Tres cambios históricos que trae la revuelta colombiana
Dos meses de intensas y extensas movilizaciones suponen el más formidable sacudón que ha experimentado la sociedad en mucho tiempo. La potencia de la revuelta cambió el país, cuestión que será visible a mediano plazo: modificó a las clases dominantes, al Estado y también a los sectores populares que fueron el núcleo de la actividad colectiva.
En particular, creo necesario echar una mirada a la cultura política nacida en el siglo XX y que está derrapando, en gran medida, por la irrupción de los pueblos originarios y negros, pero también por la potencia de las mujeres jóvenes que, más allá del modo que lo formulen, desbordan las normas patriarcales que son patrimonio de las derechas caudillistas, pero que se manifiestan también en las izquierdas.
«Del campo a la ciudad», podría titularse el primer cambio de largo aliento. En la historia colombiana, las áreas rurales fueron el foco principal de la insurgencia campesina, de la que nacieron las grandes organizaciones guerrilleras. Antes aún, desde la guerra civil conocida como «La Violencia», entre conservadores y liberales luego del asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, el campo fue el escenario del largo conflicto que dio paso al nacimiento de las FARC.
En el paro del 2019, que se extendió desde noviembre hasta más allá de las jornadas indicadas por el Comité de Paro, y fue interrumpido por la pandemia, marcó ya un cambio de orientación. Con el paro y la revuelta en curso, las ciudades se revelan como el centro del conflicto social que, durante décadas, estuvo confinado en remotas áreas rurales donde las fuerzas represivas actuaban con impunidad, lejos de la mirada de las clases medias y los sectores populares urbanos.
Sin embargo, lo que sucede ante nuestros ojos no puede reducirse a campo o ciudad. En algunos espacios, como los puntos de resistencia, confluyen actores rurales (como la Guardia Indígena) con los urbanos donde destacan las y los jóvenes, pobres, mestizos y negros, pobladores de las periferias de las ciudades. De estos mestizajes están surgiendo las creaciones más potentes de la revuelta.
De la guerra a lucha civil pacífica, es el segundo tema a anotar. Los grandes conflictos del siglo XX se dirimieron por la violencia: desde la masacre de las bananeras retratada magistralmente por Gabriel García Márquez, hasta la lucha guerrillera de los años sesenta hasta la firma de los acuerdos de paz en La Habana.
En gran medida, la lucha armada fue el único camino que tuvieron los campesinos ante el cierre represivo de una clase dominante goda, patriarcal y caudillista, con la que resultaba imposible el diálogo. Sin embargo, ese camino tuvo dos problemas estratégicos, por lo menos: por un lado, resultó imposible derrotar a ejércitos bien dotados, asesorados y entrenados por el Pentágono, además de contar con bandas paramilitares creadas por ellos mismos, y con el narcotráfico que el sistema aprendió a manejar en contra de los campesinos y sectores populares.
En segundo lugar, la extensión de la guerra provoco daños irreparables en la moral combatiente que a menudo derrapó hacia actitudes reñidas con la ética (desde la colaboración con el narco hasta el reclutamiento de niñas y niños). No es el primero ni el único caso, entre las organizaciones armadas, en el que se producen desviaciones éticas. Ahí está Sendero Luminoso para mostrar que la lucha armada no exime a quien la practica de violaciones groseras a lo humano.
De la vanguardia a la comunidad en resistencia, sería el tercer tema.
La vanguardia, armada o civil, fue desde hace ya medio siglo la norma de la acción revolucionaria en esta parte del mundo. Sigue siéndolo para buena parte de las izquierdas, en particular las que continúan creyendo en la «forma-partido» como modo para conducir a «las masas».
En América Latina la irrupción de las mujeres y de los pueblos originarios está transformando esta herencia cultural. Ellas con su crítica al patriarcado, que asume la forma de direcciones políticas que dan órdenes. Y los pueblos, porque están anclados en realidades comunitarias que son refractarias a las jerarquías impuestas.
Hemos visto en Puerto Resistencia (Cali) y en muchos puntos de resistencia, cómo las relaciones entre las personas son mucho más ricas que el verticalismo de «ordeno y mando» en que nos hemos formado. Formas múltiples capaces de desplegar energías hasta ese momento invisibles, aprisionadas por los verticalismos.
La potencia del mundo indígena colombiano se puede graficar en que, siendo el 2,5% de la población, son sin embargo el referente obligado de todo sector social dispuesto a ponerse en pie. La llegada de la Guardia Indígena a Cali, así como a Bogotá meses atrás, es una muestra indudable de que estamos ante una cultura política nueva y dinámica, con la cual debemos contar si no queremos recaer en anteriores desvaríos.
Suele criticarse a esta cultura política que rechaza las vanguardias, su incapacidad para obtener triunfos y consolidarlos. Así es. Entre otras razones, porque no pretenden triunfar, en el sentido de ganar el poder estatal, sino que buscan abrir espacios para vivir como quieren, para seguir siendo indígenas, afrodescendientes y campesinos, en el campo y en la ciudad.
Tampoco puede decirse que no hayan ganado nada. Ahí están las mujeres para mostrar todo lo que ha debido retroceder la cultura machista en estas décadas, mucho más allá de leyes que, a menudo, se las lleva el viento. O los pueblos originarios que autogobiernan millones de personas en cientos de miles de hectáreas, con formas de educación comunitaria, de salud tradicional, justicia y poder propios.
Por lo pronto, una generación entera de jóvenes colombianos puede vivir en libertad en sus espacios abiertos y mantenidos a contracorriente, resistiendo las balas y el acoso de los medios hegemónicos. Aún es pronto para evaluar, pero el cambio en la cultura política es notable.