Rostros del sur: vida y luchas de indígenas y campesinos en Colombia
Desde el 28 de abril, fecha de inicio de las protestas en Colombia, el foco mediático estuvo en las ciudades, donde se vivió una escalada de violencia que dejó decenas de muertos. Sin embargo, France 24 ha querido conocer cómo estaba siendo el paro en las zonas rurales del conflictivo suroccidente. Hasta allá fue un equipo para recorrer durante 10 días los departamentos del Putumayo, Nariño y Cauca, con el acompañamiento de la Asociación Minga. Este fue el contexto que se encontraron.
Días 1 y 2 – Puerto Asís, Putumayo, Colombia
En Puerto Asís, en el departamento del Putumayo, fronterizo con Ecuador, no hay personas paradas en la calle ni rastro de conversaciones entre vecinos. Circulan principalmente motos, poco a poco, al ralentí de la sospecha.
El ambiente en las ciudades más castigadas por el conflicto armado colombiano tiene espesor. El miedo y el dolor se contagian.
De vez en cuando, el guión vira y aparece algún extranjero que se ha quedado en el departamento atraído por una vida donde el eje se sitúa en torno al yagé, una bebida ancestral alucinógena típica de los indígenas inga.
Deobaldo Cruz asegura que suele tomar la bebida, que es la forma que tiene para hablar con Dios. Unos encuentros que le ayudan a encontrarse y lidiar con los trágicos sucesos a los que le ha tocado enfrentarse en los dos últimos años. Ha perdido el ojo izquierdo, víctima de un perdigón disparado por la policía en una protesta contra la erradicación forzada de las plantaciones de hoja de coca. Después, un compañero de lucha y su hijo fueron asesinados en 2020.
Esos sucesos le obligaron a alejarse de la primera línea. Sin embargo, con la irrupción del paro nacional, el 28 de abril, no pudo evitar volver al bloqueo de vías. A lado y lado del río Putumayo —afluente del río Amazonas— levantaron hasta seis puntos en Puerto Asís y alrededores.
La vía a la que nos lleva Deobaldo es secundaria. Conecta con el río Putumayo y es un lugar de circulación de mercaderías hacia Ecuador. Cada año suele inundarse, afectando a los pueblos cercanos.
Las tierras de la zona son fértiles, pero los costes que se derivan de poder sacar el producto son demasiado elevados y saldría más a cuenta regalarlo.
Ante esa problemática, los campesinos optan por la coca. El gramo se vende a unos 50 centavos de dólar. Los narcotraficantes vienen a comprarlo a la puerta de casa. “Con eso vivimos dignamente, podemos cubrir nuestra salud y los estudios de nuestros hijos”, asegura Deobaldo, quien también confiesa que “estarían encantados de dejar de cultivar hoja de coca”. En el suroccidente del país, los departamentos del Putumayo, Nariño y Cauca tenían el 51 % de hectáreas de cultivos de coca de toda Colombia.
Pero la substitución de cultivos, prevista en la “Reforma Rural Integral”, punto 1 del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y la guerrilla de las FARC en 2016, es prácticamente inexistente. En otro punto de bloqueo, una habitante de una lejana vereda cuenta que sus gallinas están cansadas de comer la piña que no puede vender.
Lo que sí que esperan que lleguen pronto es la aspersión de glifosato —práctica aprobada el 4 de abril de 2021 por la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA)—, que tiene por objetivo erradicar los cultivos ilícitos. Algo que los campesinos temen que pueda causar hambre, afectación en la salud y pobreza.
Día 3 – Villagarzón, Putumayo, Colombia
Juan Rosero solo consigue sacar fuerzas para sonreír cuando nos lleva a sus campos de chontaduro de La Castellana, una vereda a una hora de Villagarzón, en el departamento del Putumayo. El chontaduro es una fruta tropical que proviene de unas palmas de unos 20 metros de altura. Su cultivo es la principal fuente de ingresos en la zona.
El principal colaborador de Juan Rosero era su hijo mayor, Jordany. En la habitación de este, Juan enseña diplomas y fotografías. El orgullo se detiene cuando vuelve el recuerdo de lo sucedido. En una marcha del paro nacional, una bala cruzó el tórax del joven, terminando con su vida.
La casa en la que viven es humilde, de madera, y cuando llegamos hay más de una decena de familiares, que tratan de devolver el aliento perdido.
Jordany estudiaba ingeniería civil en la Universidad del Cauca en Popayán. Pensaba convertirse en el apoyo económico de la familia, incluso, costeando los estudios de policía de la menor de sus tres hermanas.
Paradójicamente, el 31 de mayo, la unidad de Antinarcóticos —la cual no tiene potestad para disuadir una protesta— arremetió contra los manifestantes de Villagarzón. “Queremos que se esclarezcan los hechos y se depuren las responsabilidades”, pide Juan Rosero.
Desde la Policía justifican la acción conforme habrían recibido información de que una marcha quería tomarse las instalaciones policiales. Sin embargo, los manifestantes niegan tales intenciones. Aseguran que la respuesta policial se debió a que se tomaron una perforación petrolífera de la compañía canadiense, Gran Tierra Energy.
Como Jordany Rosero, decenas de personas han muerto en las protestas en Colombia. Hay dificultad para encontrar un dato real: la Fiscalía dice que son 24; Human Rights Watch (HRW) habla de 34; organizaciones nacionales lo elevan hasta 43; y según los informes entregados a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) serían 47.
Día 4 – Sibundoy, Putumayo, Colombia
El trampolín de la muerte es la carretera que conecta el departamento del Putumayo con el de Nariño. Se trata de una vía estrecha que sube, entre bellos paisajes andinos, desde los 600 hasta los 2.800 metros. Su peligro proviene especialmente de los deslizamientos.
Superarlo no lleva al cielo, pero sí a Sibundoy, un municipio ubicado en una dimensión espiritual. En el valle hay distintos resguardos indígenas de etnias inga y kamentsá. El Taita Chucho es un líder del Gobierno local en el vecino municipio de San Pedro.
Los ingas y kamentsá tienen tres autoridades: la de Gobierno, la medicinal y la de los adultos mayores. El Taita Chucho nos acompaña hasta la maloca, la casa del buen pensamiento del Taita Marcelino, quien es un líder medicinal.
Un cargo reservado para unos pocos. Pero también ansiado. El Taita Chucho lleva 13 años siendo alumno del Taita Marcelino, quien le dice frente a nuestras cámaras que está cerca de finalizar su proceso. Una vez sea autorizado, el Taita Chucho también podrá ser un líder medicinal y espiritual de su comunidad.
La maloca es un punto de encuentro y de tratamiento. Todos los viernes la comunidad se reúne para tomar el yagé, bebida alucinógena realizada a partir de dos plantas. En este paro nacional, el ritual les ha servido para consultar cuál tenía que ser su postura política. El yagé les instó a unirse al resto de colectivos que están manifestándose. Y así hicieron.
Día 5 – Pasto, Nariño, Colombia
Un joven viste un ‘overol’ de trabajo, lleva capucha y se tapa con gafas de soldar. Pese a esconder su identidad, es incapaz de ocultar sus sentimientos. Tras preguntarle cómo es despedirse cada día de su madre, rompe a llorar. “Salir a la primera línea de las protestas de Colombia puede significar no volver más”, dice.
En Pasto, capital de Nariño, al sur de Colombia, el 28 de abril, los manifestantes denunciaron que policías habrían hecho detenciones ilegales en un recinto deportivo, que policías de civil habrían portado brazaletes de la Cruz Roja y que habrían atacado a jóvenes dentro de una farmacia. Por su parte, desde que comenzaron las movilizaciones, la estatua de uno de los próceres colombianos, Antonio Nariño, fue derribada y agentes de policía resultaron quemados.
Ese panorama de Pasto se extendió por ciudades de todo el país. Muchos jóvenes cuentan que se unieron a las protestas para poder comer, de forma excepcional, tres veces al día gracias a las ollas comunitarias. La pobreza tras la pandemia en Colombia se situó en un 42%, afectando especialmente a los jóvenes, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE).
Un panorama en el que muchos sienten que lo único que tienen que perder es la vida.
Día 6 – San Bernardo y San Pablo, Nariño, Colombia
En el Balcón de Nariño la mayoría de plantaciones son cafetales. Por encima de los 2.000 metros no se puede cultivar la hoja de coca. Esto produce que sean zonas con menor impacto del conflicto armado.
Sin embargo, también existen amenazas del extractivismo. Buena cuenta de ello da Duby Ordóñez, quien recibió una llamada amenazante en 2013 por su oposición a la actividad minera. En la zona hay oro, que se explota tanto de forma legal como ilegal, perjudicando gravemente el medio ambiente. Unos daños que provocan escasez de agua, y, en consecuencia, castigan a las plantaciones de café de Duby y sus vecinos.
Duby Ordóñez forma parte de la organización campesina, Comité de Integración del Macizo de Colombia (CIMA). Desde una protesta en San Bernardo, nos llevan en un vehículo todoterreno hasta San Pablo, donde viven. Durante el trayecto nuestras cabezas chocan constantemente contra el techo. La carretera está en un estado deplorable: “Estas vías incrementan el coste del producto, los tiempos, los combustible…”, cuenta Duby en el camino.
Duby se adentra en una plantación de café. Es tiempo de cosecha y mientras busca granos maduros, cuenta que les gustaría sacar más dinero del café: “Muchas personas murieron esperando mejores condiciones campesinas”, dice Duby, quien explica cuáles son esos deseos: “tener la posibilidad de desarrollar nuestros negocios, que el Estado nos ayude con las exportaciones y poder recurrir a nuestra propia soberanía alimentaria”.
Estos valores, Duby los inculca en una escuelita de formación para jóvenes campesinos, donde dicta clases. Tatiana y Xiomara acompañan a la líder hasta la planta procesadora en la que fabrican el café de la zona: “El Alto”.
“Hay esperanzas de que un día también sean las matriarcas que dirijan y sostengan este país”, asegura Duby, antes de preguntarles qué quieren ser en el futuro. Tatiana, de 14 años, lo tiene claro: “Los campesinos queremos ser sujetos de derecho y queremos recuperar la dignidad”.
Día 7 – Popayán, Cauca, Colombia
En la Universidad Autónoma Indígena Intercultural, ubicada en Popayán, se reúne el tejido social que ha estado participando en el paro de Colombia. Lideran las conversaciones los indígenas nasa, anfitriones del espacio.
También participan jóvenes, sindicatos y campesinos. Durante un mes han realizado distintas acciones, como la paralización de la vía Panamericana —carretera que va desde Alaska, en Estados Unidos, hasta la Patagonia, en Chile y Argentina—, con acciones destacadas como el derrumbe de un peaje.
El paro comenzó con la idea de durar entre 24 y 48 horas, pero se extendió durante cerca de 50 días. El desgaste es evidente. “Parar para avanzar”, repite Ermes Pete Viva, consejero mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). La autoridad agradece al Gobierno la respuesta contra el paro, ya que les ha permitido poder articularse entre distintos movimientos sociales.
En estas reuniones recogen propuestas desde lo local, con el objetivo de llevarlas a lo nacional, en una Asamblea prevista para el mes de agosto en Bogotá. De ahí saldrá una propuesta al Gobierno, que de ser rechazada, podría volver a paralizar el país, esta vez sí, con un paro más organizado que el de abril.
Día 8 – Corinto, Cauca, Colombia
Un señor se acerca y nos pregunta si no tenemos miedo por ser periodistas y estar en una zona tan complicada. Es el resguardo de Páez-Corinto, donde se está realizando el funeral de Argenis Yatacué, y su marido, Marcelino Yatacué, asesinados en un atentado perpetrado por bandas criminales.
Desde el inicio del paro, seis indígenas han sido asesinados en el Cauca. La minga —reivindicación indígena transportada, en un viaje físico y espiritual, que va del territorio a la esfera pública— ha estado muy presente en el paro nacional.
Una resistencia, coyuntural e histórica, que les convierte en el blanco de los múltiples grupos armados que ocupan la zona. Tanto Putumayo, como Nariño y Cauca, además de poseer gran parte de los cultivos de coca de Colombia, son vías de paso del narcotráfico. El control territorial, hasta el año 2016 cuando se firmaron los Acuerdos de Paz entre la guerrilla de las FARC y el Estado de Colombia, estaba en manos de un único grupo.
La desmovilización dejó el territorio vacío, el Estado no logró controlarlo y disidencias de las extintas FARC, así como otros grupos como el ELN, paramilitares y aquellos vinculados al narcotráfico entraron en la zona, iniciando una lucha armada.
Lucho Acosta, coordinador nacional de la Guardia Indígena, asegura que en la zona de Corinto hay hasta 8 grupos diferentes. También acusa al Estado de estar en connivencia con los paramilitares. Denuncias que escalaron en Cali, epicentro de las protestas en Colombia, donde la minga fue atacada por civiles armados, en compañía de la Policía.
Con el inicio de la ceremonia de despedida de la gobernadora irrumpe el arcoíris. El fenómeno dura hasta que termina el funeral. Para los indígenas nasa se trata de un presagio de que va a haber más derramamiento de sangre.
Día 9 – Popayán, Cauca, Colombia
Víctor Armero es diputado en la Asamblea del Cauca. Hasta hace dos años raspaba coca en el municipio de Argelia. No puede volver a casa sin un esquema de seguridad, con el que todavía no cuenta.
No le gusta la vida en la ciudad de Popayán. Él es campesino. Sin embargo, trata de acompañar los diferentes puntos de protesta de la capital del departamento. Para Armero, la violencia vivida en las protestas es el traslado de lo vivido en el campo a las ciudades.
En Argelia todos los concejales están desplazados a Popayán, debido a las amenazas de los actores armados que habitan la zona. Tiene una tasa de asesinatos mensuales de 125 por cada 100.000 habitantes —la tasa en Bogotá es de 14— y en su territorio está la principal zona de cultivos ilícitos del Pacífico colombiano.
Una violencia que dio un respiro en 2016: “En 2012 era secretario de Gobierno del municipio, hubo 87 ataques de la guerrilla. En 2016 bajaron a 0. El acuerdo de paz fue una bendición”, asegura Armero. Sin embargo, las promesas iniciales han ido degradándose, ante un incumplimiento de la implementación de los acuerdos.
Una esperanza que, al verse truncada, se ha transformado en rabia, entre un campesinado colombiano que lleva décadas sometido a la violencia derivada del narcotráfico y la lucha por el control del territorio.