La batalla olvidada de Alexandra Kollontai

Marxista heterodoxa, militante comunista, educadora popular y feminista radical de enorme gravitación en la revolución rusa, Alexandra Kollontai hoy cobra fuerza y mayor visibilidad como precursora de las luchas de mujeres y disidencias anticapitalistas y antipatriarcales en diversos territorios del sur global. Sin embargo, es menos conocido su itinerario y las disputas que supo librar en los primeros años del proceso vivido en Rusia tras el triunfo insurreccional de octubre de 1917, en particular una batalla sin cuartel que entabló hace exactamente un siglo atrás, en 1921, contra la burocratización del partido bolchevique, el aplacamiento de la participación de las masas y las lógicas autoritarias que despuntaban en grado cada vez mayor en su país.



Rebeldes con Causa

La batalla olvidada de Alexandra Kollontai

Hernán Ouviña

 

Marxista heterodoxa, militante comunista, educadora popular y feminista radical de enorme gravitación en la revolución rusa, Alexandra Kollontai hoy cobra fuerza y mayor visibilidad como precursora de las luchas de mujeres y disidencias anticapitalistas y antipatriarcales en diversos territorios del sur global. Sin embargo, es menos conocido su itinerario y las disputas que supo librar en los primeros años del proceso vivido en Rusia tras el triunfo insurreccional de octubre de 1917, en particular una batalla sin cuartel que entabló hace exactamente un siglo atrás, en 1921, contra la burocratización del partido bolchevique, el aplacamiento de la participación de las masas y las lógicas autoritarias que despuntaban en grado cada vez mayor en su país.

Una vida intensamente rebelde

Nacida en San Petersburgo en 1872 en el seno de una familia aristocrática e hija de un general zarista y una campesina finlandesa, su nombre original era Alexandra Mijáilovna Domontovich, aunque siendo joven asume el apellido de su primer marido, de quien sin embargo se separará al poco tiempo. Un temprano interés por la praxis educativa y el trabajo con niños/as le acerca a perspectivas críticas y afines a las corrientes de izquierda, inquietud que la acompañará a lo largo de su ajetreada vida. A fines del siglo XIX, durante su exilio en Suiza toma contacto con socialistas como Karl Kautsky, Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, y se suma a las filas del partido obrero socialdemócrata ruso (POSDR). Internacionalista precoz, la revolución rusa de 1905 resulta un parteaguas en su vida -y la de millones- ya que coincide con la aspiración de conformar un movimiento feminista que pueda articularse con la lucha de las fracciones más combativas de la clase trabajadora. En 1907 es delegada a la Primera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, presidida por la propia Zetkin, a la que le sucederán otras en 1910 y 1915.

Durante la guerra mundial se opone al conflicto bélico y fomenta el boicot activo en las filas del movimiento obrero europeo, siendo parte de la Conferencia de Zimmerwald que logra aglutinar a sectores contrarios a la guerra interimperialista. Vive como emigrada en numerosos países, hasta recalar en los Estados Unidos, donde participa de varios proyectos, escribiendo para numerosas revistas y periódicos, dando a la vez difusión entre la militancia revolucionaria rusa del pensamiento del sindicalista norteamericano Daniel De León. Tras la caída del zarismo, retorna a su tierra y dentro del comité central del partido bolchevique es la única que apoya públicamente las Tesis de abril presentadas por Lenin, que implican un giro radical en la perspectiva de un proceso revolucionario no acotado a la conquista de las reivindicaciones democrático-burguesas, sino con miras a construir el socialismo al calor de los soviet y comités de fábrica que comienzan a proliferar como hongos en toda Rusia.

Desde su llegada, se aboca a la auto-organización de las mujeres y aboga por la conformación de un espacio especial para ellas en el seno del partido. Colabora insistentemente con diferentes periódicos y publicaciones de la izquierda europea, hace propaganda, dicta conferencias, impulsa decretos y proyectos que doten de la mayor autonomía posible a las mujeres y amplíe la capacidad amorosa a nivel general, aunque sin descuidar su perspectiva comunista. A las pocas semanas de la insurrección de octubre de 1917, se convierte en la primera mujer en estar a cargo de un ministerio, como Comisaria del Pueblo en el área de Bienestar Social (Asistencia Pública). En escasos cinco meses, dinamiza medidas que, no sin dificultades, aspiran a erosionar los privilegios en los que se asienta el patriarcado e insta a socializar las tareas que producto de la división sexual del trabajo, recaen casi de manera exclusiva sobre las mujeres: derecho al aborto y al divorcio, igual salario por igual trabajo, permisos de maternidad, jardines y hogares colectivos para las y los niños, así como comedores comunitarios y cantinas populares, entre otras políticas públicas disruptivas y democratizadoras.

Sin embargo, en marzo de 1918, a raíz de las diferencias que tiene con el tratado de paz firmado con Alemania en Brest-Litovsk y con otras posiciones del bolchevismo, renuncia tanto a su cargo de Comisaria como poco más tarde al Comité Central del partido, para dedicarse a continuar su lucha feminista desde el llano. Cada vez más desencantada con la deriva del gobierno, reconocerá que “la revolución ha traído derechos para las mujeres sobre el papel, pero en realidad solo ha hecho que la vida resulta más pesada para ellas”. Precisamente en este contexto de creciente malestar y distanciamiento con el rumbo que toma el proceso revolucionario en Rusia, Alexandra asumirá la vocería de la llamada Oposición Obrera.

La querella contra la militarización y el burocratismo

Los antecedentes inmediatos de la discusión que durante marzo de 1921 tendrá a Kollontai como principal protagonista, remiten por un lado a la concepción de Trotsky acerca de la militarización del trabajo y, por el otro, al programa del partido bolchevique aprobado en su VIII Congreso de marzo de 1919. Resulta sintomático que esta etapa sea por lo general omitida o bien desestimada por parte de quienes reivindican al general del Ejército Rojo. La profusa producción teórica elaborada por él durante estos años, así como sus polémicos planteamientos políticos, fueron de suma relevancia para incidir en la orientación que cobraría el proceso en Rusia en un contexto sumamente crítico, a pesar de lo cual esos materiales hoy no han sido reeditados ni discutidos en profundidad por las izquierdas marxistas.

Desde sus Tesis sobre la transición de la guerra a la paz a su libro Terrorismo y comunismo (donde en el momento más álgido de la guerra civil polemiza con Karl Kautsky, pero a la vez formula una serie de afirmaciones e hipótesis acerca de la transición al socialismo de considerable gravitación), pasando por sus notas a propósito de la cuestión sindical, hasta sus propuestas e intervenciones en el marco de la delicada coyuntura de 1920 y sobre todo 1921, merecen ser revisadas al calor de una historiografía no empática con las fuentes oficiales.

Un Trotsky Comisario de Guerra, imbuido de militarismo y de la soberbia propia de un partido único mimetizado con el poder estatal -al extremo de conformar un engranaje casi sin diferenciación alguna-, tras cumplir un rol clave en la derrota de los ejércitos imperialistas y contrarrevolucionarios que asediaron desde un comienzo al proceso ruso, intenta extrapolar e implementar las fórmulas que le resultaron viables para ganar la guerra, a la reconstrucción económica del país y al funcionamiento de las fábricas. Reintegrar a la dispersa y extenuada clase obrera al maltrecho aparato productivo, mediante la más estricta disciplina militar, fue la propuesta vertida en sus controvertidas Tesis, que Pravda hizo públicas en diciembre de 1919.

Frente a esta iniciativa surgieron voces de protesta al interior del bolchevismo, sobre todo en el seno de los dirigentes sindicales. Tal nivel de rechazo concitó la propuesta, que el 12 de enero de 1920, al comparecer Trotsky y Lenin ante un amplio arco de referentes de sindicatos de todo el país, de más de sesenta de ellos, sólo dos votaron a favor. En paralelo, como estratega militar el jefe del Ejército Rojo no titubea en realizar una apología abierta del terror revolucionario y de la concentración del poder en la cúspide del partido-aparato de gobierno, así como una reivindicación de la represión más despiadada ante quienes osaban cuestionar el rumbo fijado. Todo trabajador pasaba a ser considerado un soldado y viceversa. De ahí que Trotsky llegue a afirmar sin medias tintas ese mismo mes, en un artículo de Pravda, que “un desertor del trabajo es tan despreciable y tan indigno como un desertor del campo de batalla. ¡Severo castigo para ambos!”.

La infalibilidad del partido, y en particular de sus dirigentes, jamás es puesta en duda por él. Por eso asevera en Terrorismo y comunismo (redactado en mayo de 1920) que después de la revolución “la dirección general de los asuntos está concentrada en manos del partido”, e incluso postula que “la última palabra pertenece al Comité Central del partido”, a tal punto irrefutable que lo lleva a establecer analogías con “la dictadura de hierro de los jacobinos” en Francia y concluir que “semejante régimen no es posible más que si la autoridad del partido es indiscutible y si su disciplina no deja nada que desear”.

Esta posición tenía como correlato, a su vez, una apología del sistema Taylor y de las innovaciones tecnológicas desplegadas en Occidente, así como una apelación a los “especialistas burgueses” (ya sean los viejos generales del ejército zarista o los ingenieros y el personal jerárquico de las empresas capitalistas), en un contexto donde el nivel cultural y educativo de la militancia del partido resultaba sumamente bajo, ya que alrededor del 20% eran analfabetos y casi el 90% sólo poseían nivel elemental. Trotsky formulará además una crítica mordaz a los sindicatos en tanto órganos de lucha en favor del mejoramiento de las condiciones de trabajo y de vida del proletariado. De acuerdo a su interpretación, la función exclusiva que debían cumplir en el marco de un Estado obrero (del que devenían un mero apéndice) era “disciplinar” e “introducir autoritariamente a los trabajadores en el plan económico único”.

Dime qué partido tienes y te diré que dictadura del proletariado te darás

Para comprender de forma integral el sentido de la lucha entablada por la Oposición Obrera y por Kollontai ante estas posiciones, es preciso reconstruir los debates y principios organizativos aprobados en los Congresos del partido bolchevique que precedieron al realizado en marzo de 1921. Recordemos que el VIII Congreso, concretado en marzo de 1919, es fundamental debido a que en él se discute en profundidad la relación entre el partido, las instancias gubernamentales y el cada vez más formal poder soviético, aprobándose además un nuevo estatuto que establece una severa disciplina interna, criterios de mayor jerarquización y un reforzamiento del centralismo, a partir de la creación dentro del Comité Central de un Politburó, un Orgburó y un Secretariado. Sumado a esto, se generalizaban las “secciones políticas” en el seno de diversos frentes, sobre todo en el Ejército Rojo, cuyos responsables no eran elegidos sino -al igual que los oficiales, que ostentan varios privilegios- nombrados desde arriba, atentando contra la dinámica colegiada y el principio de territorialidad.

El IX Congreso, reunido entre marzo y abril de 1920, avanzó aun más en materia de militarización y reconocimiento de la necesidad de instaurar el trabajo forzoso en toda Rusia y la creciente estatización de los sindicatos. Uno de los puntos más reñidos fue el referido a la dirección personal (es decir, el control uninominal del mando) dentro de los ámbitos productivos e industriales, principio que ya había sido implementado en la organización del Ejército Rojo y que se pretendía aplicar para la reconstrucción económica del país. Lenin fustigó las tesis presentadas por Mijail Tomskij (único miembro del Politburó del origen obrero) en torno a los sindicatos e insistió en el carácter imprescindible de la dirección personal, acusando a quienes defendían la dirección colegiada de mencheviques y socialrevolucionarios. No sin tensiones, las resoluciones finales del Congreso terminaron por ratificar las posturas defendidas por Lenin y Trotsky.

Lo cierto es que la coyuntura que se abre en Rusia tras la culminación de la guerra civil dista de ser favorable. Hambruna y desabastecimiento, bajísimas temperaturas, descontento campesino y hastío popular, desempleo y despidos, una infraestructura industrial y productiva semiderruida, huelgas obreras, masas extenuadas, despoblamiento de las ciudades, declive del poder soviético y creciente desazón en un sector considerable del activismo de izquierda. A las protestas del proletariado en Moscú y poco más tarde en Petrogrado durante febrero de 1921, le van a suceder los sucesos trágicos y sangrientos de Kronstadt.

Esta isla-guarnición había sido el símbolo de las revueltas durante 1917 y ostentaba una enorme legitimidad por su férreo compromiso con el proceso revolucionario. Su alzamiento para exigir el restablecimiento de la democracia consejista y de las libertades civiles, el cese del monopolio del ejercicio del poder por parte del partido, así como la defensa de ciertos reclamos del campesinado pobre, serán desoídos por el gobierno bolchevique, quien acometerá una cruenta represión para recuperar la fortaleza naval, dejando un saldo de miles de asesinados y numerosas ejecuciones sumarias. Será éste el delicado trasfondo que condicione el debate y las decisiones tomadas en el X Congreso del partido.

Alexandra, vocera de la Oposición Obrera

Marzo de 1921 será un mes extremadamente dramático para la realidad rusa. Alexandra Kollontai deberá librar en esas semanas una desigual batalla que la tendrá como principal figura pública de confrontación ante las lógicas burocráticas y autoritarias que imbuían al partido bolchevique y -por consiguiente- al poder político surgido de la revolución rusa. Según el historiador Marcel Liebman, esta identificación creciente de los aparatos estatales y de partido y el dominio exclusivo ejercido por este último en la vida política y social del país, contribuían a hacer cada vez más monolítica la estructura del poder.

Creada en 1919, la Oposición Obrera tenía una fuerza considerable en las filas del proletariado industrial y de los sindicatos, en especial en los grandes centros urbanos. Uno de sus principales referentes era el dirigente metalúrgico Alexandr Shliápnikov, quien había ejercido el cargo de Comisario del Trabajo tras el triunfo de la revolución y en el IX Congreso del partido llegará a proponer que los sindicatos asuman el control pleno de la economía; moción que, si bien no logra prosperar, concita un alto grado de simpatía en las filas de la organización, particularmente en su base fabril.

En enero de 1921, por medio de una proclama colectiva publicada en Pravda, la Oposición Obrera da a conocer de manera orgánica sus críticas hacia el proceso de burocratización vivido en Rusia. Como anticuerpos, fomenta la creatividad obrera y propicia un ejercicio de la autonomía por parte de los sindicatos en la gestión del proceso productivo. Aunque mantenía una notable afinidad con este grupo desde su génesis misma, Alexandra Kollontai se sumará a las filas de la Oposición en este particular contexto, escribiendo un folleto que le dará estatura teórico-política y mayor sistematización a la plataforma difundida en enero de 1921.

Titulado La Oposición Obrera, en este opúsculo afirma que el partido sufre su primera gran crisis desde el inicio de la revolución. Tras reconocer como factores que obstaculizan la realización del programa comunista la existencia de una total desorganización y ruina de la economía en un país atrasado como Rusía, y a los constantes ataques de las potencias imperialistas y de la contrarrevolución durante tres años, se encarga de problematizar el poder otorgado por el gobierno bolchevique a los “especialistas” burgueses -representantes del pasado capitalista que se busca desterrar-, que de manera simétrica ha reducido la iniciativa y el impulso creador de las masas obreras.

Kollontai advierte además que el descontento que ellas manifiestan tiene razones materiales bien concretas: “solo la clase fundamental de la república soviética, la que ha soportado todo el peso de la responsabilidad del período de la dictadura, lleva masivamente una existencia escandalosamente miserable”, denuncia. A lo que agrega que el obrero “ve de qué manera vive el funcionario soviético, el ‘práctico’, y de qué manera vive él, sobre quien reposa la dictadura del proletariado”. De ahí que concluya que el aumento de la producción (consigna agitada insistentemente por la dirigencia bolchevique) “es imposible si al mismo tiempo no se organiza la vida de los obreros sobre unas bases nuevas, racionales y comunistas”. Ello requiere sin miramientos “el retorno del espíritu democrático, la libertad de opinión y de crítica en el seno del partido”.

Las bases de la economía comunista, dirá, no pueden ser creadas por “una sociedad heterogénea y burocrática de funcionarios, sobre todo con su fuerte dosis de hombres de negocios al viejo estilo capitalista”, sino que debe ser obra de la propia clase obrera a través de sus asociaciones, entre las que se destacan los sindicatos. Más allá de los posibles matices, para ella no existía una real diferencia de cara al X Congreso del partido entre las tesis formuladas por Trotsky y Bujarin, y aquellas levantadas por el grupo de los “Diez” (denominada así porque adscribían a su programa diez referentes bolcheviques, encabezados por Lenin y Zinoviev).

Las tesis de la Oposición Obrera polemizarán con ambas, al punto de ironizar acerca de su común vocación paternalista por “educar” a las masas: “A decir verdad, hojeando las tesis y las notas taquigráficas de los discursos de nuestros camaradas dirigentes, sorprende la vena pedagógica que súbitamente han descubierto de sí mismos. Cada fabricante de tesis tiene su propio sistema, el más perfecto de todos, para educar a las masas obreras. Pero todos los sistemas parten del postulado único de que no hay que dejar ningún margen al alumno para ensayar, perfeccionar y manifestar sus dotes creativos. En eso, los pedagogos de nuestros medios dirigentes van retrasados con respecto a su época”, satiriza Alexandra.

Con una sorprendente afinidad respecto de las advertencias formuladas por Rosa Luxemburgo en 1918 en su borrador sobre La revolución rusa, Kollontai expresa que “el comunismo no se hace mediante decretos. Debe ser creado por la búsqueda de unos hombres vivientes, quizás al precio de errores, pero mediante el impulso creador de la propia clase obrera”. Tal es la disyuntiva que avizora: burocracia o iniciativa de las masas. “Ahora bien, ¿qué se hace para estimular y facilitar esta iniciativa?”, se pregunta consternada. “Nada. Más bien todo lo contrario”, responde con indignación. “Es cierto que en cada mitin decimos a los obreros y obreras: ‘¡Cread la vida nueva! ¡Construid! ¡Ayudad al poder los soviets!’. Pero tan pronto como la masa, tan pronto como un grupo de obreros y obreras asume nuestro llamamiento e intenta llevarlo a la práctica, alguno de nuestros órganos burocráticos, que se considera afectado, golpea en los dedos a esos iniciadores demasiado fogosos”.

Por ello, la Oposición Obrera asume que “para desterrar la burocracia que se alberga en las instituciones soviéticas, hay que empezar por desterrar la burocracia en el propio partido. Es así como propone erradicar el temor a la crítica y al pensamiento libre, y restaurar la confianza en las masas, su sana espontaneidad y su iniciativa vital, ya que, a contramano de lo que supone cierto sentido común dominante que anida en las burocracias de toda laya, es precisamente en los momentos de peligro que estas medidas resultan una salvación. En suma: se trata de “la puesta en práctica de los principios democráticos no solo en los períodos de tregua, sino también en caso de crisis interior o exterior”.

¿Qué medidas sugiere en concreto Kollontai para superarla? En primer lugar, que el partido bolchevique vuelva a ser un partido obrero y que el proletariado vinculado directamente con las masas, tenga en los órganos decisorios y comités una influencia preponderante. A la par de esto, es fundamental que las diferentes instancias de dirección oficien de espacios de control de la política llevada a cabo en y desde los aparatos del Estado, que deben contar con la más amplia difusión y publicidad. Finalmente, otra exigencia esencial es el retorno dentro del partido al principio electivo, dejando de lado los nombramientos salvo en casos excepcionales. Si el nombramiento es la característica básica de la burocracia, la elección en todos los niveles refuerza la responsabilidad ante la base y desestimula el arribismo, concluye Alexandra.

La estocada final contra la abeja obrera

Entre el 8 y el 16 de marzo de aquel emblemático año de 1921, se desarrollará el X Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, durante una sucesión de días donde la discusión alrededor de las tres principales tesis presentadas se tensará hasta niveles extremos. Las resoluciones tomadas supondrán un quiebre sin punto de retorno en el devenir del convulsionado proceso de transformación vivido hasta ese entonces en Rusia. Si a nivel económico se abandona la política de requisas en el campo y se promulga la NEP, dando mayor libertad a las iniciativas privadas y a la presencia legal de las relaciones mercantiles, en términos políticos se endurece el monolitismo y se resiente aún más la democracia interna, al punto de prohibir incluso toda disidencia organizada.

Con un tono todavía más hostil que el de las diatribas y argumentos persuasivos lanzados por Lenin, Trotsky arremeterá con idéntico esmero contra la plataforma reivindicada por Alexandra: “La Oposición Obrera se ha presentado esgrimiendo consignas peligrosas. Ha hecho un fetiche de los principios democráticos. Ha colocado el derecho de los trabajadores a elegir representantes por encima del partido, por decirlo así, como si el partido no tuviera el derecho de imponer su dictadura aun cunado esa dictadura chocara temporalmente con las actitudes pasajeras de la democracia obrera…Es necesario entre nosotros la conciencia del derecho revolucionario histórico del partido. El partido está obligado a mantener su dictadura, independientemente de los vaivenes temporales en las actitudes espontáneas de las masas, independientemente de las vacilaciones temporales de la clase obrera misma”.

Tildada como una desviación anarquista y pequeño burguesa por la cúpula comunista, la posición defendida por Kollontai tuvo sin embargo un peso considerable en ciertos sectores del partido y al interior de los sindicatos obreros, en particular dentro de los importantes gremios metalúrgicos y de mineros, aunque ese apoyo no logró traducirse en un gran número de delegados que votasen en su favor durante el X Congreso. Podemos imaginarnos lo que significó que la principal vocera de este nucleamiento crítico haya sido una mujer feminista, en un universo predominantemente masculino y con prácticas machistas y autoritarias que -a pesar de los avances dados por impulso de la propia Alexandra y de un sinfín de “heroínas sin nombre”, como ella las llamó- aún no habían sido desterradas, sino que hasta podría decirse que debido al clima de guerra civil y a la creciente militarización del propio partido, tendieron a exacerbarse entre la militancia de izquierda.

El 16 de marzo, día del cierre del Congreso, se aprobaron dos resoluciones referidas a las fracciones dentro del partido. La primera de ellas llevaba por título “La desviación sindicalista y anarquista”, en clara alusión a la Oposición Obrera, mientras que la segunda refería a “La unidad del partido” y ordenaba la desaparición de todos los grupos, sin excepción alguna, constituidos en torno a algún eje programático, bajo pena de la expulsión inmediata de las filas de la organización, lo que redundó además en una clausura de hecho del cualquier tipo de debate ideológico sustancial en sus filas. En simultáneo, dotó de poderes excepcionales al Comité Central y, dentro de éste, al buró político.

Meses más tarde, varios referentes de la Oposición Obrera, entre ellos la propia Alexandra, intentarán apelar esta drástica medida ante la Internacional Comunista, presentando en uno de sus Congresos el caso, y dando a conocer un documento público conocido como la Carta de los Veintidós, llamado así por quienes firmaban la misiva, en su mayoría miembros encumbrados del partido bolchevique y militantes de la organización desde comienzos de siglo. Lo sugerente es que en este llamamiento aludían a la propuesta del Frente Único, denunciando que, como causa, ella se encontraba “gravemente comprometida en nuestro país [Rusia], no solo en el amplio sentido de la palabra, sino también en el seno de nuestro Partido”. En el Ejecutivo de la Internacional, será Trotsky nuevamente quien presente el alegato contra ellos y obtenga el rechazo de su apelación, que exigía el levantamiento de la prohibición de tendencias y grupos disidentes dentro del partido bolchevique.

A pesar de esta dolorosa derrota, Alexandra tendrá fuerzas para dictar entre abril y junio de 1921 un conjunto de conferencias en la Universidad de Sverdlov, sobre las condiciones de vida y la liberación de la mujer a lo largo de la historia de la humanidad. Poco más tarde, también volcará sus sinsabores en una compilación en la que reúne tres escritos suyos, donde las referencias autobiográficas y la crítica mordaz de la deriva sufrida por el bolchevismo y la sociedad rusa se mixturan con agudeza. El amor de las abejas obreras, publicado en 1923, puede leerse sin duda como un réquiem, ya que luego ella asumirá diversos puestos diplomáticos que, casi en la clave de un prolongado exilio blando, la mantendrán fuera de Rusia hasta su muerte en 1952.

De hechura única y desde un registro literario que hace de lo personal algo rabiosamente político, esos textos atestiguan en filigrana aquella batalla obstinada que supo librar en 1921 bajo una evidente desigualdad de condiciones, pero con la convicción de aportar a revitalizar el pensamiento libre y la iniciativa práctica de las masas, desde abajo y a contramano de las lógicas burocráticas y mercantiles cada vez más asfixiantes. Un siglo más tarde, esa extrema sensibilidad y el amor eficaz, creativo y anti-dogmático de la rebelde Kollontai, cobran un espesor particular y mayor hondura que nunca.