos, como sueños, o buscar el acceso a estados concentrados de atención, que ofrecen las drogas. El surrealismo simplemente puso un acento positivo en aquello que Baudelaire experimentó tan negativamente: no deplora la canalización de la voluntad, sino que la eleva a un ideal, proponiendo que es posible contar con los estados de sueño para que proporcionen todo el material necesario para el trabajo.

Benjamin, siempre trabajando, siempre intentando trabajar más, especuló bastante sobre la existencia cotidiana del escritor. Dirección única tiene varias secciones que ofrecen recetas para trabajar: las mejores condiciones, horas, utensilios. Parte del ímpetu de la gran correspondencia que sostuvo consistió en hacer la crónica, el informe, confirmar la existencia del trabajo. Su instinto de coleccionista le fue útil. Aprender era una forma de coleccionar, como en las citas y fragmentos de las lecturas diarias que Benjamin acumuló en los libros de notas que llevó por doquier y de los cuales leía en voz alta a sus amigos. Pensar también era una forma de coleccionar, al menos en sus estados preliminares. Concienzudamente anotó ideas extraviadas; desarrolló mini-ensayos en cartas a sus amigos; reescribió planes para obras futuras; anotó sus sueños (varios de ellos son narrados en Dirección única); guardó listas numeradas de todos los libros que leía. (Scholem recuerda haber visto, en su segunda y última visita a Benjamin en París, en 1938, un cuaderno de notas de sus lecturas de entonces, en el que El dieciocho Brumario, de Marx, aparece anotado como Nº 1649.)

¿Cómo llega a ser el melancólico un héroe de la voluntad? Mediante el hecho de que el trabajo puede volverse una droga, una compulsión. (“Pensar, que es un narcótico eminente”, escribió en el ensayo sobre surrealismo.) De hecho, los melancólicos son los mejores adictos, pues la verdadera experiencia adictiva siempre es solitaria. Las sesiones de hachís de finales de los veinte, supervisadas por un médico amigo suyo, fueron ejercicios prudentes, no actos de rendición; material para el escritor, no fuga de las exacciones de la voluntad. (Benjamin consideró el libro que deseaba escribir sobre el hachís uno de sus proyectos más importantes.)

La necesidad de estar solo –junto con la amargura por la propia soledad– es característica del melancólico. Para hacer el trabajo, hay que estar solo o, al menos, no comprometido con ninguna relación permanente. Los sentimientos negativos de Benjamin hacia el matrimonio se traslucen claramente en el ensayo sobre Las afinidades electivas, de Goethe. Sus héroes –Kierkegaard, Baudelaire, Proust, Kafka, Kraus– nunca se casaron; y Scholem nos informa de que Benjamin llegó a considerar su propio matrimonio (se casó en 1917, se separó de su mujer en 1921, y se divorció en 1930) “como fatal para él”. El mundo de la naturaleza y las relaciones, es percibido por el temperamento melancólico como bastante menos que seductor. El autorretrato de Infancia en Berlín hacia 1900 Berliner Chronik de un hijo totalmente apartado; como marido y padre (tuvo un hijo, nacido en 1918 que emigró a Inglaterra con la ex-esposa de Benjamin a mediados de los treinta), al parecer no supo, simplemente, qué hacer con estas relaciones. Para el melancólico, lo natural, en forma de nexos familiares, introduce lo falsamente subjetivo, lo sentimental; es una sangría a la voluntad, a la independencia, a la libertad de concentrarse en el trabajo. También presenta un desafío a la propia humanidad, desafío que el melancólico sabe, de antemano, que es superior a sus fuerzas.

El estilo de trabajo del melancólico es la inmersión, la concentración total. O bien está inmerso, o su atención se dispersa. Como escritor, Benjamin fue capaz de una concentración extraordinaria. También fue capaz de investigar y de escribir El origen del drama barroco alemán en dos años; parte de él, se jacta en Berliner Chronik, fue escrita en largas noches en un café, sentado junto a una orquesta de jazz. Pero aunque Benjamin escribió prolíficamente –en algunos periodos, entregando trabajos cada semana para las revistas y periódicos literarios de Alemania– resultó imposible para él volver a escribir un libro de tamaño normal. En una carta de 1935, Benjamin habla del “ritmo saturnino” de escribir París, capital del siglo XIX, que había empezado en 1927, y que pensó que podría terminar en dos años. Su forma característica siguió siendo el ensayo. La intensidad y exhaustividad de la atención del melancólico fijaron límites naturales a la extensión con que Benjamin podía desarrollar sus ideas. Sus mayores ensayos parecen terminar precisamente a tiempo, antes de que se autodestruyan.

Un libro no es sólo un fragmento del mundo sino, en sí mismo, un pequeño mundo. El libro es una miniaturización del mundo, que habita el lector.

Sus frases no parecen generadas a la manera habitual: no comunican una con otra. Cada frase está escrita como si fuera la primera, o la última. (“Un escritor debe detenerse y comenzar con cada nueva frase”, dice en el Prólogo a El origen del drama barroco alemán.) Procesos mentales e históricos son presentados como cuadros conceptuales; se transcriben ideas in extremis, y las perspectivas intelectuales son vertiginosas. Su estilo de pensar y de escribir, erróneamente calificado como aforístico, mejor podría llamarse rígido marco barroco. Era una tortura ajustarse a este estilo. Era como si cada frase tuviera que decirlo todo, antes de que la mirada de total concentración disolviera el tema antes sus ojos. Benjamin probablemente no estaba exagerando cuando dijo a Adorno que cada idea de su libro sobre Baudelaire y París del siglo XIX “tuvo que ser arrancada de un reino en que yace la locura”.3

Algo parecido al temor de ser interrumpido prematuramente yace tras estas frases, tan saturadas de ideas como llena está de movimiento la superficie de una pintura barroca. En una carta a Adorno, en 1935, Benjamin describe sus arrebatos cuando leyó por primera vez Le Paysan de Paris, de Aragon, el libro que inspiró París, capital del siglo XIX“Nunca leía más de dos o tres páginas en la cama en una noche, porque latía con tal fuerza mi corazón que tenía que dejar caer el libro de mis manos. ¡Qué advertencia!” El paro cardíaco es el límite metafórico de los esfuerzos y pasiones de Benjamin. (Padecía del corazón.) Y la insuficiencia cardíaca es una metáfora que ofrece por la realización del escritor. En el ensayo en elogio de Karl Kraus, escribe Benjamin:

Si el estilo es el poder de moverse libremente a lo largo y a lo ancho del pensamiento lingüístico sin caer en la trivialidad, es alcanzando principalmente por la fuerza cardíaca de grandes pensamientos, que impulsan la sangre del lenguaje por las redes capilares de la sintaxis hasta los miembros más remotos.”

Pensar, escribir, son en última instancia cuestiones de vigor. El ser melancólico, que siente que le hace falta voluntad, acaso tenga la sensación de que necesita todas las energías destructivas que puede reunir.

“La verdad se resiste a ser proyectada al reino del conocimiento”, escribe Benjamin en El origen del drama barroco alemán. Su densa prosa registra esta resistencia y no deja espacio para atacar a los que distribuyen mentiras. Benjamin consideraba que la polémica estaba por debajo de la dignidad de un estilo verdaderamente filosófico y buscaba, en cambio, la que llamaba “plenitud de la positividad concentrada”; el ensayo sobre Las afinidades electivas, de Goethe, con su devastadora refutación del crítico y biógrafo de Goethe, Friedrich Gundolf, es la única excepción a esta regla entre sus escritos importantes. Pero su conciencia de la utilidad ética de la polémica le hizo apreciar aquella institución pública vienesa de un solo hombre. Karl Kraus, escritor cuya facilidad, estridencia, amor al aforismo e infatigables energías polémicas le hacían tan distinto de Benjamin.

El ensayo sobre Kraus es la defensa más apasionada y perversa hecha por Benjamin de la vida del espíritu. “El pérfido reproche de ser demasiado inteligente le obsesionó durante toda su vida”, escribió Adorno. Benjamin se defendió de esta difamación filistea levantando valientemente el estandarte de la “inhumanidad” del intelecto, cuando es empleado apropiadamente (es decir, éticamente). “La vida de las letras es existencia bajo la égida del mero espíritu así como la prostitución es existencia bajo la égida de la mera sexualidad”, escribió. Esto es celebrar tanto la prostitución (como hizo Kraus, porque la simple sexualidad era sexualidad en estado puro) como la vida de las letras, como lo hizo Benjamin, usando la sorprendente figura de Kraus, por causa de “la función genuina y demoníaca del simple espíritu de ser perturbador de la paz”. La tarea ética del escritor moderno no es ser creador sino destructor: destructor de la introspección superficial, de la idea consoladora de lo universalmente humano, de la creatividad del aficionado y de las frases vacías.

Precisamente porque están obsesionados por la muerte, son los melancólicos los que mejor saben como leer el mundo. Cuanto más inertes las cosas, más potente e ingenioso puede ser el espíritu que las contempla.

El escritor como azote y destructor, retratado en la figura de Kraus, fue esbozado con concisión y aún mayor audacia en el alegórico El carácter destructivo, también escrito en 1931. Scholem ha escrito que la primera de las varias veces que Benjamin pensó en el suicidio fue en el verano de 1931. La segunda fue al verano siguiente, cuando escribió Agesilaus Santander. El azote apolíneo al que Benjamin llama el personaje destructivo.

Siempre está alegremente en acción… tiene pocas necesidades… no tiene interés en ser comprendido… es joven y alegre… y no siente que la vida es digna de vivirse, sino que no vale la pena el suicidio.”

Es una especie de conjuro, un intento de Benjamin de sacar a la luz los elementos destructivos de su carácter saturnino de tal manera que no sean auto-destructivos.

Benjamin no sólo se está refiriendo a su propia destructividad. Pensaba que había una tendencia peculiarmente moderna al suicidio. En El París del Segundo Imperio en Baudelaire, escribió lo siguiente:

“La resistencia que la modernidad ofrece al élan productivo natural de una persona está en desproporción con sus fuerzas. Resulta comprensible que una persona se canse y se refugie en la muerte. La modernidad debe estar bajo el signo del suicidio, acto que sella una voluntad heroica… es la realización de la modernidad en el ámbito de las pasiones…”

El suicidio es comprendido como una respuesta de la voluntad heroica a la derrota de la voluntad. La única manera de evitar el suicidio, sugiere Benjamin, consiste en estar más allá de los esfuerzos de la voluntad. El carácter destructivo no puede sentirse atrapado, porque “ve caminos por doquier”. Comprometido alegremente a reducir lo que existe a escombros, “se coloca en las encrucijadas”.

El retrato que hace Benjamin de un carácter destructivo evocaría una especie de Sigfrido del espíritu –un bruto pueril, con gran ánimo bajo la protección de los dioses– si este pesimismo apocalíptico no fuese moderado por la ironía, siempre al alcance del temperamento saturnino. Ironía es el nombre positivo que el melancólico da a su soledad, a sus elecciones asociales. En Dirección única, Benjamin saludó la ironía que permite a los individuos afirmar el derecho de llevar vidas independientes de la comunidad como “la más europea de todas las realizaciones” y observó que había desertado completamente de Alemania. El gusto de Benjamin por lo irónico y lo consciente de sí mismo le apartó de la mayor parte de la cultura alemana reciente: detestaba a Wagner, despreciaba a Heidegger, y se burlaba de los frenéticos movimientos de vanguardia de la Alemania de Weimar, como el expresionismo.

Apasionada, pero irónicamente, Benjamin se colocó en las encrucijadas. Era importante para él mantener abiertas sus muchas “posiciones”: la teológica, la surrealista/estética, la comunista. Una posición corrige a otra: él las necesitaba todas. Desde luego, las decisiones tendían a estropear el equilibrio de estas posiciones, la vacilación lo mantenía todo en su lugar. La razón que dio de su retraso en salir de Francia, cuando vio por última vez a Adorno a comienzos de 1938, fue que “aún quedan aquí posiciones que defender”.

Benjamin pensaba que el intelectual libre era, de todos modos, una especie moribunda vuelta no menos caduca por la sociedad capitalista que por el comunismo revolucionario; en realidad, sentía que estaba viviendo en una época en que todo lo valioso era lo último de su especie. Pensaba que el surrealismo era el último momento inteligente de la intelligentsia europea, y una clase apropiadamente destructiva y nihilista de inteligencia. En su ensayo sobre Kraus, Benjamin pregunta retóricamente: ¿Está Kraus en la frontera de una nueva época? “¡Ay, nada de eso!, pues se encuentra en el umbral del Juicio Final”. Benjamin está pensando en sí mismo. En el Juicio Final, el Último Intelectual –ese héroe saturnino de la cultura moderna, con sus ruinas, sus visiones desafiantes, sus ensueños, su insuperable melancolía, sus ojos bajos– explicará que adoptó muchas “posiciones” y defendió hasta el final la vida del espíritu, tan justa e inhumanamente como pudo.

 

Notas:

  1. Asja Lacis y Benjamin se conocieron en Capri en verano de 1924. Ella era una revolucionaria comunista letona y directora de teatro, ayudante de Brecht y de Piscator, con quien Benjamin escribió “Nápoles” en 1925 y para quien escribió “Programa para un teatro de niños proletarios” en 1928. Fue Lacis la que consiguió a Benjamin una invitación a Moscú en el invierno de 1926-1927 y quien lo presentó a Brecht en 1929. Benjamin esperaba casarse con ella cuando él mismo y su esposa finalmente se divorciaron en 1930. Pero Asja Lacis volvió a Riga y después pasó diez años en un campo de concentración soviético.
  2. Scholem arguye que el amor de Benjamin a las miniaturas subyace en su amor a las expresiones literarias breves evidente en Dirección única. Quizás; pero los libros de esta índole eran comunes durante los veinte, y fue en un estilo de montaje específicamente surrealista como estos breves textos independientes fueron presentados. Dirección única fue publicada por Ernest Rowohlt, en Berlín, en forma de folleto con una tipografía que intentaba evocar los efectos de choque de la publicidad; la cubierta era un montaje fotográfico de frases agresivas en letras mayúsculas, tomadas de anuncios de periódicos y letreros oficiales y raros. El pasaje inicial, en que Benjamin saluda al “lenguaje impulsivo” y denuncia “el gesto pretencioso y universal del libro” no tiene mucho sentido a menos que sepamos qué clase de libro pretendía ser Dirección única.
  3. En una carta de Adorno a Benjamin, escrita desde Nueva York el 10 de noviembre de 1938. Benjamin y Adorno se conocieron en 1923 (Adorno tenía 20 años), y en 1935 Benjamin empezó a recibir un pequeño estipendio del Institut Für Sozialforschung, de Max Horkheimer, del que era miembro Adorno.
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