La revolución ha muerto

El acontecimiento de la revolución o que contiene a la revolución, mas bien, corresponde a un conjunto de fenómenos sociales que al articularse e integrarse, desbordan a la sociedad y sus mallas institucionales. Transforma por lo menos la temporalidad misma de la sociedad, por así decirlo, recordando la figura del pueblo que apedreaba los relojes para detener el tiempo en el momento crucial de la intensidad revolucionaria. Lo que sueñan los revolucionarios, con transformar a la sociedad misma, parece más complejo, evaluando las experiencias revolucionarias de la historia política moderna.



La revolución ha muerto

Raúl Prada Alcoreza
  

 El acontecimiento de la revolución o que contiene a la revolución, mas bien, corresponde a un conjunto de fenómenos sociales que al articularse e integrarse, desbordan a la sociedad y sus mallas institucionales. Transforma por lo menos la temporalidad misma de la sociedad, por así decirlo, recordando la figura del pueblo que apedreaba los relojes para detener el tiempo en el momento crucial de la intensidad revolucionaria. Lo que sueñan los revolucionarios, con transformar a la sociedad misma, parece más complejo, evaluando las experiencias revolucionarias de la historia política moderna. Parece no bastar el acto heroico revolucionario, que se rebela a la historia y a la realidad. Las sociedades parecen no modificar sus profundas estructuras sociales ante la asonada misma y la irrupción magnifica de la voluntad revolucionaria, desplegada fastuosamente en la explosión social. Las estructuras sociales parecen vengarse del derroche de energía social, después del estallido y la victoria revolucionaria. Las estratificaciones sociales no desaparecen ni inmediatamente, tampoco mediatamente, quién sabe pueda suceder en el largo plazo. Al contrario, las estratificaciones sociales parecen adecuarse y acomodarse al nuevo contexto configurado por la revolución. Para comenzar, se da una distinción evidente entre los que gobiernan y los gobernados, aunque estos gobernados sean el mismo pueblo, a nombre del cual se hizo la revolución. Para seguir con la fatalidad histórica, poco a poco se vuelve a la acumulación de riqueza por parte de unas minorías y al despojamiento de riqueza de las mayorías. Puede que la condición social de las mayorías se modifique y mejore, empero, esto no quiere decir que se logró la igualdad pregonada, que aparece lejana y difícil de alcanzar. Puede ocurrir incluso que después de la revolución victoriosa la situación provisional de la sociedad entre en crisis, debido a las contingencias del boicot de los derrocados y de las potencias aliadas a éstos. Las circunstancias de lo que acaece depende de las historias singulares de las formaciones sociales donde se dio lugar la revolución. El recuento de la historia de las revoluciones de la modernidad es, a la vez, impactante por el desborde de la potencia social, pero también por las dificultades y el dramatismo desenvuelto en las coyunturas revolucionarias, incluso que pueden ser llamadas posrevolucionarias. Sin embargo, lo que importa es la evaluación después del ciclo largo de la revolución misma.  Es cuando asombra lo que podemos llamar tanto el fenómeno increíble de la mimetizada restauración del régimen derribado, si bien no tanto en sus formas, pero sí en sus contenidos estructurales. ¿Cómo interpretar este círculo vicioso del poder?

 

 

Ciertamente no se puede decir que las civilizaciones no cambian; queda la evidencia de sus despliegues y sus transformaciones en la extensión temporal de los ciclos largos. También no se puede desconocer que la modernidad es la era de la vertiginosidad de las transformaciones institucionales, de valores, incluso culturales, así, obviamente, económicas. Esto es precisamente lo que ha hecho manifiesto la experiencia de la modernidad, las experiencias singulares de la modernidad, tanto, por así decirlo, globales, como las locales, nacionales y regionales barrocas. Se puede decir, entonces, que es el sistema mundo moderno el que ha cambiado a las sociedades, contenidas en el sistema mundo. Entonces, la pregunta es: ¿Qué clase de fenómeno moderno es la revolución, que se da en los contextos del sistema mundo moderno? Cuando el acontecer moderno, ininterrumpido, pone en evidencia que las estructuras y estratificaciones sociales no son naturales, tampoco divinas, cuando cuestiona desde la rebelión de la razón las verdades de las instituciones  tradicionales, cuándo el conocimiento adquiere la dinámica descriptiva y teórica de la investigación, cuándo la tecnología y las ciencias desbordan, potenciando capacidades sociales y potenciando las acciones y prácticas sociales, las composiciones sociales se transforman, tanto de manera perceptible así como de manera imperceptible. Una consecuencia de estas transformaciones espontáneas, podríamos decir, no planificadas, es la consciencia de la potencia social. A partir de un determinado momento de la modernidad esta consciencia adquiere el perfil de la ilustración y del iluminismo. Se trata de la rebelión de la razón y la confianza en su autonomía.

 

 

En los contextos de la configuración y conformación política, se puede decir que se da lugar al nacimiento de las ideologías, que sustituyen a las religiones, por lo menos, en lo que respecta a la hegemonía discursiva. Es pues en pleno iluminismo cuando emergen las interpretaciones revolucionarias, que hacen hincapié en la crítica de la razón y en la voluntad basada en la razón. La revolución francesa va a ser la matriz de las ideologías revolucionarias, que van a atravesar el siglo XIX y el siglo XX. Desde esta perspectiva, se puede decir que las corrientes marxistas son hijas de la revolución francesa, que se vuelve como paradigma revolucionario de las revoluciones venideras, aunque las mismas respondan a sus propias condiciones de posibilidad y circunstancias, adquiriendo perfiles, formas y contenidos singulares. El problema de los revolucionarios venideros es que si bien asumieron con optimismo y hasta romanticismo la acción revolucionaria se olvidaron tomar en cuenta la historia efectiva y singular de las revoluciones, sus decursos sinuosos, sus dramatismos, además de sus contrastes y contradicciones, las paradojas de la revolución que se hicieron evidentes e insoslayables; empero, al comienzo de cada revolución, sobre todo inmediatamente después de la victoria, se soslayaban las experiencias dramáticas de las revoluciones, sus sinuosos decursos, sus contradicciones, lo peor, sus restauraciones abrumadoras, regresiones y decadencias. ¿Por qué este olvido?

 

 

¿Por qué la amnesia de la izquierda? Dicho de otra manera: ¿Por qué la inclinación a la apología por parte de la izquierda? También podemos preguntar: ¿Por qué no se quiere aprender de la experiencia? Así también se puede preguntar: ¿Por qué este apego a repetir los mismos errores, como si no hubieran ocurrido y como si no se tratará de evaluarlos y corregirlos? Yendo más lejos: ¿Por qué se opta por repetir el camino que lleva a frustraciones y derrotas? He aquí las preguntas cruciales, las cuales se han eludida y respecto a las cuales no se han dado respuestas, ni siquiera intentado seriamente.

 

 

¿Por qué la amnesia revolucionaria? Esto parece tener que ver con el apego irreflexivo a la apología y con la inclinación terapéutica por el olvido. Todo lo que aparece como perturbadores hechos, experiencias dramáticas, es hundido en el fondo de las cavernas de la memoria. Es así como cuando emergen los recuerdos traumáticos lo hacen en contextos de nuevas crisis. En estas condiciones reaparece lo que afecta, lo que contrasta, lo que interpela. Empero, en vez de asumir una actitud crítica se despliegan justificaciones anodinas, se sugieren hipótesis ad hoc y, lo peor, se vuelven a cometer los mismos errores. De la misma manera que antes, no se toman en cuenta los hechos contrastantes y perturbadores, para una evaluación crítica, salvo en contadas y excepcionales situaciones, con singulares y excepcionales personas, teniendo en cuenta la responsabilidad de quienes, los pocos, asumen la crítica y la autocrítica. Entonces, podemos ver claramente que la sociedad o, mas bien, ciertos estratos de la sociedad, que tienen que ver con la acción, con la praxis y, en determinado momento, con el torbellino revolucionario, se inclinan adormecedoramente por ignorar la experiencia y actuar como si no hubiera pasado nada.

A propósito del concepto de revolución, Peter Sloterdijk escribió:

 

 

Nunca hemos sido revolucionarios

 

Una vez transcurrido el siglo XX comienza a reconocerse que fue un fue un fallo colocar el concepto de revolución en el centro de su interpretación, igual que fue un camino errado entender los modos extremos de pensar de aquel tiempo como reflejos de acontecimientos revolucionarios en la “base” social. Todavía sigue dándose crédito, cómplicemente, a las automistificaciones de los actores de la época. Quien hablaba de revoluciones, políticas o culturales, antes y después de 1917, casi siempre se dejó engañar por una metáfora poco clara de movimiento. En ningún momento la fuerza del siglo se cifró en la revolución. En ninguna parte se cambian los lugares arriba y abajo; nada que estuviera a la cabeza se puso a los pies; en vano se buscaría un comprobante de que los últimos se volvieran en alguna parte los primeros. Nada se revolucionó, nada se dio la vuelta en el círculo. Por el contrario, en todas partes se llevaron a primer plano cosas pertenecientes al trasfondo, en frentes innúmeros se fomentó la manifestación de lo latente. Lo que puede explorarse, explotarse, investigarse mediante perforaciones de profundidad, intervenciones e hipótesis invasivas, llegó a los depósitos de combustible, al texto impreso, a los balances de negocios. El medio plano se extendió, las funciones representativas se multiplicaron, cambió el reparto de papeles en los tribunales, las administraciones se ampliaron, los puntos de aplicación de acciones, producciones, publicaciones proliferaron, nuevos departamentos oficiales surgieron de la nada, el número de hacer carrera se multiplicó por mil. Algo de todo ello resuena en la tesis maliciosa de Paul Valéry de que los franceses, y eo ipso los modernos, hicieran de la “revolución” una rutina.

 

El concepto fundamental auténtico y verdadero de la Modernidad no se llama revolución sino explicación. Explicación es para nuestro tiempo el verdadero nombre del devenir, al que pueden subordinarse o yuxtaponerse los modi convencionales del devenir mediante flujo, mediante imitación, mediante catástrofe y recombinación positiva. Deleuze articuló una idea semejante cuando intentó transferir el tipo de acontecimiento “revolucionario” al nivel molecular, con el fin de eludir las ambivalencias de la actuación en la “masa”; no cuenta la subversión voluminosa, sino el fluir, el discreto ir más allá en la próxima situación, la huida continuada del status quo. En el ámbito molecular lo que importa son sólo las pequeñas y mínimas maniobras; todo lo nuevo, que lleva más lejos, es operativo. La visibilidad de la innovación real se debe precisamente al efecto producido por la explicación; lo que entonces se encomia como una “revolución” no es, por regla general, más que el ruido que surge cuando el acontecimiento ha pasado.  La era presente no subvierte las cosas, las situaciones, los temas: los lamina. Los despliega, los arrastra hacia delante, los disgrega y apisona, los coloca bajo coacción a manifestarse, los deletrea de nuevo analíticamente y los introduce en rutinas sintéticas. De supuestos hace operaciones, proporciona métodos exactos a confusas tensiones expresivas, traduce sueños a instrucciones de uso; arma el resentimiento, deja que el amor toque innumerables instrumentos, a menudo recién inventados. Quiere saber todo sobre las cosas del trasfondo, sobre lo plegado, antes indisponible y sustraído, en cualquier caso, tanto como sea necesario tener a disposición para nuevas acciones en el primer plano, para despliegues y desdoblamientos, intervenciones y transformaciones. Traduce lo monstruoso a lo cotidiano. Inventa procedimientos para introducir lo inaudito en el registro de lo real; crea las teclas que permiten a los usuarios un abordaje fácil a lo imposible hasta ahora. Dice a los suyos: No existe el desmayo; lo que no puedes, puedes aprenderlo. Con razón se la llama la era técnica. 

 

A continuación, repetiremos algunos capítulos sacados de la historia de las catástrofes del siglo XX, con el fin de explicar a resultas de qué luchas y qué traumas la estancia humana en milieus respirables ha tenido que convertirse en un objeto de cultivo explícito. Una vez realizado esto, cuesta poco esfuerzo ya explicar por qué todos los tipos de éticas del valor, de la virtud y del discurso resultan huecas mientras no se traduzcan a la ética del clima. ¿Exagero Heráclito cuando dijo que la guerra es el padre de todas las cosas? En cualquier caso, un filósofo contemporáneo no habría exagerado afirmando que el terror es el padre de las ciencias de las culturas[1].

 

 

 

El concepto de revolución es moderno, hace hincapié en el cambio, sobre todo remarca la transformación social y política. El arquetipo, por así decirlo de la revolución social y política es la experiencia de la revolución francesa. Esta configuración conceptual está grabada en el imaginario social; se puede decir que se ha convertido en sentido común. Ciertamente, cuando esto ocurre, deja de tener la estructura conceptual, atribuida por la teoría, ya sea filosófica o política, para hacer emerger el desborde metafórico de la imaginación, también, de la misma manera desbordante, se despliegan los usos singulares discursivos, de acuerdo con los contextos, las coyunturas, así como también los actores políticos y los ideólogos en cuestión. El término revolución adquiere el uso práctico del lenguaje cotidiano, en los escenarios donde es convocado para significar los actos, las acciones, incluso las políticas propuestas o aplicadas. La vertiginosidad de la modernidad ha inclinado a pensarla como la era de la revolución permanente, donde todo cambia, donde todo lo sólido se desvanece en el aire, donde todo se transforma; por lo tanto, no solo acontece la revolución en los espesores de intensidad social y en el plano de intensidad político, sino en todos los planos de intensidad que hacen a la civilización moderna.

 

 

La experiencia social en la historia política moderna evidencia que el acontecimiento llamado revolución no escapa a su ciclo; padece su ciclo, desenvolviéndose, desde sus coyunturas de entusiasmo hasta el periodo de la decadencia, pasando por el desencanto, la regresión y la restauración. Frente a esta evidencia fáctica las pretensiones apologéticas de una “revolución” eterna caen contrastadas dramáticamente. No hay revolución eterna, tampoco revolución permanente. Lo qué hay, se evidencia incontestablemente, es el ciclo de ascenso y descenso del proceso circular del acontecimiento político llamado revolución.

 

En lo que respecta a lo que dice Peter Sloterdijk, en lo referente al concepto de revolución, es relativamente apropiado. Si tenemos en cuenta los contextos dramáticos donde emerge la revolución, se puede decir que la revolución es el desborde mismo de la crisis social, política, económica y cultural. Es, de la sintomatología de la crisis, quizás el síntoma más explosivo e intenso de la crisis misma.   

 

 

El acontecimiento de la explicación, si podemos hablar así, se mueve, por así decirlo, en otra dimensión o contexto; tiene que ver con el acontecimiento inclusivo y global del iluminismo, el apego a la ciencia, al conocimiento, a la investigación, al análisis y la descripción. Obviamente, como dijimos al principio, el iluminismo es el substrato histórico cultural de la revolución, así también es el substrato histórico y cultural de la explicación. Si seguimos la secuencia del ciclo de la revolución francesa, que es, más o menos, análogo a otros ciclos revolucionarios, después de la eclosión social y el entusiasmo viene el desencanto, se deriva en el terror y en el termidor. Entonces, el terror es parte del ciclo revolucionario, cuando la revolución misma se deteriora, se vuelve regresiva, inclusive restauradora, para hundirse en la decadencia. Sin embargo, cuando Sloterdijk nos habla de terror, se refiere al terrorismo atmosférico de la modernidad, cuando se ataca las condiciones de vida de los considerados enemigos, por lo tanto, de las sociedades y pueblos, catalogados como tales. En consecuencia, el terrorismo, como despliegue moderno, resulta un fenómeno más amplio, escapando a las circunscripciones definidas o configuradas por el iluminismo. Podríamos decir que el terror moderno resulta ser como un anti-iluminismo, una anti-ilustración, en este sentido, como una contrarrevolución en el seno de la revolución misma. Es como decir también que la revolución incuba su huevo de destrucción misma de la revolución, hablamos de lo que comúnmente se denomina contrarrevolución, entonces se da la contrarrevolución dentro la misma revolución. ¿Se podría decir que sucede algo parecido con el iluminismo? ¿Incuba su propio oscurantismo? Si fuese así estaríamos en una especie de dialéctica perversa del iluminismo. Preferimos considerar que algo excede al iluminismo, esa excedencia se encuentra en los espesores de la formación social misma. El fenómeno social y subjetivo de la violencia es inherente a la malla institucional de las estructuras de poder, estructuras vinculadas a las estrategias de dominación. Entonces, el terror, del que habla Sloterdijk, como fenómeno, variado en sus singularidades, desbordante de la modernidad, incluyendo a lo que denomina terrorismo racional, tiene que ver con las formas, contenidos y expresiones que adquieren las estructuras de poder y las estrategias de dominación polimorfas de la modernidad. Dicho de una manera inocente, el iluminismo critica las estructuras de poder, invoca a una voluntad transformadora, empero, las estructuras de poder, heredadas y adecuadas a los contextos modernos resisten, por así decirlo, obstaculizando el desenvolvimiento y el despliegue del iluminismo, incluyendo a sus consecuencias en la praxis social.

 

 

Volvemos a la pregunta que nos hicimos antes, una pregunta persistente, una pregunta necesaria y quizás urgente: ¿En qué momento comienza la genealogía del poder, es decir, la genealogía de las dominaciones? ¿En qué momento las comunidades derivan en sociedades estratificadas, que suponen estructuras de poder y prácticas de dominación? ¿En qué momento las instituciones sociales y la institucionalidad del poder, o del poder institucionalizado, se constituyen en dispositivos de la dominación y en dispositivos e instrumentos de consolidación de las estructuras de poder? Esta es la pregunta o, mas bien, un conjunto de preguntas que hacen a la cuestión referencial y a la problemática de lo que podemos llamar los orígenes del poder, aunque el término origen puede ser discutible por su carácter mítico y no descriptivo. Preferimos, desde la perspectiva de Michel Foucault, hablar de nacimientos; sin embargo, en esta reflexión prospectiva y de análisis teórico es indispensable referirse de una manera directa y abstracta al problema en consideración. En este sentido vamos a hablar hipotéticamente de orígenes de las genealogías del poder.

 

 

Al respecto, hay una tesis, bastante documentada, apoyada por fuentes, reunidas y revisadas, en una suerte de balance de la memoria y la experiencia social. Esta tesis corresponde al libro “Orígenes de la civilización” de Abdullah Öcalan. Resumiendo, la interpretación histórica establece que son las mujeres las que inventaron el lenguaje, las que inventaron la agricultura, las que desarrollaron, por lo tanto, el lenguaje, así como desarrollaron la agricultura, además de tener el control de la familia y, ciertamente, se puede deducir, que tenían el control de la comunidad. Los hombres, en cambio, se alejaban del hogar, se perdían largas temporadas. Volvían a las comunidades estructuradas y consolidadas, bajo el control de las mujeres. Volvían, por así decirlo, a la praxis del lenguaje, a las comunicaciones fluyentes de estas comunidades. Los hombres tenían acceso a la comunidad, pero no tenían el control de ésta. No tenían el control de la producción, de la distribución y del consumo de los alimentos, ni, obviamente, de la alimentación, es decir, de la cocina y de la mesa. No controlaban el fluir del lenguaje, de la praxis comunicativa, además, habría que anotar que, la artesanía también era controlada por las mujeres. Entonces, la hipótesis teórica de interpretación, que sostiene la tesis mencionada, supone un acontecimiento traumático, un quiebre, un punto de inflexión. Este evento inaugural de la historia de las dominaciones es la constitución e instauración del patriarcalismo, después, su consolidación institucional y estatal. Este nacimiento del patriarcalismo es también, cómo se puede ver, el nacimiento mismo de la genealogía del poder, que, más o menos, corresponde a una especie de conspiración masculina, conspiración de la fraternidad masculina contra el control de las mujeres. Seguramente el proceso de transferencia, por así decirlo, del control de las mujeres al control de los hombres, fue largo y diferido. Se pueden, entonces, suponer unos procesos más o menos diferidos, largos y singulares, dependido de los contextos, de los lugares, de las situaciones y circunstancias. Esta es la tesis que nos interesa anotar, pues lo que establece es la coincidencia del nacimiento del patriarcalismo y el nacimiento de las genealogías del poder y de las dominaciones. Respecto a nuestra pregunta sobre cuándo comienza, aunque sea hipotéticamente, la historia de las dominaciones y la historia del poder, la respuesta teórica y provisional de interpretación histórica supone el nacimiento del poder y de las dominaciones conjuntamente al nacimiento del patriarcalismo.

 

 

Haciendo un análisis del presente desde una mirada retrospectiva del pasado, esta vez del presente de la crisis de la revolución, tanto como acontecimiento de la potencia social, así como también como concepto, podemos deducir que se trata de la crisis múltiple civilizatoria. Desde esta perspectiva, para salir de la crisis y del círculo vicioso del poder es menester desandar el camino, volver al punto de inflexión, de quiebre, de bifurcación, cuando de las comunidades, incluso de las sociedades sin Estado, se pasó a las sociedades estratificadas, a las sociedades con Estado; este punto de quiebre es el nacimiento del patriarcalismo. En consecuencia, consecuencia política si se quiere, se trata de abolir el patriarcalismo, desde su misma matriz constitutiva.

 

 

Ahora bien, al respecto de la muerte de la revolución y de la urgencia de salir del círculo vicioso del poder, es menester considerar otra tesis de interpretación, que podemos llamar oikológica. La genealogía de las dominaciones parece corresponder al instinto tanático destructivo, incluso autodestructivo, al instinto de muerte, desatado desbordantemente por la civilización moderna. El sistema mundo capitalista ha desarrollado fehacientemente la capacidad racional y tecnológica, así como institucional, de destrucción de las condiciones de posibilidad existenciales de la vida, atacando hasta el colmo del exterminio las condiciones mismas de la reproducción de la vida. Como dice Sloterdijk, la modernidad ha desarrollado demoledoramente la capacidad de atacar las atmósferas, vitales para las formas de vida, logrando la exterminación. La destrucción sistemática de los bosques, de los ecosistemas, de los nichos ecológicos, evidencian palpablemente este instinto de muerte civilizado, desbocado e incontrolable. A estos fenómenos autodestructivos y destructivos de la civilización llama Sloterdijk atmoterrorismo. En consecuencia, el orden mundial de las dominaciones, el imperio, la composición conglomerada de los Estado nación, pueden señalarse como atmoterroristas y deben ser tratados como tales.

[1] Peter Sloterdijk: Esferas III. Siruela. Biblioteca Ensayo; Madrid 2014. Pás 71-73.