La historia también está hecha de símbolos
Carlos Eduardo Maldonado
A propósito del derribe de estatuas, en Colombia y en el mundo
En días, en semanas, en meses pasados alrededor del mundo, en Estados Unidos y en Chile, en Colombia y en España y en Francia, por ejemplo, los pueblos han comenzado a derribar estatuas de antiguos “pro-hombres”. Una señal clara de que están sucediendo cosas. La historia no solamente está hecha de sistemas económicos y financieros, de aparatos militares y de policía, de gobiernos y Estados, por mencionar sólo las expresiones más evidentes. La historia, además, y en muchas ocasiones, principalmente, está hecha de símbolos.
Contra la historia monumental
En la Revolución Francesa de 1789, en su entrada a París, los revolucionarios, ya habiendo vencido en el resto del país y mientras se dirigen a La Bastilla a liberar a los presos del régimen, disparan contra los relojes de las catedrales. El mensaje no se prestaba a dudas: había un tiempo que moría y había un nuevo tiempo que nacía. En la Revolución Rusa de 1917, la estirpe de los Romanov era ya obsoleta e inocua; sin embargo, la Revolución decide la muerte de los Romanov y de pasada de Rasputín, como el destino final del último de los símbolos de la inequidad, la violencia, la guerra y la decadencia, y el nacimiento de una revolución de corte popular, obrera y campesina.
Los ejemplos en la historia pueden multiplicarse sin ninguna dificultad. La vida de los pueblos, de las culturas y de las sociedades está erigida siempre sobre el valor de símbolos –religiosos, políticos, éticos, artísticos y muchos otros–, en su mayoría incomprendidos desde afuera, pues son el resultado de convenciones sociales. En el caso de la historia colombiana, dos símbolos precisos en la configuración de la República fueron la lengua y la historia. Así, la Academia Colombiana de la Lengua y la Academia Colombiana de Historia cumplieron un papel fundamental en la normalización de la nación. De lejos, un papel mucho más fundamental que el que jamás cumplieron la Academia Colombiana de Ciencia o la Academia de Medicina. Se trató de la normalización de la lengua –así se habla, así se dice; así no se dice, y demás–, y la erección de los llamados símbolos patrios (sic): bandera, himno y escudo. Esta historia está muy bien narrada*.
Ahora bien, en la historiografía, la reducción de la historia a los íconos y estatuas se conoce como la historia monumental, un concepto acuñado acertadamente por Nietzsche, y que tiene la debilidad de hacer creer que la vida, los avatares, los sufrimientos, los triunfos y las peripecias de un pueblo o nación consiste principal o exclusivamente en la erección de monumentos; físicos o simbólicos. Sin ambages, la historia monumental es en realidad la expresión de la debilidad –esto es, la ausencia de vitalidad– de una sociedad o de una época. (¿Cabe recordar que hasta hace tan sólo unas pocas décadas había un puesto público en Colombia que se llamaba: “visitador de monumentos? Era la persona encargada de ir de pueblo en pueblo a revisar cosas como: “En esta casa pernoctó don X en camino a Y”; o “En esta casa nació X”, y así sucesivamente. Esos rezagos de la Patria Boba).
La historia está hecha de cambios
La historia es una disciplina (o ciencia; lo misma da, aquí) políticamente incorrecta. De forma más precisa y radical, es una ciencia emancipadora, en marcado contraste con las ciencias y disciplinas de control (como la auditoría; los estudios sobre seguridad y defensa; buena parte del derecho; las finanzas, entre otras).
Pensar históricamente no es otra cosa, simple y llanamente, en marcado contraste con la historia monumental, que pensar en cambios, transformaciones, procesos e impermanencia. Todo lo contrario a: (E)estado, estabilidad, institucionalidad, formalidad y estamentos; por ejemplo. Esto explica, los debates en curso acerca del manejo que el gobierno de Duque le ha dado a la Memoria Histórica, y el manejo que en general el Estado colombiano le ha asignado a la enseñanza de la historia en los colegios (principalmente). La historia es un campo de debate, luchas y confrontaciones; como corresponde.
En el caso colombiano, el pueblo Misak tumbó, con toda la razón, en la ciudad de Cali un monumento de un español esclavista y colonialista: Sebastián de Belalcázar, su fundador. Con justificadas razones, también el pueblo Misak tumbó la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada en la ciudad de Bogotá. Los argumentos para el derrumbe son sólidos y claros. Los estamentos de la institucionalidad se escandalizaron con ambos hechos. Una mirada pausada se impone.
Alrededor del mundo, la historia se escribe y se reescribe, con cada generación. Ella jamás está escrita de una vez y para siempre, por el contrario, es el objeto de incesantes interpretaciones, recontextualizaciones, actualizaciones, reescrituras y experiencias. Contra todas las apariencias, en esto consiste exactamente la importancia y la fortaleza de la historia en general y de la historiografía en particular. Si ayer fue cierto que la historia la escriben los vencedores, hoy, con la Nueva Historia, la Escuela de los Annales, con la Historia Crítica y la Microhistoria –cuatro escuelas recientes de raigambre cotidiano, con recuperación de los personajes anónimos de la historia, con plena conciencia popular y social, y con un espíritu crítico y emancipador–, hemos aprendido que la historia no es la versión de los vencedores, y que debe ser reescrita de acuerdo a las dinámicas del conocimiento y de la sociedad, en cada momento y lugar.
Tumbar monumentos históricos es un imperativo ético cuando los mismos deforman la historia y erigen nombres que expresan infamia, sufrimiento, esclavismo, colonialismo, injusticias, inequidad y pobreza, por ejemplo. Los Misak leen a la historia desde la vida, y no desde los monumentos ni los mal llamados “símbolos patrios”. Y la historia siempre está del lugar de la vida. Al fin y al cabo, hay que recordarles a europeos y semejantes que Nuestra América se denomina propiamente Abya Yala: Tierra en Florecimiento. Y no, en absoluto cosas como “nuevo mundo” y ciertamente no “América”. Todos somos Misak, si de Misak se trata, pues cabe mencionar también a los Embera Katíos, a los Wayuus, y a las tantas etnias del país. (¿Habrá que recordar que Europa no conoce, en absoluto, lo que son etnias y pueblos aborígenes propios? Todos fueron eliminados. En el mejor de los casos, ellos pueden hablar de minorías étnicas; y eso es otra cosa). La riqueza de una nación tiene un triple fundamento: genético, biológico o natural, y cultural. Colombia –siempre habrá que repetirlo– es un país megadiverso, y una auténtica reserva de la humanidad hacia el futuro.
De los monumentos al cuestionamiento del himno y demás
Las protestas sociales que cumplen a la fecha (8 de junio) ocho semanas –algo jamás visto en la historia nacional–, comienza a producir nuevas músicas, nuevas expresiones, pone en evidencia nuevos procesos de (auto)organización, desde abajo, y no en última instancia, la inversión de algunos símbolos nacionales; específicamente, invertir la bandera, desde el rojo hasta el amarillo, para expresar, por ejemplo, apoyo al paro.
Colombia se ha demorado en cuestionar, de raíz y estructuralmente, el himno nacional, literalmente arcaico y vacío –en particular en el marco de la Constitución de 1991–, el escudo nacional –de lo cual no queda nada, como el istmo de Panamá y el gorro frigio– y la bandera tricolor.
Muchos de los manifestantes del paro han expresado que lo que se vive es una revolución (claro, de otro tipo, perfectamente distinta a las habidas). Si ello es así, resulta entonces obligatorio cambiar por completo el himno nacional –ese que repiten como loros los futbolistas y demás deportistas cuando están en justas municipales, nacionales o internacionales, el mismo que tratan de inyectarnos cada mañana y cada tarde a través de los medios de comunicación–, eliminar el escudo y cambiar la propia bandera. Tiempos turbulentos demandan de acciones creativas. Seguramente estos procesos vienen en camino. Como cambiarle el nombre a un edificio en la Universidad Nacional, o el de su principal plaza, o renombrar calles. Quien nombra es el pueblo, no los llamados estamentos de la nación (horribile dicto).
La historia se alimenta, siempre, desde abajo aunque en ocasiones se mantenga desde arriba; cuando se institucionaliza, notablemente. Pero cuando se institucionaliza, la historia se atrofia, y emergen conflictos, debates y reformulaciones. Que es exactamente lo que vivimos hoy en Colombia y alrededor del mundo.
Cuando en numerosos países los prohombres empiezan a ser revalorizados, cuando las estatuas son tumbadas, cuando nuevas historias e historiografías aparecen es porque sucede algo que desborda los límites de lo local y lo nacional. Vivimos, sin ambages, una revolución civilizatoria. Los Misak son, puntualmente, intérpretes correctos de estos procesos en marcha. Y siempre debemos saber leer los signos e interpretarlos, y producir, consiguientemente nuevos signos y señales. Sí: signos y señales, mucho más que simplemente símbolos.
En otras palabras: la historia no se alimenta del pasado; antes bien, se alimenta del presente, siempre, y de los horizontes de futuro imaginados, posibles, en proceso de siembra y cosecha. Es siempre el presente el que resignifica el pasado, y no al revés. Cuando lo que importa es la vida. En Colombia o en España, en México o en Chile, en Italia o en la India, por ejemplo.
* Cfr. González Ortega, N., (2013). Colombia. Una nación en formación en su historia y literatura (siglos XVI-XXI), Madrid: Iberoamericana/Vervuert.